16

LONDRES. Octubre de 1983

Eran las dos de la madrugada y Bret se encontraba en su casa de Thameside, sentado en la cama, leyendo las últimas páginas de Nana de Zola. Influido por Sylvester Bernstein, había descubierto el placer de leer novelas: Sylvy le había prestado primero Germinal, y ahora Bret —siempre movido por pasiones profundas y repentinas— había decidido leerse los veintidós tomos de la obra de Zola. Sonó el teléfono, pero él dejó que sonara un rato, hasta que vio que no paraba y lo cogió.

—Diga.

Bret siempre contestaba así; no era partidario de identificarse al aparato.

—Bret, muchacho, espero no haberle despertado.

—Estaba leyendo un libro conmovedor, estupendo, sir Henry.

—Bien, espero no haberle interrumpido en medio de algo importante —replicó el director general, imperturbable—. Ya sé que usted es algo búho. En fin, es una cosa urgente.

—Ya —repuso Bret, dejando el libro a un lado y cerrándolo entristecido.

—Hace unos minutos me ha llegado comunicación de la Brigada Especial y, por lo visto, hay una mujer joven, inglesa, desde luego, que se ha presentado en la comisaría de Chichester diciendo que quería hablar con alguien de nuestro oficio.

—Sí, señor —asintió Bret.

—Ya me lo imagino bostezando. Sí, desde luego, hemos tenido muchos casos así, ¿no es cierto? Pero esta señora dice que quiere contarnos algo sobre uno de los nuestros en Londres y ha mencionado a uno a quien hace poco dejó su mujer. Además, hace poco, ha conocido a su esposa en Berlín. ¿Me escucha, Bret?

—Palabra por palabra, sir Henry. ¿Que la ha conocido? ¿Por su nombre? ¿Mencionó su nombre?

—Eso parece; pero las cosas siempre resultan un tanto vagas cuando me llegan en informes verbales. Dijo que era muy urgente y que estaban a punto de matar a alguien. Ya sabe. Pero sí, el nombre se lo dio. En la Brigada Especial juzgaron conveniente verificar si ese nombre nos sonaba y el oficial de servicio pensó que el asunto era importante y merecía la pena despertarme.

—Efectivamente, señor.

—Un inspector de la Brigada Especial viene a Londres con la mujer. Dijo llamarse Miranda Keller. Debbs es su apellido de soltera. Lo que no nos dice nada, claro, porque la guía telefónica alemana está plagada de Kellers. ¿Podría usted hablar con ella y mirar este asunto?.

—Sí, señor.

—Estarán aquí en menos de una hora.

—Voy inmediatamente, señor.

—Sí, Bret, por favor. Se lo agradezco. Mañana estaré en el despacho y hablaremos.

—Sí, señor.

—Claro que, a lo mejor, no es nada.

—Bien, no pierdo un minuto.

—O podría darse el caso de que nuestros amigos quieran ir por las malas. No se arriesgue, Bret.

—Así lo haré señor. Salgo inmediatamente.

—Claro, claro. Buenas noches, muchacho. Aunque casi debería darle los buenos días —añadió el director general, con una risita, colgando.

Razón tenía, pues él iba a seguir durmiendo.

La señora Miranda Keller tenía treinta y seis años y la peluca que llevaba no la hacía más joven. Eran casi las cuatro de la mañana y había aguantado un largo viaje en coche bajo la lluvia hasta aquella vieja mansión de Kensington, un barrio residencial destartalado del centro de Londres. Miranda apoyó la cabeza en la desgastada tapicería del sillón. Bajo el implacable fulgor azulado de la luz cenital —que emitía un zumbido constante— su aspecto no era nada halagüeño.

—Como le digo, no tenemos a nadie con ese nombre que trabaje con nosotros —dijo Bret.

Estaba sentado detrás de un escritorio, tomándose un café rancio en una taza de esa delicada loza de rigor en las oficinas de jóvenes activos con profesión de agentes de la propiedad. En la bandeja antigua había un cuenco con azúcar y un bote de leche Carnation ya perforado.

—S-a-m-s-o-n —deletreó Miranda.

—Sí, la he entendido. Pero no hay nadie con ese apellido —replicó Bret.

—Es que van a matarle —prosiguió tenaz Miranda—. ¿Ha enviado a alguien a la casa de Bosham?

—Eso no estoy autorizado a comentarlo —contestó Bret—. Aunque lo supiera —añadió.

—Pues bien, si acude, esos hombres le matarán. Y yo sé cómo las gastan.

El viento azotó la ventana.

—¿Dice que son rusos?

—Ya ha apuntado usted sus nombres —replicó ella, cogiendo la taza, husmeando el café y dejándola a un lado.

—Sí, naturalmente. Y dice que hay otra mujer.

—De ella no puedo decirle nada.

—¡Ah, sí! Eso es lo que me ha dicho —musitó Bret, dirigiendo la vista a sus notas—. Mi escritura no es muy elegante, señora Keller, pero creo que es legible. Me gustaría que repasara las notas que he tomado. Empiece por aquí: la conversación que sostuvo en el aeropuerto de Londres cuando imitó la voz de esa señora que ha conocido en Berlín-Grünau —añadió Bret tendiéndole la hoja.

Miranda la leyó vertiginosamente, asintió con la cabeza y se la devolvió. El viento produjo un rugido en la chimenea, haciendo vibrar la estufa eléctrica. La fuerte lluvia seguía azotando la ventana.

Bret no recogió la hoja.

—Tómeselo con calma, señora Keller. Le aconsejo que lo relea.

Ella volvió a mirar las anotaciones.

—¿Qué pasa? ¿Acaso no me cree?

—Esto parece un diálogo de sordos, señora Keller. ¿Merecería la pena que la hicieran pasar por tantas molestias para que en esa entrevista le dijera únicamente cosas sobre los niños y que dejara en paz a ese tal Stinnes?

—Sólo era para incitarle y que siguiese a la muchacha negra para ver a su mujer.

—Ya —dijo Bret Rensselaer no muy convencido, cogiendo las notas y ajustándolas con unos golpecitos sobre el escritorio.

Fuera se oyó el golpe de la portezuela de un coche y el motor que se ponía en marcha; una voz masculina dio las buenas noches y otra femenina le deseó buen viaje.

—Y no he pedido nada —añadió Miranda.

—Precisamente, eso me preguntaba —dijo Bret.

—No hay por qué ser sarcástico.

—Perdóneme; no pretendía serlo.

—¿No podría apagar alguna de esas luces? Me están dando dolor de cabeza.

—¡Y que lo diga! Detesto la luz fluorescente, pero esto es una oficina y se encienden con un interruptor general.

—Nada quiero a cambio de lo que le he contado. Nada.

—Pero...

—Pero si quiere que regrese allá, lo de ley es que me conceda algo a cambio.

—Como, por ejemplo...

—Un pasaporte para mi hijo de cinco años.

—¡Aaah! —exclamó Bret en tono inequívocamente de gemido agónico, pensando en la enojosa perspectiva de afrontar las interminables gestiones de obtener un pasaporte para un individuo que no tiene derecho a él. Los obstruccionistas profesionales con quienes trataba en Whitehall eran capaces de hacer horas extraordinarias para negarse con toda clase de pretextos.

—No le costaría nada —añadió Miranda.

—Lo sé —replicó Bret en tono amable—. Es una demanda bastante modesta, señora Keller. Seguramente se lo podría conseguir.

—Si no viajo mañana a Roma, o como mucho pasado mañana, tendré que dar muchas explicaciones.

—Usted es inglesa. Luego supongo que su hijo tiene derecho a la nacionalidad inglesa.

—Yo nací en Austria porque mi padre estuvo trabajando allí con un contrato de cinco años; y mi hijo ha nacido en Berlín, por lo que no tiene derecho a la nacionalidad.

—Grave inconveniente —dijo Bret—. Haré lo que pueda. —De pronto, su rostro se iluminó al ocurrírsele una solución. Tal vez podía hacerse un pasaporte falso, aunque, por supuesto, no iba a decírselo—. Supongo que cualquier tipo de pasaporte occidental puede servir para sacarle de allí: uno de la República de Irlanda, Brasil, Guatemala, Belice o Paraguay...

La mujer le miró con gesto de suspicacia.

—Bueno. A condición de que me expidan un certificado de residencia en Inglaterra; pero no me den un pasaporte del ratón Mickey que tenga que renovar cada dos o tres días untando a un funcionario de embajada.

Bret asintió con la cabeza.

—¿Tiene fotos adecuadas de su hijo?

—Sí —contestó ella, sacando del bolso tres fotos de pasaporte, que le entregó con una hoja en la que figuraban todos los datos necesarios.

—Así que esto lo tenía planeado antes de salir de Berlín...

—Esos cerdos rusos son inaguantables —contestó Miranda—. Llevo siempre fotos de pasaporte.

«¡Qué previsora!», pensó Bret.

—Eso es todo lo que podemos hacer de momento —dijo—. Déjelo en mis manos. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted en el Berlín Este?

—Necesito ese pasaporte. Hasta que no lo tenga en mi poder, no haré nada por ustedes.

Bret se la quedó mirando. Era una mujer inteligente; debía de darse cuenta de que si volvía al Berlín Este estaba enteramente en sus manos, pero no lo daba a entender; era una de esas personas que esperan que los demás actúen como es debido. Alegraba saber que aún quedaba gente así. De momento no la desengañaría.

—¿Aceptaría usted algún dinero?

—Sólo quiero el pasaporte de mi hijo.

—Muy bien, señora Keller. Haré cuanto pueda para conseguírselo.

—Estoy segura.

—Una última e importante cuestión, señora Keller. Esa mujer que ha conocido en Berlín, la señora Fiona Samson, es funcionaría del KGB. Es una mujer muy lista. No la subestime.

—¿Afirma usted que trabaja para el espionaje ruso?

—Exactamente. Bajo ningún concepto debe confiar en ella.

—No lo haré.

—¿Así que no ha sido una pérdida de tiempo, Bret?

El director general hacía una de sus escasas visitas al magnífico despacho monocolor de Bret. Estaba sentado en el chester de cuero negro, tocando los botones y decidido a no fumar.

Había ocasiones en que la distante jovialidad del DG le recordaba a Bret el general Sassoon de la primera guerra mundial: «Es un tipo muy simpático y jovial, masculló Harry a Jack... Pero los fastidió a los dos con su plan de ataque.»

—No señor. Ha sido muy interesante —contestó él, que estaba sentado tras su escritorio de sobre de cristal, luciendo camisa blanca y corbata moteada.

—¿Se trataba de un plan para liquidar a Bernard Samson?

—Eso dice.

—Y en vez de eso, ¿mataron a ese otro joven?

—Sí, pero ella no lo sabe. Y, naturalmente, yo no se lo he dicho.

—¿Ha informado Samson del contacto con esa joven negra?

—No, señor, no ha informado —contestó Bret, ordenando sin necesidad los papeles de la mesa.

—¿Y qué más ha revelado la casa de Bosham? ¿Le han pasado informe?

—No he hecho nada respecto a la casa de Bosham, ni pienso hacerlo.

Tras una deliberada aspiración audible, el director general se le quedó mirando y, finalmente, dijo:

—Muy prudente, Bret.

—Me alegro que esté de acuerdo, sir Henry.

—¿Dónde está Samson?

—Está vivo y se encuentra bien.

—¿No le ha prevenido?

—No, señor. Le he destinado a otro puesto.

—Sí, muy acertado —comentó sir Henry con un resoplido—. Así que han actuado siguiendo las informaciones de la señora Samson sobre la casa franca de Bosham. Rápidos han sido en eso. ¡Hummm!

—Nosotros salimos bien librados, señor.

—Preferiría que no cantara victoria, Bret. Aún no ha concluido el asunto. Y no me gusta el hecho de que Samson no informara de ese contacto. ¿Cree usted que habrá quedado convencido de que era su mujer quien le hablaba desde el asiento trasero del coche?

—Sí, es probable. Pero Samson piensa antes de actuar. Todos los agentes que han hecho trabajo clandestino se vuelven muy cautos. Por eso tenemos que retirarlos.

—Mejor será que informe usted a la señora Samson de esa suplantación —añadió con un resoplido—. Así que Bernard Samson no ha informado de lo sucedido... No me gusta, Bret.

—No, señor; pero no hay motivo para pensar que Samson nos traicione. Ni que piense hacerlo.

—Esa señora Keller, ¿podrá servirnos de agente?

—No, señor, ni mucho menos.

—Pero, ¿podemos utilizarla?

—No veo cómo. Al menos de momento.

—¿Tiene fotos de ella?

—Sí, la oficina de Kensington ha hecho un buen trabajo. Hay muchas fotos claras.

El director general tamborileó con los dedos en el brazo del chester.

—En lo que respecta a las casas francas, Bret, cuando convinimos en que la señora Samson revelase la existencia de la de Bosham, yo interpreté que iba a ser mantenida una vigilancia.

Bret frunció los labios, sintiéndose como reñido por una cuestión fuera de su competencia.

—Actualmente me veo con las manos atadas..., pero en su momento adoptaré medidas disciplinarias —contestó.

—Eso espero, Bret. Entonces la pauta a seguir ¿es esperar a que los que hacen la limpieza encuentren el cadáver?

—Eso es, señor.

—Bien —dijo sir Henry con sonrisa de buena voluntad nada humorística—. Y ahora ese tal Stinnes del KGB. Silas no para de importunarme diciendo que no debemos dejar que se enfríen los contactos.

—Pensé que era de eso de lo que quería hablar, señor —dijo Bret, agachándose a coger un archivador del que sacó una carpeta roja de la que extrajo un acordeón de ese papel gris de ordenador que tanto costaba leer al director general y, luego, unas fotos brillantes de Stinnes de veinticinco por veinte centímetros, que puso sobre el escritorio para que las viese sir Henry, pero el director general no se molestó en alargar el cuello para mirarlas mejor.

Las había colocado cuidadosamente unas junto a otras; era lógico que Bret Rensselaer, acérrimo partidario de planos, gráficos, diagramas y diapositivas, sacase las fotos en la entrevista, cual si fuesen a ayudarle a adoptar una decisión.

—¿Ha dado alguna prueba de buena fe? —inquirió el director general.

—A Samson le ha dicho que Moscú ha descifrado el nuevo código diplomático. Por eso lo hemos hecho todo mediante mensajero «en mano».

El director general alargó un dedo y tocó una de las fotos, cual si hubiera estado impregnada de algo contagioso.

—¿Usted le cree?

—Seguramente habrá usted hablado con Silas Gaunt —replicó Bret, que quería saber el terreno que pisaba antes de dar una opinión.

—Silas tiene una idea fija con este hombre; por eso yo quiero tener una opinión más objetiva.

Bret no quería decir nada que posteriormente pudiera esgrimirse en contra suya.

—Si la oferta de Stinnes de desertar es una maniobra de Moscú... —dijo marcando las palabras.

—La manera en que hemos reaccionado hará que los de Moscú se sientan muy contentos, ¿no, Bret? —añadió el director general para acabar la frase.

—Yo procuro dejar al margen mis impresiones personales de triunfo o desastre cuando adopto semejantes decisiones, sir Henry.

—Y muy bien que hace.

—Si Stinnes cumple órdenes de Moscú, es más probable que nos entregue algún documento secreto que hayamos estado tentados de transmitir palabra por palabra, o al menos en secuencia.

—¿Para que podamos compararlo y descifrar nuestro código? Sí, supongo que sí. Entonces, ¿piensa usted que es de fiar?

—Silas cree que eso es lo de menos; su opinión es que debemos trabajar con él y enviarlo allá creyéndonos lo que queremos que ellos crean desde su perspectiva —contestó Bret, aguardando la reacción del director general y dispuesto a inclinarse en un sentido u otro. Pero no le pareció que a sir Henry le gustara la idea.

Tras una larga pausa reflexiva, el director general dijo:

—De momento, no quiero que hable de esto con Silas.

—Muy bien, sir Henry.

—Y más adelante separe a Stinnes de Curyer, Samson y todos los demás. Esto tiene que hacerlo usted solo, Bret. Mano a mano con Stinnes. Necesitamos una persona que entienda el juego completo con todas sus minucias y derivaciones. Basta con una persona, y esa persona tiene que ser usted.

Bret guardó las fotos y los papeles en la carpeta. El director general hizo una serie de movimientos como indicando que iba a dar por terminada la entrevista.

—Una última cosa, Bret: cierto aspecto de este...

—Dígame, señor.

—¿Usted diría que Samson ha matado alguna vez?

Bret se sorprendió, y lo dejó traslucir por un instante.

—Imagino que sí señor. De hecho..., bueno, lo sé... Sí, muchas veces.

—Exacto, Bret. Y ahora le estamos sometiendo a una tensión bastante fuerte, ¿no es cierto?

Bret asintió con la cabeza.

—Un hombre como Samson quizá carezca de la flexibilidad que usted tendría en tales circunstancias y podría tomarse la justicia por su mano.

—Supongo que sí —contestó Bret, no muy convencido.

—Vi a Samson el otro día, y lo lleva muy mal.

—¿Quiere que le dé permiso por enfermedad, o unas vacaciones?

—Ni mucho menos; sería lo peor para el pobre hombre. Le daría tiempo a sentarse y reflexionar. Y yo no quiero que reflexione, Bret.

—¿Puede usted darme una orientación de lo que...?

—Suponga que llega a la conclusión de que su esposa le ha engañado y traicionado a su país; de que ha abandonado a sus hijos y se ha burlado de él... ¿No podría inclinarse a hacer con ella lo que ha hecho con tantos otros?

—¿Matarla? Un momento, sir Henry. En realidad, ella no ha hecho nada de eso, ¿no es así?

—Lo que nos lleva a otro aspecto de la horrible situación en que ahora se encuentra Samson —dijo el director general, incorporándose pesadamente del chester. Bret se puso en pie, observándolo pero sin decidirse a ayudarle—. Samson está preguntando demasiado. Suponga que descubre la verdad... ¿No le parecerá que le hemos gastado una broma cruel? ¿Y con perversa indiferencia? Descubre que no hemos confiado en él y se siente marginado y humillado. Y él es un hombre acostumbrado a responder a sus adversarios con la violencia. ¿No podría darse el caso de que decidiera vengarse de nosotros?

—No lo creo, sir Henry. Samson es un hombre civilizado —dijo Bret, cruzando el despacho y abriéndole la puerta.

—¿Sí? —replicó el director general con aquella actitud animosa que tan rápidamente era capaz de adoptar—. Entonces es que no le hemos formado debidamente.