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KENT, Inglaterra. Marzo de 1978

—Vivimos en una sociedad llena de trastornos evitables, enfermedades evitables y dolor evitable; de rigor y crueldades irreflexivas —tenía acento galés. Hizo una pausa pero no dijo nada—. No lo digo yo, sino el señor H. G. Wells.

Estaba sentado junto a la ventana, con un canario enjaulado, que parecía dormido, encima de la cabeza. Faltaba poco para el mes de abril y oscurecía rápidamente. Se oyó una voz que ordenaba irse a la cama a los niños que jugaban en el jardín de la casa de al lado; sólo algunos pájaros inquietos seguían revoloteando en los árboles. El ruido del mar, oculto por un promontorio, llegaba débilmente. El hombre, llamado Martin Euan Pryce-Hughes, estaba de perfil contra las cortinas baratas, y su pelo casi blanco, largo y ondulado en los extremos, le enmarcaba el rostro como un casco. Sólo cuando aspiró la pipa se iluminó aquel rostro viejo y profusamente arrugado.

—Creo que la frase me suena —dijo Fiona Samson.

—Del movimiento fabiano. Buena gente. Wells era el teórico. ¡El gran George Bernard!... Los Webb, Dios los bendiga, Laski y Tawney. Mi padre los conocía a todos; recuerdo que muchos de ellos venían a casa. Eran, por supuesto, gente soñadora que pensaba que podía cambiar el mundo a base de escritores, poetas y panfletos —sonrió, sin mirarla, pensando en ello y Fiona advirtió el desdén en sus palabras. Era una voz baja y atractiva con el eco sonoro de los valles galeses, aquel mismo deje que había notado en Dilwys, la sobrina de aquel hombre, con la que había compartido la habitación en Oxford. El departamento había recomendado fomentar aquella amistad y a través de ella había conocido a Martin.

Por una fotografía del padre de Martin que veía en la estantería de libros comprendía por qué tantas mujeres se habían arrojado a sus brazos. Tal vez el amor libre formase parte de la filosofía fabiana que con tanto entusiasmo había suscrito de joven. ¿De tal palo tal astilla? También Martin poseía un carácter resuelto, enérgico y cruel; y cuando quería, podía imitar bastante bien el famoso encanto de su padre. Era una mezcla que a ambos les hacía irresistibles a cierto tipo de mujeres jóvenes. Mezcla que había llamado la atención del aparato de espionaje soviético antes de pasar a denominarse KGB.

—Hay gente que ha nacido para la acción —dijo Fiona, dando la clase de respuesta que él parecía esperar—. Otros hablan y escriben. El mundo siempre ha sido así. No hay que subestimar a los soñadores, Martin.

—Sabía que dirías eso —replicó él de un modo que a ella la asustó.

Muchas veces parecía existir un doble sentido —como una advertencia— en lo que decía. Quizá hubiera querido decir que sabía que ella iba a replicar eso porque era la trivialidad adecuada, lo que diría un enemigo de clase. Prefería cien mil veces tratar con rusos. A los rusos los entendía —eran consumados profesionales—, pero a aquel idealista amargado, dispuesto a hacerles el trabajo sucio, no acababa de entenderle. Y sin embargo no le detestaba.

—Lo sabes todo, Martin —dijo.

—Lo que no sé es por qué elegiste ese marido que tienes —replicó él.

—Bernard es un hombre maravilloso, Martin. Es valiente, decidido y listo.

Él aspiró la pipa antes de contestar:

—Valiente, puede; decidido, sin duda. Pero ni sus amigos más tontos le calificarían de listo, Fiona.

Ella lanzó un suspiro. No era la primera vez que hablaban del tema. Pese a doblarle en edad, Martin sentía la necesidad de competir por ella. Primero le había hecho proposiciones, aunque de eso hacía mucho tiempo y parecía haber desistido; pero tenía que hacer valer su superioridad, e incluso había mostrado una especie de amargos celos de su padre cuando ella le mencionó el fabuloso abrigo de pieles que le había regalado. Cualquier imbécil puede ganar dinero, había rezongado. Y ella le había dado la razón para halagar su ego y calmarle.

Sólo últimamente había llegado a comprender que era tan importante para él, como él para ella. Cuando el agente del KGB de la delegación comercial asignó a Martin la tarea de hacer de figura paterna, factótum y modelo para ella, jamás se les habría ocurrido pensar ni por asomo que ella acabaría trabajando para el Servicio Secreto de Inteligencia inglés. La sorprendente captación se había llevado a cabo bajo el constante asesoramiento y recomendación de Martin en cada paso que daba, y, ahora que era oficial superior en la Central de Londres, Martin podía mirar en retrospectiva los diez años anteriores con suma satisfacción. De ser un simple peón de los rusos, Martin había pasado a ser el tutor de su mejor inversión; se hablaba de concederle una recompensa o un grado en el KGB, y él fingía poco interés por esas cosas, pero sólo el pensarlo le producía una especie de estremecimiento de gozo. Y podía ser una ventaja a la hora de tratar con los de Londres, porque los rusos respetaban semejantes distinciones.

Fiona miró su reloj. ¿Cuánto tardaría en llegar el correo? Venía ya con diez minutos de retraso y eso no era normal. En sus escasos contactos con los del KGB siempre habían sido puntuales.

Fiona era agente doble, pero no sentía miedo. Cierto que Moscú Central había organizado la ejecución de varios agentes a lo largo del año y medio anterior —uno de ellos en el segundo piso de un autobús en Fulham, muerto por un dardo envenenado—, pero eran todos rusos. Si descubrían su duplicidad, era difícil que la matasen, pero la obligarían a confesar todo lo que sabía y la perspectiva de un interrogatorio a manos del KGB sí que la aterraba. Pero para una mujer con las motivaciones de Fiona peor era aún considerar que años y años de concienzudo trabajo se vinieran abajo; años de preparación, de creación de antecedentes favorables, años de engañar a su marido, hijos y amigos. Y años de aguantar las saetas envenenadas que lanzaban las mentes de hombres como Martin Euan Pryce-Hughes.

—No —insistió Martin, como recreándose—. Ni sus mejores amigos pueden decir que el señor Bernard Samson sea listo. Suerte tenemos en que te casaras con él, querida muchacha. Un hombre realmente inteligente se habría dado cuenta de tu juego.

—Un marido suspicaz, sí; pero Bernard me quiere y me tiene confianza.

Martin lanzó un gruñido. Aquella contestación no le gustaba.

—¿Sabes que le veo? —dijo.

—¿A Bernard? ¿Ves a Bernard?

—Es preciso por tu bien, Fiona. Hay que vigilarlo todo. Establecemos contacto de vez en cuando. No sólo yo, sino otros.

¡Maldito canalla engreído! No lo sabía; pero, claro, el KGB debía estar verificando sus relaciones y controlando a Bernard, claro. A Dios gracias que nunca le confiaba nada. No es que Bernard fuese incapaz de guardar un secreto, porque tenía la cabeza atiborrada de secretos, pero él formaba parte de su hogar, y de la ayuda de Bernard era algo de lo que debía abstenerse.

—Supongo que sabes que me han dado un contacto directo de urgencia con un oficial encargado del caso —dijo en un tono de voz suave y sugerente, como quien inicia el relato de un cuento de hadas ante una absorta audiencia de niños de cinco años.

—Lo sé —respondió él, volviéndose y dirigiéndole una sonrisa paternalista. La clase de sonrisa que dirigía a todas las mujeres que aspiraban a ser camaradas suyas—. Y es una buena idea.

—Sí, y pienso utilizar ese contacto. Así que si tú, Chesty o alguno de esos incompetentes cretinos de la delegación comercial entra en contacto con alguien de los que me rodean para comprobar, o hacen algún truco idiota, les arranco los huevos, ¿entiendes, Martin?

Casi se echó a reír al ver la cara que ponía: boquiabierto, con la pipa en la mano y los ojos desencajados. Él no conocía bien aquella faceta en ella, pues ante Martin siempre hacía el papel de dócil ama de casa.

—¿Entendido? —repitió, esta vez con voz ronca y despectiva.

Estaba decidida a que contestase para disipar cualquier duda de que lo hubiese dicho en broma.

—Sí, Fiona —contestó él, sumiso.

Debían haberle dado instrucciones para que no la enojase, o quizá supiese lo que le esperaba por parte de Moscú si ella se quejaba. La perdería y perdería todo lo que más quería.

—Y manteneos bien apartados de Bernard. Vosotros sois unos aficionados y no estáis a su altura. Bernard lleva en el oficio desde que era niño, y a la gente como tú y Chesty se los toma de desayuno. Suerte tendremos si no está ya alerta.

—Me mantendré apartado de él.

—A Bernard le gusta que la gente piense que es tonto. Es su método para engañarlos. Si Bernard llegase a sospechar... Estaría perdida. Me haría pedazos —hizo una pausa—. Y Moscú preguntaría por qué.

—Quizá tengas razón —replicó él, fingiendo indiferencia y poniéndose en pie; lanzó un fuerte suspiro y miró por la ventana a través de la cortina de red como si tratase de ver la calle por la que vendría el mensajero.

Aquel viejo podía suscitar pena. Hijo excepcional de un hombre que había tratado inútilmente de compaginar su ideología socialista, públicamente reiterada, con un gran tren de vida y honores políticos, Martin nunca había sido capaz de asumir el hecho de que aquel padre era un pillo sin escrúpulos favorecido por una suerte excepcional, un hombre al que le gustaba relacionarse a nivel mundano. Martin era sumisamente sincero en sus creencias políticas, diligente y torpe en sus estudios, carente de humor y muy exigente en cuestiones de amistad. Al morir su padre, en un lujoso hotel de Cannes, estando en la cama con una rica dama socialista que se apresuró a volver con su marido, Martin, hijo único, se vio con una modesta herencia e inmediatamente dejó su empleo en una biblioteca pública para recluirse en casa a estudiar historia política y economía. Aquella pequeña renta difícilmente le permitía llegar a fin de mes, y aún más difícil habría sido de no haberse terciado un mitin político en el que había conocido a un intelectual sueco que le convenció de que servir a la URSS era lo mejor que podía hacer por el proletariado, el socialismo internacional y la paz mundial.

Quizá la ironía más cruel del destino fue que, después de ver medrar a su progenitor en los círculos de la clase media en los que se había abierto camino, él —acostumbrado al dispendio— tuviera que ganarse la vida entre la clase trabajadora de la que procedía su padre. Su rebelión había sido sorda, y los rusos le facilitaron la oportunidad de trabajar clandestinamente por la destrucción de una sociedad que aborrecía. Eran aquellos conocimientos adquiridos en secreto lo que le daba fuerzas para soportar aquella vida austera. Los rusos secretos y, naturalmente, las rusas secretas. En realidad, todo formaba parte del mismo deseo, pues si no había un marido o un amante a quien engañar, sus aventuras apenas le procuraban placer sexual o espiritual.

De la casa de al lado llegó el inesperado sonido de un piano. Eran unos chalecitos adosados, construidos el siglo pasado para trabajadores agrícolas de los campos de Kent, y las paredes eran finas. Al principio parecía el rasgueo despreocupado con el que los pianistas de pub inician su actuación, pero luego la melodía se transformó en la canción de la primera guerra mundial Rosas de Picardía, el indisciplinado sonido discordante de aquel piano aumentaba la curiosa sensación que invadía a Fiona de hallarse en un tiempo pasado, a la espera, atrapada. Vivían la apacible y venturosa primavera eduardiana que todos pensaban duraría eternamente y no había signo alguno que desmintiera la impresión de hallarse en aquel salón a principio de siglo, quizá en 1904, cuando Europa era aún joven e inocente, los autobuses de Londres iban tirados por caballos, aún no se había botado el Dreadnought y el octubre ruso estaba por venir.

—Nunca llegan tarde —dijo, mirando otra vez su reloj y tratando de encontrar una explicación que dar a su marido que llegaría a casa antes que ella.

—Tú no tratas mucho con ellos —replicó él —; lo haces conmigo, que nunca llego tarde.

No le contradijo. Tenía razón. Ella veía muy pocas veces a los rusos, porque existían muchas posibilidades de que los siguieran los agentes del MI5.

—Y cuando tienes que establecer contacto con ellos, mira lo que sucede.

Le complacía demostrar lo importante que él era como intermediario en los contactos con los rusos.

Fiona no podía evitar su preocupación por el asunto de aquel agente soviético que quería desertar; había esperado a verla sola para acercársele en una especie de arranque impulsivo. ¿No se trataría de una artimaña preparada por el KGB? Solamente había hablado con él en aquella ocasión, pero le había parecido un hombre decente y sincero.

—Tiene que resultar difícil para una persona como Blum —dijo.

—¿Difícil? ¿En qué sentido?

—Por estar trabajando en un país extranjero. Es joven, está solo y debe de echar de menos a su mujer. Y quizá por ser judío.

—Lo dudo mucho —replicó él—. Era tercer secretario del agregado, le otorgaban confianza y recibía un buen sueldo; pero el cerdo estaba decidido a demostrar lo importante que era.

—Judío ruso con apellido alemán —añadió Fiona—. ¿Qué es lo que le habrá motivado?

—No volverá a repetir su hazaña —dijo Martin—. Y el agregado recibirá un buen rapapolvo de Moscú —añadió, sonriendo satisfecho al pensarlo—. Ahora todo pasará a través de mí, como se había hecho siempre antes de Blum.

—¿Y no será un truco?

—¿Para comprobar si tú les eres leal y comprobar si no eres en realidad un agente doble que trabaja para el SIS?

—Sí —replicó ella—, para probarme a mí —añadió, mirando de hito en hito a Martin.

Bret Rensselaer, su oficial de caso, que la asesoraba en su falsa personalidad, decía que estaba seguro de que Blum actuaba siguiendo órdenes de Moscú. Pero aunque no lo hiciese, Rensselaer había dicho que era preferible perder la oportunidad de captar a un agente bien situado que ponerla a ella en peligro. En ocasiones, a ella le habría gustado mirar la vida con igual distanciamiento flemático que Bret Rensselaer. En cualquier caso, no había manera de llevarle la contraria, ni tampoco estaba muy segura de querer hacerlo. ¿Qué sucedería ahora?

Martin esbozó una astuta sonrisa, pensando en la posibilidad, y dijo muy ufano:

—Bueno, si era una prueba, has salido muy airosa.

En aquel momento comprendió ella por primera vez el partidario incondicional que tenía en él. Martin estaba de su parte, ella era obra suya y él haría cualquier cosa antes de dar el menor pábulo a la idea de que su pupila no fuese el mejor agente soviético de la historia.

—Se hace tarde.

—¡Vamos, vamos! Te llevaremos al tren a tiempo. Bernard vuelve hoy de Berlín, ¿verdad?

No contestó. Martin no tenía por qué preguntarle esas cosas, ni siquiera en amistosa conversación.

—Ya estoy al tanto de la hora. No te impacientes —añadió él.

Fiona sonrió. Ahora lamentaba el modo tajante en que le había hablado. Era decisión de los rusos que los dos se relacionaran por un fuerte vínculo afectivo, y aquella actitud paternalista de Martin y su inflexible convicción política constituían parte esencial de la obediencia de Fiona; y ella no quería darles motivos para que reconsiderasen su tesis.

Miró en derredor del saloncito y se preguntó si Martin viviría continuamente allí o sería un simple piso franco para reuniones como aquélla. Parecía estar habitado normalmente, pues había comida en la cocina, carbón en la chimenea, correspondencia abierta detrás del reloj que hacía tictac sobre la repisa de la chimenea y un gato bien alimentado que correteaba por el jardín. Contempló la estampa de un clíper con las velas desplegadas bajo un cristal muy limpio y vio que había numerosos libros de Lenin, Marx y hasta de Trotski, junto con otros de los reverenciados fabianos, una enciclopedia del socialismo y obras de Rousseau y John Stuart Mill. Incluso las aburridas obras de su padre. Era una buena artimaña, pues era muy poco probable que incluso un buen agente de seguridad sospechase que alguien tan abiertamente familiarizado con las teorías de disidentes, revisionistas y traidores fuese agente del KGB. Era la coartada de Martin: teórico izquierdista anticuado y estrictamente inglés, al margen de los acontecimientos de la política internacional.

—Es por mi hijo Billy. Amaneció con la garganta inflamada —dijo Fiona, mirando de nuevo el reloj—. La niñera estará ahora con él en el médico. Es una muchacha muy abnegada.

—Claro —comentó Martin, que no aprobaba tener niñeras ni ningún tipo de esclavos domésticos, pues le remitía a su propia infancia y a los ambiguos sentimientos que tanto detestaba respecto a su padre—. No será nada.

—Espero que no sean paperas.

—Yo estoy al tanto de la hora —repitió él.

—El bueno de Martin, que está en todo —dijo ella.

Él sonrió y aspiró la pipa. Era el comentario que esperaba.

Fue un joven melenudo el que llegó en bicicleta. La dejó apoyada contra la valla y cruzó el jardín hasta la puerta principal para hacer sonar la aldaba. El canario se despertó y saltó de un palito a otro, haciendo balancearse la jaula. Martin fue a abrir y regresó con una hoja que acababa de extraer de un sobre lacrado, y que tendió a Fiona. Era la factura de una floristería del barrio; sobre ella se leía, escrito con rotulador: «El ramo que encargó ha sido enviado», y un gran sello rojo que decía «PAGADO».

—No lo entiendo —dijo Fiona.

—Blum ha muerto —dijo él en voz baja.

—¡Dios mío! —exclamó Fiona.

Él la miró y vio que estaba demudada.

—No te preocupes —dijo Martin para calmarla—. Tú has quedado más limpia que la nieve. —E inmediatamente se dio cuenta de que era la noticia de la muerte de Blum lo que la había impresionado—. Nuestros camaradas son muy dados a gestos operísticos —añadió en un desesperado intento por tranquilizarla—. Seguramente le habrán hecho regresar a Moscú.

—¿Y por qué...?

—Para tranquilizarte. Para que te sientas importante —respondió él cogiendo un trapo de la estantería y envolviendo cuidadosamente la jaula para que el canario tuviera oscuridad.

Ella le miró, tratando inútilmente de dilucidar lo que realmente pensaba.

—Créeme —añadió él—, yo los conozco.

Optó por creerle. Quizá fuese una reacción femenina, pero no podía asumir la responsabilidad de la muerte de Blum. No era valiente en cuestión de sufrimientos infligidos a otros, pese a que su trabajo se basaba en eso.

Llegó a casa a las ocho y media, y apenas habían transcurrido diez minutos cuando Bret Rensselaer la telefoneó, abriendo la conversación con un lacónico:

—¿Todo bien?

—Sí, todo bien —contestó ella.

—¿Qué sucede?

Bret había notado algo en su voz. Detectaba tan bien sus estados de ánimo, que Fiona le temía. Bernard jamás habría notado su preocupación.

—No sucede nada —contestó despacio, controlando su tono de voz—. Nada que podamos hablar ahora.

—¿Está sola?

—Sí.

—A la hora de costumbre, en el mismo sitio.

—Bernard, que regresaba hoy, no ha llegado aún.

—He organizado algo... para retrasar la entrega de su equipaje en el aeropuerto. Quería asegurarme de que estaba en casa y todo había ido bien...

—Sí, buenas noches, Bret —respondió ella, y colgó a continuación.

Bret lo hacía por su bien, pero sabía que a él le gustaba demostrarle lo fácilmente que podía manipular a su marido en ese aspecto. Era otro de los hombres que se sentían obligados a demostrarle alguna faceta de su poder. Y además había una implicación latente que no le gustaba.