Ganas de tocar el campano.
Madrid, 1998

—¿Cuándo nos pondremos en serio a buscar el segundo?

La luz entraba a raudales por los balcones. Abajo, el rectángulo inclinado de la plaza, con acacias y farolas. La paz pueblerina de la calle del Pez, tan escondida. Las fachadas ocres, los balcones de hierro, las persianas verdes de listones de madera, los tejados… Las altas, hoscas paredes del convento y, en lo alto, tres ventanas con arco de medio punto. El tañido de su campanita…

¿Ahora ocuparme de tener otro hijo?

Orden del día. Punto primero: lectura y aprobación, si procede, del acta de la reunión anterior. (No era su culpa, mi marido era un ejecutivo, estaba acostumbrado a trabajar así: objetivos, plazos, resultados. Business plan). En la reunión anterior se decidió que íbamos a tener otro hijo. (Ah, ¿sí? Yo no lo tenía tan claro). Se aprobó un business plan. Que informe la señora vicepresidenta de su gestión. ¿Qué ha hecho en aplicación del business plan?

(Pero era tan bonita, tan suave, tan lista y divertida nuestra hija… Y era tan tierno, me emocionaba tanto, que Étienne quisiera tener conmigo, compartir, crear y criar entre los dos, a otra personita. Eso era el fondo, lo demás solo era la forma, el revestimiento, no tenía importancia).

España, años noventa. Todo el mundo, hasta los jóvenes —esos que antes, por definición, eran revolucionarios—, hasta los artistas —esos que antes, por definición, eran bohemios—, se había convertido en empresario de sí mismo. «Si llega la inspiración, que te coja trabajando», era la nueva consigna. Todo el mundo trabajaba, comía sano, trabajaba, hacía ejercicio, había dejado de fumar, trabajaba, trabajaba, trabajaba. Se fijaba objetivos y plazos, invertía bien su dinero, se relajaba yendo de compras. Todo el mundo tenía un business plan.

¿Cómo debían vivir las monjas? Felices, ensimismadas. Sin business plan. Flotando en el mundo irreal de la clausura. Disfrutando de la luz, de la vista de las acacias y del cielo azul. Del tacto de sus hábitos, del de la vieja madera de las puertas. De la penumbra fresca, del silencio. Del olor a incienso, a la cera de las velas, a flores un poco pasadas. (Otra vez sangre, leche, caca. Otra vez acunar, consolar a alguien que llora. Otra vez manos de monito aferrándome, otra vez una diminuta cara de felicidad total, acurrucada contra mí. Sí, yo también quería tener otro).

Otro hijo. Con lo tranquila que estaba yo. Después de cuatro interminables años de pruebas y tratamientos… después de los nueve meses de embarazo… del parto… del caos de los primeros meses… Ahora que todo empieza a estar encauzado, ahora que la niña va a la guardería… ¿No me lo puedo pensar un poco más? ¿No podemos dejarlo al azar? ¿No podemos irnos al cine?

«¿Otro hijo?», exclamó mi amiga psicoanalista. «¡Pero si ya con uno apenas os veis!».

Cierto que Étienne y yo apenas nos veíamos ya cara a cara: la niña estaba siempre en medio. Pero esa era, justamente, la nueva manera que teníamos de vernos: con nuestra hija, a través de nuestra hija. Por eso yo quería tener otro hijo.

Sí. Si Étienne quería, yo también quería. Porque era la manera de que nos viéramos más. Que compartiéramos más. Que nos quisiéramos más.

Pero ¿tenía que ser ya, ya mismo? ¿No podía pensármelo un poco más?

¿Cómo, pensarlo un poco más? ¡El reloj biológico! ¡Mira que si no tienes otro hijo y el día de mañana te arrepientes…! Cuando sea demasiado tarde, cuando te hayas quedado con una sola hija —qué aburrido, qué tristón, una niña con dos adultos, sin nadie con quien jugar—, algún día, excluida del alegre grupo de las familias de cuatro, cinco, seis miembros… ¡Haberlo pensado antes!

Bien, vale, pues adelante. Otro hijo. Manos a la obra.

El business plan de mi marido tenía forma de árbol decisional. Posibilidad 1: se produce un embarazo natural. Posibilidad 2: a falta de embarazo natural, se acude a consulta ginecológica y se efectúa tratamiento según indicación facultativa, lo que a su vez abre varias posibilidades: 2.1.: embarazo; 2.2.: gestación subrogada; 2.3.: adoptar; 2.4.: cualquier otra cosa, lo que fuese, ¡todo antes que darse por vencidos!

Tachado el apartado 1: ya había pasado un año desde el nacimiento de la niña. Estábamos de lleno en el apartado 2.

Los tratamientos eran largos, largos… y entre un tratamiento y el siguiente, había que hacer reposo. Pasaban los meses.

Un año y medio…

Dos años…

Tres años…

La niña crecía, veía familias a su alrededor, la gente le preguntaba: «¿Tienes hermanitos? ¿Te gustaría tener un hermanito?».

Tres años y medio…

Cuatro años…

Nosotros, que a nuestra hija le dábamos todo: un papá y una mamá, pijamas azules aterciopelados con estampado de estrellas plateadas, una abuela y un abuelo, patitos de plástico para el baño, un grand-père y una grand-mère, yogures de chocolate y de vainilla, una guardería bilingüe en la que se canta Le bon roi Dagobert y La gallina Turuleca, dos tías francesas, un tío catalán, una tía italiana, muchos primos, un mapache de tela a rayas azules y blancas traído por papá de Argentina que toca música cuando se le tira de la cola… ¿y le íbamos a negar un hermanito?

Tras varios tratamientos sin éxito, optamos por el último recurso: un proceso de fecundación in vitro.

Soria, noviembre de 1997. Fin de semana con mis mejores amigas de la universidad, que ahora vivían en Tenerife, en Valladolid… y una en Soria; estábamos en su casa.

Me dolía un hombro. Qué raro.

Pero era tan agradable pasear por la alameda de Cervantes… visitar la iglesia románica de San Juan de Rabanera… mirar fluir el Duero… comer cordero o cabrito en restaurantes austeros, oscuros y ruidosos, charlando con mis amigas… leer una novela con un título rarísimo: El santero de San Saturio, que era, se decía, la gran novela soriana… que procuré no hacer caso al dolor.

Por la noche, el dolor era tan agudo que tuve que ir a urgencias. Se me sacaron de encima dándome calmantes.

Unas horas después, volví: me seguía doliendo. Me dieron más calmantes.

Al llegar a Madrid, el domingo por la tarde, me vino a buscar a la estación Étienne, con la niña, y le pedí que me llevara al hospital. Y del hospital ya no me dejaron salir. Cuando la médica supo que estaba haciendo un tratamiento a base de inyecciones de hormonas (las inyecciones me las ponía Étienne, en el brazo), dictaminó que esa era la causa, aunque no supiera todavía cuál era el diagnóstico. Tal vez habría que hacerme una artroscopia. (¿Una qué? La doctora me lo explicó amablemente: anestesia general, herida abierta durante dos días, drenaje, meses de recuperación…). Por el momento, me clavaron una aguja en la mano, la sujetaron con esparadrapo y me metieron en una cama, donde me iba a quedar hasta nueva orden. Yo lloraba.

—Pero ¿cómo se te ocurre llorar delante de la niña? —masculló entre dientes Étienne, y se fue enseguida, llevándosela.

Qué lúgubre fue el día siguiente, y el otro, en el hospital, esperando a que me hicieran todo tipo de pruebas, con el gotero clavado en la mano, sin más compañía (Étienne no vino a verme) que El santero de San Saturio

¡Socorro! Me habían raptado, atado, metido a la fuerza en un zulo, un ataúd blanco, metálico, con ruidos y luces de laboratorio espacial, unos marcianos con batas blancas iban a usar mi cadáver para hacer experimentos…

Calma, calma: esto es una simple resonancia magnética, ¿qué le pasa, señora, es usted claustrofóbica?

Yo no era claustrofóbica, pero… pero ¿qué? ¡Con la de quirófanos por los que había pasado! Apendicitis, laparoscopia con anestesia general, cesárea… Y las ecografías, mamografías, histerosalpingografías… ¡Si esta era una prueba inofensiva! Sin anestesia, totalmente indolora. Mi madre, una vez que tuvo que entrar en uno de esos aparatos, pidió permiso para llevar un libro; los médicos, perplejos, se lo dieron, y ella se pasó la media hora leyendo tranquilamente Cumbres borrascosas. ¿Por qué yo me agitaba y lloraba?

«A usted le pasa algo más», murmuró la médica. Y no se refería a ninguna enfermedad de las que se detectan con resonancias magnéticas.

Volví a casa, más tranquila, al cabo de tres días: se me había pasado el dolor, no fue necesaria la artroscopia, no me pasaba nada grave; todo volvía la normalidad. El ginecólogo decidió que por el momento interrumpíamos el tratamiento de fecundación in vitro. Se podría reanudar al cabo de unas semanas.

Unos días después, una noche, estaba cenando con Étienne en la cocina, con la niña ya acostada. Hablábamos del cumpleaños de la niña: estábamos pensando, para hacer algo original, en celebrarlo en una piscina.

Yo esperaba el momento para decirle a Étienne algo que había estado pensando.

Cuando terminamos con el tema de la piscina, nos quedamos en silencio.

—Están demasiado fuertes estas lentejas —dijo Étienne—. Siempre te pasas con la pimienta.

No era pimienta, era nuez moscada, pero no quise discutir. Lo siento, dije.

Nuevo silencio.

Y por fin:

—Quiero que hablemos de una cosa.

Étienne bebía agua a grandes sorbos, para pasarse el sabor de las lentejas.

—Mira —proseguí—, he estado pensando y, ¿sabes?, prefiero no reanudar el tratamiento.

Étienne dejó el vaso y me miró estupefacto.

—La fecundación in vitro, quiero decir —aclaré.

—¿Que no quieres seguir…?

—Es que… es que estoy… (harta, iba a decir, pero lo suavicé) cansada. Primero, cuatro años de pruebas y tratamientos: extracciones de sangre, visitas a no sé cuántos ginecólogos, ecografías…

Étienne me escuchaba impasible. Inexpresivo, como un caballero medieval que se hubiera bajado la visera del yelmo y ahora no se le viera la cara.

—… Y ahora, otra vez… Otra vez pruebas, tratamientos… (Ya lo has dicho). Cada dos por tres tengo que ir a la clínica: que si ecografía, que si extracción de sangre, que si ahora tómese esto, que si ahora le inyectamos aquello, que si vuelva mañana… (Te estás repitiendo, guapa). Me cuesta trabajar, me cuesta escribir, no puedo concentrarme con tantas interrupciones.

Étienne seguía sin decir nada. Más argumentos, tenía que encontrar más argumentos.

—Me resulta inquietante esto de inyectarme no sé qué «de gran pureza», dice el prospecto… —Si no sabes qué es, entérate—. Cada dos por tres tengo que ir al hospital… muchos días, ¡incluso dos veces! —Me estaba saliendo un tonillo reivindicativo… pueril—. Sí —continué, insegura—, dos… veces… a primera hora de la mañana para el análisis de sangre y luego… otra vez por la tarde para que me inyecten no sé qué o me hagan una ecografía. La medicación me está hinchando —proseguí, vacilante. (Ya te deshincharás. Te quitaremos el tapón: prrrrrrr…, te doblaremos y te guardaremos con talco en un altillo, hasta que necesitemos otro hijo)—. Llevo mal la prohibición absoluta de hacer deporte, echo de menos el… el gimnasio, la… la piscina, la bicicleta…

Étienne seguía mirándome de hito en hito, como si yo me hubiera puesto de pronto a hablar en swahili o finlandés.

—Y ahora esto… lo de… lo del hombro, ya sabes.

No supe qué más decir y me callé.

—¿Eso es todo? —dijo él.

—¿Te parece poco? —repliqué, dolida.

—¿Me estás diciendo que renuncias a tener otro hijo porque no quieres ponerte unas inyecciones?

—¿Unas inyecciones? —Ahora era yo la estupefacta—. ¿Eso es todo lo que has entendido?

—¡Como las que me pongo yo en primavera para la alergia! —exclamó mi marido.

—¿De verdad no entiendes… —yo no encontraba las palabras— cómo puede ser que no entiendas…? ¡No quiero seguir! ¡Tiro la toalla!

—¿Tirar la toalla? ¡Eso nunca! ¡Jamás hay que tirar la toalla!

—¿Cómo que no? No depende de nosotros. Si no me quedo embarazada, no me quedo. Y entonces ¿qué?; dices «no me resigno», ¿y qué? ¡En algún momento hay que decir basta!

—¡Ni mucho menos! ¡Vamos a Estados Unidos, conseguimos óvulos, una gestación subrogada, cueste lo que cueste!

—Eso ni hablar.

—¿Cómo que no?

—Que no.

—¿Por qué?

—Porque no. Porque no quiero pagar a una desconocida para que esté embarazada en mi lugar, ni encargar un bebé como si fuera una pizza, y, en fin, porque no me… (iba a decir: no me da la gana, pero busqué otra palabra) apetece.

—Eso ya lo veremos. Ya hablaremos cuando llegue el momento. Pero por ahora vamos a seguir con la FIV, claro que sí.

—Anda, ¡qué fácil! ¡Como que no eres tú el que hace el tratamiento!

—El tratamiento lo haces tú porque, médicamente hablando, no hay otra posibilidad.

¿«Médicamente hablando»? La frase me sacó de mis casillas. Fue como si me hubieran apretado un resorte, no me pude contener, exploté:

—¡Y además…!

No tenía pensado hablar de eso, no en ese momento por lo menos, no en ese tono, yo sabía que era contraproducente decirlo así, que iba a provocar el efecto contrario al que quería, pero no sabía de qué otra manera decirlo y, de pronto, ya no soportaba callarlo ni un minuto, ni un segundo más:

—¡Nunca hacemos el amor, últimamente!

Mi marido me miró estupefacto. Pobre hombre, no ganaba para sorpresas.

—¿Y eso qué tiene que ver? —replicó.

Claro. Médicamente hablando, habíamos superado esa fase primitiva, cuando los hijos nacían de hacer el amor. Gracias a los progresos de la medicina, ahora cánulas y probetas reemplazaban, con mucho mayor porcentaje de éxitos (y más higiénico todo), los órganos de carne. Médicamente hablando, mi marido tenía toda la razón.

—¿Por qué me hablas de eso ahora? —insistió Étienne—. ¡Es como si yo me pusiera a hablar de fútbol! Y además ¡no es verdad que yo no hago nada! ¿Te crees que es agradable meterte en un cuarto de baño con una probeta y un montón de revistas porno?

—¿Qué dices? —salté yo—. ¡Cómo te atreves a comparar…!

—¡Papá, mamá! No puedo dormir.

Abrazada a su mapache, la niña había aparecido por la puerta entreabierta de la cocina y nos miraba acusadora. Rápidamente Étienne y yo nos pusimos la máscara de la sonrisa. Él se levantó, la cogió en brazos, la besó y la llevó a su habitación.

Era tan bonita, tan tierna… ¿De verdad no quería tener otro?

No era eso. No es que no quisiera tener otro. O sí… bueno, no lo sabía. Pero lo que decididamente no quería era continuar yendo al hospital, dando vueltas a lo mismo, obsesivamente, un día y otro día y otro día, vivir pendiente de las pruebas, de los tratamientos, de los resultados. No solo no quería, es que ni siquiera quería discutirlo.

Mientras Étienne acostaba a la niña, intenté serenarme, pensar con tranquilidad. Tenía un argumento irrebatible, un argumento que forzosamente pondría punto final a la discusión, y en cuanto volvió a la cocina se lo dije:

—Mira: esta decisión la tengo que tomar yo y ya la he tomado, porque —punto final, triunfante— mi cuerpo es mío.

—¿Cómo dices? —saltó Étienne—. ¿Te crees que una decisión así es de uno solo? ¿Porque «tu cuerpo es tuyo»? ¡Con ese mismo argumento, como mi cuerpo es mío, yo mañana voy y me acuesto con otra!

Aquello me dejó sin habla. No se me ocurría ninguna respuesta.

Acepté reanudar el proceso de fecundación in vitro, con la única condición de que el próximo intento fuera el último.

Hay algo que nunca le conté a mi marido. Y es que un día de julio, ocho meses después de la discusión en la cocina, subiendo de la playa del Golfet (venía de nadar, como todas las mañanas, hasta el Cap Roig: tocaba, feliz, la piedra rojiza del cabo y daba media vuelta, por el agua azul, hacia la playa), me paré en medio de la escalera y pensé algo que sabía que no le iba a poder decir a nadie.

Para entonces me había sometido a dos ciclos enteros de fecundación in vitro. Inyecciones, ecografías (ya, ya sé que ya lo he contado, incluso varias veces; pues lo vuelvo a contar), análisis de sangre, anestesias generales para extraer óvulos, fecundación en laboratorio, implantación de los óvulos fecundados en el útero…

La primera vez, en febrero, me implantaron tres. «¿Qué tal van tus tres celulitas?», me dijo Étienne al despertarnos la mañana siguiente. Me sentí tan feliz… eso era lo que yo más quería; por eso, para eso, lo estaba haciendo todo. Pero unos días después, estando en la Biblioteca Nacional… de pronto, la vieja, conocida sensación que algunas veces había sido sinónimo de alivio, de fin del miedo y la angustia; otras muchas no había significado nada, más allá del simple trámite de ir enseguida al lavabo, pero que ahora era una decepción, un fracaso, el derrumbe de un edificio de ilusiones: algo húmedo, caliente, entre las piernas.

Salí a sentarme en un banco del paseo de Recoletos. Es de mala educación llorar en una biblioteca.

Ahora estaba esperando el resultado de la segunda vez. El proceso había ido bien, habíamos vuelto a conseguir óvulos fecundados, me los habían implantado… y en unos días iba a saber si estaba o no embarazada.

Siempre que subía esa escalera, al llegar arriba, acalorada, miraba la playa… y era tan atractiva el agua, azul, verde, fresca, transparente —se veía perfectamente dónde había rocas: masas oscuras, de un tono casi violeta, y dónde el fondo era de arena: verde claro—, que me daban ganas de bajar corriendo los ciento trece escalones y arrojarme otra vez al agua de cabeza… y nadar, e irme hacia el fondo, y quedarme boca abajo un rato, vertical, sacando solo los pies, y luego dar una voltereta, sacar la cabeza, volverme a zambullir…

Y en ese momento de soledad conmigo misma me asaltó un pensamiento inconfesable. Ya no podía ocultarlo más; era este: yo no quería quedarme embarazada.

Pero ¿cómo? ¿No estaba yendo, por mi propio pie y sin que nadie me obligara, a la clínica una y otra vez? Eso que pedía a los doctores, eso por lo que se suponía que estaba luchando con todas mis fuerzas, eso por lo que estaba pagando un precio tan alto en tiempo, molestias, ansiedad, lágrimas, dinero… ¿no era lo que más deseaba en el mundo? ¿Y ahora resultaba que no lo quería? ¿Cómo, que no lo quería? ¿Por qué no lo quería?

No. No lo quería. Allí sola, sin testigos, en secreto, me confesé que no. No-lo-que-ría. (Pero entonces, ¿por qué me había deshecho en lágrimas, en febrero, sentada en un banco del paseo de Recoletos? No lo sé).

Estaba harta de que me trataran como si fuese un trozo de madera colocado encima de una camilla. Como una probeta esterilizada. Como un jarrón chino roto, que los mejores especialistas tratan de reparar, meticulosamente, con guantes, bisturíes, pegamento, microscopios, con paciencia, con profesionalidad, con los más avanzados métodos y productos. Pero un jarrón. Y yo decía en voz alta que sí, pero en el fondo era que no. Que no y que no y que no y que se fueran todos a la mierda.

Igual que, de pequeña, cuando mi madre, al darme el beso de las buenas noches, se aseguraba de que tuviera las manos encima, y no debajo, de las sábanas, y yo, aunque no entendiera el porqué, la obedecía, igual que entonces yo sería obediente por fuera; lo que tuviera dentro de la cabeza era un secreto. Nadie adivinaría los negros pensamientos que ocultaba esa inofensiva señora veraneante con sombrero, bañador y chanclas.

Unos días después tuve la regla.

Estábamos tomando un café Étienne, la niña y yo en Palafrugell. Noté lo que estaba pasando. Fui al lavabo. Al volver se lo dije en voz baja a Étienne. No hizo comentarios. Siguió leyendo el periódico. Yo también.

Esa noche después de cenar nos acostamos y yo me quedé dormida inmediatamente.

Qué bien estaba durmiendo… qué relajada, qué a gusto… hasta que noté algo; algo me despertó. Un murmullo, una agitación.

Abrí los ojos, y vi algo insólito, algo que en doce años no había visto nunca: Étienne estaba llorando.

Intenté consolarle, abrazándole, sin decir nada. Él tampoco decía nada, pero no dejaba de llorar.

Finalmente nos levantamos, nos pusimos cualquier cosa y salimos a pasear, a ver si se calmaba.

Cogimos el camino de tierra, mal iluminado por escasas farolas, que cruzaba el bosque hacia el Jardín Botánico de Cap Roig.

Se oían nuestros pasos, el murmullo del mar abajo del acantilado, y el sollozo quedo de Étienne.

Yo no sentía nada. Quizá debería consolarle, pensaba, pero él no buscaba mi consuelo, y todas las palabras que se me ocurrían sonaban prefabricadas, fórmulas baratas. Además, ¿qué consuelo podría darle, si no compartía su tristeza? La percibía, como percibía el cariño por ese hombre al descubrirle vulnerable, humano… pero era como si esos sentimientos estuvieran fuera de mí. Por dentro, solo sentía una cosa: alivio.

Llegamos a la verja del Jardín Botánico. Cerrada, naturalmente.

Dimos media vuelta. Étienne cabizbajo, abatido, como Adán expulsado del Paraíso. Yo distraída, con la cabeza y el corazón agradablemente vacíos.

Qué bien dormí, de un tirón, en cuanto volvimos a acostarnos.

Al día siguiente decidimos adoptar.

El lujoso automóvil frena ante un niño sentado en el suelo, desharrapado y aterido de frío. Baja un chófer uniformado; se dirige a una portezuela trasera; la abre respetuosamente.

Del automóvil baja un niño. Tiene la misma edad que el niño mendigo, pero va vestido con elegancia. Lleva un bulto en la mano.

Incrédulo, el niño pobre ve cómo el niño rico le entrega, sonriendo, el paquete. El niño rico vuelve a subir al coche, donde le espera, envuelta en pieles, su conmovida mamá. El niño pobre rasga el papel, descubre un suntuoso abrigo y llora de emoción, mientras el coche se aleja…

Algunas amigas de mis padres iban a cuidar enfermos desahuciados y pobres al Cottolengo del Padre Alegre, pero eso yo lo despreciaba. Me recordaba demasiado a Corazón. Diario de un niño, de Edmundo de Amicis, novela italiana del siglo XIX que debió de haber sido famosísima, hasta el punto de aterrizar en una colección de clásicos infantiles ilustrados, donde yo la leí de pequeña, y cuyo episodio culminante era aquel en que, llevado por su profunda fe cristiana y su natural bondadosísimo, el pequeño Enriquito quiere regalar a un niño mendigo su abrigo viejo, solo que es tan atolondrado ¡que le regala su abrigo nuevo! Y las damas enjoyadas que pedían donaciones contra el cáncer con una huchita en mesas petitorias me recordaban a las niñas de buena familia que en verano en El Golfet ponían un puestecito para vender conchas recogidas de la playa.

Hasta mis padres estaban de acuerdo en que «la verdadera caridad es política», como decía mi padre, citando a no sé quién (creo que a un Papa, aunque fuera raro en él). Pero, justamente: si la caridad es política, ¿qué política hacían nuestros padres? ¡Ninguna! ¡No hacían nada por la justicia social! Vivían, trabajaban, iban tirando, se aburrían… Leían revistas francesas, libros franceses, iban a Francia a ver películas francesas y luego regresaban a aburrirse otra vez en la realidad gris de la España franquista. Toleraban la dictadura en un silencio vergonzante.

Nosotros no. Nosotras sí luchábamos por la libertad, la democracia, la justicia social. La que se tomarían por su mano los parias de la tierra, como habían hecho en la Unión Soviética, en Cuba, en China… Nosotras íbamos a manifestaciones, coreábamos Llibertat, amnistia, Estatut d’autonomia, militábamos en la Liga Comunista Revolucionaria o en el Partido Feminista. «Ganas de tocar el campano», murmuraba mi padre encogiéndose de hombros… «La diferencia entre vosotros y yo —tuvo la bondad de explicarles una vez a sus padres mi amiga Ana María—, es que estamos en lados opuestos de la barricada». Nosotros sí teníamos las manos limpias, la conciencia tranquila.

Claro que no era solo su pasividad ante la injusticia lo que reprochábamos a nuestros padres y a nuestras madres; les reprochábamos más, mucho más. Si de algo nunca nos quedábamos cortos era de reproches.

A ellos les reprochábamos lo poco que se habían interesado por nosotros, sus hijos. Les hacíamos gracia, sí, les gustaba que estuviéramos correteando por allí (un rato), pero no nos cuidaban cuando estábamos enfermos, no nos consolaban cuando estábamos tristes, no entendían lo que necesitábamos, no nos escuchaban: no tenían tiempo, tenían mucho trabajo. Jamás habían renunciado ni a cinco minutos de ocupación o diversión propias para llevarnos al cine, al parque, al médico, a una fiesta infantil, a unas vacaciones que nos gustaran a nosotros. Ellos hacían su vida, y ya encajaríamos nosotros en ella como buenamente pudiéramos.

A ellas les echábamos en cara que nos hicieran ayudar en casa, mientras que no se lo pedían a nuestros hermanos. Que opinaran constantemente, con la delicadeza de un caballo irrumpiendo en una cacharrería, sobre nuestro peso, nuestro peinado, nuestra ropa, nuestra piel, nuestros dientes, nuestro olor, nuestras amigas, nuestros novios. Que nos prohibieran ir al cine con un chico, que nos obligaran a volver a casa a las doce, mientras que nuestros hermanos podían volver a la hora que quisieran, incluso con la novia, y meterla en su habitación, sin que ellas pusieran objeción alguna (nuestros padres, sonrientes, les daban codazos y palmaditas en el hombro).

Y a ambos, padres y madres, les reprochábamos que nos usaran para mirarse en el espejo y encontrarse estupendos. ¡Tan buenos padres! ¡Tan generosos, tan incondicionales de sus hijos! Mi padre me contaba que a mi madre se le saltaban las lágrimas oyendo mi voz en el telediario, el verano en que trabajé en la televisión catalana, y me preguntaba acto seguido, muy interesado: «¿Qué sientes, tú, cuando te digo esto?». No ocultaba su decepción cuando, en vez de responder deshaciéndome en gratitud y emoción, yo me encerraba en un silencio hosco (solución que me parecía preferible a la de contestar con sinceridad: «Ganas de mandarte al cuerno»).

«¡Idos a casa! ¡Dentro de veinte años seréis todos notarios!».

Eso era, me contaba mi padre con una sonrisita, lo que el escritor Marcel Jouhandeau había gritado, burlón, a los estudiantes de Mayo del 68 que hacían barricadas debajo de sus ventanas.

Era yo, entonces, la que se encogía de hombros. Eso, a nosotros, no nos iba a pasar.

Y habían ido transcurriendo los años. Sentados tranquilamente en el patio de butacas, aplaudiendo tibiamente a este, silbando a aquel, juzgando con displicencia a todos los que pasaban por el escenario… no nos dimos mucha cuenta de que nos estábamos haciendo mayores.

Ahora de pronto aparecía el director de la obra, el Tiempo, y nos señalaba con el dedo: le toca a usted.

¿Cómo? ¿Yo? (Il a beau jeu, celui qui est jeune et n’a pas eu le temps de faire le mal, lo tiene fácil el que es joven y no ha tenido tiempo de hacer el mal, escribió Sartre. Esa facilidad era lo que se nos había acabado). Sí, usted, haga el favor de subir. Dios mío, era verdad, teníamos ya treinta, treinta y cinco años. Nos mirábamos en el espejo y veíamos personas normales y corrientes, del montón, con un trabajo normal y corriente, una pareja normal y corriente, una hipoteca como cualquier hijo de vecino… ¿La Revolución? ¿Cuánto tiempo hacía que habíamos dejado de creer en ella, que nos había parecido acertada la frase de Sabato: «Revolución es una palabra que se escribe primero con mayúscula, luego con minúscula, finalmente entre comillas»? Yo, que a todo llegaba por los libros, había perdido la fe leyendo a desengañados del comunismo como André Gide, que en su diario, el 3 de septiembre de 1936, de vuelta en París tras su viaje a la Unión Soviética, escribe: «Un inmenso, un tremendo desasosiego… Cena con Schiffrin, que intenta aferrarse a mí y hallar en mi conversación alguna ayuda. Habla de su “decepción” en la URSS. Le doy vueltas a la palabra decepción; me parece inexacta; pero no sé muy bien qué proponer para reemplazarla».

Pero ¿qué me está usted contando?, basta de elucubraciones, vamos, vamos, por aquí, por favor, rápido, que le toca ahora mismo. Nos había llegado el turno, quisiéramos o no, de agitarnos y pavonearnos durante una hora, encima del escenario, recitando nuestro monólogo, todo ruido y furia sin significado, mientras en la penumbra, entre bastidores, con los brazos cruzados, con una sonrisa cuya leve ironía no podíamos reprocharles, la generación de nuestros padres esperaba disfrutar viendo en detalle, el lento proceso de cómo mordíamos el polvo y nos convertíamos, por fin, en notarios.

Entonces, de pronto, milagrosamente, resultó que teníamos una carta en la manga. ¿Notarios, nosotros? Nosotros no. ¡Nosotros vamos a adoptar!

¿Notarios, nosotros? ¿Madres y padres cualesquiera, como nuestros padres y madres? Ni en broma. Ellos eran simples padres del montón, que cuando ella rompía aguas, se iban al hospital, y volvían a los pocos días a casa llevando un moisés, como todo el mundo. Nosotras, en cambio, ¡qué aventura! Sorteando obstáculos, peligros, viajábamos al corazón de la pobreza. En países lejanos, de los que no hablábamos la lengua, en lugares dejados de la mano de dios, que nadie de nuestro entorno conocía (no eran sitios a los que se iba a hacer turismo), nos enfrentábamos sin miedo a la cara oculta del mundo, y allí, en medio de una miseria dickensiana, hacíamos una aparición estelar. Con nuestro poder, nuestro dinero, el halo dorado de nuestra condición de occidentales, veníamos a rescatar a un niño, subirlo a un avión, llevarle a una vida mil veces mejor que la que le esperaba.

¡Cuántos pájaros matábamos de un tiro! Resolvíamos el problema de querer un hijo y no conseguir tenerlo. Tranquilizábamos nuestras conciencias. Éramos madres y padres, sin serlo como cualquier madre o padre, como los nuestros. Y seguíamos tocando el campano.

Creíamos que la adopción era una historia de amor. Que empezaría con un flechazo, como en las películas: un amor fulminante, inmediato, total, por ambas partes.

Creíamos que la adopción era una historia maravillosa de la que éramos protagonistas: surgiendo de un flamante automóvil (bueno, de un avión), envueltos en nuestros abrigos de pieles (no, en anoraks, que éramos gente moderna), ante un niño mendigo boquiabierto, íbamos a hacerle la limosna de un futuro radiante.

Creíamos que nuestros niños, una vez duchados, bien vestidos, bien alimentados, revisados por pediatras de confianza, iban a ser como los niños de aquí, solo que, en cierto modo, moralmente mejores.

Creíamos que estábamos siendo —aunque no lo dijéramos, naturalmente, por modestia— extraordinariamente generosos. ¡Tan incondicionales, tan buenos padres…! Y que nuestros hijos se desharían en gratitud y emoción.

Creíamos que nuestra generosidad nos garantizaba una especie de inmunidad diplomática. Aquella niña o niño a quien habíamos salvado no iba a ser (como fuimos nosotras con nuestros padres) áspero, exigente, crítico, sino bueno, sonriente, encantador, lo pondría todo de su parte. Cualquier cosa que le diéramos sería cien veces, mil veces mejor que lo que habría tenido si no fuera por nosotros.

Creíamos lo que nos decían, en un coro unánime, la psicóloga de la agencia de adopción, los reportajes periodísticos, los libros infantiles sobre niñas y niños adoptados, los testimonios de madres adoptivas y de hijas adoptadas, todo lo que se publicaba sobre el tema en aquellos años.

Creíamos…