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BERLÍN Este. Febrero de 1984
Hubert Renn rara vez expresaba sus sentimientos más profundos, pero si lo hubiera hecho en relación con su trabajo a las órdenes de Fiona Samson, habría dicho que sus relaciones habían resultado mejor de lo que habría podido esperar. Y, cuando en enero de 1984, le ofrecieron la oportunidad de cambiar de empleo para trabajar en la sede central de la Stasi en Normannenstrasse, no aceptó y tuvo complicaciones para explicar el porqué.
Hubert Renn prefería el ambiente de la modesta unidad de mando conjunto KGB-Stasi en la Karl Liebknecht Strasse y el dinamismo cotidiano que representaba el trabajo «operacional». Además, había asumido una responsabilidad paternalista para con Fiona Samson, aunque no lo diera a entender en su modo estricto y formalista de llevar los asuntos de la oficina. Por su parte, Fiona Samson tampoco exigía ni parecía esperar de él más que una absoluta dedicación en el trabajo.
A Renn no le costaba entender a Fiona Samson, o al menos llevarse bien con ella. Contribuía a su mutua avenencia el modo en que ella había eliminado y transformado su femineidad. La inseguridad y recelos causados por la maternidad no influían ya en sus ideas; no es que se hubiera vuelto masculina —los hombres y su manera de pensar seguían atrayéndola tanto como antes—, pero sí se había vuelto resuelta y simplista igual que los varones. Incluso en su más íntima femineidad jamás había asumido el papel de víctima, tal como ella había visto hacer a su madre, a su hermana y a tantísimas mujeres. Ahora, siempre que surgía algo que no se veía capaz de resolver a su manera, reflexionaba sobre lo que Bernard habría hecho en semejante circunstancia y muchas veces eso la ayudaba a solucionarlo de prisa.
Si se hubiese encontrado psíquicamente bien, habría podido soportarlo todo a la perfección, pero Berlín le podía. Para Bernard, aquella ciudad era una segunda patria y se encontraba a sus anchas, pero para ella era un lugar de pesadilla; había llegado a la conclusión de que sus crisis depresivas y los malos sueños de los que a veces se despertaba sudando y temblorosa, no sólo los motivaban la soledad y el sentimiento de duplicidad por haber abandonado a su marido y a sus hijos: el motivo era Berlín. Berlín estaba socavando de tal modo su espíritu que nunca se recuperaría. Sabía que era una bobada, pero comenzaba a sentirse desequilibrada y era bien consciente de ello.
En la intimidad de su apartamento de la Frankfurter Allee, cuando la abrumaba el trabajo, o mientras estudiaba alemán y ruso para mejorarlos, encontraba a veces tiempo para reflexionar sobre los motivos que la habían llevado a tan desesperante situación. Descartó el análisis cronológico, esa pauta cara a psicólogos y novelistas, porque, sin duda, daría una línea recta de causa-efecto que la conduciría hasta su autoritario padre, el internado, su empleo de agente secreto y su apoteosis al asumir aquella nueva vida. Pero no era ésa la génesis. La capacidad para desempeñar aquel papel era algo que ella había forjado esforzadamente hasta la perfección; aquella parte de su mal no era síntoma de ningún fallo de personalidad.
Ella se había desembarazado de la personalidad de aquella niña que había llegado al internado temblando de miedo, no por medio de manifestaciones ni gritando consignas, sino sigilosamente; por eso la transformación era tan radical. En realidad, se había convertido en otra persona, y, aunque jamás lo admitiría ante nadie, había incluso dado un nombre a la disciplinada funcionaría que acudía al trabajo a diario a la Karl Liebknecht strasse al servicio del estado socialista alemán: esa persona era Stefan Mittelberg —nombre que había leído en una guía telefónica—, un nombre de varón, por supuesto, ya que en el despacho tenía que actuar como un hombre. «Vamos, Stefan —se decía todas las mañanas—, es hora de levantarse.» Y cuando se cepillaba el pelo ante el espejo antes de salir, veía reflejada en él la imagen de aquel Stefan de mirada dura. ¿Era «Stefan» manifestación de algún cambio emocional? ¿Un endurecimiento? ¿Una liberación? ¿O era «Stefan» quien había mantenido la espontánea aventura amorosa con Harry Kennedy? ¿Cómo, si no, explicar algo tan curioso? Sí, «Stefan» representaba la génesis de un proceso positivo; el problema era que ella odiaba a «Stefan». Pero no importaba; tal vez con el tiempo llegara a querer a aquel nuevo ser estricto.
En el despacho se esforzaba en todo momento por ser la apparatchik perfecta, la clase de jefe que gustaba a un hombre como Renn. Pero era extranjera y mujer, y a veces necesitaba ayuda y consejo en aquellas turbias intrigas del trabajo.
—¿Cuánto tiempo va a estar trabajando aquí ese joven nuevo? —preguntó a Renn un día en que estaban ordenando los archivadores y el escritorio.
Renn se la quedó mirando, perplejo de que pudiera ser tan ingenua. Y más ahora que le habían concedido el premio de Moscú, entregado en una ceremonia en Normannenstrasse, en la que él mismo había participado.
—¿El joven nuevo? —repitió él, que nunca se apresuraba a contestar a la primera en asuntos así.
—Ese joven... de pelo rubio ondulado... —Hizo una pausa—. ¿Acaso he dicho algo...?
Aquella ignorancia se le antojaba a Renn apabullante y despertaba su simpatía. Todos los que trabajaban allí sabían reconocer a un oficial del servicio de seguridad política de Moscú.
—¿Se refiere al teniente Bakushin? —preguntó.
—Sí. ¿Qué es lo que hace aquí?
—Es uno de los oficiales responsables de la encuesta sobre Moskvin.
—¿La encuesta sobre Moskvin? ¿Pavel Moskvin?
—Claro. Se celebró la semana pasada en Moscú.
—¿Qué clase de encuesta?
—De conducta.
—¿De conducta?
—Es lo habitual. Son encuestas secretas, desde luego.
—¿Y se ha anunciado el veredicto, o es también secreto?
—El teniente Bakushin está alegando más pruebas. Seguramente hablará con usted, frau direktor.
—Pero si a Moskvin acaban de ascenderle a coronel... —dijo Fiona. No acababa de entender lo que quería decir Renn.
—Eso lo hicieron simplemente para facilitarle la tarea de dar órdenes a los de la embajada de Londres en su viaje. Aquí la graduación no cuenta tanto como en Occidente. Es el cargo de la persona lo que confiere autoridad.
—¿Y el teniente Bakushin tiene un alto cargo?
—El teniente Bakushin puede detener y encarcelar a cualquiera de los que trabajan aquí sin pedir permiso a Moscú —contestó Renn sin inmutarse, mientras a Fiona se le ponía la carne de gallina.
—¿Tiene usted idea de qué se le acusa al coronel Moskvin? —inquirió.
—De delitos graves —contestó Renn.
—¿Qué son delitos graves?
—Los cargos contra el coronel Moskvin son asunto del que más vale no hablar.
—Yo he oído que el coronel tiene muchos amigos influyentes en Moscú —dijo Fiona.
Renn se quedó parado. Por un instante, Fiona pensó que iba a musitar alguna excusa para abandonar el despacho —cosa que había hecho en más de una ocasión cuando ella planteaba preguntas escabrosas—, pero esta vez no fue así; dio la vuelta a la mesa y se puso a su lado.
—El mayor Erich Stinnes está en Londres trayendo de cabeza al servicio secreto inglés y causando un lío monumental, y el coronel Moskvin colabora allí también en la operación. Pero a Moscú no le gustó nada que muriese un inglés en esa casa de Bosham porque el coronel Moskvin se excedió en su autoridad. Como él ahora no está aquí, se ha iniciado una investigación. La problemática del coronel está en que si la operación de Londres sale bien, será el mayor Stinnes quien se lleve el mérito por su valor, habilidad e ingenio; pero si sale mal, echarán la culpa al coronel por su intervención. —Renn volvió a mirarla—. De este modo, mientras tanto, es usted el oficial con más poder de la sección. —Otra mirada de Renn, quien, al advertir que no acababa de entenderlo, prosiguió—: El teniente Bakushin lo ve así y tratará de buscar pruebas de que usted también lo interpreta así.
—¿Quiere usted decir que Bakushin espera que yo le facilite pruebas que le ayuden a plantear los cargos acusatorios contra el coronel y que yo tome el mando?
—Frau direktor, corren muchos rumores. Dicen que el coronel Moskvin hace tiempo que es agente de los ingleses. También se acusa a la señora Keller. No sé si la recordará de la fiesta de mi cumpleaños... Ella huyó a Occidente con su hijo con un pasaporte inglés, que se cree era falso. —Renn sonrió para relajar su tensión—. Estoy seguro de que con las indagaciones de Moscú se demostrará la inocencia del coronel Moskvin; él tiene allí amistades y parientes con altos cargos. Yo sé cómo funciona el sistema. El teniente lo único que hace es recoger pruebas para la investigación. Convendría que fuese cauta cuando hable con él.
Fiona lanzó un profundo suspiro.
—¿Ha leído usted Alicia en el país de las maravillas, herr Renn?
—¿Qué es, un libro inglés? No, creo que no lo he leído —dijo el hombre, prescindiendo cortésmente de hablar del libro—. Pero, frau direktor, esto significa que será usted quien decida de la reunión de Holanda. No hay quien firme órdenes estando fuera el coronel Moskvin y el mayor Stinnes, y necesitamos un oficial de alta graduación que hable bien inglés. Espero que no elijan a nadie de otra unidad.
—No, si yo puedo evitarlo —dijo Fiona—. Usted comprende mi indecisión, ¿verdad, herr Renn?
—¿Irá usted?
—Creo que no —contestó Fiona.
Sí que deseaba ir: un viaje a Occidente —aunque sólo fuese para respirar aire fresco durante veinticuatro horas— le daría fuerzas.
—Si es por el riesgo de detención, puedo prepararle documentación diplomática para el viaje.
—No.
—¿Quién más hay allá?
Fiona se lo quedó mirando. Lo había pensado y tentada había estado de preguntarlo, pero ahora que lo planteaba Renn no sabía qué decir.
—Tengo que consultarlo con Normannenstrasse. Ellos tienen que saberlo.
Renn cogió una caja de plástico con disquetes blandos que había en el escritorio de Fiona y jugueteó con ella.
—Yo no se lo aconsejaría, frau direktor —dijo, desviando la vista, ruborizado por la indisciplina.
—Hay que comunicárselo —replicó Fiona—. Técnicamente estamos a sus órdenes.
—Frau direktor, pedir instrucciones a Normannenstrasse y en una cuestión que no es estrictamente operacional, crearía un precedente muy importante. Un precedente peligroso —dijo el hombre, sacudiendo la caja de disquetes, que hizo ruido—. Independientemente de lo que suceda en la carrera del coronel Moskvin y el mayor Stinnes, este departamento debe continuar funcionando como lo ha hecho durante más de doce años. Pero si pide permiso a Normannenstrasse para algo tan normal como es un viaje a Holanda, nos pondrá prácticamente bajo su autoridad. ¿Y qué sucederá en el futuro? Que aquí no volveremos a tener autonomía en el trabajo. Sería como cerrar la unidad e irnos a trabajar en Normannenstrasse.
Fiona le quitó la caja de disquetes y volvió a ponerla en el escritorio. Luego bajó la vista hacia su bloc de notas como si fuera a reanudar el trabajo.
—Pues eso no me gustaría, herr Renn. Usted mismo me ha comentado lo que detesta esa multitud en la estación de metro de Magdalenenstrasse a la hora de salida.
Herbert Renn se puso tieso y apretó los labios. Ya debería haber sabido Fiona que las bromas normales en cualquier conversación en una oficina inglesa o norteamericana, en Alemania no sentaban bien.
—Pero, frau direktor...
—Es una simple broma —dijo Fiona—. Haré exactamente lo que usted dice, herr Renn.
—¿Le preparo los papeles?
—Sí. Iré yo —contestó ella, mirando cómo recogía el trabajo.
Herbert Renn era, a pesar de sus modestas protestas, un complejo personaje. Aún no entendía bien cómo era capaz de compaginar sus prejuicios antirrusos con aquella absoluta sumisión a Marx y a sus obras.
¿Sería aquel consejo de Renn para que asumiera más autoridad de la que le correspondía para hacer un viaje al extranjero, el señuelo de sus enemigos para hacerla caer en alguna trampa? No creía, pero no las tenía todas consigo. ¡Cuidado, Stefan! Allí nadie podía estar seguro de nada. Era lo más importante que había aprendido.
—Y queda pendiente el asunto del médico del hospital Chanté —dijo, poniéndose en pie.
—Sí, frau direktor. Esas cosas siempre tardan. Ahí tiene una nota.
—Pero la nota sólo dice que todo está correcto.
—Sí, buenas noticias, frau direktor —contestó Renn, llegándose a su lado—. El doctor Kennedy no tiene antecedentes; es un simple compañero de viaje del que nos hemos valido para algunas tareas secundarias en Londres. Podría haber servido para cosas más importantes, pero entró en el partido siendo estudiante de medicina.
Fiona se sentía morir. Volvió a sentarse y por un instante fue incapaz de respirar, hasta que pudo musitar: «¿En el partido... comunista?» Menos mal que no se había sincerado con Kennedy, pese a que en más de una ocasión había tenido ganas. Parecía un capitalista tan empecinado en sus ventas y entregas de aviones... Pero, claro, aquello era la coartada; bien sabía ella por su trabajo que el KGB financiaba miles de negocios parecidos para tener cobertura para sus agentes.
—Sí. ¡Qué lástima que nadie advirtiera sus dotes y le disuadiera de hacerlo! Porque, claro, a los miembros del partido no se les pueden encomendar tareas importantes.
—¿Se citan fechas?
—Nada desde julio de 1978. Aunque ya sabe usted que no hace mucho hemos visto lo descuidados que son esos administrativos actualizando los expedientes.
Comenzaba a dolerle la cabeza y a sentirse mal.
—¿Qué misiones ha realizado?
—Esos detalles no están reflejados en los expedientes. La embajada de Londres los habrá comunicado directamente a Moscú. Supongo yo que asuntos de vigilancia, alojar a gente o amañar referencias; la clase de trabajo que se encarga a personas como él.
Así que eso era: en julio de 1978, un mes antes de su «casual» encuentro en la estación de Waterloo. Ella había alertado a Martin y Moscú había buscado otro medio para controlarla. Sí, habría sido el tiempo necesario para aleccionar y dar instrucciones a Harry. Así que Moscú le había encargado de vigilarla. ¿Sería ese también su cometido en Berlín? ¿Ninguna misión desde 1978?
—¿Pregunto a Moscú si aún sigue operando?
—No, herr Renn, no lo creo prudente.
Él la miró y notó que no se encontraba bien.
—Lo que usted diga, frau direktor —dijo, cogiendo unos papeles y abandonando discretamente el despacho.
Se tomó tres aspirinas. Tenía tubos por todas partes, pero el máximo efecto que obtenía era una disminución del dolor. Se tapó los ojos con las manos. Concentrándose en antiguos recuerdos, lograba a veces contrarrestar los ataques a fuerza de voluntad. Por su mente desfilaron velozmente imágenes de sus hijos y su marido, borrosas y deformadas, cual retazos de películas antiguas. Estuvo un largo rato sintiéndose muy mal, como alguien que acaba de salir indemne de un terrible accidente de coche.