V. VISIONES
Dana nunca olvidaría el día en que, cinco años después de su llegada a la Torre, aprobó el examen del Libro del Agua y cambió su túnica por una de color violeta.
A la mañana siguiente se despertó más tarde de lo habitual, porque aquel tipo de exámenes la agotaba, pero pensó que se lo había ganado, y se llenó de satisfacción cuando vio a los pies de su cama la túnica violeta que tanto le había costado obtener.
Se levantó de un salto para admirar la suavidad y el brillo de la tela bajo la luz matinal.
Había trabajado mucho para conseguirla. Como el Maestro le había advertido desde el principio, el estudio de la magia era algo tan apasionante que había terminado por absorberla por completo. A los dos años de su llegada a la Torre ya se había aprendido todos los hechizos del Libro de la Tierra para convertirse en una estudiante de segundo grado y cambiar así la túnica blanca por una verde. Apenas año y medio después, se examinaba del Libro del Aire y obtenía la túnica azul.
Y por fin, la noche anterior, había aprobado el examen del Libro del Agua. Ya era una aprendiza de cuarto grado. Sólo le quedaba uno más para convertirse en maga.
Suspiró, sin atreverse todavía a vestir su nueva túnica. Sobre la mesa ya tenía su nuevo manual de estudios: el Libro del Fuego. El más difícil.
Se asomó a la ventana, así, en camisón, y respiró profundamente. Fuera, el aire era helador, pero el hechizo térmico que protegía la Torre de todas las agresiones meteorológicas hacía que su cuarto siempre estuviese a una temperatura agradable, incluso con la ventana abierta. A Dana aquello le parecía ya tan natural que se habría olvidado de cerrar la ventana en cualquier otro lugar del mundo, por mucho frío que hiciese fuera.
Sí, había cambiado mucho desde su llegada a la escuela de Alta Hechicería, cinco años atrás. Ahora era una muchacha de quince años alta y seria, y dedicada a la magia por completo. Había aprendido muchas cosas, pero fundamentalmente se había dado cuenta de algo importante: había nacido para aquello, y no concebía ya su vida lejos de la Torre y de la magia. Su mayor ambición, aunque no lo había dicho a nadie, era la de superar al Maestro algún día y convertirse en Archimaga.
Los Archimagos eran los únicos hechiceros que estaban por encima de los Maestros. El Amo de la Torre había dedicado toda su vida a estudiar y perfeccionar su magia y, sin embargo, no había alcanzado tal nivel, que sólo estaba reservado a unos pocos escogidos. Pero aun así era un mentalista, uno de los tipos de magos más poderosos que existían, porque empleaba el poder de la mente y era capaz de leer los pensamientos de las personas. Dana no sabía si lograría superarlo algún día, pero soñaba con esa posibilidad y trabajaba con esfuerzo y constancia, todos los días, porque sabía que era la única forma de lograrlo.
Sin embargo, aquel día pensaba tomarse la mañana libre.
Sonrió y se puso, por fin, su nueva túnica violeta, estremeciéndose al sentir su roce. Después se lavó la cara y se peinó con los dedos los rebeldes mechones de cabello negro. Se había cortado las trenzas tiempo atrás, considerando que eran una molestia, y que no concordaban con la imagen que ella quería dar: la de una aprendiza de hechicera que ya era bastante poderosa y había consagrado su tiempo y su vida a la magia.
Por la tarde salió a cabalgar con Lunaestrella. Se internó en el bosque con la seguridad de quien lo conoce palmo a palmo, deteniéndose en los lugares que más recuerdos le traían, como aquel claro donde crecía un árbol que años antes había estado a punto de morir por culpa de una plaga de termitas. La primera prueba de Dana al llegar a la Torre había sido comunicarse con el árbol para averiguar qué le sucedía.
«Se trataba simplemente de sentir lo que sentía el árbol, de fundir mi energía con la suya», se dijo Dana. Ahora le parecía una cosa muy sencilla, y sonrió recordando sus apuros del primer día.
Siguió recorriendo el bosque sin prisas, disfrutando del paseo y llenando sus saquillos con diversos tipos de plantas que, o bien necesitaba para sus pócimas, o bien le había pedido Maritta para la cocina. Se detuvo finalmente junto al arroyo, dejando que Lunaestrella pastase a su aire, y se inclinó sobre el agua para beber. Pero de pronto su fina percepción le indicó que no estaba sola. Levantó la cabeza rápidamente, mientras sus ojos azules escrutaban la floresta, fríos e inquisitivos. Se relajó al ver a un muchacho rubio sentado al pie de un sauce, al otro lado del arroyo.
—Me alegro de volver a verte —dijo él con una sonrisa.
—Nunca hemos dejado de vernos —replicó ella.
Era verdad, hasta cierto punto. Kai seguía viviendo en la Torre, en la habitación contigua a la de Dana; pero ambos se habían distanciado inevitablemente cuando ella comenzó a aplicarse a sus estudios prácticamente por completo. Ya no iban juntos casi nunca, y parecía que, incluso, Dana evitaba su compañía.
—Has estado un poco encerrada estos meses —comentó el chico—. Es una lástima que no hayas tenido tiempo para quedar conmigo.
—Tenía un examen —se limitó a contestar Dana.
—Pero ahora ya lo has aprobado —observó Kai, haciendo referencia a la nueva túnica de su amiga—. Enhorabuena.
Se levantó y cruzó el arroyo en dos saltos. Dana se sorprendió a sí misma admirando la elegancia y seguridad de sus movimientos, y apartó la vista, molesta. Se había prometido a sí misma que nunca…
—Mañana tómate el día libre —dijo Kai cuando llegó a su lado—. Como en los viejos tiempos.
—No puedo; hoy ya no he hecho nada, y mañana sin falta tendré que empezar con el Libro del Fuego —respondió ella rápidamente.
Demasiado rápidamente, pensó Kai. Pese a lo mucho que había cambiado su amiga, él todavía podía leer en su corazón como en un libro abierto; ella le había tratado con demasiada frialdad en los últimos tiempos y, aunque Kai sabía muy bien por qué, no resistió la tentación de confundirla un poco.
Además, jugaba con ventaja.
Alzó la mano y le acarició la mejilla, con suavidad.
—Anda, hazlo por mí.
Dana miró a Kai a los ojos. Vio ternura, pero también una chispa maliciosa, y se separó de él.
—Te he dicho que no puedo.
Kai ladeó la cabeza y siguió mirándola.
—Me romperás el corazón si te vas y me dejas aquí solo.
Dana aparentó estar molesta, pero en el fondo sabía que no podía resistirse a su encanto.
Y Kai lo sabía también.
—Eres una hechicera fantástica —la halagó—. Seguro que puedes permitirte otro día de descanso, y no se notará.
Era cierto, y Dana lo sabía. Sus progresos habían sorprendido al mismo Maestro; pero Dana también admitía que no había llegado hasta allí sólo con talento natural: había trabajado mucho, muchísimo, para alcanzar aquel nivel.
—Lo siento. Otra vez será.
Le dio la espalda y se dirigió a Lunaestrella para dar por finalizada aquella conversación, pero Kai dijo a media voz:
—Te echo de menos.
Dana se preguntó cómo podía ser tan cruel. Sí, admitió a regañadientes, ella también le echaba de menos, pero debía mantenerse alejada. No se trataba sólo de sus estudios; había otra razón mucho más poderosa, y Kai la conocía tan bien como ella. Por mucho que lo intentase, Dana nunca había podido ocultarle sus sentimientos.
Mantuvo la cabeza fría. El miedo y el orgullo le impedían sincerarse con él, sobre todo en vista de que al chico parecía divertirle jugar con aquella situación.
—Vete al infierno —gruñó más que dijo.
Agarró la brida de Lunaestrella. Deseaba más que nada volver cabalgando a la Torre, encerrarse en su estudio y olvidarse de todo mientras abría las primeras páginas del Libro del Fuego.
—Eso no ha sido muy amable por tu parte —comentó Kai—. Te digo esto por tu bien: los sentimientos son parte de la vida, y no nacen dentro de ti para que tú los encierres bajo siete llaves. Deberías saberlo.
Dana chasqueó los dedos, molesta, y ella y su yegua desaparecieron de allí para materializarse lejos de la vista del muchacho. El hechizo de teletransportación era uno de los primeros que enseñaba el Libro del Aire, y la chica lo controlaba a la perfección.
Podría haber aparecido en la Torre, pero aún le quedaba un rato hasta que el sol se pusiera por el horizonte, y prefería volver tranquilamente montando sobre su yegua. Mientras emprendía el regreso, volvió a pensar en Kai.
¿Cuándo había comenzado a estropearse todo? ¿Cómo habían llegado a aquella situación? Una vez se había jurado a sí misma que nunca permitiría que se rompiese su amistad con él. Pero…
Sus mejillas se tiñeron de color cuando recordó cómo había empezado a ver en Kai algo más que un amigo. Cómo había luchado contra aquel sentimiento sin resultado.
Ahora sabía más que a su llegada a la Torre. Había buscado información sobre las criaturas inmateriales con la esperanza de encontrar alguna pista sobre la naturaleza de Kai. Ángeles, espectros, apariciones de otros planos, fantasmas, incluso demonios que tomaban forma humana y que sólo eran vistos por quienes ellos querían. Sin embargo nada de aquello parecía encajar con Kai, porque Kai crecía como un ser humano, cambiaba con los años, mientras que los seres inmateriales, aunque podían adoptar cualquier forma, no lo hacían con tanta perfección y naturalidad.
Muchas veces, Dana pensaba que Kai era lo que su hermana mayor había dicho aquella noche, en la granja, años atrás: un producto de su imaginación. El Maestro intuía la presencia de su amigo, era cierto; pero ¿no sería debido a su capacidad para leer los pensamientos de los demás?
En cualquier caso, Dana ahora ya no confiaba en Kai o, al menos, no de la misma forma que antes. Sin embargo, en el fondo sabía que era porque tenía miedo, miedo del sentimiento que estaba naciendo en su corazón, provocado por alguien a quien no podía tocar.
—Tendría que hablar con él —le dijo a Lunaestrella—. Pero últimamente se ha vuelto muy sarcástico; da la sensación de que se burla de mí porque sabe que yo…
Se calló de pronto. Nunca lo admitiría en voz alta, no podía. Levantó la cabeza con decisión.
—Voy a ser maga dentro de poco —dijo—. Uno o dos años, todo lo más. Y una maga debe ser fuerte, y no dejar que nada la distraiga de lo que debe hacer.
La alta silueta de la Torre emergió entonces ante ella. Como cada tarde, el elfo Fenris vigilaba el horizonte desde las almenas. Había superado la Prueba del Fuego dos años atrás; era ya por tanto un mago consagrado, y su túnica flamígera despuntaba en lo alto como una advertencia a los extraños.
Dana se había preguntado a menudo qué hacía él allí, pero nunca había hecho nada por averiguarlo. Después de cinco años en la Torre no había logrado coger confianza con el elfo, porque él siempre se mostraba frío y reservado, aunque nunca había llegado a ser descortés. Finalmente habían terminado por tratarse con corrección, pero con indiferencia, ignorándose y evitándose el uno al otro la mayor parte de las veces.
Dana llegaba ya a la verja encantada. La abrió con un sencillo hechizo, y sonrió recordando la primera vez que había franqueado aquel portal. Se pasó una mano por el pelo para apartárselo de la cara y dejó que Lunaestrella avanzara por sí sola hacia el establo.
Luego pasó por la cocina antes de subir a su habitación.
—Buenas noches, Maritta —saludó.
La enana gruñó algo. Estaba ocupada sacándole brillo a una vieja marmita. En la pila se acumulaban los cacharros sucios que había usado para hacer la cena, junto con los platos de la comida, todavía sin fregar.
—Veo que has estado atareada hoy —comentó Dana, y, sin esperar respuesta, pronunció a media voz las palabras de un hechizo.
Enseguida, los cacharros empezaron a fregarse solos. Maritta levantó la cabeza para observar el prodigio, nada sorprendida.
—Deberías reservar tus energías para practicar cosas más importantes —masculló.
Dana sabía que era su forma de darle las gracias, así que se encogió de hombros.
—Te he traído lo que me has pedido —dijo, y dejó varios saquillos sobre la mesa—. Romero, nueces, espliego, manzanilla, moras silvestres… —enumeró.
Maritta se levantó para ir a echar un vistazo a los saquillos. Dana vio que, como todas las noches, tenía su cena preparada en la bandeja. Fenris y el Maestro solían subírsela a su habitación mediante la magia, por lo que nunca bajaban a la cocina; en cambio a Dana le gustaba cenar allí, haciendo compañía a Maritta. Se sentó, aún con un ojo puesto en la pila donde los platos se estaban fregando solos, y después echó un vistazo poco entusiasmado a su humeante plato.
—Escucha, niña —dijo entonces Maritta—. De mujer a mujer: a ti te pasa algo.
—¿En serio? —preguntó Dana distraídamente, mientras pinchaba una patata con el tenedor—. ¿Por qué lo dices?
Observó la patata con aire ausente, perdida en sus pensamientos. Luego, empezó a destrozarla sistemática y metódicamente.
—No sabía que les tuvieras tanta manía a las patatas —comentó Maritta—. ¿No tienes hambre?
—No mucha.
—Pues ayer hiciste un examen difícil. Creí que querrías recuperar fuerzas.
Dana seguía destrozando patatas casi sin darse cuenta. Apenas escuchaba a la enana.
—Ya lo creo que te pasa algo —afirmó ella—. Y yo sé qué es: estás enamorada.
Uno de los platos cayó al suelo y se rompió en mil pedazos con estrépito.
—¡Lo ves! —exclamó Maritta triunfalmente—. ¡He dado en el clavo!
Dana gruñó y se esforzó en controlar el hechizo. Cuando se aseguró de que funcionaba correctamente, corrió a recoger los pedazos del plato roto.
Todo su buen humor se había esfumado. No estaba siendo un buen día: primero, su encuentro con Kai, y después, aquel fallo tan garrafal en un hechizo tan sencillo…
Maritta la contempló un rato en silencio. Luego dijo:
—Es ese elfo, ¿verdad? Demasiado larguirucho para mi gusto; y, además, a los de su raza no les crece barba, cosa que, a mi entender, no les favorece —suspiró—. Pero comprendo que a una chica humana puede parecerle atractivo.
Dana no respondió, aunque le hizo gracia la suposición de la enana. Demasiado cerca del blanco, pero había pensado fin la persona equivocada. ¿Y quién sí no?, se dijo Dana. Maritta no podía ver a Kai. Nadie podía ver a Kai, se recordó ella con amargura.
—El elfo es un engreído —dijo finalmente a media voz.
—Y muy guapo —concluyó Maritta maliciosamente.
Dana no la contradijo; no tenía ganas de discutir. Cuando vio que todos los platos estaban limpios y bien apilados junto al fregadero, se despidió y subió a su habitación.
Maritta observó largo rato el plato de la muchacha, intacto a excepción de las patatas que había destrozado con el tenedor.
—Está enamorada —declaró—. ¡Si lo sabré yo! Conozco a esa niña como si fuese su madre.
A Dana le costó trabajo dormir aquella noche. No era a causa de los aullidos de los lobos, a los que ya se había acostumbrado, ni tampoco por el fuerte viento que hacía crujir la madera de su ventana.
Eran los ojos verdes de Kai, que tenía clavados en lo más profundo de su corazón.
De todas formas se levantó para conjurar el viento y hacer que se calmase un poco; abrió la ventana de par en par y se asomó al exterior.
Era una noche fría, pero la vista era muy hermosa si se contemplaba el Valle de los Lobos desde la seguridad de la Torre. Dana suspiró, algo más relajada. «Este es mi hogar», pensó. «Mi verdadero hogar».
Se obligó a sí misma a planificar un poco lo que haría a partir de aquel momento. Acababa de conseguir la túnica violeta, pero aún le quedaba un largo camino por recorrer hasta llegar a la roja que marcaría el final de su aprendizaje básico. Cuando pasase la Prueba del Fuego sería una maga reconocida, y podría quedarse en la Torre o marcharse a otro lugar a perfeccionar su arte.
Pero eso ya lo decidiría en su momento. Ahora debía estudiar, estudiar mucho.
Suspiró de nuevo. Kai la había ayudado cuando era niña, pero ahora ella ya no estaba a gusto en su compañía. Era más bien un estorbo, porque la distraía y no le permitía concentrarse.
—Mi destino es la magia —musitó, y sus ojos azules se endurecieron—. Si para ello he de seguir sola… muy bien. Que así sea. No necesito a nadie más. A nadie en absoluto —y dio media vuelta para volver a la cama: debía descansar.
Kai estaba sentado en el alféizar de la ventana del cuarto contiguo. Dana no llegó a verle, pero él había escuchado todas y cada una de sus palabras.
La chica se despertó horas más tarde, de madrugada. Su subconsciente la había sacado de lo más profundo de su sueño para advertirle de la presencia de un extraño en su cuarto. Al principio pensó que era Kai, y se sobresaltó al ver, a la tenue luz que se filtraba por la ventana abierta, que al fondo de la habitación había una mujer que no conocía.
Se incorporó de golpe, encendió la vela mágica que había sobre su mesilla y su mente preparó instintivamente un hechizo defensivo. Pero algo le dijo que no sería necesario utilizarlo.
La mujer sonrió amablemente. No era muy alta, pero imponía respeto, tal vez por la túnica dorada que llevaba, o tal vez por su mirada llena de sabiduría, o quizá por su semblante sereno. Dana apreció que era de mediana edad, y muy bella, pese a que su cabello oscuro comenzaba a encanecer. Sus ojos pardos contemplaban a Dana con una mirada comprensiva. Sin embargo no era real, no era más que una imagen: Dana podía ver a través de ella.
—¿Quién eres? —preguntó la aprendiza.
—Una prisionera —respondió ella—. Por favor, busca al Unicornio.
—Pero qué…
—Busca al unicornio. Y no le digas a nadie que me has visto.
La imagen de la dama parpadeó, y Dana comprendió que aquella mujer, fuera quien fuera, no podía seguir comunicándose con ella más tiempo.
—El unicornio —le recordó la imagen, antes de desaparecer definitivamente.
Dana sacudió la cabeza, sorprendida… Pero de pronto se vio a sí misma corriendo por el bosque en plena noche, acosada por una jauría de lobos que la perseguía gruñendo y aullando. Dana gritaba, y corría y corría hacia una luz más allá de los árboles. Los lobos le pisaban los talones, pero ella seguía corriendo…
Entonces fue a parar a un claro iluminado por una enorme hoguera. Allí vio a Fenris y al Maestro, y corrió hacia ellos, suplicando que la ayudaran… pero se paró en seco al ver lo que estaban haciendo.
Estaban probando un hechizo de polimorfismo con Kai. El muchacho gritaba en plena agonía, mientras su cuerpo se iba transformando poco a poco en el de un enorme lobo gris…
—¡Kai! —gritó ella.
Y entonces el lobo sonrió mostrando una larga hilera de afilados colmillos y se abalanzó sobre ella, con una luz salvaje centelleando en sus ojos verdes…
—¡Kai! —chilló Dana de nuevo.
Se despertó, tiritando y sudorosa, en su cama, con el corazón palpitándole con fuerza.
—Estoy aquí, Dana —dijo una voz a su lado.
Dana dio un respingo y se volvió hacia Kai, desconfiada. Pero él ya no era un lobo, sino un chico de quince años que estaba sentado a su lado y la miraba serio y preocupado, pero con ternura.
—Ha sido un sueño, Dana.
Ella inspiró profundamente.
—Yo… tú… —balbuceó—. Ellos estaban transformándote en… y tú…
—No pienses más en ello, ¿de acuerdo?
—Bueno, pero no te vayas. Quédate conmigo esta noche.
El alivio de Dana al sentir a Kai a su lado era tal que por un momento había olvidado sus propósitos. Se sentía de nuevo como una niña que necesitaba que alguien la consolase.
Kai no dijo nada, pero tampoco hizo nada por marcharse. Quedaron en silencio un buen rato. Cuando él ya pensaba que Dana se había dormido, oyó la voz de la chica, lenta y serena:
—Había una mujer. Me ha dicho…
—Está bien, Dana. Era sólo un sueño.
—No, estoy segura de que eso no lo era. Me ha dicho que estaba prisionera. Se ha comunicado conmigo y me ha pedido que buscase al unicornio.
—¿Que se ha comunicado contigo? ¿Qué quieres decir?
—Parecía una maga, una hechicera de gran poder. Debe de haber mandado una imagen suya desde el lugar donde está prisionera.
—¿Y por qué a ti? ¿No será más bien al Maestro?
—No sé. Pero me ha pedido que no se lo dijera a nadie.
—Me lo acabas de decir a mí —observó Kai—. ¿Es que yo no soy nadie?
El chico volvía a mostrarse mordaz, y Dana se puso a la defensiva, lamentando que hubiese acabado ya aquel momento en que todas las barreras parecían haber desaparecido.
—Hay gente que no cree en lo que no puede ver —replicó secamente—. Por ejemplo, para Maritta no eres nadie; y para la inmensa mayoría de las personas, tampoco.
Se arrepintió inmediatamente de haberlo dicho cuando percibió la mirada, profundamente dolida, que le dirigió Kai.
—Lo siento —se apresuró a decir ella—. No quería herirte…
—Llevas mucho tiempo haciéndolo —le reprochó él.
—Lo siento. Yo… no sé qué me pasa —sintió de pronto un acuciante deseo de hacer las paces con él, de que todo volviese a ser como antes—. Nunca podrás perdonarme.
—Ni tú a mí tampoco —respondió Kai tras un momento de silencio—. Me he portado fatal contigo. Sólo pensaba en mí mismo.
Dana respiró profundamente. No había imaginado que terminarían diciendo aquellas cosas, y sólo se le ocurrió algo para concluir:
—Entonces, ¿volvemos a ser amigos, como antes?
—¿Es lo que quieres?
—No sé. Me da miedo. No sé quién eres.
—Antes no te importaba.
—Antes no es ahora. Sé muchas más cosas sobre todo, pero sigo sin saber nada de ti.
—Todo a su tiempo —susurró él, acariciándole el pelo—. Ahora debes dormir y descansar. Y mañana buscaremos al unicornio.
—¿Buscar al unicornio?
—¿No es eso lo que te ha pedido esa mujer que hicieras?
—También me ha pedido que no diga nada a nadie. Pero yo no puedo actuar a espaldas del Maestro, Kai. Nadie puede. Él lo sabe todo.
—Ya pensaremos en algo. Buenas noches.
Dana se acurrucó junto a él. De pronto, todo parecía mucho más sencillo.
—Buenas noches, Kai —respondió, y cerró los ojos, contenta de poder ser por una noche de nuevo una granjera, y no una seria aprendiza de maga.
Mucho después de que Dana se durmiera, Kai seguía despierto, a su lado, siempre a su lado, velando su sueño y sumido en una tristeza que su amiga nunca llegaría a comprender, una tristeza infinitamente mayor que la que jamás sentiría ella.
Los días siguientes fueron mucho más confusos. Dana había decidido —para desencanto de Kai— no volver a pensar en la mujer de la túnica dorada que le pedía ayuda desde la distancia. Tenía muchas cosas que hacer, y no quería meterse en problemas.
Pero la prisionera no pensaba como ella.
Se le apareció muchas otras veces: en su cuarto, en las escaleras, en el patio, en el estudio, en la biblioteca… a veces eran imágenes de gran precisión y claridad, y otras veces Dana apenas podía distinguir los contornos de su figura. A veces ella no hablaba, pero cuando lo hacía siempre repetía el mismo mensaje: «Busca al unicornio…».
Al principio Dana había tratado de preguntarle más cosas, pero parecía que el poder de la dama era limitado, porque la imagen no era capaz de decir mucho más. Al final, cansada, Dana decidió actuar como si no existiera. Estaba harta de ver cosas que nadie más podía ver.
Sin embargo, así era imposible concentrarse. Cuando una tarde Dana salió chamuscada de su estudio tras conjurar a un genio del fuego, se dio cuenta de que tendría que hacer algo y rápido. Si no lograba centrarse en sus estudios, podía peligrar incluso su propia vida.