Preocupada por el retraso, la señora Sofía telefonea a su marido.
Gaston Champignon intenta explicarle la situación sin alarmarla, pero Augusto y los padres de los chicos se dan cuenta inmediatamente de que ha ocurrido algo grave, porque Sofía se deja caer sobre una silla, con la cara tan pálida como la nieve.
—No te preocupes, Sofía —trata de animarla Augusto—. A estas horas ya los habrán encontrado. Estoy seguro.
—¡No! —exclama la señora Champignon secándose los ojos—. ¡Han bajado todos los empleados de los remontes y no los han encontrado! Podría haberles pasado algo malo…
—Ni se te ocurra pensarlo —tercia Armando—. Fidu está tan fuerte como un toro, y el Gato está en forma. Ya verás cómo salen del apuro.
—¡Pero mi Issa acaba de llegar de África! ¡No está acostumbrado al frío! Ya es de noche y se ha puesto a nevar. ¿Cómo va a pasar la noche por ahí tirado, con el frío que hace?
Lucía, Daniela y las otras madres de los Cebolletas intentan serenar a Sofía, que se ha echado a llorar, mientras Augusto, Armando y los demás hombres deciden acompañar a Champignon al teleférico para ver si pueden ayudarle de alguna manera.
—Nosotros también vamos —se ofrece Tomi.
—Hace demasiado frío y no podéis hacer nada para ayudar a vuestros amigos —contesta su padre.
—No, Armando —interviene Lara, que ya lleva el anorak al hombro, como los demás Cebolletas—. Nos gustaría estar en la pista cuando lleguen Fidu, Issa y el Gato.
—¡Ahí está Issa! —exclama el Gato—. Menos mal…
—¿Dónde te habías metido? —le pregunta Fidu—. ¡Nos has dado un susto tremendo!
El hijo de Gaston lleva en la mano una rama recta y sólida. Sin decir nada, desenrolla la bufanda que lleva al cuello Fidu y le pide al Gato la suya. Con las dos bufandas ata la rama a la pierna de Fidu y le ayuda a levantarse.
—Bravo, Issa —aprueba el Gato, antes de dar una explicación a Fidu—: Te ha entablillado la pierna, así podrás caminar sin doblar la rodilla y no te dolerá. Apóyate en mí, vamos a empezar a bajar.
—¿Hacia dónde? —pregunta el guardameta.
—No se ve nada, pero el pueblo tendría que estar en esa dirección —contesta el Gato—. Esperemos que así sea.
—Ya, porque si nos perdemos en el bosque moriremos congelados —comenta Fidu—. ¡En marcha, Issa! Pero ¿qué estás haciendo?
El pequeño africano está estudiando la corteza de un pino: le pasa una mano por encima y le da la vuelta.
—Creo que está intentando orientarse según las señales que encuentra en el árbol —responde el Gato.
Al final Issa levanta un brazo y señala en la dirección opuesta a la que había escogido el violinista.
—Bueno, ¿hacia dónde vamos? —suspira Fidu.
—Sigamos a Issa —decide el Gato.
El hijo de Champignon se pone por delante de los dos porteros, que bajan abrazados, apoyándose en el tronco de los árboles para no coger velocidad, porque la pendiente es muy pronunciada. El Gato sujeta a Fidu, que anda con la pierna derecha tiesa.
Al cabo de media hora, Issa se arrodilla, pasa una mano por la nieve y con una sonrisa serena llama a sus amigos:
—¡Aquí!
—¿Qué has encontrado? —pregunta Fidu, agotado por el cansancio y el frío.
—¡Son huellas, mira! —exclama el Gato, agachándose—. Aquí ha pisado una bota. El que haya pisado aquí habrá venido de alguna parte.
—Eso espero —comenta Fidu con un suspiro—. Un cuarto de hora más y mañana me venderán dentro de la nevera de los productos congelados…
Entre la niebla surge de repente el perfil de una casa de piedra, con ventanas de madera, aparentemente abandonada.
Issa pliega la manija de hierro y la puerta se abre.
—¡Issa, eres un genio! —aúlla Fidu, que entra lo más deprisa posible, cojeando—. Hace casi más frío dentro que fuera, pero al menos tenemos un techo y no nos caerá la nieve encima toda la noche.
—Creo que es una cabaña que usan los pastores en verano —explica el Gato—. Seguro que la gente de la zona que nos estará buscando la conoce. Estoy convencido de que pronto darán con nosotros. Fidu, mientras tanto túmbate y estira la pierna.
El cancerbero se tumba sobre un catre con los muelles oxidados, cubierto por un colchón que debe de haber pasado un montón de inviernos allí.
En el suelo hay un par de sacos de yute. El Gato los usa como mantas para calentar a Fidu, que sigue temblando.
Issa, en pie sobre una silla de madera, estudia todos los cachivaches que hay sobre una repisa. Desde que ha entrado no ha descansado un solo segundo; ahora inspecciona la cabaña de arriba abajo.
Las apisonadoras de nieve, que han remontado las pistas con las luces encendidas, regresan sin buenas noticias.
Los chicos del Club de Esquí acuden también al teleférico.
—En el hotel nos han dicho que habéis perdido a tres chicos, ¿es verdad? —pregunta Celeste, el entrenador del club—. Mis pupilos os podrían ayudar a buscarlos.
—Si vuelven a abrir los remontes, podríamos subir y bajar con antorchas encendidas —propone Matías—. Así entre todos iluminaríamos todas las pistas. Las nubes se han levantado y nuestras antorchas se ven desde muy lejos.
—Gracias de corazón, sois muy amables —contesta el cocinero-entrenador—, pero las pistas ya las han recorrido los profesores de esquí y las máquinas de apisonar nieve, que las han iluminado como si fuera de día, así que…
—¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
El repentino grito del padre de Elvira interrumpe a Gaston Champignon.
—¿Qué? —pregunta Armando.
—La última vez que los he visto, se habían detenido al comienzo de un sendero que conduce hasta el pueblo —explica Fabio—. Fidu quería bajar por esa pista, pero se lo he prohibido. Luego han desaparecido.
—Conociendo a ese testarudo, ¡seguro que se ha lanzado por esa pista y ha convencido a los demás de que lo siguieran! —asegura Nico.
—¿Podrías encontrar la pista? —inquiere Armando.
—¡Por supuesto! —exclama Fabio—. Sale hacia la mitad de la penúltima pista. Subamos enseguida con el teleférico, cojamos el telesilla y luego bajemos con los esquíes.
—Hay otra alternativa, más rápida —sugiere el entrenador del Club de Esquí—. La motonieve. Remontando esta pista helada, en veinte minutos estaremos al principio del sendero. Ya os llevo yo, ¿quién me acompaña?
—Yo, ¡en marcha! —decide Augusto, que se monta en la moto de un salto ágil.
Matías se acerca a Lara, que tiene los ojos brillantes, y se esfuerza por hacerla sonreír.
—Tranquila, en unos minutos podrás abrazar a tus amigos. De vez en cuando nos escondemos de broma en el bosque durante los entrenamientos, pero Celeste siempre nos encuentra.
Issa se quita la cinta de cuero que lleva al cuello, le saca el diente de león, que se guarda en el bolsillo, y ata la cinta en la punta de un palito, con lo que construye una especie de arquito.
Luego toma otro palito, de una veintena de centímetros de largo, y lo rasga con una piedra puntiaguda, hasta que crea un canalillo. Deja el palo en el suelo y clava en el canal otro palito parecido.
—Poner palos así —ordena el africano al Gato, que estaba estudiando sus misteriosas maniobras.
Issa hace girar la cuerda del arquito en torno al palito que el portero sostiene verticalmente y luego se pone a mover el arquito hacia delante y hacia atrás. De esta manera, el palito gira sobre sí mismo y frota el canal del que está tumbado en el suelo. Al cabo de unos minutos de fricciones, sube una diminuta columna de humo del canal. Issa acelera el movimiento del arquito y acerca los dos palos a un montoncito de paja seca que había en la chimenea y que se enciende con una pequeña llama.
—¡Fuego! ¡Ha conseguido hacer fuego! —exclama el Gato con entusiasmo.
Issa mantiene vivo el fuego de la pelota de paja que se está quemando, soplándole con delicadeza y alimentándola con hojas de periódicos viejos, ramitas secas y todo lo que ha encontrado en la cabaña que puede servir como combustible.
Una hermosa llama alumbra la chimenea e ilumina todo el interior de la cabaña. El pequeño africano dice con una sonrisa:
—Venir, Fidu, venir.
El porterazo se acerca cojeando, extiende las manos heladas en dirección al fuego y se siente renacer. Con una sonrisa ancha, exclama:
—¡Issa, eres más que un fenómeno! ¡Nos has salvado! ¡Esta noche no moriremos de frío y mañana volveremos al pueblo!
—¿Te has fijado en cómo te ha llamado? —pregunta el Gato con una carcajada.
—Es verdad, ¡me ha llamado Fidu, no Piru! —salta el portero—. ¡Se ha aprendido mi nombre! ¡Te voy a dar las gracias como es debido, fabuloso Issa!
Fidu levanta del suelo al pequeño africano y lo estrecha contra su pecho, como si quisiera enviar un balón lo más lejos posible.
—Mirad, aquí está el sen dero —señala Celeste.
—¡Mira! —exclama Augusto, antes de desmontar de un salto de la moto y desatar el fular verde del palo—. ¡Lo he visto al cuello de Issa! —explica al entrenador de esquí—. A lo mejor lo han atado aposta, cuando las nubes estaban bajas, para que supiéramos que han pasado por aquí.
Toman el caminito y, al poco, Celeste frena donde se cayó Fidu e ilumina el bosque con los faros.
—¡Mira, ahí al fondo hay un snowboard abandonado!
—¡Es el de Fidu! —se alegra Augusto.
Dejan la motonieve en el sendero y avanzan caminando entre los árboles, con ayuda de la luz de una potente linterna. Siguen las huellas marcadas sobre la nieve y, al ver salir humo de la cabaña de piedra, sonríen. La búsqueda ha terminado.
Celeste anuncia el descubrimiento por radio y en el telesilla estalla una ovación de alegría propia de un estadio. El responsable de los remontes envía otras dos motonieves, que llevan hasta el pueblo al Gato y a Issa, mientras Fidu, tumbado sobre unas angarillas, es bajado por dos profesores de esquí.
Issa salta al cuello de Gaston Champignon, que, después de la tensión acumulada por la espera, es incapaz de contener las lágrimas.
Los Cebolletas abrazan a sus amigos, que las han pasado realmente canutas.
—Dime la verdad, cabezota —pregunta enseguida Nico—, ¿a que la idea de bajar por el sendero fue tuya?
—Como siempre, el lumbrera lo sabe todo… —farfulla Fidu.
La carcajada de los Cebolletas les hace olvidar definitivamente el miedo que han pasado.
En el centro de estación primaria del pueblo, el doctor tranquiliza al cancerbero:
—La rodilla no está rota. Tienes una gran contusión y un ligero esguince. Lo único que te hace falta es un poco de reposo. Naturalmente, esta semana ya te puedes olvidar del snowboard.
—Por supuesto, doctor —repite Fidu—. ¡Me tendré que conformar con las ricas viandas del hotel! Por cierto, ahora espero que la cocina todavía esté abierta, ¡tengo un hambre de lobo!
En realidad, la cocina ya estaba cerrada, pero el propietario del hotel está encantado de preparar una cenita especial para los tres chicos, que, después del susto y el frío, necesitan recuperar energías.
Issa come en brazos de la señora Sofía, que ha recobrado finalmente el color y la sonrisa.
—No sé cómo daros las gracias por haber ayudado a mi pequeño Issa —dice la señora Champignon—. Sobre todo tú, Fidu, que no te has separado de él todos estos días.
Fidu engulle la enorme porción de espaguetis que se acaba de meter en la boca y contesta:
—Ha ocurrido justamente lo contrario: ¡somos nosotros los que debemos darle las gracias a él, y yo todavía más que el Gato! Si no hubiera sido por Issa, a estas alturas estaríamos en el bosque haciendo de estatuas de hielo.
Entre un bocado y otro, Fidu cuenta a los Cebolletas y a los adultos sentados alrededor de la mesa todas las proezas del pequeño africano: el fular atado al palo que ha servido para que los encontraran, la pierna entablillada, la dirección escogida tras el examen atento de los árboles, el descubrimiento de las huellas que les ha conducido hasta la cabaña, el encendido de la chimenea…
Issa no había visto nunca antes la nieve, pero en África ha aprendido a escuchar a la naturaleza, a defenderla y a que a cambio esta le ayude. Es lo que ha hecho esa tarde en el bosque: ha pedido información a un tronco, se ha dejado guiar por la nieve y ha pedido prestado un poco de fuego a la madera.