X. EL REFUGIO DEL BOSQUE
En la planta baja de la Torre había trasiego. Maritta se había puesto a limpiar la cocina, y estaba todo patas arriba. Ya había anochecido, pero la enana sabía que le iba a ser imposible dormir. También sabía que ya había hecho limpieza tres semanas atrás, pero no le importaba. Trabajar le impedía pensar.
La cena de Dana seguía intacta sobre la mesa, ya fría. Maritta ya había intuido que aquella noche la aprendiza no bajaría a cenar, pero, aun así, se la había preparado, con la esperanza de que Dana cambiase de opinión en el último momento.
No había sido así. Maritta resopló, y volvió a meter la cabeza en el armario que estaba limpiando. El elfo tampoco había cenado en la Torre; estaba con Dana, y ella no sabía si eso era una buena señal o no lo era. Nunca había confiado en aquel tipo larguirucho con ojos de gato.
Súbitamente el aullido de un lobo rasgó el silencio, y Maritta dio un respingo. Había sonado demasiado cerca. Se estremeció y siguió con su trabajo. Intentaba no pensar, cuando sintió una repentina presencia tras ella.
No se volvió enseguida. Pese a que deseaba que fuese Dana, sabía muy bien que no era así.
—Buenas noches —saludó la voz serena y bien modulada del Amo de la Torre.
—Buenas noches, señor —respondió Maritta, sacando la cabeza del armario.
Se irguió ante él. La diferencia de altura nunca había intimidado a los enanos a la hora de tratar con elfos y humanos. Aunque muy bajos de estatura, la mayor parte de los enanos eran más fuertes que cualquier elfo, y que la mayoría de los humanos. Maritta pertenecía a un pueblo orgulloso, antiguo y valeroso, cuyos héroes protagonizaban gran cantidad de leyendas épicas. Sabía que ella, pese a su condición femenina, era más fuerte que el viejo Maestro.
Pero había un terreno por el que los enanos no se atrevían a adentrarse: la magia. Por eso Maritta se estremeció de pies a cabeza cuando la sombra del hechicero cubrió la habitación, y bajó los ojos sin atreverse a enfrentarse a él.
El Maestro nunca aparecía por aquella parte de la Torre. La última vez había sido el día de su llegada, casi medio siglo atrás. Maritta recordó cómo el mago, entonces joven y fuerte, había llegado con aquel elfo para volver a ocupar la Torre, que estaba desierta desde la maldición.
Se había sorprendido al encontrar allí a la enana, pero ella había asegurado que no había ningún problema: había trabajado para los antiguos moradores de la Torre, y seguiría trabajando para él.
El Maestro había estado conforme. Simplemente le dijo que no subiera nunca a sus habitaciones y que se abstuviera de tocar objetos mágicos para no provocar algún desastre. Todo aquello no era difícil de cumplir para Maritta, que odiaba subir escaleras y desconfiaba de la magia, de modo que nunca había tenido ningún problema con el nuevo Amo de la Torre. Tal vez por eso él jamás había vuelto a poner los pies en la cocina.
¿Qué hacía él allí ahora?
—Fenris y Dana se han marchado —dijo el Maestro.
«Menuda noticia», pensó Maritta, nada sorprendida.
—Tú sabes adónde han ido —completó el hechicero.
—Y vos también —replicó Maritta sin alterarse.
El mago frunció el ceño y la miró con gesto agrio; ella le devolvió una mirada serena y resuelta.
—Tienes razón —admitió el Maestro finalmente—. Sé dónde han ido.
Maritta asintió y guardó silencio. Después preguntó:
—Entonces, ¿qué queréis de mí?
Un aullido triunfal resonó por los bosques. Varios lobos más corearon aquel grito de victoria.
—Los lobos vienen hacia aquí —dijo el Maestro—, y ahora no habrá nada capaz de detenerlos. Hemos de abandonar la Torre.
—¿Abandonar…? —repitió Maritta sorprendida—. ¿Y adónde…?
—Una vez dijiste que siempre guardarías fidelidad a la Torre y sus habitantes —la interrumpió el Maestro—. Es hora de que lo demuestres, Maritta.
La enana no se sorprendió de que él recordase su nombre. El Maestro podía llegar a los pensamientos y recuerdos más ocultos…
Dana, Fenris y Kai llevaban ya un buen rato aguardando junto al arroyo del unicornio. La luna llena ya mostraba todo su esplendor suspendida en el cielo nocturno.
Dana miró a Fenris, preocupada. Su buen humor estaba desapareciendo por momentos. Respiraba con dificultad y se encogía sobre sí mismo. Parecía estar manteniendo una terrible lucha interna.
—Estás enfermo —observó ella.
—Nací enfermo —puntualizó el mago.
Dana ardía de curiosidad, pero no le hizo más preguntas. Fenris se movía por rincones oscuros, adonde la luz de la luna no pudiese llegar, y ella empezaba a sospechar cuál era el problema de su amigo.
Quedaron de nuevo en silencio; Dana oía con claridad que la respiración de Fenris se hacía cada vez más pesada y entrecortada, y eso la inquietaba. No quería mirar al elfo por temor a lo que pudiera encontrar. Sin embargo, Kai no fue tan considerado. Sus ojos verdes observaban atentamente al mago sin perderse ninguno de sus gestos, hasta que le dio a Dana un suave codazo.
—Mírale —indicó.
La aprendiza volvió la mirada hacia su compañero. Sus ojos se encontraron con los de él, y vio que tenían un brillo extraño, diferente del habitual, del que adquirían de noche para ver en la oscuridad. Esta vez se trataba de un brillo amarillento, profundo, primitivo y salvaje.
—Espero que ese unicornio no tarde mucho más —dijo Fenris, y su melodiosa voz también sonó diferente, un par de tonos más grave de lo normal.
—¿Puedo ayudarte de alguna forma? —preguntó Dana, que ahora no apartaba sus ojos de él.
El mago elfo sacudió la cabeza.
—Sólo puedes hacer algo por mí —dijo—. Si llega un momento en que me miras a los ojos y no me reconoces, déjame atrás. No trates de escapar corriendo porque no lo lograrás. Teletranspórtate a un lugar seguro donde yo no pueda alcanzarte.
—¿Cómo voy a dejarte atrás? —replicó Dana, estremeciéndose.
—Porque, si no, no saldrás con vida de ésta, Dana.
Ella no contestó. De pronto la presencia de Fenris ya no le infundía tanta confianza.
—Pasará un rato antes de que eso ocurra, sin embargo —la tranquilizó Fenris—. He salido preparado, aunque el círculo de purificación no me hace inmune a los efectos de la luna llena; sólo los retrasa.
Dana suspiró, y se arrimó a Kai; el muchacho la rodeó con su brazo, pero ella aún se sentía inquieta. ¿Qué clase de amigos tenía?
Los aullidos de los lobos seguían resonando por el bosque, cada vez más cerca. Dana alzó la cabeza, tratando de calcular cuánto tardarían los animales en llegar hasta donde ellos estaban.
—No temas por los lobos —dijo Fenris, captando su mirada—. Alguna ventaja había de tener mi presencia, ¿no? —y esbozó una sonrisa que era más bien una mueca sarcástica.
Dana iba a replicar cuando percibió un suave movimiento entre el follaje. Los tres amigos miraron inmediatamente hacia allí. Kai se quedó inmóvil como una estatua, a Fenris se le olvidó por un momento cómo respirar y Dana sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
El unicornio había vuelto. Estaba plantado frente a ellos junto al arroyo, examinándolos con sus ojos profundos como el mar y brillantes como estrellas. Nadie osó moverse durante un momento que se alargó hasta que el unicornio bajó su delicada cabeza, dio media vuelta y comenzó a alejarse lentamente.
—Quiere que lo sigamos —reaccionó Dana.
«Y esta vez no voy a perderlo de vista», añadió para sí. Arrastrando a Alide y Lunaestrella de las riendas, los tres iniciaron la marcha, cruzando el arroyo en pos del unicornio.
La luz de su cuerno los guiaba en la penumbra como una brillante espada. El animal se movía grácilmente entre los matorrales cubiertos de nieve, y parecía que sus pequeños cascos hendidos no tocaban el suelo. Tres veces trató Dana de acercarse más a él, y tres veces aceleró su marcha el unicornio para guardar las distancias, hasta que la aprendiza desistió y se conformó con seguirlo de lejos.
—Los lobos nos están rodeando —dijo súbitamente Fenris, y la frase acabó con un sordo gruñido.
Dana se sobresaltó.
—¿Seguro que estás bien?
—De momento sí. Tú no apartes la vista del unicornio.
El bosque se abrió para dar paso a un amplio claro iluminado por la luna. Hasta allí, Dana conocía el itinerario, pero no acertaba a adivinar adonde los conduciría el unicornio.
De pronto Fenris se irguió y gruñó por lo bajo. La luz lunar se reflejó en sus ojos amarillentos.
—¿Qué pasa? —susurró Dana.
Pronto lo vio: cientos de pares de ojos los observaban desde la oscuridad. Lunaestrella relinchó, aterrada, y Dana vio que Kai se apresuraba a tranquilizarla.
El unicornio seguía andando. Dana dudó. Los lobos se atrevieron entonces a entrar en la zona iluminada por el suave resplandor del cuerno mágico; gruñían por lo bajo y tenían el pelo erizado.
—¿Fenris? —susurró Dana, aterrada.
Le temblaban las piernas; el unicornio se alejaba y ella no se atrevía a avanzar más. Buscó a Kai con la mirada, pero él estaba ocupado calmando a los caballos.
—Sigue —la voz del elfo sonó muy cerca y muy grave, y Dana dio un respingo—. No temas.
Los lobos continuaban gruñendo. Ignoraban al unicornio, que avanzaba entre ellos sin mirarlos, con paso ligero y elegante; en cambio tenían los ojos fijos en Dana y sus amigos.
Ella se obligó a sí misma a seguir andando. El miedo la paralizaba, pero no debía dejar que el unicornio se perdiera de vista. Entonces uno de los lobos saltó de improviso hacia ellos, y Dana gritó.
Pero, rápido como el pensamiento, el elfo se interpuso entre ella y el lobo y le gruñó, mostrando unos relucientes colmillos. El animal gimoteó, reculando, y fue a esconderse con el rabo entre las piernas.
Entonces Fenris echó la cabeza atrás, miró a la luna llena y aulló.
Dana dio un salto en el sitio, con la piel de gallina.
Fenris aulló de nuevo. Los lobos corearon su grito salvaje, y ella miró a su amigo con aprensión; pero el elfo, pese a su nuevo aspecto, le dirigió su inconfundible sonrisa. Dana se relajó sólo un poco.
Después de aquella demostración de dominio, los lobos dejaron de gruñir, e incluso se apartaron para cederles el paso. Ellos entonces continuaron caminando por el bosque en pos del unicornio. Los lobos no los atacaban, pero los seguían a una prudente distancia.
—Están esperando algo —dijo Kai—. Ten un ojo puesto en el elfo, Dana, porque me temo que dentro de poco tendrán un nuevo jefe de manada a quien obedecer.
Dana asintió y aligeró el paso. Al cabo de un rato se oyó, en un susurro, la voz de Fenris:
—Dana.
Ella se volvió, y tuvo que contenerse para no gritar: el rostro del hechicero elfo se había cubierto de pelo hasta la punta de las orejas. El mago caminaba encorvado y sus mandíbulas se alargaban hacia adelante, como si fueran un hocico.
—Monta en tu caballo y echa a correr —ordenó Fenris.
—¡No voy a dejarte aquí! —se resistió Dana, a pesar del horror que sentía.
—¡Hazlo! —la violenta orden de Fenris acabó en un prolongado aullido.
Los lobos aullaron también, ansiosos, y Dana no insistió más. Montó sobre Lunaestrella y miró a Kai, que había subido sobre la grupa de Alide; el caballo no podía sentir la consistencia de un cuerpo sólido sobre su lomo, pero era lo bastante sensible como para percibir la presencia sobrenatural de Kai.
—Vámonos —dijo el chico, y Dana hincó los talones en los flancos de Lunaestrella. La yegua se lanzó al galope entre los árboles, y Kai hizo que Alide la siguiera.
El unicornio también emprendió un galope ligero, como una llama plateada entre la espesura.
Dana miró hacia atrás una sola vez. Fenris permanecía de pie en medio del bosque, con sus brillantes ojos fijos en ellos. Su rostro tenía ya poco de humano, pero aún retenía a los lobos a su alrededor, impidiéndoles salir a la caza de los fugitivos.
La aprendiza se estremeció, e instó a Lunaestrella a galopar más rápido. Kai, en cabeza, también hacía correr a Alide todo lo posible. La luz del unicornio seguía guiándolos en la noche, un poco más allá.
Al poco oyeron un espeluznante aullido que eclipsó a todos los demás.
—¡Se abre la veda! —dijo Kai—. ¡Tu amigo el elfo y sus congéneres lobunos acaban de salir de caza!
Dana no respondió. Fijó su mirada en el unicornio, deseando con toda su alma que llegasen pronto al lugar adonde tenían que llegar.
Los lobos eran más rápidos y, pese a la ventaja otorgada por Fenris, enseguida oyeron sus aullidos letalmente cerca. Dana espoleaba a la aterrorizada Lunaestrella, pero pronto sintió en la nuca el aliento de los lobos grises y de su nuevo y terrorífico líder.
—¡Más deprisa! —gritó Kai, pero ambos sabían que no podían ir más rápido en el bosque y con aquella penumbra, porque se exponían a que los cascos de los caballos tropezasen con algún obstáculo.
Dana se giró un momento y gritó las palabras de un hechizo. Enseguida un resplandeciente muro de hielo se elevó en mitad del bosque, y un pesado cuerpo peludo se estrelló contra él. A través del gélido cristal, Dana pudo ver mientras se alejaba a una criatura que arañaba el muro y aullaba de rabia.
Costaba reconocer en ella, bajo los rasgos lobunos, al mago elfo de ojos color miel.
El muro era muy largo y los entretendría un poco, pero no demasiado; sólo lo que tardasen en rodearlo. Volvió a fijar su mirada hacia adelante y lanzó una exclamación de sorpresa: la luz del unicornio había desaparecido.
Kai también se sintió desconcertado al principio, hasta que vio la sombra de una baja y ruinosa construcción de madera.
—¡La cabaña de los cazadores! —gritó, y Dana comprendió lo que quería decir.
Avanzaron rápido y luego hicieron que los dos caballos cruzaran el umbral de la choza; a un lado colgaba, de una sola bisagra, una puerta carcomida y desvencijada.
Una vez dentro, Dana y Kai frenaron a sus monturas y miraron alrededor.
Oscuridad.
—¿Adónde ha ido? —dijo Dana—. ¡Juraría que lo he visto entrar aquí dentro!
Kai se estaba haciendo la misma pregunta, pero no les quedaba tiempo para conjeturas: los lobos pronto llegarían a la cabaña. Dana desmontó, se arremangó la túnica y comenzó a trabajar. Iluminó la vieja cabaña con fuegos mágicos y salió al exterior sin perder un instante.
Mientras, Kai se preocupó de calmar a los caballos. Intrigado, miró a su alrededor.
Conocía la cabaña, porque Dana y él la habían descubierto tiempo atrás en una de sus innumerables correrías por el bosque. Antaño había servido de centro de reunión de los cazadores, por lo que era bastante amplia; pero ahora se hallaba abandonada, sucia y medio destrozada.
Desde la maldición, ya nadie pernoctaba en el bosque del Valle de los Lobos.
Dana volvió a entrar frotándose las manos. Kai miró por la ventana, pero no vio nada nuevo.
—¿Qué has hecho?
Dana iba a contestar, pero un chasquido que sonó en el exterior lo hizo por ella. Pronto se oyeron más chasquidos, y Kai tuvo la sensación de que la cabaña entera se movía. Volvió a mirar por la ventana y vio algo parecido a una serpiente trepar por la pared exterior.
—¿Qué has hecho? —repitió.
Más serpientes reptaban por la casa, entrelazándose unas con otras. Mirando mejor, Kai descubrió que eran plantas que crecían a una velocidad de vértigo.
—Barrera vegetal —informó Dana—. Cuando las plantas lleguen al tamaño de árboles, los lobos no podrán atravesarlas. Aquí estamos a salvo; al amanecer, Fenris volverá a ser un elfo y podrá ayudarnos.
Kai asintió, conforme. Los lobos llegaron enseguida y comenzaron a arañar el mágico muro de plantas, intentando hallar un resquicio para entrar en la cabaña, pero Dana no hizo caso. Se sentó en un rincón, sobre el húmedo suelo, para descansar. Apoyó la cabeza en la pared de troncos y cerró los ojos.
—Hemos perdido al unicornio —suspiró con tristeza—. ¿Qué hemos hecho mal esta vez?
—Yo diría que estamos donde él quería —opinó Kai, sentándose a su lado—, aunque no acierto a comprender por qué.
Dana se hizo un ovillo y se arrimó más a él, ignorando los gruñidos que provenían de fuera. Kai la miró un momento y luego dijo con suavidad:
—Sé que estás cansada, pero te voy a contar una historia. ¿Me escucharás?
Dana asintió y abrió los ojos, intuyendo que era importante.
—Hace más de quinientos años —empezó él—, los dragones abundaban en la tierra y a menudo se instalaban en cuevas de montaña cercanas a las aldeas, para poder saquearlas y sembrar el terror a voluntad. Y hubo una vez un pequeño pero fiero dragón azul que tomó posesión de una de esas cavernas, en las colinas próximas a la aldea donde tú naciste. Causó muchos destrozos y mató a mucha gente, pero nadie acudía a desafiarlo; todos los héroes tenían cosas mejores que hacer.
»Entonces un joven y atolondrado granjero decidió que ya era hora de que alguien hiciese alguna cosa al respecto; así que fue a buscarlo, armado únicamente con dos cuchillos impregnados de veneno, pero sin ningún tipo de protección.
»Lo encontró destrozando un rebaño de vacas y dándose un buen festín, y quizá eso salvó al chico en un principio. El dragón lo vio y decidió que era un apetitoso bocado comparado con las vacas, pero que lo dejaría para más tarde, porque ya estaba lleno. El muchacho no era rival para él y, por eso, cuando el dragón oyó que lo desafiaba, se echó a reír.
Kai hizo una pausa. Dana lo miró, pero él no pareció darse cuenta. Miraba fijamente al frente, serio y sombrío.
—He dicho que no era muy grande, ¿verdad? —prosiguió por fin—. Bueno, comparado con otros de su raza, no. Pero aun así medía siete varas de largo y tres de alto, exhibía unas garras mortíferas y unos dientes como dagas; echaba fuego por la boca y era malévolo y muy inteligente.
»No; definitivamente, el granjero no era rival para él. La pelea fue corta y desastrosa, pero el dragón no mató al muchacho, sino que lo dejó inconsciente para llevárselo y divertirse con él un poco en su cubil. Por eso, cuando él recobró el conocimiento, se encontró suspendido en el aire, atrapado por una garra del dragón azul, que volvía volando hacia las montañas, muy satisfecho con su trofeo.
»El chico creyó que tenía una oportunidad. El dragón volaba con las garras muy pegadas al cuerpo, para ofrecer menos resistencia al aire, de tal forma que el granjero podía ver claramente las escamas de color zafiro que cubrían todo su cuerpo de reptil. Moviéndose muy lentamente para que el dragón no lo sintiera, extrajo de su bota el cuchillo de repuesto, buscó un hueco entre las escamas y lo hundió en la carne de la criatura, que se sobresaltó y abrió la garra…
Kai enmudeció de pronto. Dana se estremeció, pero no precisamente a causa de los gruñidos y arañazos de los lobos que sitiaban la cabaña.
—Caí desde mucha altura —concluyó el muchacho, hablando por primera vez en primera persona—. Lo último que pensé fue que ojalá, ojalá… no hubiera sido tan estúpido. Y aprendí, demasiado tarde… que la vida es demasiado preciosa como para ponerla en peligro sin una buena razón.
—Era una buena razón —comentó Dana, pero Kai le dirigió una mirada terrible.
—Tú no sabes lo que dices. La gente no sabe lo que tiene hasta que lo pierde.
Dana no respondió. Tras un incómodo silencio, Kai continuó:
—Encontraron mi cuerpo hecho un guiñapo, y me enterraron allí mismo. Cien años después tus antepasados construyeron una granja en aquel mismo lugar —sonrió—. Si algún día vuelves a casa y excavas en la pared oeste del granero, bajo la ventana… seguramente encontrarás mis huesos, si es que los perros no los han desenterrado ya —concluyó con amargura.
—No digas esas cosas —le pidió Dana, estremeciéndose—. No de esa forma.
Kai la miró y le sonrió con ternura.
—Mi alma ha pasado todos estos siglos al otro lado, en la dimensión donde moran los espíritus sin cuerpo —prosiguió—. Hasta que me llamaron para encomendarme una misión.
Dana se irguió, atenta.
—En el Otro Lado se está bien —explicó Kai—. Podría decirse que somos felices en un lugar donde el tiempo y el espacio no existen y todo es posible porque no estamos sujetos a las leyes de lo material. Pero muchos no han olvidado el mundo de los vivos, porque la vida tiene algo de mágico e irrepetible…
»Lo que te dijo el elfo es cierto. A veces nace una persona con poderes especiales relacionados con nosotros. Una persona cuya mente supone una puerta abierta de par en par entre ambas dimensiones, que es capaz de vernos y entendernos. Uno de nuestros pocos enlaces con el mundo de los vivos. Los elfos los llaman «Kin—Shannay», «Portales» y, como te contó el mago, sólo hay unos cuantos repartidos por todo el mundo. Por eso nosotros nos interesamos particularmente en protegerlos y enseñarles el camino.
»Dio la casualidad de que un Kin—Shannay había nacido en la aldea donde yo viví mi corta existencia. Por eso me escogieron para guiarte y protegerte; para ser tu «Kai», tu compañero. Me dieron la oportunidad de volver a vivir una vida como la que tuve, tantos años como años tenía en el momento de mi fallecimiento: volvería a ver, a sentir, a hablar como un ser humano… con la salvedad de que no tendría cuerpo, y que sólo tú, por supuesto, podrías verme y oírme. Mi misión consistiría en vigilar que todo te fuese bien, y que nadie te hiciera daño. Y, aunque es difícil hacer esto siendo sólo un espíritu sin cuerpo que, además, ha perdido gran parte de los poderes que poseía en la dimensión inmortal, acepté enseguida. Yo había muerto muy joven, aún estaba enamorado de la vida, y habría dado cualquier cosa por volver a ver el sol, el cielo, los árboles, la gente… aunque ellos no me viesen a mí.
—Y viniste a mí… —dijo Dana a media voz, evocando su primer encuentro.
—Mi espíritu volvió al mundo de los vivos el mismo día que tú naciste. Pasé seis años observándote en silencio hasta que me decidí a hablarte… e, irónicamente, ahora no estaría aquí contigo de no ser por el Maestro. Mi alma habría permanecido atada a la granja si él no hubiese permitido que te acompañase a la Torre, la noche de tu partida.
—Entonces él sabe quién soy… —murmuró Dana.
—Yo diría que lo ha sabido siempre.
—Fenris dijo que por eso me trajo consigo a la Torre. ¿Pero por qué exactamente?
—No lo sé.
—¿Y Aonia? ¿Qué quiere de mí?
—Eso tampoco lo sé. Aonia no está aquí; te habla desde mi mundo, y yo, desde que crucé el umbral para acudir a tu lado, no he vuelto a tener contacto con otros espíritus. Aunque pienso que tiene una cuenta pendiente en el mundo de los vivos. Por eso trata de comunicarse contigo.
—¿Y la anciana ciega del pueblo?
—Era simplemente un fantasma demasiado acostumbrado a vivir allí como para cruzar el umbral.
Dana no dijo nada. Su cabeza seguía siendo un hervidero de preguntas, pero la más acuciante era la que no se atrevía a formular en voz alta.
—He cometido un error —dijo Kai, adivinando sus pensamientos—. Se suponía que no debía implicarme, pero… te he tomado demasiado cariño, Dana. No debí dejar que pasara.
Dana cerró los ojos. Kai había puesto un especial énfasis en la palabra «demasiado».
—¿Y qué va a pasar ahora con nosotros? —preguntó por fin en voz baja.
Kai no respondió enseguida, y Dana supo que era mala señal.
—Creo que me habría enamorado incluso sí tú no fueras la única persona en el mundo que puede escucharme —susurró el joven por fin—. Así que muchas veces he pensado que ninguno de los dos ha tenido la culpa, y que era inevitable —la miró a los ojos—. Cuando se acabe el plazo tendré que volver al Otro Lado. Mis poderes se están agotando rápidamente; pronto ni siquiera seré capaz de coger objetos.
—¿El plazo? —repitió Dana, enderezándose rápidamente.
—Fallecí a los dieciséis años —respondió él con voz ronca—. Mi vida como Kai no puede durar más.
Dana sintió que se mareaba. Ella ya tenía dieciséis años. ¿Cuánto le quedaba para estar con Kai? ¿Unos días, unas semanas, unos meses?
—Me dijiste que nunca me abandonarías —le recordó—. ¿No hay ninguna solución?
—No la hay.
Dana quiso abrazarse a él, enterrar el rostro en su hombro y llorar allí, pero reprimió su impulso porque supo que abrazaría aire una vez más.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—¿Para qué? Era mejor disfrutar de este tiempo juntos. Si hubieras sabido que yo me iba a marchar, nunca habrías llegado a ser del todo feliz. Y la vida hay que aprovecharla al máximo, Dana. Te lo digo por experiencia.
—Me dijiste que nunca… —insistió Dana, resistiéndose a escucharle, pero él la interrumpió:
—Nunca, y eso es cierto. Estaremos separados un tiempo cuando yo me vaya. Pero algún día nos reuniremos al Otro Lado, y esta vez sí será para siempre… si todavía me recuerdas entonces.
—Nunca te olvidaré.
Kai sonrió con tristeza.
—Eso es lo que dices ahora. Pero eres joven, y conocerás a otros…
Dana iba a replicar, cuando un estruendo sacudió la cabaña, y un enorme bulto peludo se precipitó en el interior por un agujero que había abierto en la barrera vegetal.
—¡Fenris! —exclamó Dana, poniéndose en pie de un salto.
—¿No se suponía que estábamos a salvo? —protestó Kai.
Dana no replicó. Rápidamente reforzó el hechizo para cerrar el boquete y acto seguido lanzó un conjuro de aturdimiento sobre Fenris, que quedó tendido en el suelo semiinconsciente.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Kai.
Dana se acercó al elfo—lobo y se arrodilló junto a él. Conectó su aura a la de la criatura e intentó calmarla. Comprendió, en alguna recóndita parte de su mente, que la parte racional de Fenris luchaba agónicamente contra su lado salvaje, sin resultado. La aprendiza sintió lástima por el sufrimiento sin sentido de su amigo y trató de infundirle ánimos, sin saber si él podría percibirlo o no.
—Parece como si estuviera drogado —comentó Kai al oírle gemir.
—No se quedará así mucho rato. El hechizo no es ninguna maravilla, ¿sabes?
—Entonces deberíamos atarlo, o inmovilizarlo de alguna forma.
Dana se fijó en una vieja mesa de madera que había en un rincón.
—Puedo hacer una jaula con eso. Si la refuerzo con magia aguantará; podría convertirla en piedra. Sólo tengo que mover a Fenris hasta allá.
Extendió la mano hacia el elfo—lobo y pronto la criatura comenzó a levitar dos palmos por encima del suelo. Lo guió hacia la mesa del rincón, bajo la aprobadora mirada de Kai; pero calculó mal el peso y la distancia, la energía mágica le falló y el elfo—lobo cayó al suelo con estrépito.
—¡Vaya! —se lamentó Dana, y corrió para ver si la criatura seguía tranquila.
—Espera —la detuvo Kai—. ¿No has oído? Suena a hueco.
Dana lo miró y golpeó con el pie sobre el suelo de madera, cerca de Fenris.
—Ahí abajo hay algo —comentó.
—Será un sótano. Quizá podamos escondernos en caso de que los lobos lleguen a entrar.
Dana juzgó que era buena idea, y examinaron el suelo a la luz del fuego mágico.
—Una trampilla —observó Dana; trató de abrirla, pero recibió una especie de calambre—. ¡Magia! —exclamó sorprendida, y se apresuró a dibujar con el dedo una runa de apertura sobre ella.
La trampilla se abrió, dejando libre el acceso hacia una cámara bajo el suelo. Dana se asomó, pero todo estaba tan oscuro que no logró ver nada. Miró a Kai, que asintió. Entonces apagó todos los fuegos mágicos menos uno, y lo hizo internarse en el sótano. La débil luz dejó al descubierto unas amplias y bellas escaleras de mármol.
—¡Vaaaya! —comentó Dana.
Despertaron a los caballos y los arrastraron escaleras abajo. Después cerraron la trampilla, dejando a Fenris en el piso superior, conscientes de que no corría ningún peligro.
Bajaron un tramo hasta que vieron que la escalera desembocaba en un amplio y elegante corredor. Al pisar el suelo dos filas de antorchas se encendieron por arte de magia a ambos lados del pasillo.
Lo siguieron durante un rato; finalmente vieron que al fondo se alzaba una enorme y majestuosa puerta flanqueada por dos esbeltas columnas.
—Yo diría que es una especie de templo —susurró Dana, sobrecogida—. ¿Qué crees que habrá ahí?
—Lo que hemos venido a buscar —dijo Kai—. Lo que Aonia quería que encontráramos.
Dana hizo desaparecer al ya inútil fuego mágico y avanzó con decisión hacia la puerta.
Kai, llevando a Alide y Lunaestrella de las riendas, la siguió en silencio.