XII
El despertar fue mucho más agradable y placentero que el que sufrí en el hospital. Las diferencias eran muchas, pero la principal era que a mi lado se encontraba la mujer más hermosa del mundo. Es cierto que en mi memoria no había muchas mujeres con las que comparar, pero aun así sabía que era imposible encontrar nada más bello.
Por un breve instante todas mis preocupaciones desaparecieron, mis dudas, mis problemas parecían alejarse ante la presencia de Erika. Su presencia actuaba como un bálsamo, un remedio capaz de anular todas las malas experiencias. Estaba a punto de besar su rostro cuando el ruido de alguien llamando a la puerta de la calle me interrumpió.
Me levanté de la cama sin hacer ruido y me dirigí a la entrada. Casi de puntillas llegué hasta la puerta y la abrí.
Al otro lado un hombre alto de aspecto adusto me observaba con seriedad. No había en su rostro el menor atisbo de relajación, era un soldado que cumplía una misión. Ante su mirada la paz que había encontrado con Erika se esfumó con inquietante facilidad.
—Herr Berger, haga el favor de acompañarme.
El tono de voz del hombre no admitía contestación, había que obedecer sin demora.
—Déjeme por lo menos que me vista.
El hombre asintió.
—Le esperó abajo y por favor dese prisa. Herr Heydrich no es un hombre paciente.
Me dirigí al dormitorio en busca de mi uniforme y aunque intenté no despertar a Erika no conseguí el resultado esperado.
—¿A dónde vas tan deprisa? —me preguntó aún somnolienta.
—Un hombre ha venido a buscarme, y por alguna razón que se me escapa no he podido negarme —repuse mientras me vestía.
—¿Quién es ese hombre con tanta persuasión?
—No lo sé, dice que un tal Herr Heydrich me está esperando.
Erika ahogó un grito, en su cara pude ver el desasosiego mezclado con el horror.
—Reinhard Heydrich es el jefe de la Gestapo y uno de los hombres más poderosos del país. Es una persona muy peligrosa —dijo Erika casi en un susurro como si tuviera miedo de ser escuchada.
Durante el trayecto hasta las afueras de la ciudad el conductor del vehículo no dijo una sola palabra. Tampoco es que yo le hiciese ninguna pregunta, éramos dos personas que viajaban juntas pero no tenían nada que decirse. Pensándolo bien fue lo mejor, si aquel individuo me hubiese hecho alguna pregunta lo más seguro era que no hubiese sabido qué contestar.
Aproveché el silencio para de nuevo pedir a mi cerebro ayuda. Era de vital importancia recordar algo sobre Heydrich. Erika solo supo advertirme que era alguien peligroso con el que no se podía jugar. Mi mente volvió a responderme con la pared blanca que impedía llegar a mis recuerdos.
La primera impresión al detenerme frente a la casa fue la de incredulidad. Aquella vivienda unifamiliar de dos plantas no parecía la casa de una persona tan influyente como Erika me había dicho. Era un lugar excesivamente mundano y hasta rural para albergar a alguien tan poderoso.
El hombre que me había llevado hasta allí golpeó la aldaba de la puerta dos veces y esperó en posición de firmes a que se abriese. La respuesta no se hizo esperar. Un hombre alto, rubio, con cara algo caballuna y vestido con traje apareció en el umbral.
Lo reconocí enseguida. Y no, no es que hubiese recuperado la memoria de golpe. Era el hombre que me acompañaba en la foto de mi apartamento.
—Por el amor de Dios, Peter, qué difícil es dar contigo. Llevo un día intentando dar con tu paradero.
Sus palabras fueron amables, sus gestos los de una persona que no se siente intimidada por la presencia de otra persona. Sin duda debíamos de ser amigos.
—Aquí me tienes, Reinhard, ya sabes, lo bueno se hace esperar —dije intentando transmitir la mayor tranquilidad posible.
La cara de Heydrich se mostró seria, en ese momento mi corazón latía desbocado. Era posible que mis palabras le hubiesen molestado.
—¿Lo bueno? —comentó sin mover un solo músculo—. Tú eres cualquier cosa menos bueno —dijo estallando en carcajadas.
Solo pude sonreír con cierto aire de estupidez, a pesar del frío que hacía mi frente se perló con gotas de sudor.
—Anda, pasa, no queremos que te hieles —comentó Heydrich dejando el paso libre.
—Buen trabajo —le dijo al hombre que había ido a buscarme—, no se vaya muy lejos, puede que le necesitemos.
Mi anfitrión me condujo hasta una sala donde una mujer sentada en una butaca leía un libro. Definitivamente la casa no parecía la de un líder de la Gestapo. La estancia apenas tenía una mesa, cuatro sillas de madera vulgares, dos sillones y una mesita con una radio. Lo único que daba prestancia a la habitación era un piano colocado en un rincón.
Cuando entramos la mujer levantó la vista del libro y al verme esbozó una gran sonrisa.
—Peter, qué alegría me da verte —se levantó y me dio un abrazo.
Aquel contacto me tomó de improviso. Miré a Heydrich pidiéndole disculpas con la mirada.
—Lina, querida, ya sabes lo poco dado que es Peter a tu desmedido afecto. Siempre le haces sentir incomodo —dijo Heydrich con una sonrisa.
Lina, así se llamaba la mujer. Por supuesto ni su cara rechoncha de ojos azules, ni el pelo rubio, ni su nombre me decían nada.
—Por eso lo hago, me encanta mortificar al gran Peter Berger —siguió la mujer con la chanza—. Lo que necesitas es una mujer que te enderece y te lleve por el buen camino —dijo moviendo la cabeza en un gesto de reproche.
—No te creas que vas mal encaminada. ¿Sabes por qué no le hemos encontrado antes? —pregunto Heydrich.
—¿No me digas, Peter, que estabas con una mujer? —dijo Lina con alegría.
Bajé la mirada al suelo avergonzado. Mi falta de recuerdos unidos a una familiaridad con la que me trataba la familia Heydrich me estaba haciendo sentir fuera de lugar, en un sitio peligroso. Hubiese sido mejor ser recibido con amabilidad pero manteniendo las distancias.
—¿Quién es ella? ¿Dónde la has conocido? ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica?…
—Lina, deja el interrogatorio para otro momento —interrumpió Heydrich la batería de preguntas de su mujer—, hubiese sido una magnífica agente, ¿verdad, Peter?
Asentí sin saber qué decir, era como si estuviese en un campo rodeado de minas y cualquier cosa inapropiada que pudiese decir activaría la bomba que me haría saltar por los aires.
—Estás muy callado, ¿te ocurre algo? —preguntó Heydrich.
—Es lo que tiene el amor —contestó Lina con voz cantarina.
—Querida, ya vale —amonestó Heydrich a su mujer—, hay ocasiones en las que no sabes cuándo detenerte.
—No es culpa suya —me obligué a intervenir—, ya sabes que en ocasiones soy un poco reservado —me aventuré a decir sin saber si era verdad o no.
—Una virtud que siempre he valorado mucho —señaló Heydrich—. ¿Quieres tomar algo?
—Lo de siempre. —Otra vez me la jugaba, pero era necesario si no quería despertar las sospechas de los que parecían ser mis amigos.
Por fortuna salí de nuevo vencedor, Heydrich se acercó al mueble donde tenían la bebidas y me sirvió.
—Aquí tienes, un whisky sin hielo.
Necesitaba aquel trago, me acerqué el vaso a los labios y me deleité con el olor de la bebida. Con suavidad bebí el dorado líquido paladeando con gusto.
—Siempre el mismo ritual. ¿Quieres bebértelo de una vez? —dijo Heydrich.
—Hay que disfrutar del momento, saborear lo que es bueno —dije sin pensar.
—El mismo cuento de siempre. Termínate el maldito whisky que tenemos que hablar.
La alarma de mi cerebro se activó, ¿cómo iba a mantener una conversación prolongada con un amigo sin que se diera cuenta de mi situación? También cabía la posibilidad de contarle lo que me ocurría. Si era mi amigo entendería la situación y me podría ayudar. De nuevo la alarma sonó y esta vez con más fuerza. La imagen de Dana apareció de repente. No era conveniente ni seguro que el jefe de la Gestapo supiera de la existencia de Dana.
—Ya que no puedo hablar del nuevo amor de Peter, ¿por lo menos me deleitaréis con un poco de música? —dijo Lina con voz juguetona.
¿Música? Apreté con fuerza el vaso intentando canalizar el miedo que sentía. ¿Quería que yo tocase música?
—¿Te animas, Peter? Hace mucho tiempo que no tocamos —me dijo Heydrich.
Estaba aterrado, cómo iba a tocar un instrumento si no sabía nada de música. Lo exacto sería decir que no me acordaba que sabía música, pero eso era poco consuelo. Mi mente trabajó a toda prisa para encontrar una excusa. No fue lo bastante rápida. Heydrich había sacado del mueble un estuche de violín y lo había abierto.
—Venga, siéntate al piano, en el atril tienes la partitura.
Dejé el vaso de whisky encima de la mesa y con paso decidido me encaminé al piano. Esa era en principio mi intención, estoy seguro que mi andar fue dubitativo, la clara demostración de mi estado de ánimo.
Tomé asiento en el banco del piano y clavé mi mirada en la partitura que tenía ante mis ojos: Sonata de pianoforte y violín en mi bemol mayor KV 481, de W. A. Mozart. Eso era lo que rezaba la partitura.
Mi mente me ordenaba que abandonase esa pantomima y que revelase mi amnesia. Mi cuerpo actuó de forma automática. Abrí la partitura, acerqué el banco, coloqué los pies en los pedales y las manos en las teclas. Dirigí una mirada a Heydrich que ya tenía el violín preparado y sin saber cómo la música comenzó a fluir.
Mis dedos se posaban sobre las teclas como si tuvieran vida propia y mis pies accionaban los pedales en el momento preciso. La música me envolvía y mi abotargada mente se sentía libre, mientras ejecutaba con precesión cada nota me sentía feliz y supe que eso me ocurría cada vez que tocaba el piano. No había amnesia, ni nazis, ningún gánster representaba un peligro. La muerte no existía, era invulnerable, nada podía afectarme.
Mis manos se detuvieron y mis pies se quedaron quietos. Tuve que recuperar el resuello, estaba extenuado. Miré a Heydrich que me observaba con estupefacción.
—Has estado magnifico, nunca te había visto tocar así, era como si fueras otra persona. —Heydrich dejo el violín encima del piano—. Va a ser que Lina tiene razón y el amor te sienta muy bien.