Jueves.
—¿Estás sola? ¿Te apetece desayunar con nosotros? —pregunta Matías a Lara.
—Gracias, muy amable —contesta la gemela, que se instala en la mesa de los polares violeta.
Dos de los chicos ya llevan puesto por encima el dorsal para el concurso.
—Hoy es el gran día de la selección —explica Matías—. Esta mañana haremos las pruebas cronometradas. Los cinco mejores participarán en el campeonato nacional de eslalon en la categoría juvenil. Después de dos semanas de entrenamiento, ha llegado el momento de la verdad…
—Supongo que estaréis de lo más nerviosos —observa la Cebolleta.
—Los demás sí —replica con seguridad Matías—. Yo me meteré entre los cinco primeros aunque esquíe marcha atrás… Seguro que gano la carrera. ¿Por qué no vienes a vernos? Ayer al final no viniste.
—No llegué a tiempo, pero esta mañana fijo que voy —promete Lara.
—Llévate una cámara de fotos o de vídeo —le aconseja Matías—. Esquiando soy todo un espectáculo…
Lara se esfuerza por sonreír, pero piensa para sus adentros: «Desde luego, este presumido necesita una buena lección». En cuanto ve un dorsal de carrera olvidado en una silla por un miembro del Club de Esquí se le ilumina una lucecita en la cabeza. «¡Ya sé cómo darle la lección!»
Antes de salir del hotel, João, Becan y Dani vuelven a pasar por la habitación de Fernando.
—Hola, ¿cómo estás esta mañana? —le pregunta João.
—Un poco mejor, pero todavía tengo algunas décimas, y Clementina no quiere que salga del hotel —contesta el hermano de Pedro.
—Tiene razón —contesta Dani—. Además, así podrá divertirse otra vez sobre los esquíes de Peter…
Fernando tiene un acceso de tos.
—¡Era broma! —exclama el andaluz.
—Pues claro, ya lo sé… —asegura el mecánico—. No soy nada celoso y estoy archiseguro de que Clementina solo me quiere a mí. Pero podríais echarme una mano.
—¿Cómo? —pregunta Becan.
—Cuando Peter empieza a bajar y os pide que lo sigáis, podéis colaros entre él y Clementina, para que así no estén todo el rato juntos. A ver si jugáis como un equipo de verdad, ¿o acaso no lo sois?
—En realidad, tú vas con los Tiburones Azzules, y nosotros somos los Cebolletas —precisa João.
—¡Sí, pero aquí no estamos disputando una liga! —rebate el hermano del insoportable Pedro—. De vacaciones somos un solo equipo, ¿o no? Vivimos en el mismo barrio…
—No te preocupes, jugaremos como un solo equipo por ti —le promete Dani—. ¡El Brad Pitt de las nieves las va a pasar canutas!
—¡Gracias, chicos! Sabía que podía contar con vosotros. ¡Divertíos! —exclama Fernando, antes de soltar siete estornudos seguidos.
Los tres Cebolletas salen de la habitación riendo entre dientes.
—¿Habéis oído? —suelta Becan—. ¡Encima dice que no es celoso!
—A mí me parece peor que Tomi con Eva… —añade João.
—Nos ha dicho que nos divirtamos, y creo que nos lo vamos a pasar bomba… —concluye Dani.
El Gato puede estar satisfecho con sus alumnos.
Fidu e Issa bajan con el snowboard cada vez con mayor desenvoltura.
Los tres se persiguen de una pista a otra, acompañados por el padre de Elvira, que salta sobre las bañeras como un chiquillo… Como buen profesor de gimnasia que es, está en forma.
Armando no tiene un trabajo especialmente dinámico, porque conduce el autobús número 54 y se pasa el día sentado, pero él también demuestra que está en buena condición física.
De hecho, su mujer, Lucía, no tiene más remedio que felicitarle:
—Tengo que admitir que has hecho grandes progresos desde el lunes. No creía que se te fuera a dar tan bien el esquí.
—Hace años que te lo repito —explica Armando—. ¡Todavía no te has dado cuenta de que estás casada con un genio!
—A lo mejor le tendrías que echar una mano a tu hijo, genio… —replica Lucía con una sonrisa.
Y es que Tomi se ha caído por enésima vez y no consigue levantarse.
Eva intenta ayudarle estirándole de un brazo.
—¡Creía que solo eras un desastre bailando, pero ahora veo que esquías todavía peor!
—Te recuerdo que habría renunciado encantado a atarme los pies a estas tablas —replica despechado el capitán—. Me habría divertido mucho más tirándome con el trineo. Si me he apuntado al curso ha sido solo por estar cerca de ti… y tú, en vez de alegrarte, ¡te burlas de mí! ¡Muchas gracias!
La bailarina resopla y sigue tirando del brazo de Tomi para incorporarlo.
Muchos esquiadores se han detenido ante el recorrido de eslalon, preparado en la pista negra, para admirar a los chicos del Club de Esquí, que bajan como flechas sorteando hábilmente los palos. Esos campeones esquían con una técnica inmejorable; son un auténtico espectáculo.
Su profesor, sentado a una mesita junto a la línea de meta, da la orden de salida con un megáfono, pone en marcha el cronómetro y anota el tiempo en un gran cuaderno de espiral, en el que están consignadas todas las pruebas de la temporada.
En la puerta de salida, con un casco de seguridad, gafas de esquí y el dorsal número 1, está listo Matías.
—¡Ya! —grita el instructor.
Tras un poderoso golpe de riñones, el del forro polar violeta se abalanza sobre la pista y comienza a danzar entre los palos a gran velocidad. Tumba muchos con el hombro. Es una furia desatada.
Después de cruzar la línea de meta entre los aplausos de los espectadores congregados, Matías frena, levantando una gran nube blanca, se quita las gafas y se acerca a la mesita.
El profesor le muestra victorioso un puño con el pulgar levantado.
—¡Bravo, llevas el mejor tiempo!
Los compañeros que bajan detrás de él no logran superarlo. Solo falta un esquiador. Cuando acabe, Matías podrá presumir de haber ganado la carrera.
—¡Ya! —vocifera el profesor de esquí.
Es uno de los competidores más pequeños, pero, precisamente por su agilidad, rebota de un palo a otro como si tuviera un resorte. A diferencia del ciclón Matías, pasa las puertas sin rozarlas siquiera, escogiendo siempre la trayectoria más corta y ganando así centésimas de segundo en cada curva.
—¡Qué lástima que no te hayas traído una cámara de fotos o de vídeo! —dice la gemela a Matías—. ¡Esquiando soy todo un espectáculo!
—¿Y tú de dónde has salido? —pregunta el profesor, todavía más atónito que Matías.
—Le pido perdón —se justifica Lara—. Me he encontrado este dorsal tirado en el comedor del hotel y me han entrado ganas de participar en el concurso. Cuando he visto luego los forros polares colgados en la lavandería, no me he podido resistir… Le prometo que esta noche les devuelvo todo.
—Ni se te ocurra pedir perdón, ¡lo que tienes que hacer es apuntarte al Club de Esquí! —exclama el profesor—. Ya hablaremos esta noche en el hotel, ¿vale? Tienes que participar en las finales nacionales.
—Se lo agradezco —responde Lara, sonriente—, pero no creo que pueda. Soy futbolista. Los domingos los paso luchando contra delanteros. Estamos a mitad de la liga y quiero ganar cueste lo que cueste. Con los esquíes me divierto de vez en cuando, con el balón todos los días. Estoy enamorada del fútbol, sería incapaz de dejarlo… Además, no les hacen falta más campeones, ¡porque ya tienen a un número uno, ¿no es cierto?! ¡Adiós, Matías!
Matías, con la boca abierta, la saluda con un gesto, mientras Lara se aleja zigzagueando cuesta abajo.
De nuevo en el hotel, Gaston Champignon propone un pequeño entrenamiento al aire libre. Uno de sus juegos de fantasía.
—¿Os apetecería echar un partido de curling con los pies? —pregunta el cocinero-entrenador.
Los Cebolletas se miran sorprendidos.
—¿Y las piedras, míster? —pregunta Nico.
—No hacen falta —contesta Champignon—. Usaremos balones. Habrá que disparar y tratar de que la pelota llegue al centro de la diana. Dos equipos de cuatro jugadores, cada uno con dos bolas. Formad los dos primeros equipos mientras preparo la diana.
Utilizando serrín, el cocinero-entrenador dibuja sobre la nieve un círculo grande, otro más pequeño en su interior y en el centro la diana propiamente dicha.
—Bueno, pero no demasiado. No costará acercarse más —precisa Aquiles, mientras se dispone a chutar.
Pero el ex matón ha imprimido demasiada fuerza al balón, y deja la diana un par de metros atrás.
—Lo siento. Se nota que tienes un pie de centrocampista… —comenta Nico.
El juego es de lo más útil para ejercitar la sensibilidad en el toque, sobre todo cuando se lleva demasiado tiempo sin jugar y los pies pierden confianza con el balón.
—Me toca —tercia João, que, como buen brasileño, tiene unos pies más delicados.
De hecho, su pelota se para a pocos centímetros del centro y mejora la del número 10.
Aquiles, Sara y Dani le felicitan «chocándole la cebolla», mientras el equipo de Nico, compuesto por Tomi, Issa y Elvira, estudia la siguiente jugada.
—Lo que tenemos que hacer es darle un buen empujón, es imposible mejorar la colocación de la pelota de João —observa Elvira.
—Estoy de acuerdo. ¿Quién quiere chutar? —pregunta Nico.
—¡Yo! —exclama enseguida Issa, que agarra una pelota y la pone en el punto de disparo.
El pequeño africano toma carrerilla y lanza uno de sus poderosos tiros. El balón echa a volar, enloquecido, y derriba al pobre esqueleto Socorro, que estaba observando el partido apoyado contra un pino con un birrete en la cabeza.
Gaston Champignon, su mujer Sofía y los demás espectadores congregados al borde de la pista sueltan una carcajada.
—Con la punta, no, Issa, te lo he dicho mil veces —explica Nico—. ¡Tienes que darle con el interior del pie o con el empeine!
El hijo de Gaston extiende los brazos con una gran sonrisa, orgulloso pese a todo de su tiro y feliz de intervenir en el partido junto con sus nuevos amigos. Es posible que no sea un as, pero ya ha comprendido el espíritu de los Cebolletas, lo cual es mucho más importante que disparar a la perfección con el interior del pie.
—No os preocupéis, que ya me ocupo yo —asegura Tomi, que coloca el balón sobre la nieve con gran cuidado y estudia la distancia para medir su chut.
El apasionante partido de fútbol-curling lo gana al final el equipo de João, que en realidad tenía un jugador más, porque todas las pelotas que ha chutado Issa han salido de la pista.
Al volver al hotel, João, Becan y Nico van inmediatamente al cuarto de Fernando.
—Bueno, chicos, ¿qué tal os ha ido? —pregunta enseguida el hermano de Pedro—. Contadme…
—Hemos hecho todo lo que hemos podido, pero no ha sido fácil —contesta Dani con una mueca de actor de primera.
—¿Por qué? —insiste Fernando, preocupado.
—Hemos intentado meternos en medio de los dos —explica João—, pero Peter siempre se las apañaba para quedarse hablando y bromeando con Clementina.
—¿Y qué le decía? —les apremia el mecánico.
—¡No podíamos acercarnos a escuchar! —interviene Becan.
—Pero sí que he visto una vez a Peter sacar el móvil y apretar algunas teclas —añade Dani.
—¡No me puedo creer que Clementina le haya dado su número de teléfono! —grita casi Fernando, antes de ponerse a toser y beberse de un trago el vaso de agua que tenía en la mesita de noche.
—Puede ser, pero no estamos seguros. A lo mejor le acababa de llegar un mensaje… —aventura João.
—De todas formas, ya no tengo fiebre. Mañana estaré en la pista, ¡y pondré en su sitio a ese Brad Pitt de las nieves! —asegura el hermano de Pedro con tono beligerante.
Al salir de la habitación de Fernando, João y Dani tratan de ahogar una carcajada tapándose la boca con las manos. En cambio, Becan se muestra algo dubitativo, y les pregunta:
—¿No os parece que estamos pasándonos, colegas? No veo nada bien jugar con los sentimientos de la gente…
—¡Qué va! —se justifica João—. Es una bromita inocente, que no puede hacer daño a nadie.
Por la noche, todo el grupo de vacaciones organizadas Cebolletas sale del hotel para disfrutar de una cena especial, organizada por Gaston Champignon en un refugio de alta montaña, al que llegan a bordo de unas máquinas apisonadoras de nieve. Se ha apuntado también Violette, que después del partido de curling parece haber recobrado el buen humor.
Remontar las pistas de esquí de noche, entre el silencio del bosque y bajo un maravilloso cielo estrellado, es un auténtico espectáculo.
—¿Qué miras? —pregunta Eva a Tomi, porque lo ha visto concentrado con la cabeza levantada y la nariz aplastada contra la ventanilla de la apisonadora.
—La luna, está preciosa —contesta el capitán.
—¿Y qué le dices? —insiste la bailarina.
—Que me alegro de que estés aquí y no bajo la luna de Pekín —contesta Tomi.
Eva sonríe, tan dulce como la luna.
El refugio, hecho íntegramente de madera, iluminado con velas y decorado con viejos aperos agrícolas colgados de las paredes, es encantador, y la cena, a base de carne de caza, exquisita. Entre las sonrisas de Issa, las salidas de Armando, las historias de Fidu y los infinitos recuerdos de los partidos de los Cebolletas, la cena transcurre agradablemente.
Hasta que de repente se produce un acontecimiento inesperado.
La camarera, que va vestida de campesina de otros tiempos, coloca sobre la mesa, delante de Violette, un enorme plato de ensalada.
La pintora la observa, y se pone cada vez más seria, hasta que empieza a gritar:
—¡Basta de verdura, no la quiero volver a ver! ¡Lleváosla! ¡Enseguida!
Se pone a lanzar por todas partes cogollos de lechuga, tomates y zanahorias, que rebotan sobre las mesas vecinas. Los clientes se protegen con las manos o se ocultan detrás de los pilares de madera.
Augusto y Gaston, tras grandes esfuerzos, logran calmar a la pintora y salen con ella del refugio para respirar un poco de aire fresco, mientras los clientes regresan a sus mesas y los camareros recogen la verdura desparramada por el refugio.