VII. LA NOCHE DE LOS LOBOS
La luna llena ya brillaba sobre el Valle de los Lobos cuando Dana se reunió con Kai en el establo. En silencio, ensillaron a Lunaestrella temblando de nerviosismo. De momento todo iba bien, y no parecía que los hubiesen descubierto. Pero Dana sabía que no podía arriesgarse a cruzar todo el jardín hasta la verja encantada; quién sabía si los ojos insomnes del Maestro no vigilaban desde lo alto de la Torre. Por eso la aprendiza ejecutó inmediatamente un hechizo de teletransportación que incluía también a Kai y a la yegua, y al punto aparecieron los tres en un claro del bosque iluminado por la luna.
Una vez allí, Dana no perdió tiempo. Desprendió uno de los saquillos de su cinturón y formó un círculo en el suelo con los polvos que contenía, quedándose en el interior junto con Kai y Lunaestrella, mientras susurraba las palabras de un conjuro de protección. Después se colocó en el centro del círculo con los brazos en cruz, cerró los ojos y giró sobre sí misma con las palmas de las manos muy abiertas. Respiró profundamente y se concentró en el hechizo, mientras dejaba que la energía de la tierra y de la luna fluyese a través de ella y se derramase sobre la yegua y sobre su amigo.
Cuando terminó estaba cansada, pero sonreía. Unos ojos profanos no habrían podido apreciar ningún cambio; sin embargo, su sensibilidad de maga sí percibía la campana de protección que los rodeaba a los tres, y que los defendería de un posible primer ataque, dándole tiempo a Dana para replicar con hechizos ofensivos.
Prácticamente sin detenerse, la muchacha empezó con un segundo hechizo, que el Libro de la Tierra denominaba «Ojos de Gato», para poder ver en la oscuridad. Por suerte no consumía demasiada energía; Dana intuía que necesitaría de toda su magia aquella noche, pero también sabía que no era conveniente delatar su posición con antorchas ni nada que se le pareciera. Y, aunque la luna llena alumbraba mucho, ella prefería tener una visión completa de lo que sucedía a su alrededor.
Terminado el conjuro, Kai sonrió al ver cómo las pupilas de su amiga se dilataban hasta límites insospechados.
—¿Ves bien?
—De maravilla. Yo haré de guía. Pero no sé adonde vamos; el bosque es muy grande.
—Caminaremos simplemente —dijo Kai—, hasta que encontremos al unicornio.
—¿Y si no lo encontramos?
—Lo intentaremos de nuevo el mes que viene, hasta que tropecemos con él.
Dana asintió, conforme. Montaron de nuevo sobre Lunaestrella y se pusieron en marcha.
El bosque estaba tranquilo, y los ocasionales aullidos de los lobos se oían muy lejos. Aun así, Dana no bajaba la guardia mientras recorrían la espesura en silencio. Lunaestrella estaba nerviosa y se movía con indecisión, y la aprendiza, que veía mejor que su montura en la penumbra, la guiaba con firmeza y seguridad. La buena yegua, pese a su inquietud, la obedecía sin cuestionarla.
—Tranquilízala, Kai —pidió Dana; Kai tenía una mano increíble para tratar con los animales.
El muchacho palmeó el musculoso cuello de Lunaestrella y le habló con dulzura. El animal se calmó al instante.
—Eres maravilloso —susurró Dana, y sintió que él la abrazaba por detrás. De nuevo notó que la invadía aquel sentimiento tan intenso, aquel cariño tan especial que con el tiempo había nacido en su corazón, provocado por su mejor amigo. Y, junto al sentimiento, como era habitual, renació en su pecho el miedo y el dolor.
«No puedo enamorarme de alguien a quien no puedo tocar», se recordó a sí misma, y se obligó a mantener la cabeza fría, a mirar al frente y a olvidar que Kai estaba tan cerca que se le aceleraba el corazón.
No volvieron a hablar en mucho rato. Las horas pasaron lentas mientras Dana guiaba a su yegua baya a través del bosque, y los dos hechizos que mantenía activos iban absorbiendo su fuerza gota a gota. Cuando quiso darse cuenta, la chica estaba esforzándose en seguir alerta y luchando contra el sueño y el cansancio que la vencían.
Dana era muy consciente del peligro que corrían. Si llegaba a dormirse, los hechizos se desbaratarían y tendría que rehacerlos de nuevo. Y sus fuerzas no eran ilimitadas.
Estaba a punto de decirle a Kai que le diera conversación para mantenerla despierta cuando, de pronto, Lunaestrella relinchó suavemente y se detuvo.
—¿Qué pasa? —murmuró Dana, intentando despejarse del todo.
La yegua escarbó en el suelo con el casco derecho. Dana fijó su mirada en la maleza, frente a ella. Por encima del lejano sonido de los lobos se oía el rumoroso tintineo de un arroyo.
Los ojos de la aprendiza captaron un levísimo movimiento más allá, de algo parecido a un rayo de luna. El corazón le dio un vuelco. Respiró hondo y enfocó todos sus sentidos hacia aquel lugar; enseguida sintió una súbita e inexplicable alegría, y una oleada de paz y tranquilidad la invadió, barriendo todos sus miedos.
—Lo hemos encontrado —le susurró a Kai—. Es el unicornio.
—¿Estás segura? —preguntó el muchacho, dudoso, aunque en el mismo tono de voz.
Dana no respondió. En aquellos cinco años había aprendido a confiar ciegamente en su intuición. Desmontó y le dijo a Lunaestrella que esperase allí sin hacer ruido. El animal movió las orejas, pero pareció comprender.
Después, la aprendiza se volvió hacia Kai.
—¿Vienes?
El chico asintió. Los dos se deslizaron entre la maleza, sin hacer ruido, hasta el arroyo.
Dana asomó la cabeza con precaución. Un destello atrapó su mirada y, cuando volvió los ojos hacia allá, sintió que el corazón iba a estallarle de emoción.
El unicornio bebía agua del arroyo. Era blanco como la nieve y como la espuma del mar, no mucho más grande que un poni, pero infinitamente más bello y elegante. Sobre su largo cuello se desparramaba una crin blanca y suave, que parecía reflejar la plateada luz de la luna. Su larga cola de león batía el aire con calma, y su delicado cuerpo se sostenía sobre cuatro finas patas que acababan en pequeños cascos hendidos, como los de una cabra.
Pero lo más hermoso era su cuerno; largo y firme, parecía estar hecho de una aleación de plata, cristal, marfil, rocío y luz de luna. Emitía un suave resplandor argentino que alumbraba la penumbra y desafiaba todas las tinieblas de la tierra.
—Es… —musitó Dana.
—Es un milagro —concluyó Kai.
El unicornio alzó la cabeza, y Dana descubrió que lucía una pequeña barba que señalaba su condición de macho. Iba a comentárselo a Kai, cuando vio que la criatura fijaba sus ojos en el lugar donde ellos estaban.
Dana sintió que se le cortaba la respiración. Los enormes ojos del unicornio semejaban pozos sin fondo, llenos de una sabiduría que estaba más allá del conocimiento de los mortales. Cargados además de una honda comprensión, parecían llegar a verlo todo, hasta los pensamientos más ocultos y los sentimientos más profundos.
—Nos ha visto —susurró Dana.
Entonces el unicornio dio media vuelta y se perdió en la oscuridad.
—¡Hemos de seguirlo! —dijo Dana con urgencia, y se metió en el arroyo, sin importarle que se le mojaran las botas. Kai la siguió sin vacilar.
Pronto encontraron el rastro del unicornio. La mágica criatura se movía suave y sigilosamente por la espesura, y los dos podían ver a lo lejos el reflejo de su blanco lomo.
Dana tuvo una súbita inspiración.
—Nos está guiando —dijo.
—¿Qué?
—Nos está guiando. Si quisiera escapar de nosotros ya lo habría hecho. Quiere que lo sigamos.
—¿Tú crees?
—¿Por qué si no iba a permanecer tanto tiempo bajo la mirada de un mortal?
Kai consideró la respuesta mientras Dana seguía abriéndose paso por la maleza, con los ojos fijos en la sombra del unicornio. Ante la presencia de aquel ser de leyenda, ninguno de los dos oía ya los aullidos de los lobos, que sonaban escalofriantemente cerca.
De pronto, Dana y Kai perdieron de vista al unicornio.
—¿Dónde está? —preguntó Kai a su amiga, pero ella sacudió la cabeza mientras sus ojos de gato escrutaban la oscuridad.
—Lo hemos perdido —murmuró, y apretó los dientes.
Antes de que Kai pudiera detenerla, echó a correr entre la maleza. El conjuro de visión nocturna no duraría mucho más. Tenía que volver a encontrar al unicornio.
Por eso no hizo caso de las llamadas de Kai, y apenas oyó el lejano relincho histérico de Lunaestrella, al otro lado del arroyo. Si su mente no hubiera estado tan obsesionada con el unicornio, se habría percatado de que algo marchaba muy mal.
Pero a Dana la angustiaba la idea de perder el rastro de la criatura y no volver a encontrarla. Corría abriéndose paso por la espesura, con sus ojos mágicos abiertos de par en par y atentos a cualquier destello plateado que le delatase la presencia del unicornio, sin importarle que las ramas le arañaran la cara, que los espinos se clavaran en sus rodillas, que sus pies tropezaran con las raíces una y otra vez.
Hasta que, a lo lejos, creyó ver una destellante luz azulada, y corrió hacia allí. Desembocó en una abertura entre los árboles, más allá de la cual uno de los múltiples arroyos que surcaban el bosque formaba un remanso. Dana pronto descubrió su error: el brillo no era más que el reflejo de la luz de la luna sobre el agua. Su visión nocturna la había engañado, y eso significaba que la magia del hechizo se iba agotando.
Dana se inclinó sobre el remanso y sus dedos rozaron el agua. Tenía que admitirlo: le había perdido la pista al unicornio.
Golpeó el agua con rabia. ¡Había estado tan cerca!
Sus oídos captaron, quizá por primera vez desde que viera al animal, la terrorífica sinfonía de los aullidos de los lobos que resonaban en el valle, y recordó que había dejado atrás a Kai y Lunaestrella.
Se incorporó rápidamente, reprochándose a sí misma su imprudencia. Debía volver enseguida, antes de que el conjuro «Ojos de gato» se desvaneciese por completo. Pese a estar falta de energías, usó la teletransportación para materializarse en el claro donde había dejado a Lunaestrella.
Pero, al mirar a su alrededor, descubrió que la yegua no estaba allí.
Lo que sí vio con terrible claridad fue una multitud de pares de ojos que la observaban desde la oscuridad. Oyó los gruñidos de los lobos, y supo que no tenía mucho tiempo. Pronto los animales se repondrían de la sorpresa de ver aparecer a alguien de la nada y no se contentarían con espiar desde la espesura.
Podía regresar a la Torre, pero no pensaba marcharse de allí sin Kai y Lunaestrella. La aprendiza respiró hondo y sondeó la energía emanada por los lobos; con gran sorpresa por su parte, descubrió mucho más que simple necesidad de comer o de defender su territorio. Había en ellos rabia, odio, furia… una mezcla de sensaciones que Dana nunca habría creído posibles en seres irracionales. Percibió además otro detalle que le llamó la atención, pero no sabía qué era exactamente y, además, no tenía tiempo para averiguarlo.
A pesar de que su instinto le chillaba que aquellos lobos no eran normales, y que debía escapar de allí mientras pudiera, Dana realizó el primero de los hechizos que tenía preparados.
Una bola de fuego estalló en el aire, iluminando el claro. Era pequeña; se trataba de uno de los primeros hechizos del Libro del Fuego, que Dana no controlaba aún y que probablemente no sería muy efectivo; pero la muchacha confiaba en que serviría para ahuyentar a los lobos.
Se equivocó. Cuando el resplandor de la bola de fuego se extinguió, los animales no parecían muy impresionados, y sus gruñidos aumentaron en intensidad.
Pero Dana ya preparaba su siguiente hechizo. Gritó las palabras mágicas en lenguaje arcano, alzó los brazos y dejó que la energía fluyera a través de ellos. Una onda azulada se expandió por el claro en el mismo instante en que algunos lobos ya saltaban sobre ella. Todos aquellos que rozaron el rayo quedaron congelados al instante.
Dana no tuvo tiempo de felicitarse por su éxito. Los otros lobos, sin amilanarse lo más mínimo, avanzaban hacia ella con los ojos relucientes, el vello erizado y enseñando unos mortíferos colmillos.
Dana respiró, alterada. Estaba muy cansada. Una parte de ella le gritaba que se teletransportara a otra parte, de vuelta a la Torre o de vuelta a la granja, lejos, muy lejos; pero ella no podía dejar atrás a Lunaestrella. Sólo necesitaba espantar a los lobos o distraerlos el tiempo suficiente como para salir del claro e ir en busca de Kai y de su yegua.
De modo que empezó a trabajar frenéticamente, lanzando conjuros a toda velocidad, uno tras otro. Olas de hielo, pequeños seísmos, rayos, tornados… incluso convirtió a varios lobos en piedra, y llegó a conjurar a un par de árboles para que cobraran vida y atraparan a algunos otros entre sus ramas y raíces.
Pero seguían apareciendo más y más, y Dana se preguntó de dónde vendrían tantos.
Cuando lo descubrió, un terror irracional la paralizó por un brevísimo instante. No eran más: eran los mismos. Inexplicablemente, los lobos congelados, calcinados o petrificados volvían a la vida al poco tiempo. Su magia estaba fallando, o no les afectaba, o…
—¡Esto no es posible! —chilló la aprendiza, y siguió lanzando rayos y ondas de hielo a su alrededor, y los lobos siguieron cayendo para volver al ataque momentos después.
Dana supo que tendría que huir, o moriría. Pero se negaba a abandonar a Kai y Lunaestrella en el bosque. Probablemente Kai no corría peligro, pero la yegua…
«Aún puedo aguantar un poco más», se dijo Dana, ignorando el agotamiento.
No muy lejos, en lo alto de la Torre, el Maestro contemplaba el curioso despliegue de destellos luminosos procedente de algún punto perdido en el bosque. El helado viento nocturno sacudía su túnica y le azotaba el rostro, pero él no parecía notarlo. Sus ojos grises estaban clavados en el lugar donde su alumna luchaba por su vida.
A su lado se erguía Fenris, el alto hechicero elfo. Sus ojos almendrados también escudriñaban el bosque. La legendaria visión nocturna de los elfos le permitía observar los estallidos de magia con más claridad; y, aunque ni siquiera él alcanzaba a distinguir lo que pasaba bajo la sombra de los árboles, los dos podían adivinarlo.
—No sobrevivirá —dijo el elfo.
El Maestro no respondió. Seguía observando el espectáculo, con cierta chispa de esperanza en sus ojos, como si aún creyese que su pupila tenía alguna posibilidad.
Finalmente se volvió hacia Fenris con un profundo suspiro.
—Tráela de vuelta —le ordenó con voz queda.
El elfo no respondió, pero lo miró con fijeza. Había estrechado sus gatunos ojos hasta convertirlos en dos rayas que observaban a su Maestro acusatoriamente. Él fingió no saber lo que estaba pensando Fenris.
—¿Ocurre algo? —preguntó distraídamente.
—No puedo salir de aquí —respondió el elfo suavemente—. No, esta noche.
El viejo mago esbozó una leve sonrisa.
—Sí puedes. Y tienes una hora para traerme a esa díscola chiquilla de vuelta a la Torre.
El mago elfo comprendió. Asintió sonriendo y abandonó las almenas, silencioso como una sombra. Momentos después los cascos de Alide, su hermoso caballo alazán, atronaron por el camino que llevaba al bosque.
El Maestro sonrió de nuevo, complacido ante la elección del alumno. Para teletransportarse al lugar donde estaba Dana, Fenris tendría que haberlo visto primero. Conjurar la imagen de Dana en un espejo mágico o una bola de cristal requería mucha concentración, mucha energía y un tiempo precioso del que el elfo no disponía.
Pero el hecho de que emplease métodos más convencionales para llegar hasta Dana no implicaba que éstos no pudiesen ser mejorados. Las patas de Alide, encantadas con un hechizo del Libro del Aire, corrían más veloces que el viento.
El hechicero elfo no tardaría en reunirse con la muchacha.
Dana oyó los cascos de un caballo que se acercaba, pero procuró no perder la concentración. Estaba centrando sus escasas energías en mantener activa una barrera defensiva que retenía a los lobos a unos escasos tres pasos de donde ella se encontraba. Aquello los retrasaría, pero no los detendría.
Justo cuando la barrera comenzaba a resquebrajarse y los lobos ya saltaban sobre ella, Kai y Lunaestrella irrumpieron en el claro.
Dana nunca olvidaría la imagen del muchacho montando en la yegua a pleno galope, el rubio cabello revuelto, los ojos verdes brillando con determinación, el brazo extendido hacia ella.
—¡Agárrate a mí!
Dana sabía —y Kai debería haberlo sabido también, pensó— que sus dedos sólo aferrarían aire, y se preguntó, en lo que dura un latido, por qué él no le tendía la brida. Pero su alivio al ver a su amigo fue tan grande que, instintivamente, alargó la mano para coger la de Kai cuando el chico pasó a su lado como una exhalación.
Sintió un fuerte tirón y, de pronto, sin saber muy bien cómo, se encontró galopando sobre Lunaestrella, detrás de Kai. Trató de agarrarse a la cintura del muchacho y casi perdió el equilibrio: su amigo era tan inmaterial como siempre.
Se aferró bien con las piernas y se sujetó a la silla. Estaba mareada, débil y muy cansada, y el sueño se apoderaba de ella rápidamente. Tanto su cuerpo como su mente necesitaban reponerse del excesivo despliegue de magia realizado.
—¿Cómo lo has hecho? —bostezó—. ¿Cómo has podido?
—¡No hay tiempo! —la cortó Kai, echando un rápido vistazo hacia atrás—. ¡Sácanos de aquí!
Dana luchó por despejarse y siguió la dirección de su mirada: los lobos los seguían muy de cerca. Inspiró, evocó las palabras del hechizo de teletransportación y chasqueó los dedos.
Nada sucedió.
Confusa y aterrada, Dana lo intentó una y otra vez. ¡No funcionaba!
—¿Pero qué diablos pasa hoy? —exclamó, asustada—. ¡No me…!
—¡Olvida eso! Volveremos cabalgando. ¡Necesitamos una luz!
Dana entendió al instante cuál era el problema. Su yegua había aminorado la velocidad nada más abandonar el claro y entrar en el bosque cerrado. Los «Ojos de gato» de la chica ya hacía rato que habían dejado de funcionar, y Lunaestrella trotaba a ciegas en la semioscuridad, sin un guía fiable.
Dana aún estaba aturdida por el fallo de su hechizo de teletransportación, y no sabía si cualquier otro le serviría, pero debía intentarlo.
Luz… la luz estaba relacionada con los hechizos del Libro del Fuego, que apenas controlaba. Repasó los pocos que ya se había aprendido, y encontró la solución: invocaría a un fuego fatuo para que la guiara en la oscuridad.
Pronunció las palabras y contuvo el aliento. Y enseguida apareció frente a ella una criatura voladora, muy pequeña pero de intenso brillo. Si uno se fijaba, podía distinguir las formas de una personita diminuta que ardía dentro del círculo de luz.
—¡A la Torre! —ordenó Dana, sorprendida y aliviada de que hubiera salido bien.
El fuego fatuo rió y se apresuró a colocarse en cabeza. Kai guió a la yegua detrás de la pequeña pelota de luz, mientras los lobos ya casi los alcanzaban.
Dana se giró sobre la grupa de Lunaestrella y realizó otro hechizo. Inmediatamente, su mano izquierda brilló con un resplandor azulado. La dirigió hacia sus perseguidores más cercanos, y de ella salió un rayo de hielo que congeló a todos los lobos que encontró en el camino. Por lo que Dana había comprobado, no se quedarían congelados mucho rato, pero eso los detendría y le daría cierta ventaja. Siguió por tanto atacando con su rayo gélido, mientras se aferraba a la silla de Lunaestrella con la otra mano.
Pronto comprobó que tenía otro problema añadido. Si bien la creación de un fuego fatuo era algo relativamente sencillo, no lo era tanto controlar a la alocada criatura. El geniecillo volaba en la dirección correcta, pero a menudo rebotaba contra árboles y arbustos y, allí donde rozaba la maleza se despedía una chispa que podría estallar en llamas rápidamente.
Dana lo sabía, y sabía también que un incendio en el bosque sería un desastre irreparable. Por eso procuró centrar su atención también en el fuego fatuo, dirigiendo su rayo de hielo allí donde la criatura había dejado su candente y peligrosa marca.
Al principio todo fue bien. Lunaestrella, guiada por Kai, avanzaba a trote ligero por el bosque, mientras Dana mantenía a raya a los lobos que los seguían y controlaba el vuelo en zigzag del fuego fatuo. Pero pronto notó que las fuerzas le fallaban; no era tan fácil atender a dos hechizos a la vez.
Se estaba preguntando cuánto tiempo más podría resistir cuando sucedió algo que resolvió todas sus dudas. Al volver el rayo de hielo hacia adelante para apagar una chispa que su guía había prendido en la maleza, fue demasiado rápida y rozó levemente al fuego fatuo. Eso bastó para que el pequeño ser incandescente cayese al suelo congelado.
Privada súbitamente de luz y con los lobos pisándole los talones, Lunaestrella no escuchó más las palabras tranquilizadoras de Kai, y se encabritó. Se alzó de manos con un aterrado relincho; Dana y Kai cayeron sobre los arbustos, y el asustado animal se perdió al galope en la oscuridad.
Dana se levantó de un salto, algo aturdida, y rápidamente elevó una barrera protectora. Sabía que no resistiría mucho, pero le permitiría ganar algo de tiempo.
Examinó rápidamente la situación. La luz de la luna que se filtraba entre los árboles no era suficiente, aunque su mano izquierda aún emitía un suave resplandor azulado: el hechizo del rayo de hielo todavía funcionaba.
Lo usó para congelar a algunos lobos que se acercaban gruñendo y vio por el rabillo del ojo que Kai ya se había puesto en pie, y se erguía junto a ella, silencioso.
—No podemos hacer nada por la yegua —susurró el chico—. Prueba otra vez a sacarnos de aquí.
Dana obedeció, y de nuevo le falló el hechizo.
—Kai —dijo lentamente, al ver que el círculo de lobos se estrechaba cada vez más—. Estamos perdidos.
Él no contestó. Sus ojos estaban fijos en el brillo de los colmillos que los rodeaban, pero su mano buscó la de ella, y la oprimió con fuerza. Dana se estremeció una vez más ante aquel contacto incorpóreo.
Un par de lobos se adelantaron, y Kai se interpuso entre ellos y Dana. Ella se sintió conmovida ante aquel gesto, pero se preguntó, inevitablemente, cómo pensaba protegerla su amigo inmaterial.
Súbitamente se oyó un enorme estallido y una bola de fuego irrumpió en la escena, una bola de fuego que volaba en zigzag como un fuego fatuo, pero que no era un fuego fatuo. Como si tuviera voluntad propia, iba de lobo en lobo, y todo aquel al que rozaba ardía en llamas.
Una melodiosa pero potente voz pronunció las palabras de otro conjuro, y una jauría de enormes perros se lanzó sobre los lobos. A la luz de las llamas, Dana vio que no eran perros, sino espectros de perros, hechos de sombra helada, y con los ojos ardientes como brasas. La aprendiza sabía que era un hechizo muy por encima de su nivel, y buscó con la mirada a su salvador.
Entre los árboles destacaba la túnica roja de Fenris, el mago elfo.
Dana pensó que nunca encontraría palabras para agradecérselo, de modo que corrió hacia él y se colocó a su lado sin decir nada. Volvió la cabeza para asegurarse de que Kai la había seguido, y se tranquilizó enseguida al verlo a su lado. Miró a Fenris, que había bajado los brazos y contemplaba la batalla entre los lobos y los perros fantasmales con expresión seria.
—Vámonos —dijo—, y corre todo lo que puedas.
A Dana no le quedaban muchas fuerzas, pero obedeció, consciente de que Fenris no podría realizar ningún otro hechizo mientras tuviese que controlar a los espectros.
—Pero los lobos no podrán con ellos —objetó sin embargo; los espectros de sombra eran seres terribles y poderosos, en cualquiera de las formas que tomaban.
El elfo negó con la cabeza, y Dana vio un destello de temor en sus ojos rasgados.
Su cabeza bullía de preguntas, pero no dijo nada más. Sólo corrió y corrió, deseando que pronto acabara aquella pesadilla.
Por fin llegaron a la linde del bosque. Dana vio que Alide los estaba esperando junto al arroyo; el fiel animal había obedecido a su dueño, pero piafaba y escarbaba en el suelo con los cascos, mientras fijaba sus aterrorizados ojos en la sombra del bosque.
Los aullidos de los lobos volvían a sonar peligrosamente cerca.
—¡Los espectros no han acabado con ellos! —profirió Dana, pasmada.
—Sólo los han entretenido —dijo Fenris, y su armoniosa voz sonó más ronca de lo habitual.
Dana lo miró. Había algo extraño en él. Quizá era el brillo amarillento de sus ojos, quizá su pesada respiración. Se frotó los ojos; estaba muy cansada. Fenris la empujó suavemente hacia el caballo alazán.
—Sube y vuelve a la Torre —le ordenó, y la frase acabó en una especie de gruñido.
Dana estaba demasiado agotada como para sentir curiosidad, pero su sexto sentido le dijo que algo no marchaba bien del todo.
—¿Tú no vienes? —preguntó mientras montaba sobre el lomo de Alide.
Fenris sacudió la cabeza y se volvió sólo un momento para mirarla. Dana apreció algo extraño en su rostro, pero no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que era, porque el elfo dio una fuerte palmada en la grupa del caballo y éste no necesitó más para salir disparado hacia las montañas… y hacia la Torre.
Dana se volvió rápidamente, reticente. No quería dejar al elfo atrás.
Y entonces vio algo que le llamó la atención, algo que tenía que ver con el mago y con los lobos que salían del bosque, algo que no encajaba del todo…
Pero Alide seguía galopando, y Dana enseguida perdió de vista al hechicero elfo y se centró en el paisaje que se abría ante ella.
El camino más corto hasta la Torre habría sido atravesando el bosque, pero Fenris había preferido salir de él cuanto antes, y ahora a Dana le esperaba una larga cabalgada bordeando la espesura hasta la explanada.
Pero se sentía a salvo. Alide galopaba en campo abierto, los aullidos de los lobos iban quedando atrás y Kai montaba tras ella rodeándole la cintura con sus brazos incorpóreos.
No tan incorpóreos, pensó de pronto, y sonrió. Podía dudar de muchas cosas, pero ahora ya no podía dudar de la existencia de Kai. Un producto de su imaginación no podría haberla rescatado en el claro. Le debía la vida. Bueno, y también a Fenris, pero eso no contaba tanto.
Dana cerró los ojos y dejó que el contacto intangible de Kai la llenase por completo. No era tan sólido como el corcel sobre el que cabalgaba, pero había algo mágico, único, en aquel roce suave como la brisa, dulce y cálido como un rayo de sol.
Se sentía feliz. Intuyó que Lunaestrella se había salvado, y de pronto ya no le importó la dama, ni el unicornio, y ni siquiera temió la reprimenda del Maestro.
Estaba a salvo y con Kai.
Medio adormilada, recordó de pronto qué había visto en el rostro de Fenris antes de montar sobre Alide. «Tengo que decirle a Maritta que se equivoca», se dijo. «A los elfos sí les crece barba».
Sintiéndose segura sobre aquel caballo que corría como el viento, Dana, agotada, no oyó un aullido que sobrepasaba a todos los demás, un aullido cargado de rabia, pena y dolor, que se elevó hasta la luna llena como una desesperada plegaria. Kai, en cambio, sí lo oyó, y compadeció a la desgraciada criatura que se lamentaba de aquel modo.