La mujer del Yeti.
París, diciembre de 1990

—¿Megève o Chamonix?

Cae la noche. La lluvia golpea los cristales; ruge el viento; se sacuden, como abofeteadas, las copas de los árboles; un oleaje de tejados grises se agita bajo nuestra ventana. La oscuridad se acerca, sube reptando, nos rodea… Es la hora que los franceses llaman «entre perro y lobo».

Pero los lobos quedan fuera. Dentro, luces suaves, colores claros, calor. Sólidos muros de piedra. Olor a queso gratinado. Bach en el tocadiscos. Paz.

Étienne ha llegado empapado, pero ahora, con ropa seca y cómoda, en zapatillas, hojea un catálogo echado en el sofá. Yo pongo la mesa.

—Como pueblo, Megève es más bonito —sigue diciendo—, pero Chamonix está mejor en cuanto a las pistas.

Entonces, ¿está decidido, es eso lo que vamos a hacer? Estoy a punto de preguntar, porque me sigue pareciendo increíble. Pero Étienne lo tenía claro desde el principio. Solo lo hemos hablado un par de veces y él no tenía ninguna duda. ¿A pesar de…? «Se ha recuperado perfectamente», me respondió, categórico.

Cuando le insinué a mi padre, por teléfono, que quizá… a lo mejor… tal vez…, primero se quedó en silencio. Él tampoco se lo podía creer. «I ara! Només faltaria que no vinguéssiu!», solo faltaría que no vinierais, terminó por exclamar. Sin mucho énfasis, porque le parecía tan absurda esa posibilidad, tan disparatada, que no creyó necesario insistir. Y yo, para evitar que insistiera, no les he llamado desde entonces.

—¿Habrá fotos, no, en el folleto ese?… Luego me lo pasas. ¿Cenamos? He hecho un gratin dauphinois.

Comemos sentados en altos taburetes, en la barra que separa la minúscula cocina del salón en el que se aprietan un sofá, una estantería y un televisor. Pero el paisaje al que se asoma la ventana es amplio: tejados de pizarra y halos anaranjados de farolas, borrosos ahora por la noche y la lluvia. París a nuestros pies.

Aquí paso los días, escondida, dedicada en cuerpo y alma a dos cosas que no puedo decir.

¿De verdad nos vamos a ir a esquiar por Navidad?… No se lo puedo volver a preguntar, claro que no. Se supone que ya hemos decidido, y no ha pasado nada nuevo.

Sí. Ha pasado que esta mañana mi padre me ha vuelto a llamar. Y yo me he mantenido imperturbable. Al colgar lloraba, pero no quiero volver a decirle nada a Étienne. Me repito yo sola lo que me contestó la última vez, cuando exclamé: «¡No puedo más con mi familia!».

Es verdad que se ha recuperado, he estado repitiéndome todo el día. No parece que le quede ninguna secuela. Ni siquiera aquella voz pastosa… Ahora era su voz de siempre, aunque me parecía que me llegaba lejana, con eco…

Como resonando en una cripta. Ay, qué tontería…

Cripta. Tumba. Nicole.

—¿Qué tal te ha ido el día?

Bienbien —me contesta Étienne, y sigue comiendo, impasible.

Cada vez más, esa es su expresión: escrupulosamente neutra.

Étienne nunca pide nada. Como sus padres. Es más: son ellos los que se van, los que tienen otros planes. Este año, a Andalucía, a un parador junto a un campo de golf, porque monsieur Kaminski juega al golf. ¿Y la abuela?, se sorprendieron mis padres. ¿Pasará la Navidad sola?… Pero qué más da que sea el día 25 u otro cualquiera, mamá, los Kaminski son personas racionales, no tienen esa superstición de la fecha. A la abuela la van a ver de vez en cuando a Montceaules-Mines, la llevan al cementerio, ponen flores en la tumba del abuelo y luego van a comer a un buen restaurante, y vamos nosotros también, pero puede ser cualquier día. Vamos nosotros si podemos, y si no, no pasa nada.

Siempre la misma expresión sobria y serena, como sus padres. Siempre la misma respuesta, cuando le pregunto, o le preguntan ellos, los domingos, cuando nos llaman: bienbien.

¿Será verdad? No puede ser verdad siempre. A veces trae una cara, cuando llega por la noche… Dura un momento, antes de cambiarla por la vaga sonrisa mecánica, la afable impasibilidad… O noto que se va con una cara, por la mañana… «Cada mañana me pongo un cuchillo entre los dientes y me voy a trabajar». Lo recuerdo mientras le despido con un beso. El Yeti se va de caza.

Se va de caza, mientras yo me quedo en casa dedicada a dos cosas que no se pueden decir. No, al menos, mientras no produzcan resultado.

Me dedico a la escritura y al amor. ¡Ay! ¿He dicho yo esa ñoñería?… ¿Por esas dos cosas, que no existen, he abandonado contrato indefinido, seguridad en el empleo, cotización, una carrera brillante de editora? ¿A cambio de qué? ¿De unos modestos ingresos como «asesora editorial» a distancia? ¿De una vaga promesa de incorporarme a la sede de la editorial en Madrid, cuando la empresa de Étienne le envíe allí?… No: a cambio de ser feliz, de crear felicidad. «Mi mujer tiene una gran capacidad de ser feliz y eso se contagia». De plantar y regar y cuidar esas dos cosas que parecen no existir, hasta que producen resultados tangibles. Entonces, a su debido tiempo, se exhibe la novela o el bebé, y todo vuelve a la decencia.

Pero no hay ningún bebé en el horizonte. Que no tengamos prisa, dice el ginecólogo, aunque ha indicado algunas pruebas… Y en cuanto a la novela, avanza, pero ¿por el buen camino?… Ni idea: es la primera, no sé cómo van estas cosas.

Hay días que desespero. Suerte que mis padres no preguntan mucho y los de Étienne, nada. A una mujer casada no hace falta preguntarle a qué se dedica.

Solo Étienne me pregunta, ritualmente:

—Y tú, ¿qué has hecho hoy?

—Lo de siempre, escribir… —Y desanimarme, y estar sola, y esperar a que llegues, pero eso no se lo digo. Cambio de tema—. Ah, y he comprado una manta, que por las noches está haciendo cada vez más frío.

—¿Una qué?

Une housse.

¿No es así como se dice manta en francés? Pero Étienne no sabe de qué hablo. Me echo a reír y voy a buscar la manta para enseñársela.

—¡Ah, une couverture! Housse es lo que se pone, por ejemplo, encima de un sofá para que no coja polvo, o de un coche.

—¿Una funda? Pues a mí me suena housse en el sentido de manta… ¿no hay un cuento famoso que se llama La housse partie? Uno sobre un niño que corta en dos una manta antes de dársela a su abuelo. Lo leí en el colegio.

—Será francés antiguo —dice Étienne.

Seguimos comiendo. ¿Cómo era el cuento? Me voy acordando. Un hombre quiere echar de su casa a su padre anciano y pide a su hijo que se lo lleve y le abandone.

«Tu padre tiene un disgusto… si lo vieras… ¡un disgusto…!», me dijo mi madre por teléfono.

El anciano ruega que por lo menos le den una manta… ¿Qué pasa luego?

«¡No puedo más con mi familia!», sollocé refugiándome en los brazos de Étienne. (¡Soplaré, soplaré, y tu choza derribaré!). «Tu familia soy yo», me contestó él.

«Laura Kaminski». Suena bien… Née Freixas, épouse Kaminski, pone en mi flamante documento de identidad francés. «Madame Kaminski», me llama todo el mundo aquí… Me gusta, sí. Recibí un nombre, pero elijo otro. Recibí una nacionalidad, elijo otra. Recibí una familia, prefiero otra.

Los Kaminski no preguntan. No exigen, no suplican, no regañan. No piden, no se ofenden, no se enfadan, no gimotean al teléfono… Están muy unidos ellos dos y ven a poca gente. A la madre de él, a su hermano, cuñada, sobrinos, los visitan una o dos veces al año. Al padre de ella, nunca: se volvió a casar, no se llevan bien con la nueva mujer.

Hay algo altivo, casi desafiante, en la austeridad de los Kaminski. Se mudan constantemente: primero cambiaban de ciudad cada dos o tres años, porque monsieur Kaminski, que empezó a los quince años en la mina, como su padre, estaba siempre buscando un trabajo mejor. Ahora hace mucho que viven en Lille, pero se siguen mudando. De un piso antiguo en el centro a un chalé adosado, del chalé adosado a un piso nuevo en las afueras, del piso nuevo a un chalé individual, del chalé… y así sucesivamente. Siempre con los mismos muebles, escrupulosamente impersonales: el sofá orejero en el que monsieur Kaminski lee Le Monde, las dos camas individuales con colchas adamascadas y el traversin, el rulo, tapizado a juego, la estantería acristalada donde guardan unos pocos libros: actualidad, memorias de políticos, el premio Goncourt de cada año…

Los Kaminski no se apegan a nada. Por eso se mudan, para no apegarse, como el lobo estepario.

No, no le diré nada a Étienne de esta nueva llamada, furiosa en la forma, implorante en el fondo, de mi padre. Pero Nicole…

Nicole, a la que nos encontramos en las cenas. Raphaël y su mujer, Jérémie y su mujer, Étienne y yo… y Nicole con Anaïs. Nicole que habla sin parar y se ríe sin parar, con una risa estridente que me hiela el corazón. Nicole que habla de Anaïs, de su trabajo, de películas, de Anaïs, de exposiciones, de política, de Anaïs, que no deja ni un segundo de silencio por si acaso, y si lo hubiera, lo llenaría Anaïs. Mirad a Anaïs cómo sonríe, ¿no está llorando Anaïs?, me ha parecido oírla… tengo que cambiar a Anaïs, ¿dónde está el baño?, Anaïs que se parece tanto, es el vivo retrato de… pero nadie pronuncia nunca ese nombre.

¿Por qué Étienne no se preocupa por Nicole? ¿Por qué no piensa en ella, no se acuerda de ella, no hace planes para ella? ¿No era Mathieu su mejor amigo?… Hace mucho que se lo quiero preguntar. De hecho, he pensado una cosa que podríamos hacer con Nicole y hoy es el momento de decírselo a Étienne.

Hoy. Ahora.

—¿Cómo me ha quedado el gratin?

—Muy bueno. Un poco crudas las patatas, quizá.

—Pues mira que he seguido la receta al pie de la letra. Pero, para otra vez, ya sé que tengo que dejarlas más tiempo…

Étienne sigue comiendo en silencio.

Me gusta el silencio de Étienne, siempre me ha gustado. Por eso no me decido a hablarle de Nicole.

Me gusta el silencio de los Kaminski. Me relaja su corrección, su sobriedad. Su respeto: cada uno en su casa. Todo en ellos es limpio, parco, transparente.

Me gusta que mi suegra o mi suegro preparen la comida en cinco minutos, los que requiere sacar de la nevera una lechuga, un bulbo de hinojo, tomates, unas anchoas, para improvisar una ensalada, y del congelador un Surgelé Picard; de ahí al microondas y ya está la comida: ensalada y después tarta de puerros, lasaña de espinacas o pularda con salsa de setas. Todo tan fácil, ni siquiera huele la cocina.

Me gusta que mi suegra no se maquille, no se pinte las uñas. Que para nuestra boda llevara un traje chaqueta correctísimo que llevo varios años viéndole. Que dedique sus vacaciones de verano a tomar cursos de alpinismo… Lo de que jamás tome un baño, sino solo duchas, frías para más señas, y haga de ello una cuestión de principios… me parece quizá un poco excesivo. Como lo de llevar sus valores republicanos y laicos hasta el punto de protestar en un hotel porque en el hilo musical ponen canto gregoriano y eso es según ella propaganda religiosa… Pero bah, son detalles. En general con los Kaminski siento lo mismo que me transmite Étienne: todo está bien. No hay nada de que hablar.

El hombre impasible. Como el viernes pasado, en Les Trompettes de Versailles. ¿Por qué me dijo que sí, si no le apetecía?…

Bah, no le tengo que dar más vueltas. ¿Megève o Chamonix?, no podemos tardar más en hacer la reserva. Megève es más grande, habrá más cosas: librerías, cafés… quizá piscina municipal, cine… Chamonix está más pensado para deportistas. Sospecho que a Étienne le apetece más Chamonix.

Me estoy acordando de cómo seguía La housse partie. El padre le dice al niño que coja una manta. El niño obedece, pero antes de dársela a su abuelo la corta en dos con el cuchillo.

Se lo dije la víspera: mira, hay tal concierto, en tal iglesia, de obras para trompeta que se tocaban en la corte de Versalles. Me gustaría mucho ir, justo ahora que estoy leyendo a Madame de Sévigné, Madame de Lafayette, Racine, Molière, todos ligados a Versalles… ¿Vamos? Étienne aceptó, tal vez distraídamente… Y vino, sí. En el ultimísimo momento, cuando yo hacía un buen rato que había llegado y comprado las entradas y le estaba guardando sitio en la primera fila.

Vino, se sentó a mi lado, dejó en el suelo la cartera, la abrió, sacó Le Monde, lo desplegó y se puso, ostensiblemente, a leerlo durante todo el concierto.

A veces… A veces, lo confieso, el silencio de Étienne me crispa. Me dan ganas de romperlo. De arrojarlo al suelo, hacerlo trizas, descubrir por fin qué tiene dentro.

—¿Y Nicole? —exclamo.

Étienne me mira con sorpresa. Ay, lo siento… me ha salido un tonillo reivindicativo… no era mi intención…

—¿Qué pasa con Nicole?

—¿Por qué no invitamos a Nicole a pasar la Navidad con nosotros?

Nicole aferrándose a los amigos de Mathieu. Ella es de La Rochelle, vino a París por él, apenas conoce a nadie aquí. Nicole fingiendo alegría por miedo a que de lo contrario le demos la espalda, la evitemos como a un pájaro de mal agüero. Nicole que conduce su coche recién pintado (hubo que planchar la carrocería, sustituir faros y guardabarros, cambiar el tapizado entero, no se iban las manchas de sangre). Nicole que no sabemos por qué (tal vez no se ha dado cuenta, tal vez nunca llama a su propio número, y nadie se ha atrevido a decirle nada) no ha cambiado el mensaje de su contestador, en el que la voz risueña y marsellesa de Mathieu explica que no puede ponerse al teléfono ahora mismo, pero que nos devolverá sin falta la llamada.

Monsieur y madame Kaminski tienen un amigo, según supe hace poco: el que les presentó en el bachillerato.

Étienne alza las cejas.

Yo, atropelladamente, sigo:

—Ya sabes que no tiene familia, solo su padre con Alzheimer en una residencia, que ni la conoce, imagínate lo que será pasar el día de Navidad en un asilo de viejos moribundos… el mismo año que ha perdido a su marido… O, bueno, si quiere ir a ver a su padre el día de Navidad, que venga a pasar con nosotros el resto de la semana. Le gusta mucho esquiar a ella, ¿verdad?… Ya me quedo yo con Anaïs, total yo no esquío, no me cuesta nada…

—Pero Laura, qué cosas tienes…

—¿Por qué no? —pregunto, agresiva.

El viernes, cuando salimos de Les Trompettes de Versailles, no dije nada. Para tener la fiesta en paz. Porque comprendí que Étienne trabaja mucho. Porque quería llegar a nuestro apartamento en lo alto de Montmartre y disfrutar la cena, el calor, el bienestar. Oírle llamarme darling, abrazarnos bajo las sábanas, debajo del techo abuhardillado, con el viento soplando fuera sin conseguir derribar nuestra casa de piedra.

Que Étienne esté contento. Que me quiera. Qué más me da que no le guste la música barroca… Y si prefiere Chamonix, qué me cuesta darle ese gusto…

Étienne mueve la cabeza.

—Para empezar, es caro. Y Nicole no tiene un duro, ya lo sabes.

Cierto… no lo había pensado. Pero no quiero darle la razón; rápida, replico:

—Podemos invitarla nosotros.

—¿Invitarla? ¿Te das cuenta de lo que vale?

¿Cuánto vale?… Desde que dejé la editorial y me vine a París, mi idea de nuestra situación económica se ha vuelto algo vaga… Pero, si es un sacrificio invitar a Nicole, ¿acaso no podemos hacerlo? ¿No debemos?

«¿Qué haces?», pregunta el padre extrañado al ver al niño cortando la manta. «La otra mitad la guardo», responde el niño, «para cuando usted sea viejo y yo le eche de casa».

—Además —añade Étienne—, ella no aceptará. Se sentiría mal.

Mmm… es posible… no se me había ocurrido… Y tampoco se me había ocurrido, lo pienso ahora, que estoy disponiendo de un dinero que no es mío. Casi todo lo gana Étienne.

—Vale, olvida lo de invitarla a esquiar con nosotros. Pero algo tenemos que hacer con Nicole, ¿no crees? No tiene familia, no conoce a mucha gente en París, ha sufrido una desgracia terrible… Tendríamos que ocuparnos de ella, ayudarla…

Étienne está visiblemente sorprendido de mi súbito interés por este tema, de mi vehemencia. Yo, en el fondo, también.

—¿Ocuparnos de Nicole? Ocúpate tú si quieres, que tienes tiempo. Yo no puedo. Tengo mucho trabajo.

—No te pido que abandones tu trabajo, solo que… No sé, podemos invitarla a venir con nosotros al cine… quedarnos con Anaïs un fin de semana, para que ella pueda salir…

—¿Hacernos cargo de Anaïs? —dice Étienne—. Pero, Laura, si no tenemos ni idea de cuidar a un bebé.

—Pues invitarla a comer un domingo… Hacerle compañía… Y, además, ¡no me lo endilgues todo a mí!, yo apenas la conozco, apenas conocí a Mathieu, pero tú…

Étienne calla y su silencio, de pronto, me irrita. Megève, claro que sí, Megève, ¡qué demonios! ¡Que no quiero pasarme el día en un café esperando a que el señor baje de las pistas!

—¡Qué insensibilidad! —exclamo—. ¡Si Nicole es la mujer de tu mejor amigo!

«¿Le ven mucho?», pregunté a los padres de Étienne, sorprendida de no haberles oído hablar nunca de su amigo. No mucho, no… es que vive lejos, en el Midi… O vivía… De hecho, hace ya algún tiempo que no tienen noticias suyas… algo así como veinticinco años.

Una leve sonrisa se dibuja en la cara de Étienne:

—Su viuda, querrás decir. Mi mejor amigo ya no existe, está criando malvas.

¿Eso ha dicho Étienne? ¿Con ese tonillo burlón?

—Pero ¡¿cómo puedes ser tan desalmado?!

—¡Déjame en paz con eso, Laura! —exclama él con malos modos.

De puro escandalizada, no reacciono. Estoy estupefacta.

Silencio.

—¿Quieres fruta o yogur de postre? —pregunta Étienne como si nada, y se levanta a abrir la nevera.

Terminamos de cenar sin decir nada. Yo intento calmarme.

Me estoy acordando del día en que los padres de Étienne conocieron a los míos.

¡Qué miradas echaban alrededor cuando entraron por primera vez (sería también la última) en el piso de Pedralbes, para conocer a los consuegros! La moqueta azul, el piano blanco… las tallas barrocas, las peponas mexicanas de cartón… el ciclamen color fucsia, las cajas de música, las matrioskas, las copas de colores, el gato siamés…

Mi suegra sonriendo, haciendo reverencias. Madame… Monsieur… Mi suegro más suelto, más desenfadado: mirada franca, tono un poco arrogante al pronunciar las fórmulas de cortesía: Bonjour, enchanté, el fuerte apretón de manos. Mi suegra repitiendo: enchantée, enchantée, como si le hubieran dado cuerda.

Sentados los seis en los sofás, tomando el aperitivo. Étienne y yo callados, en un segundo plano, mientras los Kaminski en un sofá, los Freixas en otro, se contemplan con curiosidad, más que con simpatía.

Mi padre hablando sin parar. Avergonzado de nuestra pobre, sucia, triste, desgraciada patria, quiere a toda costa demostrar a esta gente del norte que si no nuestro país, nuestra familia, al menos, es limpia, culta, rica, despierta y feliz. Tenemos las paredes llenas de libros, una estantería llena de discos, y mi padre ha puesto las cantatas de Bach, no solo porque es su compositor preferido, sino porque así puede citar una frase de Colette. Colette, les espeta cuando apenas hemos terminado las presentaciones, osaba comparar la música de Bach con el sonido de «une machine à coudre». ¡Bach, una máquina de coser! Sería muy buena escritora, pero de música no tenía la menor idea, ¿verdad? Y mis suegros, que no han leído a Colette y que como mucho distinguirían a Bach de Johnny Hallyday, fingen estar muy ocupados comiendo aceitunas. ¡Pasemos a la mesa!, exclama mi madre.

Mi madre probando con aprensión la paella que ha tardado horas en cocinar, con los ingredientes que ayer se pasó horas comprando: las mejores gambas, la mejor sepia… los mejillones frescos, el jerez dulce… Hoy se ha pasado la mañana picando cebolla, sofriendo arroz, pelando gambas, preparando el caldo… Con el delantal, el gorro, la cara de mala hostia: detesta cocinar. Sonríe discretamente, con alivio, lo noto, en cuanto la prueba: le ha salido perfecta, jugosa, en su punto.

Mi suegra con su sonsonete: qué sabrosa la paella, qué bonito el mantel de encaje, qué bueno el vino, el gato, el clima.

La situación parece haberse encauzado. Me relajo… pero me dura poco.

Mi padre habla, habla, habla, y mi padre cuando habla es imprevisible. Y en esta situación, más, porque esos desconocidos que irrumpen en nuestra familia, ¿con qué intenciones vienen? ¿Y si han llegado con cuatro corceles negros a raptar a su hija y llevársela a un reino sombrío y neblinoso del que no volverá? ¿Y si conocen la fórmula mágica para que su hija consiga hacer oídos sordos a la otra fórmula mágica, la suya, que siempre le funcionó: I ara! Només faltaria!?… Acelerado por la angustia, mi padre habla y habla, intentando hipnotizar al enemigo, aturdirlo a base de verborrea, noquearlo. Habla y habla y habla atropelladamente, diciendo todas las cosas que no hay que decir: habla de sexo, habla de una encuesta según la cual los franceses no se duchan, habla de «mi primo el asesino», un pariente lejano, de Sevilla, que mató a su mujer, y no hace caso ni a mis miradas de hastío, ni a las patadas furiosas que le da su mujer debajo de la mesa.

Mis suegros intercambian miradas de reojo.

Mi suegro, cuando mi padre le deja intervenir, lleva la conversación a terrenos menos comprometidos. Que si la reforma bancaria, que si la reconversión industrial, que si la Unión Europea… Desgranando uno por uno, con su estilo de majestuosa autoridad, con la contundencia de quien se ha formado una opinión insobornablemente propia, los últimos editoriales de Le Monde.

Mi padre, en voz alta, sorprendido y lastimero, a mi madre: «I ara! ¿Por qué me das patadas?», y a mí: «Laura, com es diu patada en francès?».

A la hora de despedirse, ya todos de pie, en el recibidor, mi madre visiblemente aliviada de que todo termine, mi suegra sonriendo, haciendo reverencias, exclamando: Enchantée… Un plaisir… C’était très bon… Madame… Monsieur… Au plaisir de se revoir

Au plaisir de se revoir? A mi padre se le iluminaron los ojos. ¡El placer de volver a verse! Entonces, ¿los había conquistado, cautivado, neutralizado? ¿No se llevarían, a fin de cuentas, a su hija querida? ¿Habían caído bajo su hechizo, estaban deseando volver a verle, volver a escucharle, un hombre, aunque español, tan culto, tan divertido, tan brillante?…

¿El placer de volver a vernos?, ¡por supuesto!

Quand et où? —¿Cuándo y dónde?, exclamó mi padre, apremiante.

Se hizo un silencio… un silencio…

Presa del pánico, madame Kaminski sonreía indecisa, mirando de reojo a su marido.

Très bientôt, j’espère. —Espero que muy pronto. La sonrisa de monsieur Kaminski era de aplomo e ironía. Como la de Étienne al decir que su mejor amigo está criando malvas.

Étienne ha vuelto al sofá, a hojear el catálogo. Yo quito la mesa y friego los platos.

Ensayo para mis adentros: ¿Nicole? Ah, sí, Nicole. (Tono afable distraído, casual). No, no sé nada de ella. A veces nos la encontramos en las cenas de amigos… ¿Navidad? ¡Déjame en paz con eso, papá! (Sin demasiado énfasis. Luego hablar de cualquier cosa, como si nada).

No le quedan secuelas. Y si alguna le quedase, que contrate a una enfermera.

No me atrevo a creer que pueda ser, que sea tan fácil. Que me baste imitar a Étienne, a sus padres. No tener deudas con nadie, no necesitar a nadie. A nadie más que a él.

Distancia. Impasibilidad. Aplomo, y si hace falta, ironía. Contra un lobo, otro lobo.

—¿Megève o Chamonix?

Vivir en un desierto de hielo. Pero abrazándonos, por la noche, en el iglú. Étienne contento. Yo feliz de que él esté contento y de que me quiera.

—Chamonix —digo.