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SOMERSET, Inglaterra. Verano de 1978
El director general era una figura enigmática, objeto de acerba polémica entre el personal. Ejemplo de ello fue la Navidad en que en la pared de su despacho apareció un cuadro junto a su escritorio que rezaba en letra gótica: «Sólo la ignorancia es invencible», y los comentarios que suscitó no quedaron temperados, precisamente, por el hecho de que fuese un regalo de su esposa.
En aquel despacho reinaba un caos fenomenal sobre el que las mujeres de la limpieza efectuaban escasos intentos de arreglo. Había libros amontonados por todas partes, la mayoría con tiras de papel de colores a guisa de señal en ricos filones de investigación nunca proseguida tras el primer impulso que suscitaba en él su inveterado y paciente ayudante.
Sir Henry Clevemore era elocuente paradigma del estudio antropológico que Bret Rensselaer había emprendido tiempo atrás a propósito de la raza inglesa. Bret consideraba al director general un miembro característico de las clases altas. Aquel personaje de buena estatura que andaba arrastrando los pies, y cuyos lujosos trajes parecían monos de trabajo deformados, era totalmente distinto a ningún otro que Bret pudiera conocer de Estados Unidos, y, además de sus otras excentricidades, el DG fomentaba entre el personal la creencia de que era débil, sordo y distraído, la imagen de una falsa personalidad que, sorprendentemente, le valía para ganarse una acendrada lealtad que muchos líderes de personalidad más entera le habrían envidiado.
Uno de los aspectos desagradables de trabajar en estrecha colaboración con sir Henry era su manía de deambular por el país de una manera desconcertante e imprevista, que obligaba a Bret a trotar tras su persona a lugares distantes y molestos. Aquel día se encontraban en Somerset. En pro de la intimidad, el DG le había conducido hasta una cabaña en el bosque, desde la que se dominaba el campo de deporte de un modesto colegio privado del que el propio sir Henry era cumplidor presidente de la junta rectora y al que había acudido a pronunciar un discurso ante el alumnado para después almorzar con el director. Y allí, avisado en el último momento, tuvo que llegarse Bret en coche a velocidades suicidas y sin poder almorzar, aunque, en un día tan caluroso como aquél, no le había costado mucho pasarse sin comer.
Los aledaños del colegio estaban suntuosamente poblados de magníficos árboles, colinas ondulantes y campos de labor. Era la campiña inglesa inspiradora de los grandes paisajistas, melancólica y misteriosa, pese a su vivo colorismo. La yerba recién cortada difundía en el aire un fuerte aroma y, aunque generalmente no era proclive a ataques de fiebre del heno, Bret notaba los efectos en su pituitaria; era, por otra parte, una dolencia agravada por la tensión, y no era de descartar la posibilidad de que la perspectiva de aquella entrevista con el DG hubiese influido en el recrudecimiento del mal.
Por las ventanas llenas de telarañas se veía a los equipos de colegiales vestidos de blanco entregados a la extraña gimnasia de un partido de criquet. Para adaptarse al espíritu del acto, el DG llevaba pantalones blancos, chaqueta de lino amarilleada por el tiempo y canotier. Se había acomodado en una silla desde la que podía seguir el partido, gracias a haber limpiado un trozo de la ventana; pero Bret lo veía todo borroso por aquella bruma de suciedad. Él estaba de pie por haberse negado a tomar asiento en el bidón de aceite con cojín indicado por el director general, y observaba el juego de reojo porque, de vez en cuando, sir Henry lo comentaba y solicitaba su opinión al respecto.
—Si se lo explicamos al marido, adiós el secreto —dijo Clevemore, sacudiendo con pesimismo la cabeza.
Bret se tomó su tiempo para contestar. Miró cómo un jugador zurdo golpeaba el suelo con el bate en espera de que le llegase la bola. Muy desperdigados estaban los jugadores, señal de que el juego era movido. Se volvió hacia el DG. Ya había él dejado claramente expuesta su opinión de que al marido de Fiona habría que contárselo todo: que ella era agente doble y estaban preparándola para que se pasase a los rusos.
—Yo voy a verla más tarde —dijo.
Esperaba que el DG lo aprobase para luego él explicárselo a Bernard Samson, y así aquel mismo día quedaría todo resuelto.
—¿Qué está haciendo usted con ella en este momento? —inquirió el director general.
Bret dio unos pasos y se volvió. Por aquel movimiento característico, el DG comprendió que, a menos que cortase por lo sano, se le venía encima una de las célebres conferencias de Bret; se arrellanó en la silla y aguardó el momento de interrumpirle. Bret no tenía con quién hablar de aquel asunto y bien sabía él que hacerle comparecer periódicamente ante una comisión era algo que estaba descartado.
—Si vamos a situarla en el puesto en que pueda desencadenar la clase de golpe que esperamos, no podemos dejar las cosas al azar.
—¡Bravo! —exclamó el DG al ver un tiro que había hecho llegar a la bola hasta el extremo del campo—. No tenemos mucho tiempo, Bret —añadió volviéndose hacia él.
—Señor director, necesitamos diez años, doce quizá.
—¿Verdaderamente lo cree así?
Bret miró al viejo. Los dos sabían qué estaba pensando. Lo que él pretendía es que Fiona Samson estuviera infiltrada antes de jubilarse él, pues, pese a sus acostumbrados modales discretos y modestos, lo que deseaba era apuntarse el tanto.
—Sí, sir Henry.
—No esperaba yo que tardásemos tanto.
—Sir Henry, Fiona Samson no es más que un agente «colocado» entre nosotros por lo que a Moscú respecta. Nunca ha hecho nada. No ha entregado nada.
—¿Qué tiene usted previsto?
—Hay que destinarla a Berlín. Quiero que la vean más de cerca.
—Eso aceleraría las cosas y comenzarían a pensar en hacer que se pasara a ellos.
—No, ellos la prefieren en Londres, donde están los secretos importantes —replicó Bret, sacando el pañuelo para sonarse con cierta inhibición y haciendo el menor ruido posible—. Perdone, sir Henry, esa hierba recién cortada...
—¿Y por qué en Berlín?
—Porque tendrá que hacerles algún servicio.
El DG le miró e hizo una mueca. No le gustaban aquellas hazañas que requerían la entrega de algo a los del KGB. Siempre estaban dándoles cosas interesantes, cosas convincentes, cosas que el departamento debía conservar.
—¿Como qué?
—Eso no lo he decidido aún, señor, pero tendremos que hacerlo y antes de fin de año.
—¿Por qué no me lo amplía un poco? Un momento, que tira el más rápido.
Bret aguardó. Hacía calor. La hierba era de un verde brillante y los chicos, con sus uniformes de criquet, configuraban una especie de postal inglesa que en otras circunstancias le habría resultado deliciosa. La bola salió disparada con gran fuerza, pero rebotó y desvió su trayectoria. Bret dijo:
—La señora Samson va a Berlín y durante su estancia allí les entrega algo sustancioso... —hizo una pausa, mientras el DG repetía aquella mueca de desagrado—, y nosotros efectuamos una investigación concienzuda de la que ella sale limpia. Preferentemente, contando con su propia ayuda.
—¿Quiere decir que ellos finjan cargar la responsabilidad a uno de sus agentes?
—Bueno, sí. Eso sería lo ideal, por supuesto —contestó Bret.
El director general seguía mirando el partido.
—Me gusta —dijo sin volver la cabeza.
Bret sonrió desmayadamente. Le estaba costando, pero el comentario era halagüeño viniendo de sir Henry Clevemore; aunque, claro, tal vez lo originaba alguna jugada de criquet que él no había apreciado bien.
—La señora Samson vuelve a Londres —añadió—, y ellos le ordenan que se esté quieta y no haga nada.
—Eso supone un año —dijo el DG.
—Mire, señor —replicó Bret—, podemos hacer que se pase a ellos ahora mismo, desde luego. Ella es como una caja de repuestos, un agente todo terreno que ellos pueden utilizar en cualquier parte, pero eso no es suficiente.
—No —asintió el DG, sin dejar de mirar el partido y en espera de una buena jugada.
—Tenemos que coger a esa mujer y borrar de su mente todo lo que sabe.
—¿De asuntos reservados?
—Ya me estoy ocupando de que no tenga acceso a nada que afecte al departamento.
—¿Y cómo se lo toma ella?
—Tenemos que esbozar el plan como si fuese a sufrir un interrogatorio... en las celdas de la Normannenstrasse.
En el silencio que siguió, un moscardón zumbó insistentemente contra los vidrios de la ventana.
—Repulsiva idea.
—Hay mucho en juego, sir Henry, pero tenemos que jugar a ganar.
Miró la cabaña. Hacía un calor insoportable y olía a aceite de linaza y a insecticida. Abrió la puerta para que entrase un poco de aire.
El director general lo vio y comentó como si fuese cosa susceptible de organizarse:
—Una buena tormenta limpiaría la atmósfera. Me está usted haciendo cavilar si, después de todo, habrá sido acertado elegir a una mujer.
—Ahora ya es tarde para cambiar el plan.
—¿Está seguro?
El DG comenzaba a sentir el calor y se enjugó las cejas con un pañuelo de seda rojo que asomaba por el bolsillo superior de la chaqueta.
—La señora Samson sabe lo que nos proponemos y, si cambiamos el plan para situar otro agente, ella estará al corriente. Le he mostrado las figuras y los gráficos y sabe que la fuerza de trabajo especializada y profesional es nuestro objetivo. Sabe que queremos sangrarles en el vector laboral que les es esencia; y conoce los grupos de la oposición que nos proponemos ayudar.
—¿No ha sido algo prematuro, Bret?
—Todo dependerá de ella una vez que esté allá. Tiene que entender tan perfectamente nuestra estrategia, que sea capaz de improvisar sus reacciones.
—Imagino que tiene usted razón. ¡Ojalá se lo pudiese explicar usted mismo al secretario del ministro la semana que viene! Con gráficos y demás... Mire, Bret, si no conseguimos convencerle para que apruebe la idea básica... ¿Ha dado ya un nombre a la operación?
—Consideré preferible no pedir nombre operacional en el departamento.
—No, no, claro. Ya pensaremos uno. Algo que sugiera el debilitamiento de la economía sin que perjudique a la seguridad de la operación. ¿Se le ocurre algo?
—Había pensado Operación Hemorragia... U Operación Sangría...
—Sangre, bajas. No. Eso de la sangre suena algo impúdico en inglés. Otra cosa.
—¿Chorreo?
—Es un vulgarismo que guarda connotaciones con el acto de orinar. Plomo iría bien. Como en la pesca.
—Pues plomo, sir Henry. Naturalmente.
—¡Oh, Dios mío, ese chico es un desastre! Zurdo que es, y mire cómo agarra el bate... ¿Me entiende lo que quiero decir con lo de convencerle en la idea básica? —añadió, volviéndose hacia Bret.
Este lo entendía perfectamente. Si el secretario no aprobaba el objetivo económico, comenzarían a tener reservas con él y a la señora Samson le asignarían otro oficial de caso.
—Subsiste el problema de que los soviéticos la capten para el servicio operacional aquí —añadió el DG—. Eso sí que no podemos dejarlo al azar.
—El agente X debemos crearlo a partir de cero —replicó Bret, pensando en que pronunciar el nombre de la señora Samson podía motivar la indecisión del DG—. Tengo que entregarles un agente bien instruido y experto en un determinado campo de actividad, de manera que ellos le sitúen en el puesto que queremos.
—Ahora me despista usted —replicó el DG sin apartar la vista del juego.
—Me he dedicado todo este año a estudiar los vínculos de los rusos con la policía de seguridad de la Alemania del Este, en particular en el mando conjunto operacional del KGB y la Stasi en Berlín. Ya le enseñaré un diagrama completo de sus puntos fuertes y débiles.
—¿Eso ha hecho?
—Me he pasado casi toda la semana revisando Instrucciones Operacionales, y, con una imagen más concreta de la estructura de mando que existe allí, mis analistas pueden trazar un diagrama ajustadísimo. Tardaremos, pero tendremos lo que nos hace falta.
—Allí el sistema de seguridad es francamente bueno -dijo el DG.
—Pero trataremos de descubrir qué es lo que más necesitan..., lo que no saben. Dispongo de un personal excelente acostumbrado a cotejar cifras y a esbozar en diagramas la situación real.
—En economía, sí. Es posible hacerlo con las estadísticas de banca, exportación, importación, créditos, etcétera, porque se trabaja con hechos concretos, pero eso que me dice es mucho más complejo.
—Con todo respeto, sir Henry, creo que se equivoca —replicó Bret Rensselaer en un tono levemente ronco que traslucía su tensión.
El director general se olvidó del criquet y le miró. Bret le sostuvo la mirada, con una sonrisa fija y una onda de su rubio pelo desplazada. Hasta aquel momento no se había dado cuenta el DG hasta qué extremo se hallaba Bret obsesionado con su nueva tarea.
Y por primera vez sir Henry empezó a pensar que su absurda tesis podía dar resultado. Sería un golpe espectacular si Bret conseguía colocar a la señora Samson en la estructura de mando de Berlín Este posibilitando su acceso a los archivos secretos sobre grupos de protesta, disidentes y otros sectores anticomunistas que sirvieran para orientar al departamento en aquel plan de hundir la economía del régimen.
—El tiempo lo dirá, Bret.
—Sí, claro, señor.
El DG asintió con la cabeza. ¿Sería la perspectiva de pasar del ambiente vitalmente importante, aunque algo aburrido, de los comités al más dinámico y apasionante de las operaciones lo que le enardecía? ¿O acaso por el abandono de su esposa, que ya parecía irreversible, le quedaba más tiempo? ¿O sería el hecho de que otro hombre le hubiera arrebatado la esposa lo que le impulsaba a demostrar su valía? Quizá todo a la vez. Y eso que en las consideraciones del director general no entraban la señora Samson y la influencia que su intervención ejercían en la resuelta actitud de Rensselaer.
—Deme usted carta blanca, señor.
—Es que diez años...
—Tal vez no habría debido mencionar ningún plazo.
Le molestaba la nariz; sentía la acuciante necesidad de volver a sonarse, y así lo hizo.
El DG le observaba con curiosidad. No sabía nada de las aflicciones pituitarias de Bret.
—Ya veremos cómo funciona el asunto. ¿Y la financiación? —dijo, volviéndose para contemplar el partido de criquet.
El zurdo acababa de efectuar un tiro sensacional —la bola seguía la trayectoria curva de un mortero— y, por suerte para él, no había ningún adversario al quite. Uno de ellos echaba ahora a correr, pero sin saber bien a dónde iba a aterrizar. Al caer la bola a tierra se oyó un clamor general.
—Necesitaré dinero y no debe tramitarse a través de pagaduría.
—Hay muchos métodos.
—Yo tengo una empresa.
—Hágalo como quiera, Bret. Sé que no lo malgastará. ¿De qué cifra hablamos? Aproximadamente...
—Un millón de libras esterlinas el primer año. El doble, el segundo y en años sucesivos, revisado con arreglo al índice de inflación y a la tasa de cambio. Sin albaranes, recibos ni contabilidad.
—Muy bien. Habrá que pensar una ruta para el dinero. —El DG se protegió los ojos con un periódico doblado. El sol daba de frente en la ventana—. ¿Se me olvida algo?
—No, señor.
—Pues no le retengo. Seguro que tiene cosas que hacer. Mire, mire: el capitán ha puesto otro tirador rápido y es bastante bueno. ¿No le parece, Bret?
—Sí que es bueno. Muy rápido. Se planteará un problema cuando enviemos a la señora Samson a Berlín. ¿Vamos a seguir utilizando de contacto a ese socialista galés? Porque, en caso contrario, habrá que buscar con sumo cuidado uno nuevo. Berlín es muy distinto a Londres, y allí todos se conocen.
—Y se odian —añadió el DG—. Mejor será que haga usted que ella deje esa posibilidad al pairo a ver cómo reaccionan.
—El galés es muy entregado —dijo Bret—. Es como si se creyera un superespía del KGB y ella fuese su pupila; podría cometer un error garrafal y él seguiría confiando en ella. Pero cuando la destinemos a Berlín, ellos sospecharán. Ya sabe lo que sucede cuando el tesoro de alguien lo fiscaliza otro: el KGB la someterá a observación.
—¿Debo interpretarlo como un modo indirecto de manifestar su reserva, Bret? —dijo el DG, frunciendo el ceño.
—No, señor. Estoy convencido de que la estancia en Berlín es parte esencial del plan. Lo que quiero decir es que estará sometida a una fuerte tensión.
—Explíquese —dijo el director general incorporándose y mirando por encima de las gafas.
—Vamos a exigirle que deje marido e hijos. Sus colegas la despreciarán...
—¿Cuándo le ha comentado a usted todo eso?
—No me ha comentado nada.
—¿No le ha manifestado ningún titubeo?
—A mí, no. Es convencida patriota y posee un magnífico sentido práctico.
—Patriotas hemos conocido que cambiaron de opinión, ¿no es cierto, Bret? —replicó el DG con un resoplido.
—Ella no —contestó Bret con palmaria seguridad.
—¿Pues de qué se trata, entonces?
—Del marido. Hay que decírselo. Él le daría la clase de ayuda y estímulo que necesita. Y así iría al Este sabiendo que su marido se ocupa de los niños, y tendrá una tabla a qué asirse.
—Vamos, Bret, no empiece con eso —dijo el DG, dándole la espalda.
—Me ha dicho usted que tengo carta blanca.
El DG giró sobre sus talones y contestó con voz áspera:
—No recuerdo haber dicho semejante cosa, Bret. Usted me pide carta blanca, cosa que casi todos en el departamento me piden en un momento u otro, y yo me pregunto si se les ocurrirá pensar que a mí me pagan para algo. Naturalmente que le daré la mayor libertad posible y le ahorraré los inconvenientes de la horrorosa repercusión oficial; le autorizo la financiación sin recibos y estoy dispuesto a escucharle cualquier idea absurda que me exponga, pero un secreto es un secreto, Bret. Y la única posibilidad de que ella salga con bien de esto es que su marido reaccione con horror cuando se pase a los rusos. Eso será la carta que la salve. Déjese de ayuda y estímulos: quiero que Bernard Samson se vuelva loco de rabia —dijo, utilizando el periódico para sacudir al moscardón, que cayó al suelo—. ¡Loco de rabia!
—Muy bien, señor. Lo que usted diga.
Miraron los dos cómo el nuevo jugador giraba tambaleándose, dando una especie de respingo hacia atrás hasta los palos, partiéndolos. Una bola rápida le había alcanzado en el vientre. El muchacho cayó al suelo retorciéndose de dolor.
—El zurdo —dijo el DG.
El resto de los jugadores se arremolinó en torno al caído, pero nadie hizo nada. Se limitaban a mirarle.
—Sí —dijo Bret—. Bueno, señor, me marcho.
—Tal vez muestre alguna indecisión, Bret. A los agentes suele sucederles eso cuando llega el momento. Si se da ese caso, asegúrese de que se doblega. Hay demasiado en juego para un cambio de programa en el último momento.
Bret aguardó un instante por si el DG decía algo, más, pero Clevemore chasqueó los dedos para despedirle.
Una vez fuera, Bret volvió a sonarse. ¡Maldita yerba! En el futuro se mantendría bien lejos de los partidos de criquet y de los céspedes recién cortados. Bien, el viejo aún podría darle un par de sorpresas, pensó. ¡Era un condenado cabronazo! Que a Bernard no se lo dijeran bajo ningún concepto... Así que eso era lo que quería decir: «Sólo la ignorancia es invencible.» Cuando llegó al coche, su pituitaria se había recuperado. Era la tensión lo que provocaba el mal.