Tu padre y yo hemos pensado….
El Golfet, julio de 1985

«¿Que te vas a ir? ¿Cómo, que te vas a ir? Aún no hemos llegado, ¿y ya me anuncias que te vas a ir? ¿En agosto? ¿Cuándo, a finales?… ¡Cuidado con las piernas! ¿El 1? ¿Que el 1 de agosto empiezas a trabajar? ¿Que vas a pasar el mes de agosto en Barcelona?… Que las llevas cruzadas, ¿no sabes que es peligrosísimo ir en el asiento del copiloto con las piernas cruzadas? Pero si estamos ya a 9 de julio, eso son tres semanas, ¿solo tres semanas, vas a pasar en El Golfet? ¿Tres semanas, después de dos años en el extranjero, que apenas te hemos visto? No me lo habías dicho, esto, que no ibas a estar con nosotros… ¿Todo el mes de agosto? ¿Ni un mes vas a pasar con nosotros? ¡La cara que va a poner tu padre cuando se lo diga!».

Lo sabía. Ay, lo sabía. «¿Vendrás al Golfet con nosotros? Sí, mamá, pero déjame que deshaga la maleta, que acabo de llegar a Barcelona, tengo que… ¿Cuándo? ¿No puede ser antes? Te estaba esperando para marcharme contigo, anda, vámonos ya, papá vendrá más tarde, aprovecha que voy en coche, sí, mañana, todo eso que dices que tienes que hacer ya lo harás, has estado fuera dos años y ahora te entran las prisas, ya lo harás a la vuelta, en septiembre, ¡vamos, vamos!». Camino de la casa familiar en El Golfet, yo tenía la sensación de que, más que viajar juntas, mi madre me estaba raptando.

Lo sabía. Sabía cómo iban a reaccionar mis padres cuando les anunciase que no pasaría el mes de agosto con ellos. Ay, qué cansancio… La familia: como hundirse en arenas movedizas, caer en una mata de plantas carnívoras llorosas. Por eso, entre otras cosas, me había ido dos años a Inglaterra. Por eso, también, al volver, me había aferrado a un contrato cualquiera que me ofreció una amiga por casualidad: sustituirla durante el mes de agosto como profesora de inglés en una academia en Barcelona. Para que mi padre, con su voz quejumbrosa, exclamara: «¿Ya te vaaas?».

Con lo que te hemos echado de menos estos dos años… con el tiempo tan bonito que está haciendo… con lo buena que está el agua… quédate un poco más… y un poco más… y un poco más… y antes de darme cuenta ya sería otra vez la hija eternamente niña que vive para siempre con papá y mamá… Un contrato, para poder contestarle a mi padre: ¡Ay, cuánto lo siento!, pero tengo un trabajo, me he comprometido, empiezo el 1 de agosto.

«¿Cómo dices? ¿Clases de inglés?… ¡Las piernas! ¿No sabes lo que le pasó a la mujer de Oriol Regàs?… Qué disgusto se va a llevar tu padre. Si hace seis meses que no te vemos, desde Navidad, que este año ni siquiera viniste por Semana Santa…».

Cierto. Me había pasado la Semana Santa por Escocia, visitando castillos, recorriendo páramos, playas lluviosas entre farallones, laderas recubiertas de hierba hasta el borde del agua, campiñas desoladas con ovejas ateridas de frío… Viajaba con Patrick y Étienne, dos franceses que había conocido al principio del curso. Con Étienne había terminado por acostarme, y habíamos quedado en vernos en septiembre, en Puigcerdà, para decidir si continuábamos. Pero de eso mis padres no sabían nada.

¿Y cuánto dices que te van a pagar? ¿Cincuenta mil pesetas?… ¡No cruces las piernas, te he dicho! Si no tienes espacio, mueve el asiento para atrás, ahí abajo tienes la palanca. Tu pobre padre, ¡con la ilusión que le hacía que pasaras el verano con nosotros!, haciendo familia… Y todo ¿por una sustitución de un mes en una academia?… con el calor que hace, con lo vacía que se queda Barcelona… ¿Tú crees que vale la pena? ¿Por cincuenta mil pesetas? ¡Ahí, ahí! ¡En esa curva fue donde sufrieron el accidente!, y a la mujer de Regàs le tuvieron que amputar la pierna.

Pero por fin llegábamos. Por fin, el viejo camino bordeado de cipreses, el muro de piedra por el que trepaba la bignonia, con sus flores anaranjadas… Bajamos del coche. Por fin la pesada puerta de madera… que se abría despacio, chirriando… el zaguán deliciosamente oscuro y fresco, como una catedral, oloroso a cera para suelos. Y correr a abrir los postigos. Una ventana, otra ventana, agujeros en la oscuridad por los que entraba una luz clara, azul, a raudales… ¡El Golfet! ¡Vacaciones!

Cada mañana me despertaba en mi gran cama de hierro forjado, bajo vigas de las que colgaban ramos secos de lavanda. Saltaba descalza al suelo de baldosas de barro: sentía su tacto frío, rugoso, en las plantas de los pies, que conservarían luego, durante horas, el tinte rojizo de la cera. Salía al jardín…

El Golfet era el paraíso. Un lugar fuera del mundo, del tiempo. La mañana gloriosa: el cielo como de porcelana… el calor del sol todavía leve… (¿Y Barcelona? ¿Y la academia?… Calla, calla). El mar luminoso y movedizo, como el lomo recubierto de escamas de un pez inmenso, plateado. El islote negro a contraluz. (12 de julio. Diecinueve días). Las rocas ásperas, rojizas, del Cap Roig, coronado por el castillo del ruso. El verde oscuro de la masa de pinos…

Bajaba temprano a la playa: en el agua fresca, ligera, de las ocho o las nueve, nadaba hasta el Cap Roig. Volvía a la playa, subía a casa, desayunaba. (14 de julio. Diecisiete días). Luego bajaba al camino de ronda. (¿Tú crees que vale la pena? ¿Por cincuenta mil pesetas?). A un lado la tierra seca, parda, áspera, y las grandes pitas, con sus bordes de espinas; del otro, abajo, centelleante y suntuoso, desperezándose, el mar. (Barcelona en agosto. El sol hostil, cegador, matando los colores, dejando al descubierto los desconchados de las paredes, los churretes de suciedad en las fachadas). En un recodo, partían del camino hacia abajo, para quien supiera verlos, unos escalones rudimentarios, simples troncos clavados en la tierra, que llevaban a unas rocas. (Conocía la academia, había ido alguna vez a buscar allí a mi amiga. Estaba en un semisótano; olía a cañerías y a pipí de gato). Saltando, trepando, yo subía a una roca que conocía desde hacía muchos años, y que nadie más parecía conocer: elevada y escondida como un nido de águila, plana y del tamaño justo para tumbarme en ella. (La infancia que parecía perdida resucitaba milagrosamente en El Golfet. En esa casa, yo era eternamente niña). Allí pasaba horas, mañanas enteras dormitando, tomando el sol, leyendo… (16 de julio: mi cumpleaños. Veintisiete). Cuando apretaba mucho el sol, bajaba hasta el borde de la roca. Inclinaba la cabeza, alargaba los brazos, juntaba las manos… ¡Ya! Y me zambullía en el mar frío, verde, transparente como una esmeralda líquida. (19 de julio. Faltaban doce días para que me sentara en un pegajoso asiento del autocar que hacía la línea de la costa, y dos horas después entrase en Barcelona, entre los duros bloques de cemento, sobre la árida calzada de asfalto, de la avenida Meridiana).

A las tres subía a casa. La mesa estaba puesta. La criada, que había hecho la comida, llevaba y traía los platos, y luego recogía la cocina. (Llegaría a mi casa en Barcelona. A las cuatro paredes sobre una azotea, llenas de manchas de humedad en invierno, y ardientes como un horno en verano, que había alquilado cuatro años atrás, en 1981, cuando terminé la carrera y empecé a trabajar, y arrendado a mi primo mientras estaba en Inglaterra. Al recibidor-salón-cocina-comedor de dos metros por tres, al dormitorio en el que a duras penas cabía la cama, al aseo-ducha ancho como un pasillo. A mi casa de muñecas. Era como una maldición: todo lo que yo hacía parecía un juego. Yo jugaba a ser adulta y mis padres, enternecidos, jugaban a hacer como que se lo creían).

Por la tarde, me echaba la siesta en una tumbona en la terraza, bajo un pino. O me sentaba a leer en un sillón de mimbre, en alguna de las grandes terrazas escalonadas, bordeadas de geranios. (¿Tú crees que vale la pena?). O cogía la bicicleta (cuando estaba en El Golfet nunca, jamás, cogía el coche: quería olvidar la civilización) y me internaba por un camino poco frecuentado, entre pinos y alcornoques, hasta las playas solitarias de Cap de Planes, donde pasaba la tarde… (¿Por cincuenta mil pesetas?).

No fue ninguna sorpresa que una mañana (25 de julio: seis días) mi madre me convocara y me anunciase: «Tu padre y yo hemos pensado…».

Ese día cogí el coche por primera y última vez en los dos meses largos que duró el veraneo.

Antes, llamé a mi amiga. Le dije que mi madre se había roto la cadera (o que mi padre había tenido un infarto, no recuerdo) y que sintiéndolo mucho, tenía que quedarme en El Golfet hasta septiembre. Después fui a Palafrugell, al banco, a depositar en mi cuenta las cincuenta mil pesetas.