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—¿Ha conseguido que alguien se haga cargo de la niña judía?
La pregunta de Albert me sacó de mis pensamientos, volví a sorprenderme de que mi mente no estuviera recordándome de forma insistente mi amnesia. En su lugar se había instalado Dana.
—En efecto —contesté de forma escueta, no deseaba dar más explicaciones. Por algún motivo no me fiaba de Albert, había algo en él que no me inspiraba confianza.
—Es usted un hombre de recursos, aun sin memoria es capaz de encontrar a una mujer que se encargue de una niña judía. Debo felicitarle.
No me gustó el tono empleado por Albert. Había mofa en sus palabras, como si pensara que era intelectualmente superior a mí. Yo no estaba en condiciones de rebatir tal cuestión, pero me resultó un comportamiento desagradable. Incluso sin recuerdos supe que nuestra animadversión era real.
—Es sorprendente lo que puede hacer una persona amnésica, se olvida de todo y termina adoptando una niña judía. Debería usted volver al hospital como objeto de estudio. Seguro que algún científico vería en usted un espécimen fascinante.
No quise contestarle, aunque siendo sincero he de reconocer que no fui capaz de replicarle como se merecía.
—¿A qué persona quería presentarme? —pregunté cambiando de tema.
—Lo sabrá cuando llegue el momento.
Sé que una persona inteligente hubiese aprovechado el viaje en coche para observar todo lo que le rodeaba, estoy seguro de que mi vacía mente habría agradecido que mi atención estuviese centrada en recolectar información útil. Sin embargo, en lo único que podía pensar era en Dana y Erika. La primera llenaba mi pecho de un sentimiento de plenitud que me hacía un hombre dichoso, la segunda despertaba en mí la esperanza, una esperanza basada en una sonrisa. Mi cerebro lejos de avisarme de mi necio proceder me invitaba a perderme en unos pensamientos estériles, pero placenteros.
Cuando el vehículo de Albert disminuyó la velocidad hasta casi detenerse volví al mundo real. El paisaje de la ciudad había cambiado, no estábamos en el centro de la ciudad, los edificios ya no eran construcciones modernas con las paredes repletas de carteles con la cara de Adolf Hitler y las calles no estaban asfaltadas. Las casas eran edificaciones antiguas necesitadas de cuidados por parte de sus dueños. Algunas viviendas estaban en tan mal estado que la mejor solución sería derribarlas y construir unas nuevas.
Albert luchaba con el volante para controlar el vehículo. La nieve amontonada y el barro de la calzada habían convertido la carretera en una pista de patinaje.
—Vamos a tener que hacer el último trayecto a pie —anunció Albert deteniendo el coche lo más cerca que pudo de la acera.
Dos niños pequeños no mucho mayores que Dana miraban el coche con aire pasmado, como si nunca hubiesen visto uno. Los dos tenían aspecto sucio, sus ropas estaban ajadas y uno de ellos llevaba los zapatos desparejados. Ninguno llevaba abrigo a pesar del frío intenso.
—¿Eso es un coche? —me preguntó el que parecía el más pequeño de los dos cuando me apeé del vehículo.
—Pues claro que es un coche, tonto. Es como el que vino la semana pasada a casa de mi tío —le contestó el otro.
—¿Qué hacéis en la calle con el frío que hace? —le pregunté al que acababa de hablar.
El niño se encogió de hombros y se pasó la mano por la cara ensuciándola aún más.
—¿Ha venido a llevarse a alguien? —dijo el niño que hacía las preguntas.
—Si te digo la verdad no sé a qué he venido —respondí guiñándole un ojo.
—Peter, tenemos cosas que hacer, ¿o es que también va a adoptar a esos dos?
En esta ocasión sí tenía la respuesta apropiada, me giré para contestar a tan desafortunadas palabras cuando un grito me interrumpió.
Una mujer con las ropas en igual estado que la de los niños y un pañuelo negro en la cabeza se dirigía hacia nosotros corriendo.
—¡No les hagan daño, no les hagan daño! —gritaba con desesperación.
Se abalanzó sobre los niños y los protegió con su propio cuerpo como si estuviéramos en un campo de batalla y una ráfaga de balas fuera a impactar sobre ellos. Los agarró con fuerza y a la misma velocidad que había llegado se los llevó sin mirar en ningún momento atrás.
Un montón de cabezas, convocadas por los alaridos de la mujer, asomaron por las ventanas de las casas. Un hombre salió de la casa donde se había metido la mujer con los dos niños. En sus manos llevaba una escopeta de caza. Varias puertas se abrieron y de su interior salieron hombres armados con armas de todo tipo, escopetas, rifles, pistolas, cuchillos y hasta un hacha de leñador.
—Bueno, Peter, espero que tengas un final lo más doloroso posible —dijo mientras volvía a introducirse en el coche.
Atónito observé como Albert daba marcha atrás a toda velocidad. Antes de girar el volante para enderezar el vehículo me miró con una sonrisa en los labios. En ese momento supe que Albert lo había preparado todo, me había llevado allí para que aquella turba que se acercaba acabase conmigo.
El odio se apoderó de cada centímetro de mi cuerpo, un resorte de mi colapsado cerebro se accionó de repente. Era como si mis movimientos los controlase otra persona, una que sabía qué debía hacer. Con una velocidad que no creí posible desenfundé la pistola y disparé al coche de Albert. La sonrisa continuaba en sus labios cuando la bala le reventó los sesos.
¿Remordimientos? Ninguno, solo alivio. No había tiempo para sentimientos, había que ser resolutivo. En un rincón de mi cerebro surgió la idea de hablar con esos hombres que se acercaban dispuestos a matarme. Podría intentar razonar con ellos, explicarles lo que me ocurría, evitar más muertes.
Mi dedo apretando el gatillo acallando así mis posibles dudas. El destinatario del proyectil no era el hombre más cercano, sino un individuo armado con una escopeta de caza con los cañones recortados. No era su capacidad de fuego lo que le convirtió en la segunda víctima, su forma de caminar tranquila y la determinación de sus movimientos le convertían en el más peligroso de la docena de hombres que intentaban rodearme. La bala le atravesó el cráneo matándole al instante.
Un instante de duda en aquellos hombres era lo que necesitaba y eso se produjo cuando vieron caer a su compañero. Yo no tenía ninguna duda sobre lo que debía hacer. El tercer disparo atravesó el corazón del pobre diablo que portaba el rifle de repetición, cuando cayó al suelo ya estaba muerto. Una bala silbó por encima de mi cabeza. Uno de aquellos individuos había sacado el suficiente coraje como para apretar el gatillo, sin embargo, la adrenalina que invadía su cuerpo no le había dejado apuntar con la necesaria tranquilidad. Para su desgracia la adrenalina no surtía el mismo efecto en mí. Disparé sin apenas mirarle, pude observar de reojo como caía al suelo. El siguiente proyectil se alojó en un individuo obeso situado a mi izquierda que con mano temblorosa me apuntaba con su revólver. Al igual que sus compañeros no vivió para contar esa jornada.
Otro de mis atacantes fue capaz de disparar. Solo había que ver su cara de terror para saber que ni siquiera había apuntado. Como no podía ser de otra forma, tuvo toda mi atención y la de mi Luger. El terror de su rostro se transformó en sorpresa al notar como la vida se le escapaba sin remisión.
Una fuerte detonación me indicó cuál iba a ser mi siguiente objetivo. Un hombre alto tocado con una gorra de lana había accionado el gatillo de su escopeta de caza. Los perdigones habían pasado excesivamente cerca. Me moví hacia mi derecha a la vez que disparé contra el osado cazador. Acertar contra un blanco a la vez que te mueves entraña más dificultades que hacerlo parado con los pies firmemente asentados en el suelo. Sin embargo conseguí mi objetivo y el hombre que acababa de disparar cayó al suelo con una bala incrustada en el pecho.
Tres balas eran las que me quedaban en la pistola y aún tenía que enfrentarme a siete contrincantes. Otra bala fue disparada y en esta ocasión pasó demasiado cerca e impactó en el edificio situado detrás de mí. Los atacantes se habían repuesto de la impresión de ver a sus camaradas caer uno tras otros y comenzaron a enviarme una lluvia de balas.
Ya no podía contar con la sorpresa como mi aliada, ahora era el momento de huir antes de que alguno acertara. Corrí con todas mis fuerzas hacia la entrada de una de las casas y salté sobre la puerta con la intención de derribarla. En el instante en que mi cuerpo iba a impactar contra la puerta, esta se abrió dejándome en el aire sin nada contra lo que golpear. Desestabilizado en el aire caí boca arriba en el interior del edificio. La persona que había abierto me encañonó con su arma.
—Herr Berger, un placer volver a encontrarnos.