La perla.
Madrid, abril de 1994

Llevo diez horas en esta cama y Étienne se aburre. Y yo, ¿cómo me siento? Está claro: como un jarrón. Ayer, en cuanto me hube desvestido, puesto la bata que me asignaron y metido entre las sábanas, entró una enfermera en la habitación. Abstraída, se sentó a mi lado, levantó la sábana, me apartó la bata, me separó las piernas… «¿Qué hace?», exclamé. Alzó la cabeza sorprendida. «La voy a rasurar». En sus ojos leí el asombro de que un jarrón hablara.

Tengo que hacerme a la idea de que aquí, en esta tierra hostil a la que he venido voluntariamente, soy un jarrón. Alto, panzudo, de cerámica tosca, pero que contiene un tesoro: otro jarrón, este sí, valiosísimo. Diminuto, delicado, de una exquisita porcelana finísima, vidriada en tonos turquesa, marrón, azul oscuro y verde, con dibujo de peces, aves del paraíso, dragones. Por ese otro jarrón estamos todos aquí. La comadrona, las enfermeras, el personal de recepción y el departamento de contabilidad, Étienne, el anestesista, el ginecólogo, yo misma. Y si hace falta, los de Cuidados Intensivos, los camilleros, los conductores de ambulancia… Atentos, con los cinco sentidos, a resolver un problema: hay que extraer el jarrón pequeño del grande, sin romper ninguno de los dos.

Diez horas y nada. Diez horas y media, once… Anoche, cuando me metí en la cama, sentí de pronto una inundación tibia entre las piernas. Era la señal que estaba esperando, la que nos hizo levantarnos, coger la bolsa de viaje preparada desde hacía días, salir de casa. El acuario empezaba a perder agua.

Nueve meses encajada la una dentro de la otra y comunicándonos en morse. Burbujas, latidos, aleteos. ¿Estás bien? ¿Tienes hambre? ¿Te gusta esta música? ¿Notas que estoy relajada? Claro que lo noto; cuando estás contenta, yo también… La sentía dormirse, como se duerme un pez en el acuario. La sentía despertar, siempre unos minutos después de que me despertara yo. La notaba moverse, inquieta. Cada vez tenía menos sitio. Mi mano tocando su rodilla (¿o era un codo?, y esto, más grande y redondo, debía ser la cabeza) por encima de mi piel abombada y tirante… ¿De verdad la iba a ver por fin? ¿Iba a tener en mis brazos ese pequeño cuerpo? Un cuerpo con peso, con olor, con tacto, con voz, aferrado a mí como un monito, no una imagen borrosa en blanco y negro en una pantalla. El pez a punto de salir del acuario. ¿Qué clase de pez iba a ser? ¿Una carpa de estanque, mansa, casera? ¿Un tiburón? ¿Un pez mandarín, con estampado psicodélico en azules, negros y naranjas? ¿Un pez bromista como el wrasse, con falsos ojos negros dibujados en el lomo blanco?

Mi hija con su cuerpecito de tres kilos. Sus manitas contraídas, sus ojos vagos todavía, de pez. La boca, ¿cómo sería el dibujo de la boca? Sus dos pies con cinco dedos cada uno… Todo, todo fabricado por mí, pieza a pieza: el diminuto hígado, los pulmones simétricos que parecen alas, las orejas pequeñas y rosadas como caracolas…

Cuando la tuviera en casa, en su cuna, un rato en que nadie me viera, me encerraría y me echaría a llorar. Con gusto, con alivio, con entusiasmo. Lloraría por el dolor y el ansia con que la había deseado, por lo que me había costado tenerla, por lo que me había desesperado pensando que nunca podría crearla, por la felicidad de que existiera por fin… A solas con ella, me daría por fin ese gusto: llorar, llorar sin freno, llorar todo lo que no había llorado, llorar a mares. (Solo lo sabría ella, y me guardaría el secreto).

Étienne fue a buscar el coche. Yo le esperaba en el portal, llevando la bolsa llena de pijamas diminutos («¿no tienen ninguno de manga larga?», pregunté en la tienda, y me contestaron: «para un bebé, esto es manga larga»). Llegó, subí, y nos dirigimos hacia la tierra hostil.

He hecho un pacto con el diablo. Me he entregado voluntariamente: vine por mi propio pie, dejé que me capturaran. Enarbolé bandera blanca, obedecí sin chistar todas las instrucciones. Entré en la habitación que me asignaron, idéntica a las otras ciento setenta y tres del edificio. El mismo televisor, el mismo sillón reclinable, la misma cama articulada, el mismo gotero. Me pidieron que me quitara los zapatos y me quité los zapatos. El bolso, y entregué el bolso. Ahora el reloj. La ropa. Las bragas. Todo confiscado, como cuando entras en la cárcel. Dejé que me ataran a la cama articulada. Que me clavaran en la mano una aguja, atornillada a un cable, atornillado a un gotero. Me puse la bata que me dieron: de algodón, verde claro, unisex, talla única, abierta por detrás. Y ahora estaba presa. Imposible escapar. ¿Adónde iba a ir yo sin dinero y sin bragas, con una barriga inmensa y una bata color verde marciano, arrastrando un gotero y sin zapatos?

De esto hace ya once horas y media, y nada. ¿Siente usted contracciones, señora? No…, bueno, sí…, alguna…

Sentado junto a mi cama, Étienne se aburre. ¿No me da vergüenza? ¡Un hombre tan ocupado! ¿Y cuántas horas lleva aquí sin hacer nada? ¿Y cuántas faltan todavía? Una reunión se sabe cuándo termina, un vuelo tiene una hora de llegada, hasta en el cine entra uno sabiendo a qué hora va a terminar, bien o mal, la historia, pero ¿esto?… (Tía, espabila).

Doce horas… doce y media… («¿Querrás asistir al parto?», le había preguntado yo unos meses antes. «Yo sí», contestó él, «¿y tú?». «Pues ahora que lo dices, yo creo que prefiero irme al cine y volver cuando esté la niña en casa»).

Caras serias. La paciente no dilata. (¿Tal vez con una llave inglesa?). Vamos a esperar un poco más.

Trece horas, y nada. Ni se muere padre ni cenamos. Étienne, discretamente, ha sacado de su cartera (vaya, no me fijé que se había traído la cartera) unos documentos y está concentrado leyendo. Hasta subraya con un fluo.

Nada, que esto no avanza. (Pero ¿no estaba mi hija a punto de salir? Acurrucada como una esquiadora olímpica, iba a lanzarse por el trampolín de nieve. ¿Preparados? ¿Listos?… Pues no. No quiere colaborar. Si yo he optado por la pasividad, ella también. Que se esfuercen los médicos, para eso me he entregado con armas y bagajes). Me comunican que me van a inyectar oxitocina para acelerar las contracciones, y yo digo que vale, ¿qué voy a decir?, si yo aquí no pinto nada, no soy más que un jarrón. Frágil, atención, hay que tratarlo con cuidado, envolverlo en papel de burbujas, ponerse guantes esterilizados para rasurarlo, pincharlo, rajarlo, pero un jarrón.

Ningún problema. Es el pacto. Yo me dejo tratar como un jarrón y ustedes me garantizan que van a sacar a mi hija sana y salva.

(Étienne, entretanto, se había ido a la cafetería).

Habría sido tan bonito (puedo soñarlo, nadie sabe en qué estoy pensando) parir en mi casa… Justo ahora que nos hemos mudado, que estamos estrenando un piso que me encanta, en la calle del Pez. Parir sobre el edredón a flores azules y moradas que me compré para mi primera cama propia, cuando me fui de casa de mis padres. Frente al balcón abierto sobre el mediodía de primavera, las acacias, las fachadas amarillo claro y los tejados pueblerinos. Frente a los muros hoscos del convento de San Plácido, desde los que se eleva la esquila secreta y risueña de las monjas…

Pero no, imposible. No quiero asumir riesgos. El hospital es territorio hostil, pero seguro. Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija. Y aquí estoy: entre máquinas que emiten bips, pilotos luminosos que parpadean, cables, monitores, electrodos, gráficos. (¿No era entre olivos y cipreses, o en grutas, en desiertos, sobre las aguas del lago, donde se hacen los milagros?). Geles asépticos y guantes. Camillas, interruptores, aparatos con botones y cifras, sondas enfundadas en condones… Me admira la perfección con que funciona todo. Yo misma, modestia aparte, estoy haciendo progresos. Gracias a la oxitocina, he empezado a contraerme de dolor durante cuarenta segundos cada cuatro minutos, ni uno más ni uno menos. Y como ahora me han puesto otra inyección, esta de anestesia epidural, daré otro paso adelante: funcionaré con la misma regularidad, pero además sin sentir nada. Pronto empezarán a encendérseme y apagárseme los ojos, al abrir la boca emitiré bips, y si me aprietan el ombligo sonará un timbre.

Tranquila, me digo. Estoy en el mejor sitio posible para mí y para mi hija en esta circunstancia. He venido deliberadamente a parir aquí, en el país de los hombres-máquina.

Por cierto, va a ser cesárea. No recuerdo quién me lo ha dicho, al pasar. Es que es un asunto entre el ginecólogo, la comadrona y el anestesista, nadie más. Ah, bueno, sí, y los aparatos, muchos aparatos. Yo me he enterado por casualidad. Étienne sigue en la cafetería y todavía no lo sabe.

Y ahora han pasado catorce horas desde que rompí aguas y estoy en una camilla, con Étienne cogiéndome la mano y los ojos fijos en un trapo verde. Me deben haber dado algo porque me siento rara. Ligera, ligera, como un globo. Pegada a mi tripa inmensa, floto. Oigo un ruido como de sierra eléctrica, me deben estar abriendo. O desclavando la tapa.

Cómo trabajan, pobres. Me abren, me rajan, me desatornillan. Hay que forzar la ostra para apoderarse de la perla. Por eso me habrán puesto el trapo verde entre los ojos y la barriga, para que no vea cómo me sierran, lo noto perfectamente, sí, con un serrucho. Pero estoy relajada… relajaaada… y no me importa que me abran, luego me cerrarán, ¿verdad? Volverán a clavar los clavos en la tapa, me coserán con una máquina Singer.

Floto entre nubes de algodón blancas y rosas, son de azúcar, me las como a bocados. Tengo los ojos clavados en el trapo verde. ¿No eran rojos y de terciopelo los telones?, este es verde y de tela basta, pero es un telón, no cabe duda… ¡Qué suspense! Se alzará, y en el escenario aparecerá la perla. Que mide medio metro y pesa tres kilos. Y el quirófano estallará en ¡ooohs! de asombro y maravilla, estallará en vítores y aplausos.

De pronto, por detrás del trapo verde, se alza una mano. Que sostiene algo. Algo pequeño y rojizo, sanguinolento, como un conejo desollado. Un conejo sacado de una chistera. Un conejo desollado que alguien agarra por las patas. Le cuelga un cordón morado, y llora. ¡Cómo llora! ¿O soy yo quien está llorando? Lloramos las dos, una mano ha sacado a mi hija de la chistera, la mano no es mía, pero yo soy la maga y la chistera, y lloramos, lloramos, lloramos las dos a lágrima viva, ante el milagro.