XI. ATRAPADOS
En la oscuridad de la cabaña protegida por la barrera arbórea, Fenris yacía sobre el suelo polvoriento. Mientras la luna llena ejerciese su influjo sobre él, el elfo—lobo no podría pensar en otra cosa que no fuera su propia debilidad, que le impedía levantarse y correr a dar caza a la joven y tierna humana y a sus sabrosos caballos. Los aullidos de sus compañeros de manada le llegaban muy lejanos, y apenas era consciente de sus inútiles intentos por abrir un hueco en la protección vegetal de la cabaña.
De pronto un rayo de luz hirió su mente. Al principio jadeó y movió las peludas zarpas, asustado; luego gruñó y después, cuando la luz iluminó un resquicio de su dormida conciencia racional, se abandonó y se dejó llevar por él.
Pronto abrió los ojos y logró levantarse un poco. Se miró las garras, justo para ver cómo el vello y las uñas desaparecían rápidamente para dejar asomar unas manos de elfo, finas y de largos dedos.
Fenris se incorporó un poco más y sacudió la cabeza. «Soy yo de nuevo», pensó, y se aferró a esa idea. Sintió que los colmillos recobraban su tamaño normal, que su hocico se encogía, que el pelo que cubría su rostro retrocedía hasta dejar al descubierto su fina piel broncínea.
El elfo se estiró como un gato y se pasó una mano por la melena cobriza. Después abrió los ojos de par en par… y vio que frente a él se erguía la figura del Amo de la Torre.
—¿Es de día? —fue todo lo que pudo decir el hechicero elfo.
El Maestro negó con la cabeza. Sus ojos grises estudiaban a Fenris con atención.
—¿Adónde han ido? —preguntó suavemente.
Fenris se levantó, tambaleándose. La transformación había mermado considerablemente su fuerza vital. Estaba pálido, cansado y ojeroso, le dolían todos los huesos y le costaba respirar. Se apoyó sobre la mesa y miró al Maestro. Fue entonces cuando descubrió que estaba en la vieja cabaña de los cazadores, y decidió no preguntarse qué estaba haciendo él allí. Pero sí miró a su alrededor en busca de Dana, y comprobó que con él sólo estaban el Maestro y una pequeña figura que aguardaba tras él en la sombra.
—¿Adónde han ido? —repitió el mago.
Fenris no se planteó si debía responder o no. Estaba demasiado cansado para pensar pero, aun así, se llevó una mano a la cabeza y se esforzó por recordar.
Iban por el bosque siguiendo al unicornio. Los efectos del círculo de purificación no habían aguantado mucho, así que él le había dicho a Dana que echara a correr… y después…
Se estremeció. No recordaba más. ¿Había logrado escapar la chica? ¿O él, cegado por la furia irracional del licántropo, la había alcanzado y…?
—Ella está viva —lo tranquilizó el Maestro.
Fenris cerró los ojos y se concentró en las sensaciones que había experimentado más recientemente. Recordó una persecución salvaje, como todas sus correrías bajo la luna llena; recordó un par de golpes fuertes y un sentimiento de paz cuando ella…
Entornó los ojos. Dana se había acercado a él y había usado su magia para calmarle. Después…
Se concentró en su presencia… y casi involuntariamente miró hacia abajo, a sus pies. El perspicaz Maestro siguió la dirección de sus ojos y descubrió la trampilla.
—Buen trabajo —dijo.
Fenris no respondió, demasiado aturdido como para preguntarse qué estaba pasando exactamente.
La enorme puerta se abrió con un chasquido. Dana y Kai se quedaron plantados en el sitio, boquiabiertos, mientras un haz de luz dorada los bañaba de la cabeza a los pies. El resplandor era tal que les impedía ver lo que había más allá.
Dana se armó de valor y entró. Kai avanzó con ella, siempre a su lado, y advirtió con sorpresa que los caballos, que habían estado nerviosos todo el tiempo, parecían ahora totalmente tranquilos.
—Esto es un lugar sagrado —musitó Dana, maravillada.
Los ojos de ambos ya se iban acostumbrando al resplandor, y descubrieron que la luz provenía de una enorme escultura de oro que se alzaba en el centro de la sala. Representaba un gigantesco árbol; bajo su sombra había esculpidas innumerables criaturas que buscaban cobijo junto al tronco: mamíferos, reptiles, diversas flores y plantas… en sus ramas se ocultaba un gran número de aves doradas, y debajo del árbol, entre las raíces, había tallados varios peces y anfibios de oro.
—¿A quién se rendirá culto en este lugar? —preguntó Dana a media voz.
—A la Madre Tierra —respondió Kai en el mismo tono.
Cuando Dana logró apartar sus ojos del árbol de oro, echó un vistazo a alrededor. El templo se había habilitado en una pequeña cueva natural, cuyas paredes de piedra se habían embellecido con adornos de plata y oro. El suelo estaba revestido de baldosas de mármol. Aparte de la estatua, no había nada más a excepción de un pequeño pozo a los pies del árbol de oro.
Y, junto a él, se hallaba el unicornio, con sus ojos de estrella fijos en ellos.
Dana se sobresaltó. No había percibido su presencia hasta aquel momento, y se preguntó si el unicornio había estado realmente allí desde el principio. En cualquier caso, verle de nuevo la sobrecogió. Visto de cerca y a plena luz, la belleza del unicornio hería los ojos y conmovía profundamente el corazón.
—Acércate —dijo entonces Kai—. Parece que te está esperando.
Dana titubeó al principio, pero pronto se dio cuenta de que Kai tenía razón, de modo que avanzó, vacilante. El unicornio la dejó llegar hasta el borde del pozo, y entonces agachó la cabeza con un grácil movimiento. Su mágico cuerno rozó la superficie del agua por un breve momento. Luego el unicornio volvió a alzar la cabeza para mirarla…
…Y, súbitamente, desapareció.
Dana ahogó un gemido y, en un movimiento reflejo, alargó la mano hacia el lugar donde había estado la criatura. Pero de pronto oyó la voz de Kai a su lado.
—¿Qué hay en el pozo, Dana?
Ella reaccionó y se inclinó sobre el agua.
—No parece muy profundo —comentó después de inspeccionarlo—. Veo en el fondo algo que brilla.
—¿Será el tesoro del unicornio?
Dana consideró la posibilidad, y el corazón le latió más deprisa.
—¡Y nos lo ha mostrado a nosotros! —exclamó—. ¿Te das cuenta?
—Me doy cuenta —dijo suavemente una voz tras ellos—. Y vosotros me lo habéis mostrado a mí.
Kai y Dana se volvieron. En la puerta estaban el Maestro, Maritta y un indispuesto Fenris que, al menos, había recuperado toda su apariencia de elfo.
Dana se sintió inquieta. Aún no comprendía qué papel jugaba el Maestro en todo aquello.
—Has arriesgado tu vida de nuevo a pesar de mis advertencias, Dana —dijo el mago avanzando hacia ella—. Y no sólo has sobrevivido, sino que además has llegado donde nadie antes lo había hecho. Muy bien, discípula. Eres la aprendiza más prometedora que he visto jamás.
Dana se ruborizó ante los cumplidos de su tutor.
—Quizá no seas muy consciente de lo que has encontrado —prosiguió el Maestro—. ¿Has oído hablar del Pozo de los Reflejos? ¿No? Está bien, escucha: hay una antiquísima leyenda que dice que existe uno en todos los lugares donde habita un unicornio. En su fondo reposa una figurilla de cristal de gran poder, extremadamente difícil de controlar. Se trata de un artefacto sólo reservado a los grandes hechiceros.
Dana entornó los ojos, intuyendo adonde quería ir a parar el Maestro.
—Pero el unicornio me ha conducido a mí hasta aquí —objetó.
El viejo mago se encogió de hombros.
—De acuerdo. Coge tu premio, pues.
Dana titubeó un momento, pero luego alargó la mano y la introdujo en el agua, tratando de alcanzar el destello de cristal que percibía más abajo.
Sus dedos rasparon el mármol del fondo, pero nada más. La aprendiza abrió desmesuradamente sus ojos azules, al ver cómo su mano pasaba por la imagen de cristal como si ésta no existiese.
—Parece un espejismo —comentó.
—Efectivamente —el Maestro se había colocado a su lado, y su voz sonó tan inesperadamente cerca que la sobresaltó—. Puedes quedarte aquí una década intentándolo, pero no lo lograrás. Los unicornios guardan bien sus secretos.
—¿Entonces…?
—Existe un antiguo ritual —explicó el Maestro—. Si hubieras esperado a ser una hechicera completa antes de salir en busca del pozo, tal vez habrías podido realizarlo, pero ahora es algo que excede a tu capacidad. Así que me temo que tendré que tomar posesión de esto en tu lugar.
Dana sintió que se ahogaba de rabia y frustración. ¡Había estado tan cerca!
—Lo ha hecho a propósito —le dijo Kai—. El unicornio no se le ha aparecido a él, pero tenía a Fenris para que le librase de los lobos, y te tenía a ti para que le guiases hasta aquí. Como la primera vez no lo lograste, ha mandado al elfo contigo para asegurarse de que le llevabas a donde él quería.
Dana lo miró sorprendida. Era una idea que le rondaba por la cabeza desde hacía rato, pero no había podido expresarla con tanta claridad, quizá porque le dolía admitir que Fenris los había traicionado.
Sacudió la cabeza, evitando mirar al elfo, que con toda seguridad estaría unido telepáticamente al Maestro. ¿Cómo si no los habría seguido hasta allí? «Me han utilizado», pensó, y se sintió estúpida.
El Maestro se volvió hacia ella.
—Voy a comenzar con el ritual —dijo—. Creo que Fenris y tú deberíais sacar a los caballos de aquí.
Dana se resistía a dejar al mago a solas en el templo, con el tesoro del unicornio. Pero ¿cómo iba a desobedecerle? Él podría inmovilizarla con un rayo azul y estaría en su derecho. En cuanto a magia se refería, la palabra del Maestro debía ser ley para un aprendiz.
Miró a Fenris y comprobó que ya caminaba hacia la puerta, llevando a Alide consigo.
—Ve con él —le ordenó el Maestro.
Dana cruzó una mirada con Kai: él tampoco parecía muy convencido. La chica pensaba ya en poner cualquier excusa, cuando sintió de pronto una imperiosa necesidad de seguir a Fenris y, antes de que se diera cuenta, había cogido a Lunaestrella de las riendas y caminaba hacia el umbral del templo.
Kai se quedó sorprendido de verla marchar tan dócilmente, pero se apresuró a irse también.
Dana volvió a la realidad en el pasillo exterior, y se preguntó cómo había llegado ella hasta allí. Vio entonces a Kai, que la miraba preocupado.
—¡Condenado mentalista! —dijo el muchacho—. Has hecho lo que él quería que hicieras.
—¿Por qué…? —empezó ella, pero se interrumpió cuando una súbita oscuridad invadió el corredor.
Se sintió desorientada al principio. No veía absolutamente nada, no oía absolutamente nada y no tocaba absolutamente nada. No sentía ya el suelo bajo sus pies, pero tampoco caía; era como si estuviese suspendida en el aire. Gimió angustiada y alargó la mano, tratando de tocar algo, cualquier cosa.
—¿Dana?
Ella contuvo el aliento.
—¿Fenris? ¿Estás aquí?
—Y yo también —se apresuró a contestar la voz de Kai—. Estamos los tres atrapados.
Dana oyó a Fenris susurrando con suavidad tres palabras mágicas. Algo chisporroteó y un pequeño fuego mágico estalló en el aire. Su titubeante luz bañó los rostros de los tres amigos.
—¿Dónde estamos? —quiso saber Dana.
Fenris suspiró y miró a su alrededor.
—Es un agujero.
—Eso ya lo veo. Pero ¿dónde?
—Un agujero en ninguna parte. Un lugar donde no hay espacio. Una prisión mágica.
Dana sintió que el alma se le caía a los pies. Había oído hablar de aquel tipo de hechizos. Eran muy avanzados y, desde luego, ella no sabía neutralizarlos.
—Podrías caminar durante toda la eternidad y no llegar a ninguna parte —concluyó el elfo—. Por eso es mejor quedarnos donde estamos.
Dana asintió, sombría. Después lo miró con curiosidad:
—¿Y tú qué haces aquí?
—¿Cómo que qué hago aquí? Estoy contigo. Lo desafiamos, ¿recuerdas? Escapamos de la Torre para buscar por nuestra cuenta al unicornio.
—Ya —gruñó ella—. Y él lo sabía desde el principio. Quería que lo trajésemos hasta aquí.
Fenris la miró con sus ojos almendrados abiertos al máximo.
—Debí haberlo supuesto —dijo finalmente, abatido.
—Embustero —soltó Dana—. Tú lo sabías. El Maestro no ha podido atravesar el bosque solo, y tampoco ha podido teletransportarse hasta la cabaña sin un punto de referencia. Tú eras su espía.
Fenris la observó fijamente, sin una palabra. Luego dijo:
—Te ha utilizado. No te creas especial por eso. Yo llevo cincuenta años así.
Kai gruñó algo, pero Dana percibió un tono abatido en la voz de Fenris, y dijo:
—Deja que nos cuente su historia, Kai. Quizá saquemos algo en claro de todo esto.
Fenris suspiró, y se echó un poco hacia atrás.
—Tal vez hayas… —empezó, pero se corrigió al recordar que Dana no estaba sola—. Tal vez hayáis oído hablar de la tierra de los elfos. Está muy lejos, en oriente, al otro lado del mar. Es un país de hermosos bosques y suaves colinas, donde todo es armonioso y la naturaleza se venera y se respeta.
»Allí nací yo, hace casi doscientos años. Soy pues un elfo joven, de acuerdo con los cánones de mi raza. Pero nunca fui un elfo normal.
»Son pocos los humanos que nacen con la maldición de la licantropía. En los elfos esta alteración es más rara aún, y por eso, cuando dejé atrás mi infancia y empecé a sufrir mutaciones las noches de luna llena, supe que mi tiempo entre los míos había terminado. Mi comportamiento, mi presencia, mi mera existencia… rompían radicalmente la paz de la tierra de los elfos.
»No hubo compasión para mí. Me expulsaron de mi hogar y me condenaron a vagar por el mundo, como ser racional o como bestia cuando la luna llena me reclamase como posesión suya. Busqué por todos los medios una solución a mi mal, pero nadie podía darme una respuesta, deshacer mi maldición o concederme al menos un poco de paz espiritual… hasta que conocí al Maestro.
»Él era entonces un hombre joven, pero conocía la magia, y me ofreció aprender a su lado el arte de la hechicería y llevarme a un lugar cuyo poder me protegería de las transformaciones. A cambio…
—A cambio, tú debías mantener a raya a los lobos —completó Dana—. Así fue como tomó posesión de la Torre. ¿Puede él realmente controlar tus cambios?
—En la Torre sí. Yo protejo la Torre, y la Torre me protege a mí. Y, gracias al poder de la Torre, el Maestro puede protegerme a mí a veces, si salgo, durante un corto espacio de tiempo… o invertir el proceso si estoy transformado. Pero también puede provocar mi transformación si le apetece.
—Te tiene en sus manos —comprendió Dana de repente.
—La Torre es mi refugio, pero también mi prisión. Cuando llegué a ella era mucho más joven y estaba ansioso por ser libre. No se me ocurrió pensar que el Maestro no me ofrecía una cura definitiva, sino una solución temporal que me ataría a su poder para siempre. Porque sabía que yo nunca tendría valor para escapar de la Torre y enfrentarme a mi lado salvaje.
—Pero lo has hecho —observó Dana.
Él la miró con ojos brillantes.
—Eres una Kin—Shannay, te has puesto en contacto con una archimaga fallecida y el unicornio pretendía entregarte su tesoro. Estás destinada a hacer grandes cosas, Dana. Quizá a tu lado pueda aprender a librarme de esta maldición que me atormenta y me tiene prisionero de mí mismo.
Sus palabras se perdieron en un susurro apenas audible. Dana lo contempló un momento, conmovida, pero aún sin atreverse a confiar en él.
—Tú has conducido al Maestro hasta aquí —le recordó.
Fenris esbozó una amarga sonrisa.
—¿Sabes de alguien que haya logrado ocultarle algo al Maestro? No tengo muy claro cómo he llegado hasta aquí; no sirvo de mucho cuando salgo de la transformación, así que imagino que ha hecho conmigo lo que ha querido…, como de costumbre.
Dana lo miró de nuevo. La piel del mago presentaba un tono ceniciento, y él respiraba con dificultad. Parecía agotado y tenía los hombros hundidos.
—No tienes muy buen aspecto —reconoció—. Está bien, supongo que no puedo culparte. ¿Y ahora qué hacemos?
—Es obvio que el Maestro quería que lo guiases hasta aquí. Y sospecho que por eso… y sólo por eso… te trajo a la Torre hace seis años.
—Pero me borró la memoria después de mi primera escapada —recordó Dana—. Para que no recordase que tú podrías ayudarme.
—Porque se dio cuenta de que aún no estabas preparada —dedujo Fenris—. El Maestro no quería correr ningún riesgo; es un hombre minucioso y paciente. Por eso él está ahora ahí fuera, y nosotros aquí dentro —suspiró—. Lo que no comprendo es el papel que juega la archimaga de tus visiones en todo esto.
Ella le contó entonces lo que había averiguado sobre la identidad de la dama de la túnica dorada.
—Aonia —dijo el elfo pensativo cuando Dana finalizó—. No conozco ese nombre. Así que es una antigua Señora de la Torre, que murió hace tiempo y se comunica contigo porque desea que encuentres tú, y sólo tú, al unicornio. ¿Por qué?
—No lo sé. ¿Qué es exactamente eso que hay en el fondo del pozo, Fenris?
—No estoy seguro. Existe un antiguo libro que habla de estas cosas; es el único que describe el Pozo de los Reflejos, y dice que en su fondo el unicornio guarda su alma en una figurilla de cristal. Aquel que la posea controlará la voluntad del unicornio para siempre.
»Parece una historia inverosímil porque, además, ningún otro sabio habla del Pozo de los Reflejos, o del Alma de Cristal. Por eso pocos magos y eruditos se toman en serio las afirmaciones de ese libro, y lo consideran pura fábula.
—Pues parece que es más que fábula —comentó Dana—. ¿Y para qué quiere el Maestro…?
—¿…Tener al unicornio bajo su control? —completó Fenris—. Sé más sagaz, Dana. Cualquier mago sería el doble de poderoso con un cuerno de unicornio entre sus manos.
Dana se imaginó al unicornio moribundo y con su cuerno en las garras del Maestro, y se quedó horrorizada.
—¡Pero no puede hacer eso! —exclamó—. ¡El unicornio es una criatura sagrada!
—Según para quien —replicó él, encogiéndose de hombros.
—No lo entiendo. ¿Por qué iba a guiarnos el unicornio hasta el lugar donde guarda su alma?
—Las criaturas sobrenaturales tienen sus propias razones para hacer lo que hacen. Nadie puede comprenderlas.
Dana temblaba de miedo, rabia y frustración.
—Tenemos que hacer algo —dijo—. ¿Qué es ese ritual que ha de celebrar el Maestro?
—No he estudiado a fondo el tema, pero probablemente se trate de un conjuro que se describe en el libro al que me refiero. Su anónimo autor afirmaba que era la única forma de conseguir el alma del unicornio. Creo recordar que precisaba un sacrificio humano, o algo así…
Otra pieza más que encajaba, comprendió Dana con horror.
—¡Maritta! La ha engañado para que le acompañe. ¡Ella es la víctima! ¡Tenemos que escapar de aquí e ir a avisarla! —le urgió al elfo, pero él sacudió la cabeza.
—Yo puedo salir de aquí —dijo Kai inesperadamente.
Dana soltó la túnica de Fenris y se volvió hacia él.
—¿Cómo dices?
—Que puedo escapar de aquí, porque no estoy sometido a las leyes de lo material.
—¿Y por qué no lo has dicho antes?
—¿Y perderme todo lo que habéis contado? Además, aunque saliera de aquí, no podría hacer nada para avisar a Maritta, ni para liberarte a ti. Por tanto mi sitio está aquí, a tu lado.
—¿Qué dice tu amigo? —preguntó Fenris, que no podía ver ni oír a Kai.
Dana se lo explicó. El elfo frunció el ceño mientras su cerebro terminaba de abandonar el aturdimiento inicial para empezar a pensar a toda velocidad.
—Si Maritta viene hasta aquí podremos comunicarnos con ella y explicarle lo que pasa.
—¿Cómo va a avisarla Kai?
—Kai es un espíritu, pura energía sin cuerpo. En circunstancias extremas puede hacer acopio de fuerzas y dejarse sentir.
Dana recordó al punto la intervención de Kai en aquel claro del bosque, un año atrás, y cómo él la había salvado de los lobos.
—Es cierto —admitió, considerando la posibilidad—. Podría empujar a Maritta hasta aquí y…
—Se llevaría un susto de muerte y alertaría al Maestro —objetó Kai—. Suponiendo que siga viva.
—Tienes razón —murmuró Dana, pero enseguida se le ocurrió una idea.
Impulsivamente, se quitó del cuello la cadena con su colgante de la suerte.
—Toma —le dijo a Kai—. Llévasela. Ella entenderá.
Él alargó la mano para cogerla, pero el amuleto atravesó sus dedos fantasmales y flotó en el vacío. Dana no había previsto algo así; sin embargo, sus reflejos le permitieron atrapar de nuevo el colgante antes de que se perdiera en la oscuridad.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no lo coges? Yo sé que puedes. Te he visto coger cosas, allá en la granja.
—Mis fuerzas disminuyen con el tiempo —explicó Kai—, según se acerca la hora de mi partida.
Ella se estremeció, pero le miró a los ojos.
—Por favor, haz un esfuerzo —le pidió—. Por ti, por mí. Porque, según dices, nos queda poco tiempo juntos; y no quiero pasarlo aquí, en medio de ninguna parte.
Kai entrecerró los ojos. Respiró hondo y luchó por concentrar sus energías en su mano. Dio un fuerte tirón y cogió la cadena.
—¡Bravo! —exclamó Fenris, al ver el colgante suspendido en el aire frente a él.
Kai se volvió hacia Dana.
—Volveré para buscarte —prometió, y la besó suavemente en la frente.
Dana quiso retenerlo a su lado, pero ni siquiera ahora logró cogerle la mano. Entre lágrimas, vio cómo Kai se perdía en la oscuridad.
Maritta estaba de pie, cerca de la puerta. Frecuentemente, lanzaba miradas nerviosas hacia atrás. ¿Por qué no regresaban Dana y el elfo? Le habría preguntado al Maestro, pero éste le había ordenado que no le molestara, porque, si el ritual se interrumpía, la magia se desbocaría y sucederían cosas terribles.
Ahora, el mago estaba sentado frente al pozo con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Recitaba una salmodia incomprensible y a veces lanzaba al aire polvos dorados que se difuminaban en una lluvia multicolor. Estaba claro que no iba a ayudarla, de modo que Maritta decidió salir ella misma a buscar a Dana.
Entonces descubrió con horror que no podía mover las piernas. Intentó gritar, pero tampoco pudo. ¿Qué era aquello? Estaba clavada en el suelo.
Cualquier otro enano se habría sentido aterrado al comprender que lo habían hechizado, pero Maritta llevaba muchos años en la Torre y había visto muchas cosas relacionadas con la magia. El Maestro la había embrujado para que no se moviera y no dijera nada, probablemente porque temía que no fuera capaz de quedarse quieta y callada para que el ritual marchara bien.
Pero, si sólo era eso, ¿por qué Dana no volvía? Allí se estaba cociendo algo muy feo.
De pronto Maritta sintió algo duro y frío en su mano, y dio un respingo. Levantó el brazo y miró el objeto con suspicacia, y vio que era un amuleto de metal: una luna en cuarto creciente que sujetaba entre sus cuernos una estrella de seis puntas.
El colgante de Dana.
Maritta se estremeció. Ignoraba cómo había llegado aquello a sus manos, pero no dudaba ahora que, de alguna forma, su amiga intentaba ponerse en contacto con ella.
Estaba pensando en ello cuando notó que una fuerza la empujaba hacia un lado. Maritta abrió la boca para gritar de puro terror, pero el hechizo del Maestro se lo impidió. Fue una suerte, porque de otro modo él se habría dado cuenta de que pasaba algo raro.
Aquel «algo» seguía empujándola, pero Maritta continuaba sin poder moverse. Movió los brazos como si fueran aspas de molino para no perder el equilibrio, y se dio cuenta de que ese «algo» la empujaba insistentemente… hacia la puerta.
Hacia Dana.
La enana no se planteó más qué era lo que tiraba de ella con tanta fuerza. No sabía a ciencia cierta hasta dónde llegaban los poderes de Dana, pero intuía que, estando el amuleto de por medio, aquello sólo podía ser obra suya.
«¡Mi niña me necesita!», se dijo, y una terrible furia la invadió por dentro. No pensaba perder a Dana también. Aquel viejo mago había llegado demasiado lejos. Abrió la boca de nuevo y luchó por desasirse. Levantó un pie, con un tremendo esfuerzo, y después el otro.
El hechizo se había roto.
Maritta se apresuró a correr hacia la puerta. Sus botas crujían contra el suelo de mármol, pero el Maestro, absorto en su ritual, no se dio cuenta. Demasiado confiado, había estado convencido de que su hechizo de parálisis era indestructible, y en cierto modo tenía razón; pero no había contado con que, si bien los enanos eran la raza más negada para la magia, eran también la más inmune a sus efectos, debido a su fuerte carácter, a su voluntad inquebrantable y a su reticencia a creer en maravillas.
Maritta corrió por el pasillo sin mirar atrás. Vio al fondo a Alide y Lunaestrella, que rondaban desconcertados en torno a la escalera de mármol que llevaba a la trampilla de la cabaña, pero no había ni rastro de Dana y Fenris.
La misma fuerza misteriosa que antes la había empujado la frenó ahora bruscamente.
—Pero ¿se puede saber qué quieres? —rezongó la enana.
La fuerza siguió empujándola a un lado y a otro, hasta situarla en un punto muy concreto.
Luego, desapareció. Maritta no la vio ni la oyó, pero, de alguna forma, supo que se había ido.
Instantes después oyó (o más bien «pensó») la inconfundible voz de Dana, que decía, vacilante:
«¿Maritta?».