XIV. EL ADIÓS

Dana había superado la Prueba del Fuego. El Maestro asintió, satisfecho. No había esperado menos de ella. Chasqueó los dedos y las tres lámparas de la sala de pruebas se iluminaron nuevamente, bañando la estancia con su luz tricolor. El círculo aún emitía una suave luz blanca, pero el caballo de fuego había desaparecido. Allí sólo estaba Dana, en pie, exhausta y chamuscada, pero desafiante. El Maestro le sonrió, y ella le dedicó un torvo saludo. Entonces el mago chasqueó los dedos de nuevo y la maltrecha túnica violeta de Dana se transformó en una nueva y magnífica túnica roja.

—Enhorabuena —dijo el Maestro—. Ya eres una hechicera de primer nivel.

Dana levantó la barbilla y lo miró con desprecio.

—Sellemos el pacto —dijo—. Deja libre a Kai y mi voluntad y mi magia serán tuyas.

—Sea —asintió el Maestro.

Se levantó de la Silla del Examinador y bajó del estrado hasta colocarse frente a ella. Dana no temblaba, no tenía miedo. Después de lo que había pasado, ya nada le importaba, salvo la libertad de Kai.

Fuera, los lobos aullaron muy alto. Fenris contemplaba la escena con gesto sombrío. «Lo siento mucho, amiga mía», parecía querer decirle. «No mereces esto, pero yo no puedo ayudarte ahora».

El Maestro extendió hacia Dana la palma de su mano, y sobre ella apareció la pequeña botella verde que contenía el espíritu de Kai.

—Tu libertad a cambio de la suya —dijo.

Dana asintió.

—Que así sea.

El hechicero sonrió. Alzó las manos sobre ella y comenzó a conjurar en lengua arcana. Dana iba traduciendo casi inconscientemente las palabras del hechizo: «Por todos los poderes del aire y las almas, yo te conjuro, Dana, para que tu voluntad quede ligada a mí para siempre a cambio de la libertad de la criatura sometida bajo el sul'iketh. Desearás lo que yo desee, me obedecerás y respetarás como tu único amo y señor, y pondrás tu vida y tu magia a mi servicio para el resto de tu existencia. Por los poderes del aire y de las almas, yo te conjuro, Dana. Tu espíritu me pertenece y la criatura llamada Kai queda libre de mi poder desde este mismo instante».

Dana sintió que un frío glacial le devoraba el alma mientras la consciencia del Maestro entraba en su mente y la exploraba soltando uno por uno los hilos de su voluntad. Los ojos de la joven maga se llenaron de lágrimas, pero se esforzó en mirar al frente, a la botella verde que el Maestro seguía sosteniendo en sus manos. Una fina columna de niebla emergía de ella lentamente mientras la voluntad del Amo de la Torre se apoderaba de la de Dana. Lo último que vio ella con sus propios ojos fue la figura de un muchacho rubio con ojos verdes que se materializaba detrás del viejo hechicero y la miraba con profundo dolor.

Lo último que dijo Dana con sus propias palabras antes de que la consciencia del Maestro se apoderase de ella fue:

—Kai…

Sonrió y cerró los ojos. Cuando los abriera sería esclava del Amo de la Torre, pero eso ya no importaba, porque Kai volvía a ser libre.

La consciencia de Dana cayó a un oscuro y profundo pozo del que no volvería a salir nunca más, mientras oía la voz de Kai llamándola desesperadamente por su nombre…

«¿Dana?».

Dana no veía, sentía ni oía nada. Pero en algún rincón de su mente sonaba una voz que pronunciaba su nombre.

«Dana. Despierta».

Dana abrió los ojos por fin. Se sintió extraña, distinta, muy ligera. Se miró las manos y descubrió con terror que podía ver a través de ellas. Quiso gritar, pero su boca no emitió ningún sonido.

«Dana», dijo la voz. «No tengas miedo».

Entonces, Dana la reconoció. Era la voz de Aonia.

Miró a su alrededor. Estaba en medio de un paisaje de colores extraños y cambiantes, y formas que se difuminaban bajo un cielo de tonos violáceos en el cual no brillaba ningún sol. Una bruma fantasmal lo envolvía todo, y, entre jirones de niebla, se alzaba la hechicera, en pie, delante de ella. Ya no era Maritta, sino solamente Aonia, la archimaga de la túnica dorada, que le sonreía con amabilidad.

«Has recuperado tu cuerpo», observó Dana mentalmente.

«No», respondió ella, y su sonrisa se ensanchó. «Tú has perdido el tuyo».

«¿¡Qué!?», quiso gritar Dana, pero, aunque sus labios formaron la palabra, de nuevo fue incapaz de hablar. «¿Qué has querido decir con eso?».

«Era la única manera de salvarte, Dana».

Dana sintió una presencia tras ella y se volvió. Allí estaba Kai, que le sonreía.

«Ahora estamos juntos los dos», dijo el muchacho y, aunque a Dana le parecía maravilloso volverlo a ver, las implicaciones de sus palabras la hicieron estremecer.

Pero Kai alargó un brazo hacia ella y la cogió de la mano, y Dana vio que los dedos de él aferraban los suyos de alguna manera, por primera vez desde que lo conocía.

«Oh, Kai», murmuró, y se acercó a él, y lo abrazó y, aunque fue un contacto extraño, porque ninguno de los dos tenía cuerpo, a Dana le pareció maravilloso. El chico la estrechó entre sus brazos y, Dana lo sintió real y verdaderamente junto a ella. «¿Qué ha pasado?».

«Siento tener que decírtelo», respondió Kai. «Pero me temo que estás en mi mundo. Estás muerta, Dana».

Ella abrió la boca sorprendida, y sintió miedo y angustia, pero la presencia de Kai la tranquilizó. Estaba junto a él, y los dos eran iguales. ¿No era eso lo que había querido siempre?

«¿Pero cómo…?».

«Teníamos que ponerte a salvo en un lugar donde el Maestro no pudiera alcanzarte», dijo Aonia. «Has cruzado la línea. Ahora mismo tu cuerpo yace sin vida en el suelo de la sala de pruebas en la Torre, y el Maestro estará todavía preguntándose qué le ha pasado a su preciada esclava. Lo siento de veras, Dana, pero era la única forma de rescatarte de su conjuro».

«No importa», suspiró ella, y abrazó con más fuerza a Kai. «Has hecho por mí lo que yo nunca me habría atrevido a realizar por mi mano. Por fin estoy con Kai. Creo que debo darte las gracias por ello».

Kai se separó de ella un momento y la miró a los ojos.

«Pero no se ha acabado, Dana. Aún puedes volver».

«¿Volver?». Dana lo miró a su vez, atónita. «¿Qué quieres decir?».

«Por eso te trajimos aquí», explicó Aonia. «Era la única forma de liberarte del hechizo. Pero no es tu destino morir ahora, joven hechicera. Eres una Kin—shannay y todavía puedes volver al mundo de los vivos. Y debes hacerlo para enfrentarte al Maestro y echarlo de la Torre de una vez por todas».

Dana respiró hondo… o al menos le pareció que lo hacía, pero lo cierto era que ella ya no necesitaba respirar.

«Si vuelvo estaré otra vez lejos de Kai. Y no quiero. No echo nada de menos en la Torre».

Kai seguía mirándola con expresión seria.

«Debes volver», dijo solamente.

«¿Tú también? Kai, estamos juntos por fin. ¿O es que no quieres?».

«No hay nada que desee más, Dana. Pero no ahora. Tienes una larga vida por vivir. Eso es lo que te espera en la Torre…; eso y dos amigos que necesitan tu ayuda».

Dana tragó saliva. Fenris y Maritta…

«Comprendo que es un gran sacrificio en tu caso», dijo Aonia, «porque tienes más lazos con el mundo de los espíritus que con tu propio mundo. Pero tu hora aún no ha llegado. Tienes que regresar».

«Deprisa», urgió Kai. «No te queda mucho tiempo. Si no regresas ahora, luego ya no serás capaz de hacerlo. Sólo tienes una vida para vivir, Dana. No la desperdicies como hice yo».

Dana pensó que, si volvía a la Torre, el Maestro la mataría. No habría mucha diferencia, entonces.

«Por favor», insistió Kai. «Vuelve. Vive».

«Me pides que renuncie a ti».

«Eso nunca. Pero cada cosa tiene su momento, y nuestro momento aún no ha llegado. Vuelve a la Torre, Dana. Vuelve a la vida. Por favor».

Dana lo miró de nuevo y pensó que era pedir demasiado. Pero era Kai quien se lo pedía, y ella no podía negarle nada. Cerró los ojos y se esforzó en pensar en Maritta y en Fenris. Trató de apartar a Kai de su mente, pero la idea de volver a perderle le quemaba por dentro como una espada de fuego.

«Me partirás el corazón si me obligas a marchar», le dijo finalmente, sonriendo con tristeza.

Él ladeó la cabeza, sonrió y la miró con cariño.

«Tú eres fuerte».

Dana suspiró. Recordó cómo había partido con el Maestro, seis años atrás, convencida de que era lo mejor que podía hacer por su familia. ¿Cuándo podría decidir por sí misma?

Se separó de Kai, dejando una mano asida a la de él, y tendió la otra a Aonia.

«Vamos, Señora de la Torre», dijo. «Vuelvo a casa y voy a necesitar tu ayuda».

Aonia tomó su mano y Kai sonrió, pero Dana pudo leer en sus ojos que aquello era también muy difícil para él. Evitó pensar en lo que pasaría cuando volviese a despertar en su cuerpo y Kai fuera de nuevo un fantasma lejos de su alcance, y se concentró en el mundo que se extendía al otro lado del túnel al que sólo ella tenía libre acceso.

El Maestro había vuelto a su estudio, y junto a él estaba Fenris, vigilando otra vez desde el ventanal. Pronto amanecería y aquella larguísima noche tocaría a su fin, pero el elfo no se sentía nada aliviado ante tal perspectiva. Había decidido que, en cuanto atardeciera, se marcharía lejos, muy lejos, y dejaría que los lobos destrozasen al viejo, aunque él volviese a ser una bestia las noches de luna llena.

Porque sobre la amplia mesa del estudio yacía el cuerpo inerte de Dana, la joven hechicera que había ofrecido su libertad a cambio de la del ser que amaba, el espíritu de un muchacho que había muerto quinientos años atrás. Dana, debilitada tras la Prueba del Fuego, no había podido resistir el conjuro y, por tanto, no sólo había ofrecido su libertad, sino también su vida.

«Al menos, ahora ella y Kai están juntos», se dijo. «Quizá haya valido la pena al fin y al cabo».

Pero, por alguna razón, al elfo le parecía algo monstruoso que Dana hubiese fallecido tan joven. Su corto cabello negro contrastaba con la mortal palidez de su rostro, del color y la frialdad de la cera, y sus ojos azules, todavía abiertos, habían perdido aquel brillo inteligente y sereno que los caracterizaba. Fenris se apartó de la ventana y se acercó en silencio al cuerpo de su amiga. El Maestro, ocupado en buscar algún tipo de información en los libros, no le prestó atención, y el elfo cerró con respeto los ojos de Dana. Su mirada se posó en la flamante túnica roja que cubría el cuerpo de la muchacha, y pensó que había tenido que pagar un precio demasiado alto por ella.

Fenris cerró los ojos y lloró por primera vez en ciento cincuenta años. Dana había sido su única amiga, ahora lo comprendía. Y no podía quedarse ni un día más bajo el mismo techo que el hombre que se la había arrebatado.

Levantó la cabeza y miró fijamente al Maestro.

—Me voy —anunció.

—Muy bien —respondió el mago sin volverse—. Esperarás al menos a mañana por la noche, ¿no? Todavía brilla la luna llena.

Fenris sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—No tienes valor —concluyó el Maestro.

—Me conoces peor de lo que piensas —replicó el elfo, y le dio la espalda a él y a Dana para volver a mirar por la ventana.

Entonces ella abrió los ojos.

Ninguno de los dos la estaba mirando en aquel momento, y no se dieron cuenta de que volvía a respirar, ni de que su corazón latía de nuevo. Era la segunda vez que volvía de la muerte, y en aquella ocasión estaba preparada. Se obligó a sí misma a no dejarse llevar por el pánico provocado por la sensación de asfixia, y procuró fingir que seguía muerta. Hacía mucho rato que el Maestro había apartado su mente de ella, y eso le daba una oportunidad.

Estaba pensando cómo aprovecharla cuando alguien llamó a la puerta del estudio.

Fenris y el Maestro se volvieron rápidamente, sorprendidos.

—Maldita enana —gruñó el hechicero—. Le dije que nunca…

—Disculpad, señor —dijo desde fuera la voz de Maritta—. Necesito entrar.

—¿Cómo que necesitas entrar? ¿Quién te has creído que eres?

El Maestro hizo un pase mágico y la puerta se abrió. Fuera estaba Maritta, temblando y con los ojos muy abiertos.

—Yo… traigo un recado —tartamudeó la enana—. Un recado…

Fenris la miró compasivamente.

—Está trastornada, la pobre —comentó—. Aonia ocupó su cuerpo durante demasiado tiempo.

El Maestro le dirigió una mirada fulminante.

—Aonia está muerta —sentenció—. Y ahora nadie puede traerla de vuelta al mundo de los vivos, así que no quiero oír mencionar su nombre nunca más.

—Un recado… —insistió Maritta.

—Lárgate a la cocina —ordenó el Maestro—. Y no vuelvas a molestarme.

Iba a darle la espalda, pero Maritta sonrió misteriosamente.

—Ella dice que estás acabado —anunció—. Que tu hora ha llegado, y que el mundo de los muertos reclama tu alma.

Fenris lanzó un grito ahogado y el Maestro se giró justo a tiempo para ver que Dana se incorporaba de la mesa con una terrible expresión en el rostro. Su túnica roja flotaba en torno a ella y su cuerpo emitía una aureola de luz dorada. Sus ojos azules brillaban como luceros perdidos en un pozo sin fondo.

—¡Tú! —pudo articular el Maestro—. ¡Estabas…!

Dana gritó unas palabras en lenguaje arcano y de sus manos brotaron rayos que condensaban toda su furia. El Maestro elevó rápidamente una barrera de protección, y los rayos rebotaron en ella sin tocarle. Los labios del hechicero comenzaban a formular un hechizo de contraataque cuando el estremecedor aullido de un lobo rebotó por los pétreos muros de la Torre, y el Maestro miró a Fenris, anonadado.

—¿Qué…? —empezó, pero no pudo terminar; el elfo le observaba con una media sonrisa.

—Tu hora ha llegado —le recordó—. Ya no voy a protegerte más: los lobos vienen por ti.

Avanzó hasta colocarse al lado de Dana, y juntos iniciaron un nuevo hechizo que sería el doble de potente que el anterior. El Maestro aulló y su barrera protectora se hizo más fuerte. Dibujó en el aire unas runas mágicas con el dedo y, de pronto, una enorme serpiente se materializó en la habitación, frente a Fenris y Dana.

—¡Estúpidos! —les espetó el Maestro con una carcajada—. ¡No podéis nada contra mí!

Los dos amigos reaccionaron inmediatamente, y dirigieron sus rayos hacia el cuerpo escamoso del reptil antes de que éste se lanzase sobre ellos. Sin embargo, apenas lograron hacerle cosquillas. La serpiente mágica era poderosa y antigua, y había luchado en mil batallas, invocada por innumerables magos antes de que el Maestro la llamara aquella noche. Sus colmillos destilaban veneno, su cola de cascabel azotaba el suelo como un látigo y su siseo llenaba toda la habitación, como llenaba las peores pesadillas de los pocos que la habían visto alguna vez y habían vuelto para contarlo.

Lucharon para salvar su vida contra aquel formidable enemigo. La cúspide de la Torre tembló ante sus hechizos de ataque, pero la serpiente los esquivaba y los devolvía y, en las pocas ocasiones en que la golpeaban, no parecían afectarle demasiado. Dana supo al cabo de un rato que no tenía modo de enfrentarse al monstruo, y miró a Fenris, que temblaba igual que ella.

Había llegado el fin para ambos.

—No podéis enfrentaros a mí, aprendices —dijo el Maestro—. Habéis perdido.

Pero entonces su rostro se contrajo en una mueca de dolor, las piernas le flaquearon y cayó de rodillas al suelo. La serpiente tembló un momento.

—No… puede… ser —murmuró el hechicero, y se llevó una mano al costado, donde se le había abierto una herida de la que brotaba sangre abundante. El desconcierto se apoderó de la mente del Amo de la Torre, y el miedo y el dolor desbarataron las runas.

La serpiente desapareció tan rápidamente como había venido.

—¿Qué ha pasado? —murmuró Dana, pasmada.

—En mi tierra tenemos un dicho —sonó entonces la voz de Maritta—: aquel que no mira nunca hacia abajo es hombre muerto.

Y la enana salió de detrás del Maestro, con un puñal manchado de sangre entre las manos.

—No… —dijo el mago.

La empujó a un lado para arrastrarse hacia la puerta y se precipitó escaleras abajo.

Dana hizo ademán de detenerle, pero una voz suave la detuvo:

—Déjale marchar. Hay alguien esperándole.

Ella miró hacia todos lados y vio a Kai y a Aonia. Sorprendida, dirigió su mirada hacia Maritta.

—Es Maritta —confirmó Aonia—. Ha sido ella, y sólo ella. Ha herido de muerte al Maestro.

Dana no tuvo tiempo de decir nada. Un terrible grito de terror resonó por la Torre, y los lobos grises elevaron un aullido de triunfo.

—La maldición se ha cumplido —dijo Aonia.

Dana estaba pálida. Todo había sido muy rápido, y ella apenas había tenido tiempo de asimilarlo.

Pero para Fenris aún era peor. El elfo no entendía absolutamente nada: un momento antes, el Maestro estaba vivo, y Dana estaba muerta; y ahora, el Maestro estaba muerto y Dana estaba viva. Por añadidura, él no podía ver ni oír a Aonia ni a Kai.

Dana se acercó a él y colocó una mano sobre su delgado hombro.

—Ya está, Fenris —dijo con suavidad—. El Maestro ha muerto. La Torre es nuestra.

El elfo la miró con el desconcierto latiendo en sus ojos color miel.

—¿Qué ha pasado?

Dana se lo explicó, mientras los primeros rayos de la aurora rompían las nubes y penetraban a través del ventanal. Fenris la escuchaba silencioso y sombrío.

—Entonces se ha terminado —dijo cuando ella acabó, y ladeó la cabeza—. Los lobos están satisfechos. Ahora volverán a las montañas y serán como todos los lobos de todos los valles del mundo.

Dana asintió.

—Así es como debe ser.

Se volvió entonces hacia Maritta, con un suspiro. La enana, mirándola con seriedad, dijo:

—La Señora de la Torre…

—Sí, Maritta —respondió Dana—. Ella está aquí con nosotros, y ahora puede marcharse tranquila al mundo de los muertos. Su venganza se ha cumplido y ella descansará en paz para siempre.

Maritta sonrió y sacudió la cabeza. Dana no la había entendido, pero con el tiempo sabría lo que había querido decir.

—Ven aquí, mi niña —dijo, y Dana se abrazó a ella con fuerza, emocionada.

—Me alegro de que vuelvas a ser tú.

—Nunca dejé de ser yo —dijo Maritta y, ante la sorpresa de Dana, añadió—: ¿O es que crees que Aonia entraría en mi cuerpo sin pedirme permiso? Yo sabía que volvería; la estuve esperando desde el día en que su maldición cayó sobre el Valle de los Lobos.

Los ojos de Dana se agrandaron.

—Por eso te quedaste en la Torre. Esperando una oportunidad para…

La enana asintió. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Maritta, eres grande —dijo Dana, y la abrazó de nuevo.

Pero entonces sintió un contacto sobrenatural en el hombro, y se giró.

—Debo marcharme —dijo Aonia.

Dana asintió, y se levantó para despedirse. Pero la archimaga miró a Kai significativamente.

El muchacho se puso rígido.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Ha llegado ya la hora?

—Ella no te necesita ya.

Dana se volvió hacia ella rápidamente, al comprender lo que quería decir.

—¡Eso no es cierto! Yo le necesito a mi lado. ¡No quiero que se marche!

Kai miró a Aonia, y luego a Dana, profundamente abatido. Pero entonces tomó una decisión y se acercó a su amiga. Le puso las manos sobre los hombros y la miró a los ojos.

—Kai…

Él la contempló en silencio, perdiéndose en su mirada.

—Debo marcharme —fue lo único que dijo, pero fue bastante; para Dana fue como si hubiese firmado su sentencia de muerte.

—No te vayas —pidió, aunque sabía que era inútil—. No me dejes.

—No voy a dejarte. Eres una Kin—shannay, y sabes de la vida y de la muerte más que cualquier mortal. Sabes que en el fondo nada muere, y que yo te estaré esperando.

Una chispa se encendió en los ojos azules de Dana.

—Mientras tanto —prosiguió él, adivinando lo que pensaba—, quiero que me prometas una cosa, y que me jures por lo más sagrado que lo cumplirás.

—Lo juro.

Los ojos verdes de Kai parecieron sonreír.

—Vive —le pidió—. No trates de acortar tu existencia para reencontrarte conmigo antes de tiempo. Vive muchos años, vive intensamente, vívelo todo. Vive por mí la vida que no pude vivir yo.

Ella le miró desconcertada.

—Pero…

—Me lo has prometido —le recordó él—. Y ahora, hasta siempre, querida amiga. Gracias por estos años a tu lado. Gracias de todo corazón.

Kai se separó de ella y se alejó un poco. Dana corrió tras él.

—¿No puedo ir contigo?

—No. Tu lugar está aquí. Has de volver al templo y recibir el poder que el unicornio va a darte.

—Pero yo quiero…

—Lo sé. Ten paciencia y aprovecha la vida, porque es algo único. No hagas lo que hice yo.

Dana lo miró intensamente.

—¿Te has arrepentido?

—Todos los días de mi vida al otro lado —le aseguró él—. Aunque a veces me pregunto si habría llegado a conocerte de no haberme enfrentado a ese dragón. Nunca lo sabré, supongo —suspiró—, ni tampoco llegaré a saber si realmente lo maté o no. ¿Tú qué piensas?

Dana no sabía si lo preguntaba en serio o si era sólo una broma para aliviar la tensión.

—Yo podría averiguarlo —dijo por fin.

Kai sonrió otra vez y le acarició la mejilla con los dedos.

—Vive —le recordó.

Y entonces dio media vuelta y se alejó hacia donde lo esperaba Aonia. Dana le dirigió una última mirada suplicante a la hechicera, pero ella sonrió y, cuando Kai llegó a su lado, le dijo a la chica:

—Aprovecha todo lo que has aprendido. Con el poder que tienes y el que te entregará el unicornio puedes hacer muchas cosas buenas, Kin—shannay. Por ejemplo, puedes ayudar a ese pobre elfo que sufre tanto las noches de luna llena.

—¿Realmente puedo? —dijo Dana, sorprendida.

—La magia está en ti, y el autocontrol está en él. Es un Señor de los Lobos; con el tiempo sabrá dominar su herencia en su propio beneficio, y aprenderá a no ser esclavo de ella. Pero debes enseñarle.

Dana meditó sus palabras y miró a Fenris. El elfo, sentado en el suelo junto a Maritta, la veía conversar con espíritus que él no podía ver ni oír, y trataba de enterarse de lo que estaba pasando a partir de las palabras de su amiga.

Dana se dijo que sería buena cosa intentar hacer algo por él. La perspectiva de aquel nuevo reto hizo que se sintiera un poco mejor.

—Adiós —dijo entonces Aonia—. Llévanos de vuelta a nuestra propia dimensión.

Dana respiró hondo y se centró en la frontera entre ambos mundos. Sintió que algo dentro de ella le advertía de que los espíritus podían marcharse, y miró a Kai esperando que él cambiase de opinión, aunque sabía que era algo que no estaba en su mano hacer. El chico le dirigió una última mirada llena de ternura y su imagen se difuminó y se hizo más borrosa y translúcida, hasta desaparecer por completo.

Dana se sintió vacía, muy triste y muy sola. Era la primera vez en diez años que Kai no estaba a su lado, y lo peor era que no volvería. Pero entonces notó el brazo del elfo alrededor de sus hombros.

—¿Se ha ido? —preguntó él suavemente.

Dana asintió, con los ojos llenos de lágrimas. Fenris sacudió la cabeza y la guió hasta la ventana.

—Mira.

Dana miró. El paisaje, cubierto de nieve, estaba magnífico bajo la luz matinal. Aquella mañana era como tantas otras y, sin embargo, estaba cargada de alegría y esperanza.

Era el amanecer de una nueva etapa en el Valle de los Lobos.