Lorenzo y María.
El Golfet, julio de 1987

Sábado por la mañana. Verano.

Estoy echada en el sofá de jacquard color naranja, frente a la cristalera que da al jardín. Al jardín, a las terrazas —a la izquierda, lejos, el pueblo; a la derecha, la masa oscura de pinos, el Cap Roig con el castillo del ruso—, y enfrente, el mar… Pero no miro nada de todo eso. Leo el periódico.

Entra mi madre. Lleva un vestido azul, muy sencillo, muy bonito, que compró en Grecia y que se pone para ir a la playa. Yo llevo un mono como de aviador, cómodo y elegante, de un rojo claro, que me acabo de comprar y que me encanta.

—¡Ah!, ¿estás aquí? Pensaba que habrías bajado a bañarte.

Por primera vez en mi vida, no estoy pasando el verano en El Golfet. Solo los fines de semana, y no todos. A mis padres les explico que estoy muy ocupada acondicionando el nuevo piso. He dejado el cuchitril del Raval y he alquilado un séptimo, con tres habitaciones y vistas al Tibidabo, en el paseo de San Gervasio, ahora que tengo un sueldo que me lo permite y que Étienne va a venir a vivir a Barcelona.

—Mmm… me da pereza.

Noto lo que mi madre está pensando, lo tiene en la punta de la lengua: ¡Pues no te dio pereza anoche!

Anoche, viniendo en coche desde Barcelona, ascendí el viejo camino bordeado de cipreses. Llegué arriba, al muro cubierto de bignonia… y ya estaban ahí, esperándome. Debían haber salido corriendo en cuanto oyeron el motor. Los dos de pie junto a la puerta de madera pintada de verde, bajo el dintel de piedra, entre las matas de geranios, verbenas, dondiegos de noche. El Padre y la Madre todopoderosos de la infancia convertidos en adorables, inofensivos viejecitos de cuento. O así es como se ven a sí mismos. Contemplándose enternecidos. Con sus sonrisas ávidas. Tan emocionaditos de recibir a su hija que ya es mayor y llega conduciendo ella misma (¡qué mona!). Esperando a su hija con las fauces abiertas. No iban a tardar mucho en preguntarme por las fechas.

Ipso facto, decidí que iba a bajar a la playa. En ese mismo instante. Les besé apresuradamente, declaré que era el momento ideal, ahora que la playa estaba vacía, que no hacía demasiado calor, que aún no era del todo oscuro… el mejor momento, delicioso… ¡deprisa, deprisa!, para tomar un baño, ¡con lo acalorada que llegaba yo de Barcelona!… y subí corriendo a dejar la maleta y ponerme el bañador.

Mi padre abrió mucho los ojos, y empezaba a abrir la boca para decir algo, pero mi madre se le adelantó, declarando, majestuosa y ceñuda, que muy bien, adiós, te esperamos a las diez para la cena.

Sé qué es lo que me va a preguntar ahora: «¿Ya sabes…?».

Pero no. Lo está pensando, pero no lo dice todavía. En vez de eso, exclama, solícita:

—¿Estás muy cansada, pobrecita?

Respirar hondo. Callar. ¿Pobrecita? Pobrecita, tú. Que no tienes nada que hacer. Bueno, sí, muchas cosas, pero aburridísimas. Chsss…

—Lo normal —contesto, prudente.

Mi madre calla. Yo callo.

Intento seguir leyendo el periódico, pero no me concentro.

—¿Hasta cuándo te quedas?

—Me iré mañana no muy tarde, después de comer, para evitar atascos.

Sola, autónoma, al mando. Encerrada en mi máquina, como un guerrero espacial. A toda velocidad. Pero ¿para ir adónde?… Los feos bloques de pisos de la avenida Meridiana. El sol hostil, centelleando duramente, matando los colores. Barcelona en verano.

—Pobrecita, qué fin de semana tan corto. ¿Por qué no te vas el lunes?

No puedo, no puedo, no puedo… ¿Lo hace expresamente o qué? Sentada en el sofá de jacquard azul, con sus ojos azules, su bronceado, su vaporoso vestido azul y sus uñas pintadas, mi madre es la viva estampa de un veraneo de tres meses en la playa. Luxe, calme et volupté.

Anda, deja ya esa broma, traduzco mentalmente. Deja ya de jugar a que trabajas, ya no tiene gracia, lo poco agrada pero lo mucho enfada. ¿No te das cuenta de que no vale la pena?

Los largos veraneos… Días enteros descalza, sintiendo el tacto de las baldosas frías olorosas a cera, el tacto crujiente de la arena, el áspero de las rocas… El frescor delicioso del mar, verde y cristalino… El camino de ronda, la roca en la que me tumbaba a leer…

—Empiezo a las ocho en la editorial, mamá. Tendría que levantarme antes de las seis.

Lunes a las ocho: paredes, suelo, techo, como en una caja. El frío artificial e inodoro del aire acondicionado. El maquillaje, la ropa que aprieta, los zapatos… A veces, a pesar mío…

—¿A las ocho? ¿Tan pronto?

Ocho a tres: lo normal. Lo normal cuando se trabaja, cuando se hace algo en la vida. Lo normal para ganar un sueldo a fin de mes. Lo normal cuando no quieres oír un día a tus amigas murmurándote cariñosamente: «piénsalo bien»…

A mí no me va a pasar. Maquillaje, horarios, aire acondicionado, sí. (No se lo digo a nadie, pero a veces…). Lucha, soledad, cansancio, sí. Pero también el cheque a fin de mes, elegir piso, elegir coche, ir de compras sin tener que rendir cuentas a nadie. Y la pila de catálogos extranjeros encima de mi mesa, que hojearé a la caza del tesoro: la novela extraordinaria, el ave del paraíso, la joya que leeré maravillada, disputaré encarnizadamente a la competencia, lograré al fin, triunfante, publicar en mi colección…

Mi madre pasea la vista por la mesita baja de acero y mármol que está entre su sofá y el mío, encima de la alfombra de esparto. Botellas antiguas, historiadas, de color rojo, de color azul… Caracolas nacaradas por fuera y rosadas por dentro, orejas de mar irisadas… Pequeñas esferas de ágata, de jade, de cristal de roca, que mi padre colecciona. Revistas: Marie Claire, Le Nouvel Observateur… Y novelas, novelas, novelas. Entre ellas no falta nunca un volumen gastado, manoseado, ya un poco roto, de Proust, que mi madre está siempre releyendo. Esta vez es Albertine disparue.

Ah, pasar todo el verano leyendo novelas… Horas y horas tumbada en mi roca secreta. Y de vez en cuando, dejar el libro para zambullirme en el frescor salado y verde… (A veces siento que se puede ser adulta, sí, pero ¿vale la pena?). He tenido que cortar por lo sano. Amputar la nostalgia, matar hasta el recuerdo del placer. Por eso no he bajado a la playa. Ni siquiera voy descalza.

Mi madre revuelve las revistas, los libros, distraídamente. Lo dirá, lo dirá. Y en efecto…

—¿Ya sabes… —el tono es casual, como si se le acabara de ocurrir— en qué fechas vais a venir?

¿Adónde, quiénes?, podría preguntar yo, pero por supuesto lo sé muy bien.

No vendremos, debería decir ahora, tranquilamente. Es el momento. Sin alterarme. Cogeremos las vacaciones en septiembre y no sabemos aún dónde las pasaremos, pero lo que es seguro es que aquí no. Étienne subirá a un avión en París, yo a otro en Barcelona, y nos iremos muy lejos. A un hotel, donde nadie nos conozca. Donde nadie nos pregunte: «¿Ya te vaaas…?». Para eso ganamos dinero…

Es el momento. Anda, va, dilo.

—Me iría bien saberlo —añade ella atropelladamente— porque quiero invitar unos días a los Bassols, y también a los Puig…

—No lo sé, mamá. —¡Cobarde, cobarde!—. No sé cuándo cogeremos vacaciones, o si las podremos coger… —¿No te da vergüenza? ¡Cobarde, más que cobarde!—. No depende solo de mí. Pero haz tus planes, qué más da —añado, malvada—, si aquí cabemos todos.

Mi madre no contesta. Es la mujer de siempre: inteligente, afable, elegante, comedida… discreta y un poco secreta también… pero ahora está fingiendo, lo noto. Dominándose con esfuerzo, manteniendo a duras penas la compostura.

Se pone a hojear una revista. Yo sigo leyendo el periódico, pero no me entero de nada.

Mejor hablar, decir algo. Lo primero que se me ocurra, la cuestión es cambiar de tema.

—¡Ay! ¿Sabes a quién me encontré la semana pasada? A Esther.

—¿A Esther? ¿Dónde?

—En Servicio Estación. Yo iba a comprar unos tablones para hacerme unas estanterías, y ella unas barras para clavar en una pared, para no sé qué de su padre que está en silla de ruedas.

Esther es la mejor amiga de mi madre, se supone, pero solo ha estado en esta casa una vez. La recuerdo con su discretísimo vestidito: cerrado hasta el cuello, con mangas y falda por debajo de la rodilla, y feo para más seguridad, un vestido que proclama a los cuatro vientos que ella no le va a quitar el marido a nadie. Su cuerpo encogido, como intentando ocupar el menor espacio posible. Su sonrisa, obsequiosa, como de disculpa, que llevó puesta, idéntica, desde que llegó el viernes por la noche hasta que se fue el domingo por la tarde. Se pasó el fin de semana dando las gracias. Agradeciendo la invitación, elogiando la casa, elogiando las vistas, elogiando el silencio, elogiando la playa. Felicitando a mi hermano por su medalla de yudo, a mí por mis buenas notas. Dando las gracias por la comida, pidiendo la receta del pudin de atún y de la mousse de chocolate blanco… La estéril Esther. Qué descanso cuando se fue.

—Ay, sí, pobre, su padre. Noventa y tres años, tiene, y lleva en silla de ruedas desde antes de cumplir ochenta. Suerte tiene de Esther. Le atiende muy bien, y mira que no le sobra tiempo, muchos días llega a las diez de la noche del laboratorio.

La casa fría, indiferente, cuando una llega de trabajar a las diez de la noche. De una presentación de un libro, de un viaje para visitar editoriales extranjeras… Cansada, malhumorada a veces: un alfilerazo del Número Tres, una novela que quería publicar y que otra editorial me ha pisado, una traducción malísima, dinero perdido, bronca del Número Dos, habrá que encargar otra…

—Es muy buena hija —remacha mi madre.

Me muerdo los labios. Dios es testigo de que yo había intentado cambiar de tema.

Volvemos a callar. A mi pesar, recuerdo lo bien que me llevaba con mi madre en aquellos largos veranos, cuando las dos íbamos a la playa, las dos leíamos, y nos podíamos pasar horas hablando de cosas como la reacción del Narrador al conocer la muerte de Albertine.

Leer novelas… Porque sí, para nada. Novelas y no gráficos y cifras e instrucciones para confeccionar un business plan… Pasar el largo verano echada en la toalla, sobre la arena gruesa y caliente, ardiendo, de la playa. Inmóvil como un lagarto, como una planta…

Había días, en esta mi nueva vida, en que me sentía flaquear. En que habría dado cualquier cosa por alguien que me acogiera con una sonrisa, con la mesa puesta, que me dijera: pobrecita… Pero ya está, ya, ya pasó, ya está resuelto: en octubre Étienne viene a vivir conmigo. Con su sonrisa, con su tranquilidad, con su guitarra. Con sus libros de alpinismo, con sus ojos azules. No me he matriculado en el IESE, finalmente: no quiero perder dos horas al día, ahora que vamos a poder pasarlas juntos.

—¡Ay, mira, el libro de Carmen Martín Gaite! —exclama mi madre viéndolo sobre la mesa. Me lo había prestado ella—. ¿Has leído el cuento que te recomendé?

—Sí.

Era un cuento sobre un matrimonio cuya hija ha muerto. La mujer, que no trabaja y está otra vez embarazada, se pasa los días encerrada en el piso en el que viven, sudando (es verano; Madrid está vacío), deprimida y angustiada. Casi no come; no consigue dormir, y si duerme, tiene pesadillas. Su marido, en cambio, que sale todos los días a trabajar y llega muy cansado, come con apetito y duerme bien.

—¡Qué bueno!, ¿verdad? Y terrible…

—Muy bueno, sí —admito imparcialmente.

—Qué bien visto está —prosigue mi madre—. Ese hombre tan seco, ese Lorenzo tan insensible… ¡Qué dureza de corazón! Mientras que ella…

No discutir.

—Sí, son personalidades distintas.

—No hace más que trabajar y trabajar, mientras ella, que le está esperando como agua de mayo… todo el día en casa, sola, recordando a la niña que ha muerto… y cuando él llega por fin… ¿qué hace? ¡Se pone a leer el periódico!

Me está empezando a atacar los nervios.

No quería discutir, pero…

—Es un poco absurdo, ¿no? —deslizo—. Eso que ella dice en el cuento…, la narradora, digo, me ha llamado la atención eso que dice: «No podía decirle que me molestaba que leyera el periódico».

—¡Es que se les ha muerto una hija! Qué tremenda esa imagen, cuando ella dice que cree ver a la niña saliendo del cesto de la ropa sucia, toda amarilla y con las uñas despegadas… Necesita cariño… él es toda su familia, ¿cómo no va a esperar que le haga caso?

«Fes-nos cas!», ¡haznos caso!, era lo que habían gritado los ojos de mi padre, la víspera, cuando bajé a la playa. Qué gracia. Él, que cuando éramos pequeños llegaba de Barcelona los viernes por la noche y se iba de cabeza a la playa. Era mi madre la que nos escuchaba cuando llegábamos llorando por una pelea con la pandilla, por un tobillo torcido en las rocas. Papá es que trabaja mucho, está cansado. ¿De quién, papá, qué te parece, piénsalo, de quién he aprendido yo para qué sirve trabajar y ganar dinero?

Ay, basta, basta, yo quería pasar el fin de semana en paz.

—Qué soso es ese hombre, por dios —continúa mi madre—. Ella, en cambio, fíjate cómo describe las cosas, mira, yo cuando leía iba subrayando. —Coge el libro, lo hojea—. Aquí, cuando relata esa vez que sueña con un antiguo novio: «faroles altos de luz verdosa»… «como una estatua con ojos de cristal»… O esta descripción de la luna: «roja, manchada, difusa, parecía que, en el esfuerzo por irse aclarando, se desangraba». ¡Qué sensibilidad!

—Sí… casi que demasiada —no puedo evitar contestarle—. Muy bonito, sí, todo eso de la luna y tal…

Mi madre levanta la mano derecha, en un movimiento brusco, la lleva hacia la boca, pero, antes de que toque los labios, los dedos se agitan, luego se relajan y el brazo vuelve a su lugar. Todo en menos de un segundo. Es su tic nervioso; hace tiempo que no se lo veía.

—Está muy bien escrito —prosigo—. Pero si en vez de tanta… —No lo digas… no lo digas, que se te va a notar la ironía. Hago un esfuerzo y no lo digo—. Lorenzo intenta ayudarla, intenta razonar con ella, pero ella no se deja. Y si en vez de tanta… —No, no me resisto. Yo también tengo ganas de pelea—. ¡Si en vez de tanta sensibilidad femenina, tuviera una actitud más positiva, otro gallo le cantara!

Me has entendido, ¿verdad, mamá? Yo no voy a ser una María. No voy a ser como tú.

Mi madre encaja bien el golpe.

—Anda, no digas eso de «actitud positiva» —sonríe—, que pareces un libro de autoayuda.

Está echando balones fuera. Y es la actitud más prudente, desde luego. Pero yo estoy ya demasiado irritada. Además, ha empezado ella.

—Sensibilidad, sí, muy bien, muy bonito… Tiene grandes, nobles sentimientos. —Ya no intento disimular el sarcasmo—. Sufre, sufre; qué adecuado el nombre que lleva: María. La Dolorosa, con puñales clavados y lágrimas de cristal… Muy bien, ¡bravo!, ¡bravo! Y eso, ¿adónde la lleva? Él tiene razón cuando le dice: «Yo no puedo cuidar de ti, tengo mucho trabajo». Ella, ¿qué hace, para salir de su depresión? ¡Solo sabe quejarse, no hace otra cosa! ¡Quejarse, aguantar, decir: «No me consuelas nunca tú»! ¡Quejarse y no cambiar nada! ¡Esperar que venga otro, el marido, a salvarla! ¡Pobre marido!

Yo seré como Lorenzo. Como el Yeti. Viviendo con Étienne. El Yeti y la Yeti, enamorados y cómplices.

—¡Pues claro que espera al marido! ¡Como que no tiene a nadie más! ¡Como que está sola en casa todo el día!

—Es su culpa, ¿cómo puede ser que no tenga ni una amiga?

¿Y tú, qué amigas tienes?, me muerdo los labios para no decir. Las mujeres de los amigos de tu marido. A tu única amiga propia y verdadera has dejado de invitarla porque tu marido dice que le aburre, que las solteronas le ponen triste.

—Es muy cómodo —sigo— esperar que otros te saquen las castañas del fuego… te sirvan de escudo, te permitan vivir encerrada en tu madriguera, sin salir a luchar. —Y para que mi madre no tenga tiempo de exclamar: «¿Como yo, quieres decir?», cambio rápidamente de tema—: ¿Te acuerdas de la escena de la carta?

—¿Qué escena de la carta?

—Cuando ella ha estado soñando con el antiguo novio, y luego, al volver a casa con su marido después de cenar fuera, encuentra una carta en el buzón para ella, con su nombre de soltera… y empieza a latirle el corazón a toda prisa, están los dos en el ascensor, Lorenzo la está mirando, y ella, como si fuera un gran acto de valor, abre la carta y se la enseña a él, que ni siquiera se lo ha pedido… y es una tarjeta de una antigua modista suya notificando un cambio de domicilio. ¡Le tiene miedo!

—Bah. —Mi madre se encoge de hombros—. No cuesta nada que él esté contento y tener la fiesta en paz.

—Anda, mamá, no me des la versión oficial. Mientras ella no gane dinero, no tenga un empleo, siempre será él el que importa que esté contento, él el que mande, por mucho que finjan o incluso que se crean otra cosa.

—Pero Laura, ¡qué cosas tienes! ¿Que busque un empleo? ¡Con lo afectada que está, y no es para menos, por la muerte de su hija!, ¿cómo va a poder poner la cabeza en otra cosa? ¡Tienes ideas de bombero! Por no hablar de que está embarazada… ¿tú sabes lo que es tener un bebé? ¿Cómo va a trabajar, si en menos de nada va a tener que cuidar a un recién nacido?

—¡Yo qué sé! Que se tome la baja pero luego se reincorpore.

—¡Ay, Laura, cómo te has vuelto últimamente! Crees que todo se resuelve trabajando y ganando dinero.

—¡Pues bien que Lorenzo…!

—¡Lorenzo es un infeliz, un pobre hombre! Trabaja y gana dinero, pero no sabe hacer otra cosa. ¡Es incapaz de darle un abrazo a su mujer, de llorar con ella, de…! ¡De sentir! No sufre porque no siente, pero por eso mismo tampoco puede ser feliz.

Callamos las dos, hoscas.

Qué descanso será pasar las vacaciones con Étienne… ¿Adónde iremos? Budapest estaría bien… Buda y Pest: dos ciudades iguales, aliadas.

—Mira cómo ella —prosigue mi madre—, después de haber hecho esa descripción tan preciosa del sueño, se la traduce para que él la entienda: «He soñado con Ramón, sabes, aquel chiflado que me escribía versos…». ¡Un pobre hombre, te digo!

Veranos leyendo novelas… Echada en la toalla, sobre la arena gruesa y caliente, ardiendo, estallando de felicidad, de bienestar. Inmóvil como un lagarto, como una planta…

Hay gente que muere así. Tu cabeza sabe que estás en peligro, pero el bienestar de tu cuerpo es irresistible. Te medio desvela un olor a gas, pero sigues durmiendo.

¡Despertarme, reaccionar a tiempo! Interrumpo a mi madre:

—Francamente, prefiero ser un Lorenzo —digo con una sonrisita. Me viene a la memoria el retrato (¿de Durero, era?) de Lorenzo el Magnífico. Soberbio, imperturbable… Guapo y majestuoso como Étienne. Con sus ojos transparentes, sus ricos ropajes de príncipe renacentista, sus cabellos dorados.

Había hecho bien en amputar. Aunque a veces el miembro amputado me doliera. Me matricularía en el IESE, si no este año, el siguiente. El Yeti y la Yeti, Yetis por fuera y felices por dentro.

—¿Lorenzo? ¡Pero si no es capaz ni siquiera de llorar a una hija muerta, de ilusionarse por un hijo que va a nacer!

Hay algo, pienso en ese momento, que no entiendo, aunque no se lo digo a mi madre, por supuesto. Entiendo perfectamente que María se haya emparejado con Lorenzo, pero no entiendo por qué Lorenzo se ha emparejado con María.

—Ella vive encerrada —insiste mi madre—, pero tiene un mundo interior; él se mueve por la ciudad, pero con orejeras, vive en una cárcel invisible, la lleva puesta. ¿De qué sirve vivir, si no eres persona?

—¡Lorenzo es sólido! ¡Es estable! —la contradigo. Pero eso que no entiendo me desconcierta. ¿Por qué Lorenzo sigue con María? ¿Para qué la necesita?… Siento que pierdo terreno y me debato furiosa. Pero no voy a dar mi brazo a torcer, eso jamás—. ¡Lorenzo actúa, toma decisiones, trabaja, busca salidas! —Alzo la voz—. ¡Ella no hace más que lamentarse!

Me incorporo en el sofá, el periódico cae al suelo.

—¿Sólido, dices? ¿Estable? —Mi madre también alza la voz—. ¡Soso e insensible, querrás decir! ¡Y prosaico! ¡Y aburrido! ¡Y frío como el hielo! ¡Y egoísta, no le hace caso a nadie, no cuida a su mujer, no la consuela!…

Me voy a marchar, pienso. Ahora mismo. Si no me voy ahora no me podré marchar nunca.

—¿A él me estás poniendo como ejemplo? —grita mi madre, que se ha levantado. Yo también me levanto, rabiosa—. ¿Al Lorenzo ese? ¡Pero si es como un robot!

Si no me marcho, seré siempre una niña. Quejándose de su suerte, llorando porque su marido no le hace caso.

—¿Y cuál es la alternativa? —exclamo—. ¿Sufrir, aceptar eso que dice María al final del cuento: «las niñas sufren más»?

¿Marcharme? A ella, la que te consolaba cuando te magullabas en las rocas, cuando te dejaba de lado la pandilla… ¿la vas a dejar sola? ¿Despreciándola? ¿Pisoteando todo lo que ella representa?

—¡Es que es verdad!

Se me saltan las lágrimas. De furia.

—¡Una cobarde, eso es lo que es María!

De remordimiento también. Te voy a dejar sola, mamá. Sola con tu Lorenzo. Es tu vida o la mía. Para disimular, sigo gritando:

—¡Una cobarde, una quejica!

—¡Por lo menos es humana! —grita mi madre, y sale dando un portazo.