IV. PRIMERAS LECCIONES

No había gallo que cantara al quebrar el alba, pero Dana estaba acostumbrada a levantarse muy temprano, y se despertó sin necesidad de que nadie la llamase. Al principio se sintió desorientada, hasta que recordó de golpe dónde estaba. Saltó de la cama y se apresuró a correr hacia la ventana para mirar el paisaje.

El sol comenzaba a asomar tímidamente tras la cordillera, y a disipar las nieblas fantasmales que envolvían el bosque. A lo lejos, el pueblo parecía desperezarse bajo los primeros rayos de la aurora.

Dana suspiró satisfecha. La vista desde allí era magnífica.

Se volvió entonces a mirar su habitación, cosa que apenas había hecho la noche anterior. No era un cuarto muy grande y estaba amueblado con gran sobriedad. Sin embargo, era más de lo que había tenido Dana en la granja.

Detectó entonces dos cosas nuevas que no estaban la noche anterior: sobre la mesa se hallaba una bandeja con un apetitoso desayuno, y, colgado del respaldo de la silla, había un montón de ropa de color blanco. Se acercó con curiosidad.

Eran dos túnicas, y bajo ellas había también una cálida capa de color gris. Del respaldo de la silla pendía un cinto de cuero.

—¡Mi nuevo uniforme! —exclamó ella, y se volvió hacia todos lados para enseñárselo a Kai.

Pero él no estaba allí. Dana se encogió de hombros; sabía por experiencia lo curioso y aventurero que era su amigo, e imaginaba que se había ido a explorar la Torre por su cuenta. Sin embargo, no le gustaba la idea de quedarse sola en aquel lugar y, además, tampoco estaba muy segura de lo que debía hacer a continuación.

Por lo pronto, decidió cambiar su gastado vestido por una de las túnicas, y descubrió que le estaba como hecha a medida. Como no hacía frío, dejó la capa en la silla. Después notó que estaba muerta de hambre, y fue rápidamente a devorar el contenido de la bandeja.

Mientras comía, se preguntó cómo era posible que alguien hubiese entrado en su cuarto sin que ella se diera cuenta. Tenía el sueño muy ligero, pero ni siquiera se había enterado de que le habían dejado el desayuno sobre la mesa mientras dormía. Esa persona debía de ser sigilosa como un gato.

Sacudió la cabeza. Recordaba perfectamente cómo la noche anterior la verja se había abierto sola, y supuso que en una Escuela de Alta Hechicería sucederían a menudo cosas que no tenían explicación, y que pronto se acostumbraría a ello.

Se hizo la cama, se lavó en la palangana y entonces se preguntó qué debía hacer a continuación. Si Kai hubiera estado con ella, se lo habría preguntado. Pero Kai no estaba, y ahora Dana se encontraba indecisa. ¿Llegaría alguien para decirle lo que tenía que hacer? ¿O debía salir a buscar al Maestro? ¿Y si a él no le parecía bien que anduviese curioseando por la Torre? Había oído decir alguna vez que los magos eran muy quisquillosos.

Dudó sólo un momento. Se sentía insegura y tenía miedo, pero no estaba acostumbrada a estar sentada y cruzada de brazos sin hacer nada. «Está bien», se dijo. «No puedo quedarme aquí todo el día». De modo que abrió la puerta y se asomó al pasillo.

No vio a nadie. Escuchó atentamente, pero tampoco oyó ningún sonido. Salió con cautela, cerró la puerta tras de sí y echó a andar pasillo abajo, sin saber muy bien lo que buscaba.

Pronto se sintió perdida. La Torre era por dentro como un laberinto de habitaciones, escaleras y corredores entrelazados. En algunas estancias las paredes estaban desnudas y sólo se veía la fría piedra gris; otras estaban recubiertas de cálidos y ricos tapices y alfombras. Unas habitaciones estaban amuebladas con orden y elegancia; otras, completamente vacías. Y otras parecían enormes desvanes o cuartos trasteros en los que se amontonaban objetos extraños cubiertos de polvo, de todas las formas, colores y tamaños imaginables; en la mayoría de los casos Dana no sabía para qué servían. En muchas habitaciones había camas preparadas, pero Dana no vio un alma en ninguna parte.

Pronto descubrió la enorme escalera de caracol que vertebraba la Torre y recorría su centro de arriba abajo, y enseguida empezó a entender la disposición de las habitaciones, que se repetía en cada piso. Se dio cuenta entonces de que no era tan laberíntica como le había parecido en un principio.

Pero lo que más la intrigaba y preocupaba era el hecho de no ver a nadie. ¿Acaso estaba sola en la Torre? ¿No había más alumnos como ella? Y, si era así, ¿dónde estaban?

Entonces recordó algo, muy vagamente. La noche anterior se había cruzado con un individuo muy alto en la escalera. Iba envuelto en una capa y llevaba el rostro semioculto por la capucha, pero, aunque sólo lo había visto fugazmente, Dana había percibido algo en él que le había llamado la atención. ¿Qué era? Dana se encogió de hombros, derrotada. No conseguía recordarlo. Había estado demasiado adormecida como para prestar atención.

Siguió recorriendo habitaciones y subiendo escaleras, arriba y abajo, sorprendiéndose de lo enorme que era la Torre, y lo vacía que parecía estar. Era una sensación extraña para ella, y se preguntó por enésima vez, ya bastante angustiada, dónde se habría metido todo el mundo… y en especial Kai.

Siguió deambulando sin rumbo hasta que tropezó con una enorme puerta cerrada, con un letrero al costado. Dana no se preocupó por él, ya que no sabía leer; en cambio miró la puerta con curiosidad. Su intuición le decía que allí detrás había algo importante.

Probó a entrar, pese a que suponía que estaría cerrado: los magos guardan bien sus secretos. Sin embargo la puerta se abrió con suavidad, y Dana se coló dentro.

Cerró la puerta tras de sí y miró a su alrededor. Casi dejó escapar una exclamación de asombro.

Se hallaba en una sala muy grande, que casi ocupaba media planta de la Torre; estaba toda llena de altos estantes repletos de libros, pergaminos y papeles que se amontonaban en ellos en un alegre y despreocupado desorden. Dana no vio a nadie al principio, así que se puso a explorar la habitación, perdiéndose por el laberinto de las librerías.

Dana nunca había visto tantos libros juntos. «Seguro que cuentan cosas muy interesantes», se dijo, y lamentó no poder leerlos. Siempre había opinado que la lectura debía de ser algo fascinante, aunque su familia, como la mayor parte de los campesinos analfabetos de su comarca, desconfiase de la letra escrita.

Maravillada, siguió dando vueltas y más vueltas, hasta que descubrió que aquella sala tenía un centro, ocupado por una enorme mesa ovalada de nogal, en torno a la cual había varias sillas. Rodeó la mesa, no encontró nada especialmente interesante en ella y volvió a internarse entre las librerías.

Torció una esquina, entró en un pasillo… y casi tropezó con alguien que había allí.

—¡Lo siento! —se excusó ella, asustada de repente mientras le pasaba por la imaginación todo lo que podría hacerle un mago enfadado.

El otro murmuró suavemente en voz baja algo en un idioma que Dana no entendió. Pero no parecía una maldición, ni nada por el estilo; daba la sensación de que el mago estaba más bien un poco contrariado porque le hubiesen interrumpido.

Dana estaba pensando si reiterar sus excusas o salir corriendo cuando el individuo se irguió en toda su gran estatura y la miró a los ojos. Entonces ella se quedó clavada en el sitio, de puro asombro.

Era una criatura de una belleza salvaje y juvenil, de facciones finas y delicadas y unos enormes ojos rasgados, semejantes a los de un gato, de color entre pardo y dorado, que brillaban como topacios y parecían traslúcidos como el cristal coloreado. Pese a que estaban parcialmente tapadas por unos mechones de cabello muy fino color cobrizo, Dana pudo ver que sus orejas eran alargadas y acababan en punta. Una larga túnica violeta cubría su cuerpo delgado y esbelto.

La niña no dijo nada al principio, hasta que se dio cuenta de que estaba mirando fijamente a aquel ser, y bajó los ojos, confusa y con las mejillas como la grana.

El desconocido ladeó la cabeza y la miró con curiosidad.

—Nunca antes habías visto un elfo, ¿verdad? —le preguntó suavemente; tenía un acento agradable y musical, aunque su tono de voz era algo frío y distante.

—No —dijo Dana en voz baja—. Lo siento.

—No lo sientas —dijo el elfo—. Siempre hay una primera vez para todo —había vuelto a centrarse en el manuscrito que leía, y sus dedos, largos y finos, recorrían ágilmente las páginas—. ¿Buscabas algo en especial?

—Buscaba a alguien. Sea quien sea. Estoy un poco perdida, ¿sabes? Llegué anoche.

—Lo sé. Te vi en la escalera, pero quizá no lo recuerdes.

—Un poco sólo.

El elfo no respondió, y Dana pensó que debía marcharse y dejar de molestarlo. Pero ¿marcharse adónde?

—¿Dónde está el Maestro? —preguntó.

El elfo esbozó una media sonrisa, pero no apartó sus extraños ojos cristalinos del manuscrito.

—En sus aposentos. En la parte alta de la Torre, encima de las almenas.

Dana iba a dar media vuelta, pero el elfo añadió:

—Te lo digo para que sepas que nunca debes subir allí. Es un consejo. No le gusta que nadie vaya por sus dominios. Ni siquiera yo puedo hacerlo.

Dana lo miró con curiosidad.

—¿Eres aprendiz como yo?

El elfo alzó la cabeza y la miró, ahora sí, con fijeza.

—Soy aprendiz, pero no como tú. Yo llevo muchos años estudiando, y ya hace tiempo que acabé el Libro del Agua. En cambio tú acabas de llegar.

Dana enrojeció de nuevo.

—Lo… lo siento —balbució—. Yo…

—No importa —suspiró él, y volvió a centrar su atención en el pergamino.

—Entonces, ¿qué debo hacer? ¿Dónde están los otros?

—¿Qué otros? —preguntó el elfo suavemente.

—Los otros aprendices.

El elfo sonrió de nuevo.

—Aquí sólo estamos tú y yo. Es una escuela muy selecta.

Dana se quedó de piedra.

—¡Pero…! Y todas esas habitaciones… ¿están realmente vacías?

—Son malos tiempos para la magia —se limitó a responder el aprendiz.

Dana trataba de asimilar aquella información. El elfo la miró de nuevo, esta vez con una chispa de amabilidad en sus ojos ambarinos.

—Me llamo Fenris —dijo—. Bueno, en realidad me llamo de otra forma, pero mi nombre élfico te sería muy difícil de pronunciar, así que llámame Fenris solamente; es como una abreviatura.

—Encantada. Yo soy Dana.

El elfo asintió de nuevo y volvió a sus papeles.

—El Maestro te llamará cuando quiera darte la primera lección —dijo.

—¿No vamos a estar juntos tú y yo?

Fenris negó con la cabeza.

—Necesitas empezar desde el principio, y yo te llevo mucha ventaja. Pero no te preocupes; los humanos aprendéis muy rápido.

A Dana no se le ocurrió nada más que decir, así que se despidió del elfo y salió de la biblioteca.

Buscó entonces el camino de vuelta a su habitación. Cuando lo encontró, vio que Kai ya había llegado. Excitados, los dos amigos se contaron mutuamente sus descubrimientos. Kai ya era capaz de dibujar un plano de la Torre.

—¿Has subido a la parte alta? —le preguntó Dana de pronto.

La expresión de Kai se tornó sombría.

—No me he atrevido a ir más allá de las almenas —dijo—. No me gusta ese sitio: tiene mucho poder. Quien controla esas habitaciones, controla la Torre entera.

—Es donde vive el Maestro.

Kai asintió.

—Ya lo imaginaba —dijo—. Es un hombre muy poderoso.

Dana y Kai se quedaron en la habitación toda la mañana. A mediodía, Dana sintió hambre; estaba a punto de salir de nuevo en busca del elfo cuando, de pronto, la puerta se abrió para dar paso a una bandeja llena de comida.

Dana lanzó una exclamación, porque no veía a nadie tras la bandeja; pero al mirar mejor vio que la sostenía alguien de muy baja estatura. Su cabeza quedaba oculta por la jarra de agua, pero se le oía jadear y resoplar por el esfuerzo.

—¡Ya está! —exclamó dejando la bandeja sobre la mesa, con muy poca delicadeza—. ¡Cada día me cuesta más subir esas condenadas escaleras! ¡Algún día me mataré!

Dana parpadeó y volvió a mirar. Se trataba de una mujercita de muy baja estatura pero robusta y rechoncha. Al andar se balanceaba de un lado para otro, y sus recias botas crujían contra el suelo de piedra.

—Es una enana —susurró Kai—. No la mires así, es de mala educación.

Dana había oído hablar de los enanos en los cuentos que le contaban su madre y sus hermanas mayores cuando ella era muy niña. Las leyendas decían que al norte, muy al norte, había una enorme cadena de montañas cuyas cumbres llegaban al cielo; y que en las entrañas de aquella cordillera los enanos vivían en los túneles que excavaban en la roca. Eran una raza muy baja, pero fuerte y fiera, y muy habilidosa en forjar armas y herramientas con los metales que ellos mismos extraían de la montaña.

¿Qué hacía una enana tan al sur? Dana no lo sabía, pero tampoco imaginaba qué podría hacer un elfo tan al oeste, y tan lejos de las mágicas tierras élficas que, según se decía, se extendían al otro lado del mar.

Dana carraspeó y volvió la mirada a otra parte. La enana era tan diferente del elfo que acababa de conocer que se preguntó si todo aquello no era simplemente un sueño.

—Hoy te he subido la comida… ¡dos veces! —dijo la enana, señalando a Dana con un dedo regordete—. Pero eso se ha acabado. No creas que por ser una muchachita vas a tener más derechos que nadie. ¡Aquí, como en todas partes, las mujeres trabajamos igual que los hombres! ¿Me has entendido?

—Sí, señora —respondió Dana dócilmente.

La enana la miró, perpleja.

—Vaya, no pareces una niña malcriada. ¿De dónde has salido?

—De la granja.

La enana resopló y sacudió la cabeza.

—¡Y ahora, una niña granjera! ¿Qué andará tramando ese viejo chivo?

Dana abrió la boca, pasmada ante la osadía de la mujercita, pero no dijo nada.

—Está bien, escúchame —concluyó ella—. Me llamo Maritta. Si alguna vez me necesitas para algo que no sea recitar galimatías y conjurar rayos y truenos, búscame abajo del todo: en las cocinas. ¿De acuerdo?

Dana asintió, aún incapaz de hablar. Maritta la estudió de arriba abajo, con los brazos en jarras y el ceño fruncido, y finalmente pareció conforme, porque dio media vuelta para marcharse.

—¡Ah! —le dijo desde la puerta—. Cuando tengas hambre, baja tú, que eres joven, y no me hagas subir a mí. ¡Una ya no tiene veinte años!

Dana le prometió que así lo haría, y la enana salió de la habitación dando un portazo. La niña y Kai la oyeron bajar la escalera resoplando.

—Tiene un genio vivo —comentó Dana—. Con el ruido que hace, no comprendo por qué no la he oído esta mañana, cuando ha entrado para traerme el desayuno.

Comió sin prisas y después cogió la bandeja vacía y se aventuró fuera de la habitación para ir en busca de la cocina. Ahora que ya comprendía un poco mejor la estructura de la Torre, no le costó encontrarla: era un amplio espacio en la planta baja, que comunicaba con un patio trasero. Maritta estaba limpiando la pila de fregar.

—He venido a traerte esto —le dijo Dana, y Maritta le señaló una mesa, sin una palabra y sin dejar de trabajar.

Dana miró a su alrededor. La cocina era grande, pero no había allí nadie más que la enana.

—¿Trabajas tú sola aquí? —preguntó.

Maritta se detuvo para mirarla.

—No es mucho el trabajo que tengo —respondió—. Hasta ahora sólo tenía que alimentar a dos magos locos y a dos caballos. Ahora sois tres y tres. ¿Y qué? No se necesita más gente aquí abajo: estorbarían. Además, el Maestro es viejo y apenas come; y ese elfo tan delgado se llena enseguida. ¡Espero que tú tengas buen apetito, niña, o mis dotes de cocinera seguirán sin salir a la luz!

Dana se rió, pensando que la enana era simpática a pesar de lo mucho que gruñía.

—¿Y quién trae la comida del pueblo? —preguntó.

—¿Del pueblo? —Maritta se encogió de hombros—. ¡Chiquilla, esto es la Torre! Aquí la despensa nunca se vacía. Ya te acostumbrarás. Hasta yo he terminado por habituarme… y eso es difícil: los enanos no confiamos en la magia.

Dana se despidió finalmente de ella y, después de explorar un poco más los alrededores, volvió a subir a su cuarto, donde encontró una nueva sorpresa: allí la esperaba el Maestro, el Amo de la Torre.

—Buenas tardes, Dana.

—Buenas tardes —respondió ella.

El mago estaba de pie junto a la ventana; le señaló a Dana la silla, y ella se sentó, obediente. Entonces descubrió que había un libro sobre la mesa. No podía descifrar lo que decían las letras doradas que había sobre la tapa, pero vio que bajo ellas había grabada en el cuero la figura de un árbol.

Hubo un breve silencio mientras el hechicero paseaba por la habitación.

—El aprendizaje de la magia es un proceso muy largo —comenzó por fin el Maestro—. Debes saber que hay grados y grados, y la túnica blanca que tú llevas simboliza sólo el más elemental, el de aquel que llega sin saber nada. ¿Sabes qué es lo que te he dejado encima de la mesa?

—Un libro —dijo Dana.

—Es un libro —concedió el Maestro—, pero no un libro cualquiera. Es el Libro de la Tierra. En él aprenderás el nivel básico de la magia, el que enseña al hechicero a descifrar el lenguaje del mundo. Cuando controles todos los ejercicios de este volumen ya serás capaz de hacer muchas cosas, desde hacer crecer una semilla sobre la palma de tu mano hasta provocar un terremoto. Entonces podrás examinarte y cambiar tu túnica blanca por una verde, que te acreditará como aprendiza de segundo grado. Pero antes que nada debes aprender otra cosa. ¿Adivinas qué es?

—¿Aprender a leer? —aventuró Dana.

Pero el Maestro hizo un gesto de impaciencia.

—Por descontado —dijo—. Pero eso lo superarás enseguida. Después, además, tendrás que aprender el lenguaje arcano, el lenguaje de la magia, en el que se escriben los hechizos. Pero no me refería a eso.

Hizo una pausa y siguió paseando arriba y abajo.

—No, se trata de otra cosa —prosiguió—: tendrás que abrir tus sentidos a la magia.

Dana iba a preguntar qué significaba aquello cuando el Amo de la Torre se acercó a ella y colocó una huesuda mano sobre su hombro. Y de pronto todo empezó a girar, y Dana gritó y cerró los ojos, y se aferró bien a la silla, mientras sentía que un poderoso torbellino le quitaba la respiración. Cuando la sensación de mareo se hizo insoportable, todo paró de pronto.

Dana abrió los ojos con cautela y miró alrededor.

Ya no estaba sentada en su habitación de la Torre, sino sobre la hierba, rodeada de árboles. Al principio creyó que había vuelto atrás en el tiempo y se hallaba en el bosque que había junto a su granja, antes de que la sequía lo golpease; o que todo había sido un sueño y nada de aquello había pasado, porque el hombre de la túnica gris nunca se había cruzado en su camino.

Pero entonces comprendió que, en realidad, no había ido muy lejos, y que estaba en algún lugar del gran bosque que rodeaba la Torre. Y vio entonces que el Maestro se erguía junto a ella, sonriente.

—Te acostumbrarás —dijo él al ver que la niña seguía estando muy pálida.

—¿Qué hacemos aquí?

El mago no contestó enseguida. Señaló a su alrededor con un amplio gesto de su mano.

—Mira todo esto —dijo—. El mundo funciona siguiendo un complejo equilibrio; todas las criaturas vivas luchan por la supervivencia, por crecer más altas, más fuertes, más grandes que ninguna otra, por dominar más territorio, por tener más descendientes y vivir más años. Todo ello requiere energía, por supuesto. Y la energía, o lo que nosotros llamamos magia, circula por el mundo en un ciclo sin fin, sin detenerse jamás. Es el alma de la tierra, y todas las criaturas participan de ella.

»Fíjate en un conejo, por ejemplo. Come hierba, y ello no sólo le proporciona alimento, sino también energía para sobrevivir. Es la misma energía que las plantas que come han tomado de la tierra; la misma energía que obtendrá el lobo que se coma al conejo. ¿Comprendes?

Dana dijo que sí, aunque sólo lo captaba en términos generales.

—La vida es una lucha constante por participar de esa energía del mundo; y obtener más supone privar a otras criaturas de la parte que les corresponde. Mira allí.

El Maestro señaló frente a sí. Dana al principio no vio más que el tronco de un enorme árbol. Levantó la vista y tuvo que echar la cabeza atrás para poder distinguir la copa de aquel gigante vegetal.

—El rey del bosque —murmuró el Maestro—. Pero ¿a costa de qué?

Y entonces Dana descubrió lo que quería decir: a su alrededor no crecían más árboles, y muchas plantas habían muerto, porque la inmensa copa del árbol no dejaba pasar los rayos del sol.

—Pero siempre hay alguien que saca provecho de la situación —concluyó el Maestro, señalando al pie del rey del bosque.

Y Dana vio que, aprovechando aquel lugar húmedo y oscuro, gran cantidad de helechos había crecido a la sombra del gigante.

—Quizá algún día todas estas plantas acaben ahogando las raíces del árbol, y lo hagan caer —murmuró el mago—. Así son las cosas. Así funciona el mundo.

Dana asintió, aunque no comprendía muy bien adonde quería llegar a parar el Maestro.

—La vida es el único fin de toda criatura. Y toda criatura hará lo posible por prolongarla, la suya y la de sus hijos. Una vez comprendas esto, comprenderás el mundo y te será más fácil controlarlo.

Echó a andar entre los árboles; Dana le siguió, y Kai con ella.

—La magia no es más que eso: la comprensión y control de la energía que mueve el mundo. El hechicero sabe en todo momento cómo fluye esa energía y la aprovecha para sí, para cambiar el mundo a su antojo. Cuanto más contrarios sean sus deseos a las leyes naturales, más energía necesitará.

Se detuvo bruscamente.

—Ha llegado el momento de ver cómo has asimilado mis enseñanzas, querida alumna —dijo, y señaló un pequeño arbolillo que crecía algo apartado—. Dime, ¿qué siente ese árbol?

—¿Sentir? —Dana se volvió hacia él, extrañada, pero la mirada de los ojos grises del Maestro era severa y no admitía réplica.

La niña se acercó al árbol, dudosa. Titubeó y volvió a mirar al Maestro, pero bajó enseguida la vista, intimidada por su expresión pétrea. Suspiró, miró al arbolillo con ojo crítico y descubrió que sus hojas habían perdido verdor. De hecho, parecía algo triste.

¿Qué le pasaría? Dana no lo sabía. No entendía de árboles o, al menos, no a ese nivel. No era guardabosques ni nada por el estilo. Sacudió la cabeza. ¿Qué esperaba el Maestro que hiciera? Se esforzó en repasar todo lo que le había contado sobre la energía del mundo, pensando que ahí debía de estar la clave.

«La vida es el único fin de toda criatura. Una vez comprendas esto, comprenderás el mundo, y te será más fácil controlarlo».

Dana miró otra vez al pequeño árbol. «Una vez comprendas esto…».

—Este árbol está enfermo —dedujo.

El Maestro asintió.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿Y cómo voy a saberlo?

—Escucha lo que tiene que decirte. Abre tus sentidos.

Dana no sabía cómo escuchar a un árbol.

—Quiere que sientas la energía que fluye —colaboró Kai.

—¿Y cómo hago eso? —murmuró la niña…

Se dio cuenta de que había hablado en voz lo bastante alta como para que el mago la escuchara, y se volvió hacia él, inquieta; pero el Amo de la Torre no se había movido.

«Que sientas la energía que fluye…».

Dana no estaba dispuesta a quedarse allí como un pasmarote. De modo que, aunque titubeando, colocó su mano sobre la corteza del árbol, y la acarició como si fuera la sedosa piel de un gato.

«Abre tus sentidos…».

—Cuéntame lo que te pasa —le dijo al árbol.

—Puedes hacerlo —intervino el Maestro—. De lo contrario, no te habría pedido que lo intentaras.

Dana agradeció sus palabras; ahora se sentía un poco menos ridícula. Suspiró de nuevo y cerró los ojos para tratar de sentir alguna cosa, por pequeña que fuera.

«Cuéntamelo…».

Y entonces, de pronto, notó un levísimo estremecimiento en la punta de los dedos, una pequeña punzada de dolor, tan breve y débil que por un momento pensó que lo había imaginado. Ansiosamente, colocó también la otra mano sobre la corteza del árbol, y palpó el tronco en busca de más sensaciones.

Pero la experiencia no se repitió. Al cabo de un rato, desalentada, Dana se apartó del árbol.

—No te preocupes —le dijo el mago—. Lleva su tiempo. Pero poco a poco tu sensibilidad se hará más aguda, y lograrás percibir esto y mucho más. Sin embargo, todo ello requiere trabajo y adiestramiento. Por lo pronto, volverás aquí todos los días hasta que puedas saber qué le ocurre al árbol. Después, te aseguro que todo será más sencillo, y progresarás mucho más deprisa. Además, la magia es un arte apasionante; cuanto más aprendes, más deseas saber.

Dana cruzó una rápida mirada con Kai; el muchacho parecía tan intrigado como ella.

—Los magos podemos ver más cosas que el resto de la gente —explicó el Maestro—. Básicamente en eso radica nuestro poder. Comparados con nosotros, el resto de las criaturas son ciegas a los misterios del mundo.

Con estas palabras, el Maestro dio por finalizada la primera lección, y emprendieron el regreso a la Torre. No volvieron mediante la magia, sino que lo hicieron paseando, para que Dana aprendiese el camino hasta el árbol al que tenía que escuchar.

Llevaban un buen rato andando en silencio cuando la voz del hechicero la sobresaltó:

—El bosque es tuyo. Puedes recorrerlo cuando quieras para aprender los secretos del mundo y de la vida. Pero óyeme, nunca debes estar en él cuando el sol se haya ocultado tras la cordillera.

Dana no había pensado hacerlo, pero la intrigó aquella prohibición expresa, y lo miró interrogante.

—La noche es la hora de los lobos —explicó el Amo de la Torre—. Si aprecias tu vida no entrarás en el bosque cuando ellos bajen a cazar desde las montañas.

Justo en aquel momento se oyó un prolongado aullido a lo lejos, y Dana se estremeció.

—Los oirás aullar todas las noches —prosiguió el Maestro—. Es un sonido terrible, pero terminarás por acostumbrarte. Sin embargo al principio resulta aterrador; por eso anoche tuve que sumirte bajo un hechizo de sueño, ya que necesitabas descansar. Pero esta noche no habrá nada de eso.

Dana desvió la mirada, inquieta.

—Sin embargo —añadió el Maestro—, quiero que tengas presente algo: en la Torre los lobos no pueden alcanzarte. En la Torre estarás a salvo.

Entraron en la explanada cuando el sol ya se hundía en el horizonte. Dana vio, como la tarde anterior, la alta figura de Fenris en las almenas. El viento le azotaba el rostro y hacía ondear su melena cobriza y su larga capa, pero al elfo no parecía importarle. Como si fuera el centinela de la Torre, permanecía muy erguido, con sus gatunos ojos fijos en el horizonte.