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MAIDA Vale, Londres. Abril de 1983

—¿Te has dormido, cielo?

Fiona hundió el rostro en la almohada y no contestó. El colchón se alzó al escurrirse él de la cama para ir al cuarto de baño. Era un día soleado de primavera, y estar en la cama a plena luz del día, con las cortinas echadas, le producía complejo de culpabilidad. ¿Qué había sucedido? En aquellos años se había prometido mil veces no volver a ver a Harry Kennedy; pero era tan encantador y divertido que no podía sustraerse a su atractivo. Y así se encontraba, de pronto, pensando en él, o le llegaba un ramo de flores o un anuncio del «salón de belleza y peluquería», y entonces cedía en su resuelta decisión y volvía a él.

Había veces en que todo consistía en tomar una copa en alguna taberna cercana a la clínica o en cuatro palabras por teléfono, en otras ocasiones le necesitaba y tenían de vez en cuando un encuentro de aquellos en los que tan bien se lo pasaba.

Le vio cruzar desnudo el cuarto y abrir el armario. Era musculoso y estaba bien bronceado, excepto las nalgas, debido a los calzoncillos. Últimamente había efectuado tres viajes de entrega a Arabia Saudí. Se apreciaban en sus hombros unas cicatrices claras, como de bandolero, por un aterrizaje forzoso en México diez años atrás. Él advirtió que le miraba y sonrió impúdico.

Aquella relación ilícita había transformado a Fiona: era como un bombazo en la rutina de su vida conyugal. Estar con Harry era apasionante y la hacía sentirse rutilante y deseada de una manera que Bernard habría sido incapaz de motivar. El sexo contaba como factor principal, pero se trataba de algo más fuerte que no sabía explicarse. Lo único que le constaba era que la tensión producida por la vida laboral le habría resultado insoportable sin la perspectiva de ver a aquel hombre, aunque sólo fuese un rato. Oír su voz por teléfono era turbador y reconfortante, y ahora comenzaba a entender algo que hasta entonces no había experimentado: la clase de amor adolescente del que había oído hablar a las jovencitas, ese amor celebrado en las canciones pop que ella detestaba. Claro que sentía mala conciencia por engañar a Bernard, pero era una necesidad. Pensaba a veces que sería capaz de contrarrestar aquella culpabilidad que la abrumaba a condición de continuar las relaciones a distinto nivel: una amistad platónica. Pero en cuanto estaba con él, la decisión se venía abajo.

—¡Ah! ¿Estás despierta? ¿Qué tal un cóctel de champán? Tengo de todo.

Ella se echó a reír.

—¿Tan divertido es? —replicó él, poniéndose un batín de seda a cuadros y mirándose en el espejo para ajustarse el cuello y el cinturón.

—Sí, cariño, muy divertido. Sería mejor un té.

—¿Té? Pues cosa hecha.

Al salir Harry, ella alargó la mano hasta la mesilla y cogió la edición del mediodía del periódico de la tarde. En primera página, un titular decía «Tiroteo en un cuarto de baño de Chelsea». Un intruso había entrado en casa de Giles Trent y le había matado a tiros en la ducha. El asesino había aprovechado la circunstancia de la cortina de plástico para evitar las salpicaduras de sangre y se había lavado las manos antes de marcharse. Un portavoz no identificado de Scotland Yard calificaba el crimen de «muy profesional», y uno de esos especialistas que siempre están dispuestos a hacer declamaciones a la prensa decía que concurrían «todos los indicios del clásico ajuste de cuentas de la Mafia neoyorquina». El periodista parecía insinuar que había estupefacientes de por medio y acompañaba el artículo, sobre el ancho de la columna, una foto borrosa de un Giles Trent muy joven en traje de baño, con los brazos en jarras y muy sonriente. En una página interior aparecía otra más grande de su casa de Chelsea, con un policía montando guardia.

Gracias a Dios que Bernard las había dejado a Tessa y a ella al margen de todo. El tío Silas tenía toda la razón respecto a Bernard. Era desconcertante que muchos de sus amigos varones le entendieran de aquella manera que a ella le resultaba imposible. Era un hombre muy reservado. Sin hablar con ella ni darle ningún tipo de explicación, había logrado que Giles Trent confesase y lo hiciera sin mencionar a Tessa. Ahora Trent estaba muerto y, por horrible que hubiera sido su fin, no podía menos de sentir un gran alivio.

Hubo otros signos excepcionales. Bret le había pedido que copiase un prolijo documento secreto sobre el respaldo del Banco de Inglaterra a la libra esterlina; era un informe totalmente manuscrito y no se lo había entregado a Martin. Por lo que ella se imaginaba, eso sólo podía significar que Bret iba a hacerlo llegar al KGB a través de otro agente. ¿Por qué le habría pedido a ella que lo copiara con su escritura? Sólo un loco de remate era capaz de confeccionar un documento tan comprometedor, a menos que estuviera destinado a confirmar sus actividades para los del otro bando. Había algo de siniestro en el modo en que Bret esquivaba sus preguntas.

Otra advertencia le llegó en virtud de la cantidad de material entregado a Martin en las últimas semanas. Bret había comentado que no había nada de importancia vital, pero era tal cantidad... La Central de Londres no quería que se entregase a tal ritmo; pero, por otra parte, ¿qué excusa daría ella para justificar la reducción? De todo aquello se seguía una conclusión: querían que se pasase al Este, y pronto. La perspectiva la aterraba, pero en cierto modo la espera era aún peor.

Ahora miraba todos los días a su marido y a sus hijos con cariño y añoranza, y cada vez que veía a su hermana ansiaba advertirla de que no tardarían en estar separadas. Y, para hacerlo todo más penoso, había llegado al convencimiento de que no regresaría. No es que hubiera ninguna razón lógica ni indicio concreto que corroborase sus temores; era más bien una premonición instintiva puramente femenina, como el sereno fatalismo que habría sentido una matriarca rodeada de los suyos en el lecho de muerte.

Si al menos fuese posible arreglar algunas cosas fundamentales que habrían de decidirse en su ausencia... No dejaba de preocuparse por Billy y el colegio; siempre había abrigado la esperanza de que finalmente Bernard se convenciese de las ventajas de que el pequeño fuese a un buen colegio; el ingreso podía arreglarse, porque su padre había prometido ayudarlos. Pero si ella no estaba, Bernard no movería un dedo, porque sentía fobia por los buenos colegios —«palizas, sodomía y malos modales», decía— y por los que se habían educado en ellos.

Entró Harry con el té en una bandeja.

—Has leído ya esa noticia tres veces por lo menos, querida. ¿Tiene algún significado especial? —inquirió, inclinándose y dándole un beso.

—El eterno psicólogo —replicó ella, tirando el periódico con la mayor naturalidad posible y poniéndose la bandeja en las rodillas. En un diminuto florero había una violetitas, seguramente las últimas del año. Eran preciosas. Tazas de porcelana transparente, cucharillas de plata y dos rodajas del pastel de fruta que a ella más le gustaba. Debía de tenerlo todo preparado—. ¡Qué maravilla! —exclamó, sosteniendo la bandeja mientras él se tumbaba a su lado—. Harry, ¿qué opinión te merece el sistema inglés de colegios privados?

—No tomas leche con el Earl Grey3 ¿verdad, dulzura?

—No, lo tomo solo.

—¿Colegios privados? ¿Qué extraña idea te pasa por la cabeza? En la clínica, casi todos los compañeros parecen haber salido de la experiencia sin daño aparente. Pero ¿qué puedo saber yo? Una cosa sí que te digo: con muy pocos de ellos me gustaría encontrarme en la ducha si se fuera la luz. ¿En qué piensas?

—Es que tengo unos amigos íntimos..., y al marido le destina la empresa al extranjero, y están pensando en meter al niño en un internado.

—¿Y me preguntas si es una buena idea? —dijo él, poniendo las tazas en los platillos—. Mi opinión como psiquiatra, ¿no? ¿Y cómo puedo dártela sin conocer al niño? Y también a los padres.

—Supongo que tienes razón.

—Si el marido no quiere, sería una bobada que la esposa se empeñase, ¿no crees? —añadió él, sirviendo el té— ¿Está lo bastante fuerte?

—Él detesta los colegios privados. Sí, está perfecto.

—¿Por qué?

—Por el esnobismo, los métodos de intimidación y el privilegio; porque a muchos niños les imbuyen la idea de que son una elite. Y él cree que eso fomenta ese odio entre- clases que existe en Inglaterra.

—Sí, y seguramente tiene razón, pero lo mismo podría decirse del hecho de comprar en Knightsbridge.

—¿Por la intimidación? —replicó ella echándose a reír.

—Y que lo digas. No será que nunca te las has visto con esas tercas ancianas con sus afilados paraguas...

—¿Tú fuiste a un internado? —dijo ella dando un sorbo de té—. En realidad sabemos muy poco el uno del otro, ¿no es cierto?

—Por eso deberíamos casarnos —contestó él.

—Te agradecería que no volvieras a decirlo.

—Hablo en serio.

—Me molesta.

—Escucha. Estoy loco por ti. Soy soltero, blanco y mayor de edad. Estoy en forma a nivel gimnástico y en bastante buena forma en el aspecto bancario. Compro este piso a pagar en veinte años, y tú eliges casi todo el mobiliario. Te amo más que a nadie, pienso en ti día y noche, y no seré feliz hasta que vivamos juntos.

—¡Calla! Tú no conoces mis circunstancias.

—Pues háblame de ellas.

—Harry, los dos sabemos que esta relación es absurda y egoísta. La única manera de que continúe es mantener al margen nuestras propias vidas.

—¡Bo-ba-das! —siempre separaba las sílabas—. Yo no quiero ocultarte nada.

—Yo no sé nada de ti: tus ideas políticas, tus padres, tu esposa... o esposas. Ni siquiera sé cuántas veces has estado casado.

—Mis padres han muerto —respondió él alzando la cucharilla—, no me interesa la política y ya no tengo esposa. Estoy divorciado; sin hijos. Mi ex mujer es franco-canadiense y vive en Montreal. Siempre me está pegando sablazos; por eso huyo de un sitio a otro. Ahora ya ha vuelto a casarse y soy totalmente libre. —Dio un sorbo de té—. Como te he contado, mi sobrina Patsy ha vuelto con su padre a Winnipeg y el fulano con el que se fugó está en la cárcel por hurto. Es una historia pasada. ¿Qué más quieres saber?

—Nada. Te digo que es preferible que no sepamos mucho el uno del otro.

—¿Por...?

—Porque comenzaríamos a hablar de problemas.

—¿Y tan horrible es? ¿Qué problemas tienes tú, cielo?

¡Pobre Harry! La probabilidad más viable era que pronto la hiciesen pasarse al Este, y cuando eso se produjera, el SIS pondría en marcha una investigación a gran escala para cubrir las apariencias; sería de ingenuos descartar la posibilidad de que la Brigada Especial no descubriera sus relaciones. Si venían a hablar con él, era primordial que quedaran convencidos de que ella era marxista de antiguo. Cualquier otra cosa podía resultar peligrosa.

—Bobadas, supongo.

—¿Cómo por ejemplo? —inquirió él, inclinándose a darle un beso en la mejilla.

—Quizá no me querrías si lo supieras —replicó ella, revolviéndose el pelo con un gesto que esperaba fuese el propio de una espía marxista en actitud doctrinaria.

—Te diré una cosa —añadió él, impulsivo—. Estoy pensando en dejar la profesión de psiquiatra.

—Siempre estás con lo mismo.

—Esta vez va en serio, nena. Por cien mil dólares, mi primo Greg me vende un tercio de las acciones de su negocio de aviones. Si trabajo fijo con él, podemos prescindir de un piloto. Los cien mil dólares los necesita para un nuevo contrato en las instalaciones del aeropuerto de Winnipeg.

—Tú dijiste que era un negocio arriesgado.

—Y lo es; pero yo sé desenvolverme. Y de la psiquiatría estoy más que harto. —Hizo una pausa—. En la clínica todo es política de despacho: esto para éste y aquello para el de más allá.

—Pero tienes un permiso de trabajo y puedes irte a otro centro.

—No. Mi permiso no es de ésos. ¿Y qué trabajo podría conseguir? En la clínica me metí en eso de la investigación de la histeria de masas por librarme de atender a amas de casa neuróticas y menopáusicas. ¡Tengo que dejarlo, Fiona! Tengo que dejarlo.

—No sabía que estuvieses tan descontento.

En momentos como aquél, le amaba más de lo que ella misma se confesaba.

—Por estar contigo es por lo que continúo; para mí no hay nada más importante que tú —añadió él, cada vez más serio—. Quiero que nunca olvides estos momentos, que recuerdes que mi vida es tuya.

—Harry querido —musitó ella, besándole.

—No te pido que me digas lo mismo. Tus circunstancias son distintas, y no te exijo nada. Te amo por lo que representas para mí.

Ella volvió a reírse. Las horas que pasaba con Harry eran los únicos momentos en que podía olvidarse de lo que la aguardaba.