XII. EL REGRESO DE AONIA
Dana aguardó un instante, conteniendo el aliento; entonces la exasperada voz de la enana resonó en todos los rincones de su prisión mágica:
—¿Qué es esto, niña? ¿Qué artes endiabladas estás usando conmigo?
Dana miró a Fenris, eufórica, y después a Kai, que había regresado a su lado.
«Si te mueves un solo palmo de donde estás perderemos el contacto», le advirtió a Maritta, «porque te encuentras en el mismo lugar en que estamos nosotros, encerrados en una especie de pliegue o agujero en el espacio».
—Cuéntaselo todo —propuso Kai.
Dana sondeó la mente de Maritta para averiguar dónde estaba el Maestro, y lo que halló allí le pareció estupendo. A continuación, pasó a contarle telepáticamente a Maritta todo lo que había ocurrido desde la noche en que Aonia se le había aparecido en su habitación y, cuando terminó, percibió con sorpresa e inquietud que la mente de Maritta era ahora un confuso torbellino de recuerdos.
«¿Qué sucede?», le preguntó con preocupación.
—Aonia confió en él… y él la traicionó —musitó Maritta—. Por eso ahora ella vuelve para vengarse.
Todas y cada una de sus palabras resonaron con terrible claridad en la prisión mágica. Dana, Fenris y Kai cruzaron una mirada atónita. «¿Qué es lo que sabes?», preguntó Dana lentamente.
—Llegó a la Torre en plena tormenta de nieve —rememoró la enana; hablaba en voz baja porque temía que el Maestro la oyera, aunque él estaba demasiado lejos y demasiado ocupado como para hacerlo—. Era un niño pálido, delgado y enfermo, y Aonia lo acogió en su casa, porque en la Torre todos eran bienvenidos. Lo crió como si fuera su hijo, y le enseñó el arte de la hechicería.
»En cambio, yo siempre supe que él no la quería. No quería a nadie salvo a sí mismo.
»Yo no era más que la cocinera de la Torre, pero Aonia confiaba en mí, y a menudo bajaba a hacerme visitas; apreciaba mi sensatez, decía. Me contaba cómo iba creciendo el muchacho, y lo orgullosa que estaba de él. Pero, cuando alcanzó la adolescencia, la Señora de la Torre empezó a entrever en él una ambición desmedida que podría traerle problemas. Lo atribuía a la rebeldía propia de la edad. ¡Pobre Aonia!
Maritta suspiró. Ninguno de los prisioneros se atrevió a pronunciar una sola palabra.
—Corrían muchos rumores sobre la Señora de la Torre —prosiguió Maritta—. Uno de ellos, uno de tantos, decía que ella poseía el poder del unicornio. Algo debía de haber de cierto en ese rumor, puesto que el muchacho lo creyó.
»No sé muy bien cómo ocurrió. No sé cómo pudo ese adolescente flaco y paliducho rebelarse contra Aonia, ni sé cómo pudo vencerla. Quizá ella no esperaba esa traición, o quizá no quiso aceptarla.
»Perdimos a la Señora de la Torre a manos de su desagradecido hijo; fue una muerte que el valle lamentó durante mucho tiempo. Pero hubo otras consecuencias…
—La maldición —susurró Dana.
—El joven había olvidado la regla primordial de las escuelas de hechicería: un aprendiz jamás debe rebelarse contra su Maestro, porque, si lo hace, su maldición le perseguirá eternamente…
Fenris se estremeció, y miró a Dana, que entendió al instante lo que estaba pensando: era exactamente lo que ellos iban a hacer.
—Aonia murió, pero antes maldijo a su aprendiz y a toda criatura que se atreviese a ocupar la Torre. La maldición se extendió a todo el Valle de los Lobos; los habitantes de la Torre salieron huyendo y sólo quedamos él y yo.
Nueva pausa. Dana adivinaba la emoción temblando en la voz de bajo de Maritta.
—Me escondí en la cocina, aterrada, mientras los lobos, nuevos guardianes de la Torre, entraban para atrapar al maldito y hacerlo pedazos. Pero él resistió sin parar de buscar algo en las habitaciones de la Dama Dorada.
»Por todo el valle resonó su grito de frustración cuando descubrió que Aonia lo había puesto fuera de su alcance. Y yo, oculta bajo la pila de fregar, creí que los lobos habían dado con él, y que la maldición de la Señora se había cumplido.
»Los lobos salieron de la Torre sin reparar en mí; pero siguieron impidiendo el paso a los viajeros, de modo que supuse que él había escapado, y que el alma de Aonia aún clamaba venganza.
»Así pasaron varios años. La magia de la Torre seguía funcionando y por eso sobreviví gracias a la despensa encantada de la cocina. Nunca me atrevía a aventurarme fuera, donde los lobos montaban guardia implacablemente.
»Hasta que una tarde regresó el maldito por el camino del valle. Traía compañía, y los lobos se apartaron a su paso. Franqueó la verja mágica y subió a lo alto de la Torre para usurpar los aposentos que antes habían sido de su Maestra. Se adjudicó también el título de Maestro y nuevo Amo de la Torre. Nunca me prestó demasiada atención, pero yo siempre supe que había vuelto para buscar aquello que se había convertido en su obsesión: el unicornio y su secreto, el secreto que le había llevado a traicionar a Aonia…
»… Y también supe que algún día ella volvería para vengarse.
Cuando Maritta calló, Dana temblaba como un flan. Clavó su mirada en Fenris.
—Te juro que yo no sabía nada de todo esto —se apresuró a aclarar él.
Su voz llegó hasta la mente de Maritta, que volvió a la realidad:
—¿Está ese elfo contigo, niña? ¿Crees que puedes confiar en él?
Dana miró de hito en hito a Fenris, considerando las opciones que tenía. Sin embargo, no paraba de darle vueltas a una idea: el Maestro la había traído a la Torre porque había supuesto que, vistos sus poderes, Aonia se comunicaría con ella para revelarle la ubicación del Alma de Cristal… y entonces él no tendría más que seguirla para hacerse con la preciada estatuilla.
Pero, si aquello era tan obvio, ¿por qué Aonia había insistido tanto en que la buscara?
«Abre la Puerta».
Dana dio un respingo. La voz de la hechicera muerta había sonado en su mente con total claridad.
—¿Qué pasa? —preguntó Fenris, al notar su palidez.
Dana arrugó el ceño, pensando que había sido una mala pasada de su imaginación. Pero entonces la voz volvió a hablarle: «Abre la Puerta», y Dana no tuvo más dudas.
—¿Puerta? ¿Qué Puerta? —preguntó.
—¿Qué te está diciendo Kai? —quiso saber Fenris, interesado.
Pero el muchacho estaba tan intrigado como él. Dana negó con la cabeza.
—No es Kai. Es Aonia.
—¡La Señora habla contigo! —susurró Maritta—. ¡Entonces, es verdad!
—Quiere que abra la Puerta —informó Dana—. Me temo que no sé qué significa eso.
—Quiere volver al mundo de los vivos —anunció Maritta—. Para destruir al maldito de una vez por todas.
—Pero ¿qué es la Puerta? ¿Qué debo hacer?
Kai la miró a los ojos, muy serio.
—¿Aún no lo has entendido? —dijo—. Dana, la Puerta eres tú.
Fenris no había podido oír las palabras del fantasma, pero la reacción de Dana fue muy elocuente y habló por sí sola: la chica palideció y se echó hacia atrás con los ojos desorbitados por el terror.
—Kin—Shannay —adivinó el elfo—. El Portal.
—¡Bueno, ya vale! —chilló ella—. ¡Dejad de hablar de esa forma! ¿Qué se supone que debo hacer?
Kai la abrazó para calmarla, y ella cerró los ojos y respiró hondo.
—Proyecta tu mente hacia otra dimensión —dijo él con suavidad—. Busca el lugar de donde procedo, y busca a Aonia. Te estará esperando.
—¿Y dónde está esa dimensión? ¿Dónde debo buscar?
—Dentro de ti.
Dana abrió los ojos sorprendida.
—La vida y la muerte son parte de cada criatura —explicó Kai—. Tu mundo y el mío no son opuestos, sino paralelos y complementarios. Y tú puedes romper la delgada línea que los separa. Eres una puerta entre ambos planos.
—Pero…
—Cierra los ojos y concéntrate en la voz de Aonia. Agárrate a ella con todas tus fuerzas. Está deseando volver, y no la vamos a privar de esa satisfacción, ¿verdad?
Kai sonrió, y Dana sonrió también. En aquel momento habría hecho sin dudar todo lo que él le hubiese pedido, y por eso no le pareció tan complicado hacer de nexo entre el mundo de los vivos y el de los muertos para traer de vuelta a una poderosa hechicera, fallecida hacía medio siglo, que buscaba venganza.
Cerró los ojos, aún sonriendo. «Dana», decía la voz de Aonia. «Kin—Shannay. Abre la Puerta».
Dana olvidó todo lo demás y se centró en aquella voz. La aisló en su mente y se esforzó en aferrarse a ella, en escucharla cada vez mejor.
«Kin—Shannay. Abre la Puerta».
Dana acudió al encuentro de aquella voz que la llamaba con tanto apremio. Su mente buceó en las profundidades de su alma y caminó sobre la frontera entre la vida y la muerte…
«Abre la Puerta».
…para traer a la legítima Señora de la Torre de vuelta a casa.
«La Puerta…».
De vuelta a casa.
Dana palideció, boqueó un poco como si se asfixiara y sus manos se agitaron en el aire tratando de aferrar algo sólido. Sus dedos se cerraron en torno a una mano cálida, real y consistente. Cayó hacia atrás, inconsciente, y unos brazos la sujetaron con firmeza.
Su corazón dejó de latir y su respiración se detuvo. Su cuerpo estaba entre la vida y la muerte, pero su pensamiento había cruzado ya aquella barrera.
Y se encontró frente a frente con Aonia, la Señora de la Torre, la archimaga que había sido traicionada por su aprendiz, al que había criado como si fuera su propio hijo. Vista allí era mucho más hermosa y magnífica, y Dana supo que, si conseguía volver, el Maestro iba a tener serios problemas.
Aonia sonrió.
«Déjame volver a casa», le pidió, y su voz no sonó en los oídos de Dana, sino en su corazón.
La muchacha le tendió la mano.
«Cuando desees, Señora».
La blanca mano de la hechicera estrechó la suya. Estaba mortalmente fría, y Dana recordó que aquella mujer era un espíritu, y que ella había ido a buscarla a su propia dimensión.
No pudo pensar mucho más. Todo empezó a girar y ambas, aún cogidas de la mano, emprendieron un vertiginoso viaje de vuelta al mundo de los vivos.
El cuerpo de Dana se arqueó y sufrió un espasmo. Bruscamente, la muchacha volvió en sí y levantó la cabeza con los ojos como platos. Abrió la boca tratando desesperadamente de respirar; se asfixiaba. Temblaba de miedo y de frío, pero se sintió inmediatamente reconfortada al notarse bien sujeta por unos sólidos brazos.
—¡Kai! —dijo sonriendo.
—¿Kai? Me temo que no —le respondió la suave y melódica voz del elfo.
Dana miró mejor y vio que estaba en brazos de Fenris. También vio, por encima del hombro de su amigo, a Kai, que los observaba un poco más apartado, con gesto abatido.
Se apartó de un salto y observó a su alrededor.
—¿Estás bien? —le preguntó Kai, preocupado.
Dana tenía otras cosas en la cabeza.
—¿Dónde está Aonia? —preguntó a su vez—. ¡Venía conmigo!
Los dos la miraron con curiosidad.
—Aquí seguimos estando sólo nosotros tres —observó Kai.
Pero entonces una brillante luz hendió la semioscuridad de su celda mágica… y de pronto se vieron los tres sentados en el suelo de mármol del pasillo, desconcertados y sin saber muy bien qué había pasado. Lunaestrella vio a su dueña y trotó alegremente hacia ella para saludarla.
—Qué… —murmuró Dana, confusa.
Junto a ellos y los dos caballos sólo estaba Maritta, plantada de pie y con los brazos en jarras.
—Ya es hora de que nos divirtamos un poco —dijo la enana con una extraña sonrisa y, dando media vuelta, se dirigió con paso firme hacia el final del pasillo… hacia la entrada del templo.
—¡Está loca! —dijo Fenris, boquiabierto—. ¡Debemos salir de aquí y escapar mientras podamos!
Dana iba a detener a Maritta, pero la mano incorpórea de Kai se lo impidió con un gesto, y la aprendiza lo miró, intrigada. En la expresión del chico había algo que le llamó la atención: una mezcla de regocijo, comprensión y curiosidad, mientras no le quitaba ojo a la enana que ya franqueaba la puerta de la sala de la Madre Tierra.
—¡Vamos con ella! —dijo Kai, y echó a correr tras Maritta.
Dana abrió la boca para protestar, pero el entusiasmo de su amigo siempre había sido una enfermedad extremadamente contagiosa, de modo que lo siguió.
—¡Eh! —dijo Fenris—. ¿Adónde vas?
Dana no lo escuchó; el mago elfo dudó un momento entre la puerta del templo y la escalera que llevaba a la cabaña, y finalmente su intuición le dijo que siguiera a Dana.
Maritta se había deslizado hasta el interior de la sala y ahora ocupaba el lugar que había abandonado antes para correr en auxilio de Dana. El Maestro acababa en aquel momento la primera parte del ritual, sin haberse percatado de su escapada. Se volvió hacia ella, sonriente.
—¿Aún sigues ahí, querida?
Maritta le dirigió una sonrisa encantadora. El Maestro notó algo raro y sondeó su mente… pero se tropezó con una barrera impenetrable.
Gruñó algo, y se dijo que seguramente estaba demasiado cansado y que no era nada importante. Hizo un gesto con la mano para deshacer el hechizo de parálisis, sin darse cuenta de que ya hacía rato que estaba desbaratado.
—Acércate —dijo, y Maritta obedeció.
El Maestro se frotó un ojo. Estaba cansado, sí, pero debía concluir el ritual para que el Alma de Cristal acudiera voluntariamente a él.
Ello incluía un sacrificio humano.
El Maestro suspiró. En un principio había pensado en Dana, pero el unicornio parecía apreciarla, y habría sido contraproducente sacrificarla a ella. En cuanto al elfo, aún podía serle útil.
Suspiró de nuevo. Suponía que no habría problema en sacrificar a una cocinera enana vieja y cabezota, puesto que no tenía otra cosa mejor.
La daga ceremonial, con la empuñadura cuajada de piedras preciosas, yacía en el suelo frente a él. La cogió y alargó la otra mano para agarrar a su víctima y paralizarla de nuevo, pero ella dijo:
—Suren, has caído muy bajo. No imaginaba que olvidarías tan pronto todo lo que yo te enseñé.
El Maestro se puso rígido. Hacía más de medio siglo que nadie le llamaba por su nombre, un nombre maldito que estaba seguro había muerto con la persona que se lo había puesto tanto tiempo atrás.
Miró a Maritta; los ojos de aguilucho de la enana estaban clavados en él con firmeza, resolución… y una pizca de compasión.
—¿Ya te has olvidado de mí? —prosiguió ella, con voz suave y clara—. Te crié como a un hijo y te enseñé la magia. No tenías hogar ni familia y yo te di ambas cosas. Y no sólo te levantaste contra mí, sino que, además, has usurpado la Torre, y ahora vas en busca de algo que tu miserable corazón no merece.
Los labios del hechicero escupieron una sola palabra:
—¡Aonia!
La enana sonrió con amargura.
—¿Te sorprende encontrarme aquí? Tú sabías quién era tu alumna, y querías que yo le mostrase el camino hasta el templo; sabías que lo haría porque la elegiría a ella para entregarle el poder del unicornio. Pero pensaste que no lo lograría, ¿verdad? Has subestimado a tu discípula, Suren. Pensabas que ella no estaba preparada para traerme de vuelta a casa.
El hechicero gritó algo ininteligible y descargó la daga contra Maritta, aquella molesta enana que lo atormentaba con las voces del pasado. Pero ella, con la rapidez del relámpago, alzó las manos y de sus labios salieron, altas y seguras, las palabras de un conjuro. El Maestro salió violentamente despedido hacia atrás; su espalda chocó con estrépito contra la pared de la caverna.
—Me derrotaste una vez, pero no volverás a hacerlo —anunció Maritta lúgubremente—. Ya he aprendido que, cuando se trata de ti, no cabe la compasión.
Desde la puerta, Fenris y Dana miraban la escena sin poder creer lo que veían. Dana no había imaginado que su amiga fuera una hechicera tan diestra.
—Aonia ha vuelto a casa —explicó Kai, con una sonrisa—. Tú le permitiste el paso a este mundo; después sólo necesitaba un cuerpo para poder enfrentarse al traidor… y encontró a Maritta.
Dana lanzó una exclamación ahogada. El rostro de Fenris presentaba una expresión sombría, y ella supo que él también había adivinado lo que estaba pasando.
Maritta avanzaba aproximándose cada vez más al viejo Maestro, que se encogía contra la pared.
—La maldición de Aonia lleva mucho tiempo acosándote —dijo ella—. Ya es hora de que te alcance y se cumpla tu destino, que sellaste con sangre el día en que me mandaste al mundo de los muertos.
Súbitamente cuatro enormes lobos grises se materializaron detrás de Maritta. Dana, en la puerta, se encogió de miedo y se arrimó a Fenris; pero los lobos tenían los ojos fijos en el Amo de la Torre. Sus largas lenguas colgaban entre unos colmillos afilados como puñales.
El Maestro gimió de terror y comenzó a conjurar.
—Los lobos saben que el elfo no es el único que no duerme en la Torre —dijo Maritta—. Que sus aullidos pueblan tus peores pesadillas, y que no dejas de oírlos ni siquiera cuando pasas las noches en vela. En el fondo has sabido siempre cuál iba a ser tu final.
El Maestro terminó su hechizo y alzó las manos sobre la cabeza. De sus dedos brotaron chispas azules… que se desvanecieron al instante. Él se miró las manos, aturdido.
—¡La magia no…! —empezó, pero enmudeció cuando los lobos comenzaron a gruñir.
—Ya no tienes poder sobre mí —le aseguró Maritta—. Tu magia no funciona porque ha llegado tu hora. Los espíritus de los muertos claman venganza.
El mago, acorralado contra la pared, se dejó caer sobre sus rodillas y hundió la cabeza y los hombros, derrotado. Dana contenía el aliento; conocía el inmenso poder del Maestro y se le hacía extraño verlo así, indefenso como un niño.
Pero Maritta lo observaba ahora con una mezcla de curiosidad y compasión.
—Ven —le ordenó—. Asómate al pozo y dime lo que ves.
El mago la miró, receloso. Pero los lobos se apartaron para dejarle paso, y Maritta repitió:
—Acércate y mira en el pozo.
El Maestro obedeció por fin. Se acercó al Pozo de los Reflejos, se arrodilló junto a él y se asomó.
—Veo el Alma de Cristal —dijo al cabo de un rato.
—Sólo ves lo que quieres ver. Mira mejor.
El Maestro se pasó la lengua por los labios y volvió a asomarse.
Tras una larga pausa el viejo mago dio un grito desgarrador y se apartó del pozo cubriéndose la cara con las manos.
—¿Qué habrá visto? —murmuró Dana, estremeciéndose, pero sus amigos no respondieron.
El poderoso Amo de la Torre yacía ahora en el suelo, encogido sobre sí mismo, sollozando. Sus delgados hombros temblaban como si un frío glacial se hubiera apoderado de todos sus huesos.
Maritta se inclinó sobre él.
—¿Quieres saber qué es lo que has visto? —y le susurró algo al oído.
El Maestro apartó el rostro de las manos, con una expresión de absoluto terror.
—Ahora ya lo sabes —le dijo Maritta—. Ahora ya comprendes cuál es el tesoro del unicornio, y por qué no te estaba destinado a ti.
Pero, mientras la enana hablaba, Dana percibió un cambio en la cara del Maestro.
—¡Maritta! —gritó para avisarla, pero era demasiado tarde.
Con un aullido de rabia, el hechicero se irguió, y una explosión de magia barrió todo lo que había a su alrededor. Incluso Maritta fue lanzada hacia atrás, y Fenris y Dana apenas pudieron protegerse tras las columnas de la puerta del templo. Cuando Dana volvió a mirar, los lobos habían desaparecido, Maritta estaba sentada en el suelo y el Maestro, lleno de fuerzas, se alzaba en el centro de la estancia.
—Quieres jugar, ¿eh, Aonia? —dijo, y rió; estaba totalmente fuera de sí, y Dana temió que hubiera perdido la razón—. De acuerdo, pues; jugaremos. Dices que subestimé a Dana; tienes razón, querida Maestra. Pero también tú me subestimaste a mí una vez, y acabas de volver a hacerlo. Has pasado muchos años al Otro Lado, sin ejercitar tu magia, mientras que yo ya no soy aquel torpe aprendiz que conociste. Te desafío, Aonia. Pero no aquí. Jugaremos en mi terreno.
Miró hacia donde se ocultaban Dana y Fenris, y la chica sintió que le flaqueaban las piernas cuando la expresión del Maestro se torció con una malévola sonrisa.
—¡No! —gritó Fenris.
—Sí —dijo el Maestro—. Sí, mi buen aprendiz.
Hubo un fogonazo de luz, y Dana cerró los ojos.
Cuando los abrió, todo estaba en silencio. Dana miró a su alrededor. Vio a Kai, vio a Maritta, que se levantaba del suelo… pero no había ni rastro de los lobos, ni de Fenris, ni del Maestro.
—Él tenía razón —dijo Maritta a media voz—. Lo he subestimado. La desesperación le ha dado fuerzas, y ahora nos lleva ventaja.
—¿Que nos lleva ventaja? —repitió Dana—. ¿Dónde está?
—¿No lo adivinas? Ha vuelto a la Torre.
—¡Por eso se ha llevado a Fenris! —comprendió Dana—. ¿Pero qué ha pasado exactamente?
—¿De veras quieres saberlo? —replicó Maritta, mirándola fijamente—. Acércate.
Dana se aproximó a ella, intrigada, pero se detuvo en seco al entender lo que pretendía.
—Asómate al pozo y dime qué ves —ordenó la enana.
Dana la miró, sin comprender por qué su amiga la trataba igual que al Maestro.
—¿No me has oído? —insistió Maritta.
Como Dana no se movió, Maritta se plantó junto a ella en dos zancadas. Alzó la mano y le brillaron los ojos momentáneamente… y Dana cayó de rodillas frente a ella.
—No oses desafiarme, muchacha —dijo, con un tono peligroso en la voz—. Obedece.
Dana se sintió desfallecer cuando su cuerpo comenzó a moverse hacia el pozo contra su voluntad.
—¡No! —gritó Kai, y corrió para ayudarla, pero Maritta hizo otro gesto, y el chico se detuvo como si acabara de chocar contra una pared invisible—. ¡Dana! —gritó, furioso, y golpeó con los puños el muro mágico que le impedía avanzar.
Maritta no se inmutó. Dana se había inclinado sobre el pozo; no quería mirar, porque había visto lo que le había sucedido al Maestro, pero la magia de la enana la empujaba a abrir los ojos.
—Dime qué ves —repitió Maritta.
Dana, muerta de miedo, miró, y se concentró en aquel punto brillante del fondo del pozo. No podía distinguirlo bien ni saber de qué se trataba, pero se armó de valor, se esforzó en intentarlo y pronto las ondas del agua fueron tomando consistencia y formando una imagen.
Dana quiso retroceder, temerosa de ver algún terrible monstruo o demonio; pero descubrió con asombro que lo que el pozo le mostraba era la imagen del unicornio avanzando hacia ella…
La muchacha siguió mirando, maravillada. La imagen se difuminó para dar paso a una brillante aureola irisada que relumbraba con todos los colores del arco iris y muchos más. Era algo tan hermoso que se le llenaron los ojos de lágrimas. Sintió de pronto una inefable sensación de paz y felicidad, y sonrió mientras aquella luz llegaba hasta ella y la envolvía por completo.
Entonces una mano tiró de su hombro suavemente y la separó del pozo. Dana se apartó de mala gana y se encontró con los ojos de Maritta, que ahora la miraban con cariño, alegría y esperanza.
—¿Qué es lo que he visto en el pozo? —se atrevió a preguntar Dana.
Los labios de Maritta se curvaron en una sonrisa.
—Tu propia alma —dijo.
Dana se quedó sentada en el suelo, anonadada. No se dio cuenta de que Kai se acercaba a ella.
—La has enseñado bien —le dijo Maritta al chico; nada escapaba ahora a sus ojos, porque el espíritu de la poderosa Aonia miraba a través de ellos—. Te felicito; no sería ahora la misma persona de no haber recibido tu influencia.
—¿Qué está pasando? —musitó Dana, y agradeció la presencia de Kai, que se inclinó a su lado—. ¿No está el Alma de Cristal en el fondo del pozo?
—Tu Maestro interpretó mal las palabras de los sabios —dijo Maritta—. No hay nada en el fondo del pozo. Sólo el reflejo del alma de la persona que se asoma a él. Lo que ha visto el Amo de la Torre ha sido terrible para él, y lo ha trastornado completamente. En cambio tú…
—Yo he visto cosas maravillosas —susurró Dana.
—Bueno es —asintió Maritta—. Todos hemos aprendido algo hoy, y yo he aprendido que no puedo vencerle sola. Voy a necesitar tu ayuda, Dana.
—¿Mi ayuda? —repitió ella sorprendida y algo asustada—. Sólo soy una aprendiza.
—Serás mucho más que eso cuando el unicornio te dé su poder. Por eso quise que te trajera aquí.
Dana sacudió la cabeza.
—No entiendo… —empezó, pero sí entendía.
—Pero antes —añadió Maritta—, debemos ir a la Torre y enfrentarnos a él. Y, después, ya veremos.
Dana calló un momento. Luego miró a Kai y dijo, a media voz:
—Yo no quiero matar al Maestro. Pero sí quiero rescatar a Fenris, porque es mi amigo. Sólo por eso iré contigo a la Torre y lucharé contra él.
—No esperaba menos de ti —dijo Maritta, sonriendo con aprobación.
Hizo un pase mágico con la mano. Inmediatamente, los tres desaparecieron de allí y el templo de la Madre Tierra volvió a quedarse en silencio.