Sí… con los niños.
Madrid, enero-junio de 2003
El hombre sentado enfrente me miraba. Parecía enfrascado en la lectura del Diario de Castilla-La Mancha, pero me lanzaba ojeadas de reojo. Yo, con la cara pegada a la ventana, fingía no darme cuenta.
Era alto, grueso, calvo, bronceado y sonriente. Ojos chispeantes, barbita canosa. Cara redonda de niño, silueta redonda de Buda feliz. Llevaba vaqueros, polo de marca, cazadora, botas de campo. Tendría unos diez años más que yo.
Yo estaba aparentemente absorta en el paisaje. Las leves ondulaciones, los colores apagados, el pardo, el verde grisáceo, el amarillo desvaído…
Mediados de enero. El día era desapacible, la luz que se filtraba por las nubes, escasa, grisácea. Con el rabillo del ojo, no perdía detalle de su expresión, de sus movimientos. Sospechaba el motivo de su curiosidad y me divertía.
Quizá si hubiéramos estado sentados uno junto al otro se habría atrevido a abordarme, a preguntarme, en voz baja, lo que se estaba preguntando. Pero tal como estábamos situados, los otros dos pasajeros le oirían, oirían también mi respuesta, que podría ser un desaire…
Al cabo de un rato me levanté. Sin mirarle, salí. Me fui al vagón cafetería.
Era la única clienta. Pedí un café.
El hombre que leía el Diario de Castilla-La Mancha —ahora lo traía debajo del brazo— había entrado en el bar y venía hacia mí. La risa le bailaba en los ojos. Yo le miré de frente.
—¡Hola! ¿Tú eres…?
—La que ayer dio una conferencia en Ciudad Real y hoy sale entrevistada en el periódico, sí. ¿Y tú?
—Me llamo Carlos.
—He encontrado un sitio donde reparan cochecitos, ¿vamos mañana?
—Jo… vaya plan para un sábado.
—¿Te crees que a mí me hace gracia? Pero es que si no hay que comprar uno nuevo, porque con esa palanca rota no podemos seguir, no se puede cambiar de posición y el niño está incómodo. Y sería mucho más caro.
—Oye, por cierto, ¿compraste topes para las puertas?
—Lo miré, pero los que encontré son de esos que se pegan, y durarán dos días. Tenemos que conseguir alguien que nos ponga topes de los que se clavan.
—¿En el mármol? ¿Quieres hacer agujeros en el mármol?
—¿Y cómo, si no? Oye, si tienes tan claro lo que hay que hacer, ¿por qué no te…? ¡Ay, un momento! ¿Mamá? Hola, mamá… Sí, muy bien, estupendamente… (Es mi madre, no te vayas, ¿te la paso luego?). Haciendo planes para el fin de semana… (Ya no te pusiste la semana pasada ni la otra, les va a parecer raro). ¿Y vosotros, qué tal?… Ah, muy bien… no me digas… Étienne ha salido, ha ido a poner gasolina al coche, te voy a pasar con los niños… ¡Niños, es la abuela! Te paso con la niña.
—¡Hola, abueli!
—Oye, nunca te pones cuando llaman mis padres, siempre encuentras alguna excusa.
—No paro de trabajar, de coger aviones, por una vez que estoy en casa me gustaría estar tranquilo.
—Bueno, vale, déjalo, no tengo ganas de pelear. ¿Qué hacemos con lo del carrito?
—¿No te puedes ocupar tú, que estás todo el día en casa?
—¡Ay, qué idiota! Por lo menos no se ha manchado tu libro. Lo he traído para que me lo dediques. Espero que no te parezca mal.
—No, hombre, al contrario… con mucho gusto. Te lo dedico cuando terminemos de comer.
(«A Carlos, que cuando me ve llegar se sonroja y se le derrama la copa de vino»).
—¿Te gustan los japoneses? Yo los frecuentaba mucho hasta que fui a Japón. Allí aprendí lo que es la comida japonesa de verdad… Pero este es bueno, y además tiene la ventaja de estar muy cerca de mi casa.
—¿Ah, vives por aquí?
—Sí, para cuando vengo a Madrid tengo una buhardilla aquí al lado, en la calle Martín de los Heros. Nada, una cosa muy pequeña, pero tiene gracia, es una sola habitación de cuatro metros de altura con un mezzanine donde está la cama, y un ventanal enorme. Parece un decorado de La Bohème… ¿te gusta la ópera?
—Mucho, aunque La Bohème no es de mis favoritas.
—La mía tampoco, prefiero la ópera del siglo XX.
—¿Como cuál?
—Pues mira, yo creo que la que más me gusta de todo el repertorio es El caballero de la rosa.
—La escuché una vez en el Real, con Felicity Lott… Una maravilla.
—Tengo un abono para dos en el Real, y a veces Mónica, mi novia, no puede acompañarme… me encantaría invitarte.
(¿Por qué menciona a su novia ahora?).
—¿Vienes mucho por Madrid?
—Sí, claro, para ir al cine, al teatro, a la ópera, porque ya te imaginas que en Ciudad Real… También por negocios. Tengo aquí algunos muy buenos clientes, de esos que sabes lo que están buscando y, cuando lo encuentras, se lo traes para que lo vean.
—¿Cuál es tu especialidad?, si tienes alguna… no sé muy bien cómo funciona ese negocio, nunca había conocido a un anticuario.
—Tengo un poco de todo, pero lo que más, tallas policromadas. Santos y vírgenes del XVII, XVIII, XIX…
—¿Qué quieren beber los señores?
—¿Qué quieres beber, Laura? Yo estaba con un rioja, ¿quieres vino tú también? ¿O prefieres algo japonés? ¿Té verde, sake…?
—¿Tienen shochu?
—Caramba, cuánto sabes…
—De cuando estuve en Japón.
—Ah, ¿tú también has estado en Japón?
(«A Carlos, divirtiéndome mucho con nuestra feria de las vanidades»).
(Una hora más tarde).
—Si te tienes que ir…
—Sí, perdona, estoy un poco pendiente del reloj porque a las cinco…
(Él dejó unos segundos a ver si terminaba la frase. No la terminé).
—Sí, sí, claro, vete, no te preocupes.
—¿Pedimos la cuenta?
—Por favor… estás invitada.
—Ah, muchas gracias. Otra vez te invito yo.
—Espero que haya otra vez, ha sido un placer. ¿Me dedicas el libro?
—Sí, claro…
Escribí: «A Carlos, con ganas de seguir charlando».
—Y ahora sí que me tengo que ir, que tengo que recoger a los niños.
(¿Tú tienes novia? Yo tengo familia. Ha sido divertido. Adiós).
—Darling…
—¿Sí? —Étienne se quitaba la chaqueta.
Las once. Los niños dormían en el piso de arriba. Fuego en la chimenea. Echada en el sofá, con la luz apagada, yo llevaba un buen rato sintiéndome feliz. Había puesto música, no muy alta, y la somnolencia, el olor a fuego, la música, mi propio olor a perfume… la sensación de secreto y de misterio que da siempre el silencio de la noche… me hacían sentir como incandescente y flotando. Al oír la llave en la cerradura me levanté de un brinco y fui a la puerta, a besar a Étienne que llegaba de viaje.
—¿Sabes qué he pensado?
—Mmm… —En el recibidor, con la luz encendida, Étienne repasaba el contenido de la bandeja donde dejábamos el correo—. ¿Has encendido el fuego?
—Sí, no lo hacemos nunca, y es tan bonito… y como hoy hace frío…
Étienne seguía abriendo cartas. Finalmente levantó la cabeza:
—¿Qué es ese ruido?
—¿Ruido? Es música… ópera.
—Pues… no relaja nada.
—Es una ópera, El caballero de la rosa, pero si no te gusta, ahora mismo la quito.
—¿Me querías decir algo?
«Como parece que te interesa más mirar las facturas de la luz que escucharme…», estuve a punto de decir, pero no lo dije. Me esforcé en hablar en un tono amable, natural.
—Sí, te quería decir algo que llevo tiempo pensando y nunca encuentro el momento. —«Como nos vemos tan poco…», iba a añadir, pero me lo callé—. Es una cosa muy sencilla, pero sería estupenda: ¿qué te parece si establecemos la norma de que todos los viernes salimos a cenar? —«En plan enamorados», iba añadir, pero me pareció que sonaba cursi.
Étienne levantó la cabeza de las facturas y me miró de hito en hito.
—Desde las siete de la mañana a las siete o las ocho o las diez de la noche, cinco días por semana o cinco y medio, no tengo más que obligaciones. ¿Y pretendes añadirme una obligación más?
Querida Laura:
Empecé tu libro y no lo pude dejar hasta que lo terminé a las cuatro de la madrugada. Y puedes creerme si te digo que leo mucho y que nunca me ha pasado algo así. Escribes como los ángeles.
Hay varias cosas que te quiero preguntar o comentar sobre tu novela. Verás…
«A Carlos, fingiendo que no me doy cuenta de sus intenciones».
«A Carlos, coleccionista y cazador, de la pieza en la que ha puesto el ojo pero no pondrá la bala».
«A Carlos, que, como todos los coleccionistas, nada ambiciona más que lo que no está en venta».
«A Carlos, de la persona que está detrás del nombre que le deslumbra y le impide verme».
«A Carlos, desde la altura del pedestal en que me pone. Donde estaría muy bien si pudiera olvidar que de los pedestales siempre se cae, tarde o temprano».
«A Carlos, que por un rato me hace creer a mí misma que soy esa persona que él imagina».
Querida Laura:
Aunque solo nos hemos visto dos veces, empiezo a tener la sensación de que somos, perdóname la cursilería, almas gemelas. O personajes de Las amistades peligrosas. De verdad que nunca he tenido una correspondencia que me resultara tan absorbente como esta.
Y como ya te habrás hecho a la idea de que soy tan antiguo como las tallas barrocas que vendo, voy a añadir a mi retrato una antigualla más formulándote una invitación en estos términos: ¿Me harías el honor de aceptarme una invitación a cenar?
Querido Carlos:
Me gusta mucho nuestra correspondencia. Lo paso tan bien contigo, aunque sea a distancia, disfruto tanto de oír hablar de cosas nuevas para mí: la caza de antigüedades en caserones decrépitos, tus tratos con los señoritos manchegos, el flamenco… eres tan divertido, tan agudo, tan auténtico…
No, claro, ¿cómo puedes romper con alguien, si empiezas por decirle cuánto te gusta?
Querido Carlos:
Me gusta mucho nuestra correspondencia, pero voy a ser sincera: tiene una ambigüedad que me pone incómoda. Tú estás con Mónica, yo estoy con mi marido. Mejor lo dejamos aquí.
¿Demasiado brusco? ¿Era necesario mencionar a su novia? ¿Por qué no? Le estará bien empleado, qué es eso de coquetear conmigo y al mismo tiempo hablarme de su novia… Pero ¿yo no hago lo mismo? Pues por eso, justamente…
Uf, qué difícil… Va, no le des tantas vueltas.
«Querido Carlos…».
Estaba en la cocina cuando oí gritos.
—¡Laura! ¡¡Laura!! ¡¡LAURAAA!!
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿Qué?
—¡¿ESTÁS SORDA?!
—Perdona, un momento, es el extractor, ahora lo apago. Ah, hola, darling. ¿Qué pasa?
—¡HUELE TODA LA CASA A FRITANGA! ¿NO PUEDES CERRAR LA PUERTA, POR EL AMOR DE DIOS?
—Bueno, Étienne, perdona, tienes razón, pero tampoco hay para ponerse así, ¿no?
¡Blam! Portazo.
Cerré la puerta, volví a encender el extractor, abrí la ventana y continué friendo pollo para la cena, suspirando.
De mi diario:
He enviado a Carlos el email que he estado escribiendo mentalmente toda la noche, en un duermevela, poniendo final a lo que no llegó a tener principio. He hecho bien, estoy total y absolutamente segura de que he hecho bien. Y ahora, la segunda parte: tengo que hacer eso que las revistas femeninas llaman «salvar mi matrimonio». Sin dramatizar: no creo que esté realmente en peligro, pero… ¿cuánto tiempo hace, por ejemplo, que Étienne y yo no vamos al cine?
—Pues ya que preguntas… la nueva de James Bond.
Me tengo que dejar de prejuicios, pensé. Nunca había visto una película de James Bond, pero seguro que eran entretenidas. Y además la película era lo de menos, lo que yo quería era que saliéramos una noche juntos.
Viernes por la noche. Dejamos a los niños con Mercedes. Fuimos en coche al centro comercial. Aparcamos. Subimos a las salas de cine. Entramos.
Al cabo de media hora de bombas, rehenes, paracaídas, cianuro, hoteles de hielo, rayos láser, ametrallamientos, cadáveres, cascadas, diamantes, catanas, helicópteros, espadas gigantes, puñetazos, mujeres exóticas desnudas, aerodeslizadores, lanzallamas… murmuré al oído de Étienne que prefería esperarle fuera.
Temblando, con la garganta seca y el corazón latiendo como un tambor, me metí en la primera cafetería. Sabía que no iba a dormir bien esa noche. Ni muchas de los meses siguientes. Que los chillidos y jadeos de los torturados, la noticia de la muerte violenta de un hijo, el cadáver con diamantes incrustados en la cara, me iban a perseguir en cuanto se apagara la luz.
Étienne salió una hora y media después. Impasible.
—¿Qué te ha parecido? —grité.
—C’est pas trop mal.
Era una frase que últimamente, ahora me daba cuenta, usaba para todo. ¿Qué tal te ha ido el día? Pas trop mal. ¿Cómo están tus padres? Pas trop mal. ¿Qué te ha parecido mi novela? Pas trop mal… Pero no podía ser, no podía ser que solo le hubiera parecido que «no estaba mal», que no hubiera sentido nada, que…
Étienne miró su reloj:
—Date prisa, que nos quedan diez minutos para no tener que pagar una hora más de parking.
Martes. ¿Hice bien enviando ese email a C.? Ay, dios mío… ahora me arrepiento. No, no me arrepiento. Pero se me ha hecho tan larga esta semana sin noticias suyas… ¡Qué tontería! Sé muy bien que no es por él; es solo por huir de aquí… Soy injusta.
Jueves. ¡Me ha escrito! Me dice que estaba de viaje; sospecho que es mentira, que solo guardaba silencio para obligarme a echarle de menos. Y lo ha conseguido.
Martes. Obsesión. Placer y dolor… ¿Vale la pena empezar algo que evidentemente no puede terminar bien? Yo tengo marido y él tiene novia… No lo sé: no veo más allá de una escena imaginada una y otra vez hasta el agotamiento… Alivio y decepción mezcladas cuando esta obsesión, con su desasosiego, remite.
Viernes. Conocer otras voces, otros ámbitos… Necesidad de abrir el abanico de las experiencias, tan limitado en mi vida de estos últimos años; también como novelista… La verdad es que a mí misma me parece hipócrita esa justificación. Pero por encima de todas esas consideraciones, arrasándolas, un huracán: mi deseo de seguir adelante con esta historia es feroz. Y eso que no me hago ilusiones. La razón sabe lo que sabe, aunque deje suelta a la loca de la casa.
Lunes. Aclarado el misterio de la tal Mónica. Es una novia intermitente, lo dejaban, volvían, lo dejaban… y ahora me dice que lo han dejado de verdad. Y yo no sé qué pensar. Casi prefería que tuviera novia, como una garantía de que esto nuestro, sea lo que sea, no es más que pasajero.
Martes. Parte de guerra. Una obsesión de una intensidad que me asusta. La razón me muestra que C. es solo el desencadenante: no tanto objeto, como pretexto. Lo que me asusta es el abismo de nostalgia, de afán de placer y de irresponsabilidad y alegría e incertidumbre, seducción y excitación, que su aparición ha revelado de golpe. Hace veinte años me habría creído enamorada. Ahora sé que no (¡si solo le he visto dos veces en mi vida!), que solo me gusta y me intriga y me divierte.
Ni siento remordimientos —claro que, por ahora, no hay de qué— ni lo veo como una pequeña venganza; simplemente me parece preferible la componenda, el pragmatismo, que un empeño, el de la fidelidad absoluta y eterna, no imposible, pero sí tan difícil que no creo que sea bueno ni siquiera para la pareja.
Jueves. Ha llegado el momento inevitable: C. ha dado el paso. Me invita a cenar el viernes de la semana que viene. Muy cerca de su casa. De esa buhardilla de la calle Martín de los Heros que imagino como un escenario de ópera y que se ha convertido en el escenario de mis sueños.
—El viernes de la semana que viene estás en Madrid, ¿verdad?
—¿El viernes? El viernes… déjame ver… Sí, llego de Milán por la tarde. ¿Por qué?
—Me han invitado a dar una conferencia en Sevilla y no podré volver en el día.
Si me preguntaba: «¿Con tan poca antelación?», explicaría que habían invitado a tal pero que en el último momento, por enfermedad… Tenía también preparado todo lo demás: el título de la conferencia, la entidad organizadora, cuánto me iban a pagar… Solo si me preguntaba en qué hotel me iba a alojar, diría que en ese detalle no me había fijado.
Pero Étienne no me preguntó nada.
Esa noche me gustaba la casa. El gran salón en penumbra… solo una lámpara que iluminaba, como protegiéndola, aislándola del mundo, la mesa puesta para tres, la gran mesa extensible cuyo nombre, Anaconda, me hacía reír. Me imaginaba la mesa enroscándose a mi alrededor, ofreciéndome una manzana.
Una sensación de secreto. El silencio. La grata temperatura de la noche de abril. Del jardín, por la puerta vidriera abierta, llegaba un olor a rosas.
Silvia y Paula llegaron juntas.
—Qué bonita tenéis la casa. ¿Es nueva esta alfombra? ¿Qué es eso que huele tan bien?
—Lo veréis cuando os lo sirva.
—¿Y Étienne? ¿De viaje?
—Sí, en Lisboa. —(No me habría atrevido a decir en voz alta lo que les iba a decir con Étienne a menos de mil kilómetros de distancia).
—¿Has puesto la mesa? Te podríamos haber ayudado.
—¿Podremos ver a los niños?
—Lo siento, no lo pensé, ya están acostados. —(Me di cuenta en ese momento de por qué lo había hecho: permitir que los niños saludaran a mis amigas, sabiendo para qué las había convocado yo en casa, me habría avergonzado).
Saqué de la cocina el carrito con la cena: crema de coliflor, tarta de tomate y queso, mousse de chocolate. Me había pasado la tarde en la cocina, tan feliz que intentaba ocultarlo, para que a los niños no les pareciera raro. Me sentía como si estuviera conduciendo un Ferrari a doscientos por hora, derecho al precipicio, pero borracha de velocidad, de viento, de alegría.
Cerré con cuidado las puertas: la que daba al recibidor, la que daba al office y a la cocina. Paula y Silvia, que habían salido al jardín a fumarse un cigarrillo, entraron. Cerré con cuidado la puerta vidriera.
—Bueno, ¿qué es eso que nos ibas a contar? Nos tienes intrigadas.
Tomé aire. Mis amigas me miraban expectantes. Bajé la voz:
—Un día, en enero, volvía yo a Madrid en tren después de dar una conferencia en Ciudad Real…
—Estáis muy calladas…
Ay, dios mío… Qué cara ponían las dos, por dios…
—No me asustéis… ¿Tan mal os parece?
Paula parecía dudar. Paula siempre había sido más de manga ancha, más viva la virgen. Silvia, en cambio, era tan recta… Por un momento la odié: ¿recta?, ¿o puritana?… En todo caso, era todo culpa mía: ¿quién me mandaba a mí contárselo? ¡Demonios! ¡Que se fueran ya!
—¡Si es una tontería! ¡Si no pone nada en cuestión!
Es que vosotras nunca habéis tenido una pareja tan larga, pensé con despecho. Qué fácil es no aburrirse cuando solo vives con el mismo, te acuestas con el mismo, hablas de cochecitos y topes de puertas con el mismo, durante cinco años. O no hablas nunca de cochecitos porque no tenéis hijos. Qué fácil es no entender el adulterio cuando cambias de pareja cada cinco años.
Pero eran mis amigas. Mis confidentes, mis consejeras. Las únicas. Tenía que escucharlas.
Ah, qué alivio, Paula sonreía…
¿O era la media luz lo que me lo hacía creer?
—¿No me queréis decir qué os parece? ¿Os parece mal y no queréis decírmelo? No sé, chicas, os creía más… liberales.
¿Sonreía Silvia?
—¡Si es una tontería! ¡Si total, por unos cuantos polvos…! Étienne no se va a enterar.
Silvia sonreía, sí. Pero yo la conocía lo bastante como para saber que era una sonrisa forzada. Diplomática.
¿Diplomacia? ¿Desde cuándo Silvia tenía que usar diplomacia conmigo?
—No es que me parezca mal, Laura. Me parece… previsible.
—¿Previsible? ¿Cómo, previsible? ¿Por qué, previsible, por qué dices eso? ¿Qué quieres decir, previsible?
Silvia echó los hombros, casi imperceptiblemente, hacia atrás. Guardó silencio. Me volví hacia Paula. También callaba. ¿Se habían puesto de acuerdo o qué, maldita sea?
—¿Me lo queréis decir, sí o no?… Perdonad, sé que me estoy poniendo agresiva. —Me escocían los ojos. Que me digan lo que sea y se vayan de una vez, pensé.
—Hace tiempo que lo tuyo con Étienne… En fin, es solo mi opinión, pero creo que hace tiempo que lo tuyo con Étienne se terminó, aunque por fuera no se note.
¿Que lo mío con…? Ni hablar. Lo mío con Étienne era el amor de mi vida, punto.
—¿Qué tienes pensado, Laura? —me preguntaba ahora Paula, con tacto. ¿Tacto? ¡Vete al cuerno! Pero no, claro… Hice un esfuerzo.
—En realidad…
Callaron las dos para escucharme.
—En realidad, lo que he pensado…
No había pensado nada. Improvisaba.
—Es verdad que Étienne y yo hemos estado mal últimamente. Cuatro años viviendo él en Lisboa de lunes a viernes… luego, meses y meses peleándonos por si íbamos o no a vivir a Washington… Yo necesitaba distraerme —«¿Lo entendéis, no?», iba a preguntar, pero no lo dije—. Pero ya está. Esto es lo que he pensado. —Se me estaba ocurriendo en ese instante; me pareció una buena idea—. Cada año, en junio, celebramos nuestro aniversario de boda. Esta vez… será por todo lo alto. De hecho ya lo tengo bastante pensado, tengo varias ideas… —Que no me preguntaran cuáles—. Pediré a mis padres que vengan a quedarse con los niños y haremos algún viaje, y entonces terminaré con Carlos.
—Buena idea —aprobó Silvia.
¿Era una impresión mía… o me estaba mirando con escepticismo?
Paula carraspeó. Me volví hacia ella.
—¿Y no has pensado otra posibilidad?
—¿Otra posibilidad? ¿Cuál?
—¿De verdad no lo has pensado? ¡Carlos!
Me quedé en blanco.
Ahora que Paula lo decía… Sí, era cierto que Carlos, de vez en cuando, me preguntaba si dejaría a mi marido por él… pero lo decía en tono de broma, y yo le contestaba también en tono de broma, porque, de verdad, nunca me lo había pensado seriamente.
Étienne estaba leyendo una revista.
—Darling… he estado pensando.
—Mmm… —Étienne no levantó la cabeza.
—En junio ya sabes lo que celebramos…
Recordé que a Étienne le irritaba esa manera mía de hablar, haciendo pausas para incitarle a intervenir, a completar mis frases. Me corregí rápidamente.
—Ya sabes, es el aniversario. ¿Has pensado algo?
Ay… me había salido un tonillo… un poco acusador, como diciendo: «¡A que no has pensado nada! ¡Pues yo sí!». Podía haber dicho, con entusiasmo: «Es nuestro aniversario y ¿sabes qué he pensado? ¿Te acuerdas de que hace muchos años, cuando todavía no vivíamos juntos, pensamos en visitar Budapest pero no llegamos a hacerlo? ¿Por qué no lo hacemos ahora? Un fin de semana en Budapest, en plan enamorados…».
¿Entusiasmo? Un tono pueril, más bien, de niña dando saltitos. Y si le decía que hasta había mirado vuelos y hoteles… parecería una imposición, ¿no? Tenía que ir paso a paso.
Él seguía enfrascado en su revista. ¿Qué revista era? Me fijé en el título: Votre Argent (Su Dinero). Recordé las que yo hojeaba a veces en la peluquería: «Reavivar la pasión… Una lectora nos cuenta… Una cena aux chandelles… (Velas aromáticas. Jazmín, rosa, canela, sándalo, mandarina. 7,99 euros). La lencería más sexy… (Tangas, picardías, bodis, ligueros. Cuero, vinilo, látex. ¡Hazle perder la cabeza! A partir de 14,99). Una noche loca con… ¡tu marido!».
—Pues yo sí. He pensado que podríamos pasar un fin de semana en… no sé, alguna ciudad de Europa, o…
—¿Y los niños?
—Bueno, los niños… podríamos pedirles a mis padres que…
—No me gusta que tus padres estén en nuestra casa.
—Pues los llevamos a Barcelona.
—¿Tres billetes de avión? Porque tú les tendrás que acompañar. Tres billetes Madrid-Barcelona, y dos billetes para nosotros para ir a no sé dónde…
Para otras cosas tenemos dinero, pensé, rabiosa. Pero el dinero lo ganaba él: él decidía. Y desde lo de Washington, me decía a todo que no.
De pronto, ante el ceño fruncido de Étienne, todo el plan me parecía una cursilería espantosa. «Una escapada romántica… Diez trucos para sacarle partido a tu pelo… Las mejores recetas de melón…». No, mejor algo más sobrio. Algo, simplemente, que nos permitiera hablar. Replantearlo todo. Hacer tabla rasa. Volver a ser les amoureux qui s’bécotent sur les bancs publics… Y al día siguiente dejaría a Carlos.
—Muy bien —dije firmemente—, olvida lo del fin de semana. Salgamos a cenar, hace mucho que no lo hacemos.
—¿A cenar? —dijo Étienne, sin entusiasmo.
—A cenar, a un restaurante. —¿Por qué tenía que repetirlo? Que hasta algo tan sencillo le suscitara dudas me parecía increíble—. ¿Dudas? ¿Qué dudas?
—S… s… sí… vale… a cenar —dijo Étienne—. Con los niños, ¿no?