El hombre sentado en un banco.
Puigcerdà, septiembre de 1985
«Una cosa te quería preguntar… Esto… ¿tienes intención de…?».
No, no, ni hablar. No podía hacerle la pregunta así, poniéndole la pistola en el pecho, entre dos caladas de porro después de hacer el amor. (Que no había sido nada del otro mundo… Pero eso ya lo pensaría luego. Ahora tenía que concentrarme en la pregunta). Aquel sábado de septiembre de 1985 era un momento importantísimo de mi vida, muy delicado, y no podía arriesgarme a equivocarme.
Desde por la mañana, en la estación de Puigcerdà, esperando descubrirle entre los pasajeros, me daba vueltas en la cabeza la pregunta. Era fundamental, una condición sine qua non, la clave de bóveda de nuestro futuro. Si me decía que no —o me decía que sí, pero yo le veía vacilar, si sospechaba que mentía…—, todo eso que había empezado a construir en mi imaginación se derrumbaría, y yo me volvería ipso facto a Barcelona. O tal vez no, tal vez no diría nada, procuraría pasar un fin de semana agradable, sin más, sin que se me notara el escozor en los ojos, la tos por el polvo de los cascotes, el dolor en los tímpanos por el estruendo que solo yo habría oído; y el domingo por la tarde me despediría de él en la estación sonriendo (enfriada del todo la emoción con que me había arrojado en sus brazos el sábado por la mañana, pero sonriendo: todo muy controlado y europeo, nada de expresividad latina, nada de llanto y drama), y al llegar a Barcelona le escribiría diciéndole lo que se dice en estos casos: que había sido muy bonito, pero que no estaba segura de querer comprometerme… que era todo muy difícil, ¿verdad?, viviendo él en París y yo en Barcelona… que mejor quedarnos con el buen recuerdo de los meses que habíamos pasado juntos en Inglaterra…
Echado junto a mí, desnudos los dos, en el cuarto de la pensión, a la luz dorada del final de la tarde, Étienne callaba. Otra cosa que había olvidado de él y recordaba ahora: lo callado que era. Y lo que me gustaba ese rasgo suyo. El hombre impasible, imperturbable. Todo está bien, decía su silencio. No hay nada que decir, nada que objetar. El mundo está bien hecho. Todo está bajo control. Y yo me sentía tranquila y confiada, como una niña pequeña de la mano de su padre.
Pero me faltaba, me seguía faltando, esa pieza en el rompecabezas: la pregunta. Me faltaba una respuesta que llenara ese hueco. En la habitación sencilla, esquemática: cuatro paredes y una cama —como para simbolizar lo esquemático del momento: un hombre, una mujer, el futuro—, yo imaginaba maneras de abordarla, diálogos: «¿Quieres una calada?… y por cierto…». ¿Qué? «Esto… casi hace frío, bueno, es normal, estamos al pie de los Pirineos… con el calor que hacía en Barcelona, ¿y en París, qué tiempo está haciendo?… Y, por cierto, te quería preguntar…». ¿Qué? «¿A qué hora quieres cenar, a la francesa o a la española?». «Cuando tú quieras». «Sí… esto…, para decidir si seguimos o no, tengo que saber…». No; «tengo que saber» suena muy imperativo. Mejor: «querría»… mmm… «me gustaría»…
No. Mejor no. Ya iría viendo. Es que, si se lo preguntaba directamente, podía cerrarse, como se cerraba, a ojos vistas, mi amante casado, años atrás en Barcelona (me fui a Inglaterra huyendo de él) cuando sentía que yo quería algo de él. Se le contraía la cara, fruncía el ceño; los ojos, desconfiados, se achicaban… Pero mi amante casado, por lo menos, no engañaba. Podía llegar a mi casa muy contento y contarme, antes de meterse conmigo en la cama, que estando en un café esa misma tarde había sentido una mano suave en su cuello, se había vuelto, era su médica de cabecera, a la que hasta entonces solo había visto en la consulta; habían charlado un momento y se había quedado con su teléfono… (¿Y yo qué cara pongo?, pensaba yo estupefacta. ¿Protestar? ¿En nombre de qué?… Si protestaba, se vestiría y se marcharía, así de sencillo. Encontraría a otra que llevarse a la cama… Yo terminaba poniendo cara de póquer. Él creo que ni siquiera se fijaba).
De Étienne, en cambio, me gustaba todo. Un chico de mi edad (mi amante casado era mucho mayor), sano (el otro fumaba sin parar), sonrosado (la piel enfermizamente pálida del otro, sus duros ojos negros, su pelo como acero…), con olor a jabón, a aftershave, a amanecer en el campo (el otro olía a tabaco; su boca sabía a sal, por el litio de los antidepresivos)… Un chico inteligente y serio, que acababa de licenciarse en la École Polytechnique, un chico con futuro.
Mientras aspiraba el canuto (iba a tener que dejarlo si seguíamos juntos; Étienne no decía nada, pero yo percibía que no le gustaba), le miraba a hurtadillas. ¿Se podía ser así: tan sereno? ¿Vivir como él? Sin vacilaciones, sin altibajos. Sin carcajadas, sin lágrimas, sin angustia. Sin estallar, sin subir a las nubes, sin caer en pozos… ¿Podía ser todo tan fácil, tan simple? Un hombre. Sin trastienda, sin truco, sin doble vida. Un hombre bueno.
Pero no, yo no estaba del todo tranquila. ¿Y si se guardaba cartas en la manga?… Quizá si se lo preguntara indirectamente… O si me limitaba a dejarle hablar de sus amigos, los de la École Polytechnique: Mathieu, Raphaël, Guillaume, Jérémie, y de sus parejas: Raphaël y Raïssa, Guillaume y Liliane, Jérémie y Margot… quizá saldría el tema. Y me habría gustado preguntarle sobre sus padres, pero cómo iba a ser tan indiscreta…
¿Y abordarlo como algo abstracto, general? «¿Tú qué piensas de… qué piensas sobre…? ¿Qué te parece la…?». Porque lo que no podía era preguntárselo así por las buenas: «¿Tienes intención de serme fiel?». Menuda ingenuidad, ¿no? Como los impresos para solicitar visado de Estados Unidos: «¿Tiene usted intención de cometer actos terroristas en territorio americano?». Además, ¿no iba a conseguir lo contrario de lo que quería? Todas las alarmas encendiéndosele, luces rojas, algarabía de timbres y pitidos: ¡una mujer quiere atraparme! El terror de todos los hombres. ¿O no todos? Quizá solo los malos, yo me entiendo. Los hombres retorcidos. Aquellos con los que hay que tomar precauciones: «En mi casa no entra una chacha que no sea…». (Me gustaba saber que los padres de Étienne no tenían criada. Madame Kaminski ponía la lavadora, monsieur Kaminski pasaba el aspirador. Compraban la comida preparada y la ropa que requería plancha la llevaban a la tintorería). Los escurridizos, los que no se casan con nadie, aunque pasen por la vicaría o el registro civil. Los coleccionistas de mujeres, como mi amante casado. Hombres-serpiente: buenísimos en la cama, pero peligrosos como boas.
Puigcerdà, septiembre de 1985: el momento-bisagra, la frontera. Ya está, se acabó la etapa de estudiante, o de profesora ayudante de español en Inglaterra, que venía a ser lo mismo: un empleo temporal, un pretexto para alargar la vida alegre… Ahora tocaba sentar la cabeza, como dicen. Buscar un trabajo de verdad (¡qué miedo!), buscar piso (¿en qué ciudad, en qué país?), pagarse los propios gastos (¿cómo?, si salta a la vista que son imposibles de cuadrar con los ingresos), definir una vida (¡socorro!, ¿por dónde empezar?).
Y he aquí que al despedirme de Étienne en Inglaterra, al ir a separarnos, porque yo iba a volver a Barcelona y él a París, he aquí que se nos ocurrió… ¿y si volviéramos a vernos?
Por si acaso. Por si, por si… Un fin de semana juntos, después del verano. ¿Dónde? Ni en Barcelona ni en París: en Puigcerdà, al pie de las montañas que separaban nuestros dos países. Sería el final de una pequeña historia… o el principio de una grande.
Bueno, en realidad… No sería una historia, sería la historia. La Historia con mayúscula, la que en el fondo (esto que quede entre nosotros) siempre pensé que llegaría. (¡Bajad la voz!). Porque la vida no podía ser eso a lo que yo estaba volviendo en Barcelona, cerrado el alegre paréntesis inglés. Los horribles atardeceres líricos vistos desde un cuchitril con olor a cañerías, en la penumbra tristona de un domingo por la tarde, y el pensamiento insoportable: ¿eso era todo?… (Étienne, en cambio, ¡con qué confianza contemplaba el futuro!). Constatando la indiferencia del mundo. Garabateando números en libretas, en hojas sueltas, en dorsos de sobres, en servilletas de papel. (Y creíamos que la vida iba de amor y de amistad, de ideales y de literatura…). Esforzándote en seguir creyendo, como mandan los cánones —los libros de autoayuda, los anuncios de Coca-Cola—, en cualquier cosa. En la que en realidad has dejado de creer. ¿Por qué? Porque tienes ojos en la cara.
Sí, en el fondo (pero es un secreto) siempre esperé que esa vida mía solitaria no sería para siempre (¡no me asustes!), no iba realmente en serio; que se terminaría… ¿cómo? (Ay, qué ridículo, quita, quita. ¿De blanco? Pero ¿es que alguien de mi quinta puede casarse de blanco sin que le recuerde aquel anuncio? ¿Os acordáis? Se veía a una novia, joven-guapa-radiante, claro, avanzando por el pasillo de la iglesia y, mientras sonaban los acordes de la Marcha nupcial de Mendelssohn, una voz entonaba con gran solemnidad: «Laaa-ve / su ropa con Persil»…).
La Historia, en realidad, estaba escrita. (Pero nadie lo decía). Solo mis padres —los padres, en general— hacían como el niño con el emperador. Cuando habías terminado de contarles tu profesión (tan poquita cosa, entre nosotros), tu sueldo («para los cafés y los taxis», resumió una vez mi padre), tus viajes, tus amistades, tus aficiones, tus proyectos… preguntaban: «Y de novios, ¿qué?». Solo le faltaba el principio, la primera escena; las demás nos las sabíamos de corrido. (En lo que no habíamos pensado era en el final). El principio, la localización («Exterior, día. La escena se desarrolla en…»), y, claro, el coprotagonista. (¿Cómo? ¿Un final, dices? ¿Es que va a tener final?).
Exterior, día. La escena se desarrolla junto a un lago, a finales de verano, en Puigcerdà. Suave luz dorada. Chopos, abetos, sauces. Nubes reflejándose en el agua. Al otro lado una mansión, en forma de pequeño castillo, pintada de rojo oscuro. Al fondo, majestuosos, los Pirineos. (Todo como está mandado. Inmejorable. Con violines y puesta de sol).
Sentados en un banco, como en la canción de Brassens: «Les amoureux qui s’bécotent sur les bancs publics / Bancs publics, bancs publics…», al borde del agua, una chica y un chico se besan y charlan, abrazados.
«Ils se tiennent par la main, / Parlent du lendemain…». Se cogen las manos, hablan del mañana…
Ella habla de su sueño de ser escritora. (Ser escritora. Sí. Pero ya no bastaba seguir soñando, ahora tenía que encontrar la manera de hacerlo. Me tenía que ganar la vida). Él, del Mont Blanc.
Ella habla del libro de relatos que ha empezado a escribir. Él, de su búsqueda de trabajo. Ofertas y más ofertas, solo tenía que elegir. (Por el momento, gracias a una amiga, yo estaba dando algunas horas de clases de inglés en una academia, en un sótano con olor a pipí de gato).
Él sigue hablando del Mont Blanc. De su ídolo, el alpinista Messner. Del Mont Blanc, el Matterhorn, el Kilimanjaro, el Everest… Quiere escalarlos todos. (Era tan tranquilizadora esa simplicidad de Étienne: su deseo, subir. De abajo arriba, en línea recta. Un pico detrás de otro. Un cuatro mil, un ocho mil. Esa fuerza suya, esa claridad, que tenía algo de inocencia. Yo vivía en un laberinto y necesitaba desesperadamente a alguien que desde fuera sostuviera el hilo que me permitiría explorar, pero volver, no perderme).
Él se ríe contando cómo las empresas se lo disputan. (Yo acababa de tener una entrevista con una editorial que buscaba a una persona que revisara traducciones. Era un trabajo ideal, de ocho a tres, que me permitiría escribir por las tardes. Pero dudaba mucho de que me lo dieran).
Él menciona de paso los sueldos que le ofrecen. Tres mil francos, cuatro mil, cinco mil… Ella traduce a pesetas y le da vértigo. (¿De ocho a tres? Seguro que luego, a la hora de la verdad, era todo el día. Nadie te paga un sueldo decente si no te entregas a la empresa en cuerpo y alma. Y si te entregas en cuerpo y alma, ¿qué cuerpo y qué alma te queda para la escritura?).
Él habla de trabajar para multinacionales, de vivir en distintos países. (Escritora, suena bonito, pero ¿y si fracasaba?… Mejor que Étienne no se interesara mucho por mis cosas. Étienne, ya me estaba dando cuenta, era alguien que no hacía preguntas. No le gustaban las preguntas. Cuando observé que me había dicho el nombre de las mujeres de todos sus amigos menos de Raphaël y quise saber si alguna vez había tenido novia, Étienne se encogió de hombros: «Je sais pas, c’est sa vie privée», no sé, es su vida privada). Tampoco me preguntaba nunca por mi escritura. (Buena idea echarme un novio francés que no sabía una palabra de español, así no podría leer lo que yo escribía, y no estaría pendiente de mí como mi padre, del que nunca terminaba de saber si quería que yo tuviera éxito, para presumir de hija, o si no soportaría mi éxito porque le haría sentirse fracasado).
Con su trabajo y su buen inglés, dice él, podrán elegir. Berlín, Ámsterdam, Milán, Nueva York, Singapur… El mundo se abre como un maravilloso abanico, y no hay más que alargar el dedo y señalar. Ella se imagina escribiendo frente a una ventana por la que se ven rascacielos, o canales. Él dice que algún día le gustaría comprar un velero (a ella le parece que debe de ser carísimo, pero no dice nada) y dar la vuelta al mundo.
«Ils se voient déjà doucement, / Elle cousant, lui fumant, / Dans un bien-être sûr…». Ya se ven, dulcemente, ella cosiendo, él fumando, en un bienestar seguro. Et choisissent le prénom de leur premier bébé. Qué nombre tan bonito, Étienne. Sus padres eran novios desde los quince años: se habían conocido en el instituto. Con cuánto respeto hablaba Étienne de sus padres… y al mismo tiempo, una especie de distancia, casi de desinterés, que yo envidiaba.
Él llevando el timón, ella escribiendo sobre una mesita bajo un ojo de buey… (Pero entonces, ¿para qué estaba yo intentando conseguir un puesto en una editorial?).
Ay, dios mío, ¿quién era yo? ¿Una intelectual asexuada que lee a Horkheimer y debate sobre la Escuela de Frankfurt, como con mi novio filósofo? ¿Una amante, con medias negras y sandalias de tacón de aguja, siempre a punto para follar y nada más que follar, como con mi amante casado? ¿Una esposa-y-madre encerradita en casa con los niños y el aspirador, mientras su marido busca la diversión en otra parte, como las amigas de mi madre?… ¿Entonces?
¡Ay, yo qué sé! Lo único que yo sabía, sentada con Étienne en ese banco (banco, banco… esa palabra me recuerda algo…), era que me gustaba tener a mi lado a un hombre que, él sí, sabía lo que quería. (Vivir a la sombra amorosa de un hombre como un gran árbol. Ser su acompañante, su —bajad la voz— mujercita adorada —¿he dicho yo esta cursilería?—).
Escalar montañas. (Yo a eso no podría acompañarle, sufría de vértigo). Montañas o puestos en la empresa. Como monsieur Kaminski, que a los quince años trabajaba junto a su padre en la mina, y ahora era alto ejecutivo, muy alto. «¡Un poco más y tiene que pagar el impuesto de las grandes fortunas!», se reía Étienne. Su madre era secretaria de dirección. («¿Son felices juntos?», quise saber. Y Étienne, como desconcertado por la pregunta: supongo que sí. Como si no se le ocurriese ningún motivo por el que una pareja pudiera no serlo. Esa ignorancia para mí era un bálsamo).
El hombre impasible. El metro de platino iridiado, el pivote alrededor del cual girar, hacer eses, espirales, sin perder de vista dónde estaba el centro. La mano que sujetara el cordel para que yo pudiera volar como una cometa.
Qué sencillo era todo con Étienne. Era un hombre, sencillamente un hombre, un hombre bueno. Y si él era un hombre, yo era una mujer: no había que darle más vueltas. Solo tenía que atreverme a hacerle la pregunta.
A media tarde dejamos el banco (banco, banco… no, no consigo acordarme) y nos fuimos a la pensión. A la habitación. A la cama.
No recordaba, pensé secretamente, al terminar, que hacer el amor con Étienne fuera tan soso. Breve y mudo. Aséptico. Técnicamente perfecto, pero tan insípido… (¡Qué diferencia con mi amante casado!). Pero en vez de desilusionarme, eso me tranquilizó. Un hombre al que el sexo no le interesaba demasiado no me convertiría ni en una amante clandestina, ni en la esposa que hay que tener en casa para que la cena esté a punto y los niños bañados cuando vuelves de acostarte con tu amante. No me haría disfrazarme con medias y ligueros, no se lavaría para quitarse mi perfume en cuanto se levantara de la cama, no me contaría que se estaba ligando a su médica. Si el precio era la insipidez, lo pagaría con gusto.
Yo, en fin, lo tenía decidido. Quería casarme con Étienne. La única condición, la única prueba que quedaba por pasar, era la pregunta. Y no le di más vueltas; se lo pregunté tal cual, a bocajarro: «¿Tienes intención de serme fiel?».
Él respiró hondo y contestó: «Escucha, Laura: yo cuando me comprometo, me comprometo».
(De pronto me viene el recuerdo que se me escapaba. El diálogo que tuvimos muchos años después. «Tu te rappelles», dije yo, «cet après-midi à Puigcerdà, quand nous étions assis sur une banque?», ¿te acuerdas esa tarde en Puigcerdà, cuando estábamos sentados en un banco? Y Étienne me corrigió sonriendo: «Un banc». Él no se dio cuenta, pero yo me sonrojé hasta la raíz del pelo… En vez de banc: asiento, yo había dicho banque: empresa que realiza operaciones financieras).
Dos años después empezamos a vivir juntos, y al cabo de otros dos nos casamos. (Sube el volumen de los violines, se hacen más moradas las nubes, más rosado y amarillo el cielo, aparece la palabra FIN… El público saca los pañuelos de papel).