15
BOSHAM, Sussex, Inglaterra. Octubre de 1983
Pocos actos dentro de la ley procuran mayor satisfacción que la evaluación desapasionada del fallo de un colega. Y así fue con la operación proyectada por Pavel Moskvin contra la Central de Londres, celebrada de palabra, por escrito y quién sabe si en canciones, mucho después de que Moskvin estuviese muerto y enterrado.
Algunos atribuyeron toda la culpa a Moskvin, aduciendo que era un burócrata sin la experiencia práctica que procura el servicio activo del espionaje (eran mayormente los agentes secretos en activo los que así opinaban), y no cabía la menor duda de que Moskvin era un avasallador que siempre se precipitaba y que no entendía la mentalidad inglesa. Pero también muchos de sus colegas eran así; precipitados eran todos, e incluso en Inglaterra había pocos que pudieran decir que entendían a los ingleses.
Una explicación más convincente del fracaso la aportaron observadores menos apasionados, quienes detectaron el fallo en la dualidad del directorio de la operación: Pavel Moskvin, oficial de escalafón en el KGB y excesivamente confiado en su influencia en Moscú, y Erich Stinnes, experto agente secreto quien, aunque de mayor categoría que Moskvin, no esperaba ventaja alguna del éxito que pudiera obtenerse.
Otros achacaban el desastre a las dos mujeres que habían intervenido: la negra jamaicana nunca se había plegado a la disciplina del KGB en todos los años de servicio, y a la inglesa la habían obligado a participar en una fase fundamental de la operación por el simple hecho de que sabía imitar voces. Hubo quien comentó que las mujeres eran muy ásperas; otros, que su lengua materna —el inglés— las vinculaba, creando una rebeldía potencial. Otros, finalmente, todos ellos hombres, creían que las mujeres no valían para esos trabajos.
—¡Primer premio de bobos, cara de culo! —dijo Harmony Jones a Moskvin. Estaban en una casita de Bosham, en la costa sur de Inglaterra, en la que Moskvin planeaba hacer caer en la trampa a Bernard Samson—. De Londres a Berlín, y vuelta a Londres. ¡Cariño, es la operación más tonta en que intervengo!
Moskvin no estaba acostumbrado a semejante descaro, pero contuvo su furia y replicó:
—Forma parte del plan.
Erich Stinnes alzó la vista de la guía turística Chichester and the South Downs y los miró desapasionadamente. No era una operación suya y, aunque le capturasen los ingleses, ya los había él sondeado a propósito de pasarse a ellos; en Moscú había contado que los primeros contactos los habían efectuado ellos, y tenía permiso para proseguirlos; así que, independientemente de lo que sucediera, a él le daba igual.
Pavel Moskvin había razonado siguiendo un esquema de similar infalibilidad. La operación iba a darle fama y, por consiguiente, tenía que ser espectacular: haría caer a Bernard Samson en una celada, le interrogaría hasta la muerte y luego abandonaría su cadáver mutilado en un piso franco del propio SIS en Inglaterra. Si sacaba algo del interrogatorio de Samson capaz de poner en tela de juicio o arruinar la reputación de su nueva superiora, Fiona Samson, mejor. Incluso habían elegido aquel piso franco porque era Fiona Samson quien había revelado su existencia en una de las sesiones iniciales de verificación. Si el sitio resultaba comprometedor, sería traición de Fiona Samson y no un fallo de él.
Miranda observó a sus tres compañeros y sintió un estremecimiento. No había pensado en que aquello fuera a ser así. Ella había hecho su papel tal como se había previsto.
Apostándose en un parterre de césped al borde de la carretera, cerca del terminal número 3 del aeropuerto de Londres, Miranda vio llegar un coche con Bernard Samson al volante y Harmony sentada a su lado. El coche se detuvo muy cerca de ella para que montase en el asiento de atrás e imitase la voz de Fiona Samson.
Había habido un momento, al subir al coche detrás de aquel Samson, en que creyó que iba a desmayarse. Pero fue como salir a escena y en el momento decisivo su profesionalismo se impuso y todo había salido de perlas.
—Fiona, ¿estás loca? —había replicado Samson sin volverse y, además, con el espejo retrovisor desviado de su campo visual. Todo tal cual había dicho Harmony: Bernard Samson era un profesional y los profesionales no se arriesgan a morir, sino que piensan, había dicho Harmony.
A Samson le había engañado. Había sido la mejor interpretación de su carrera teatral. ¡Lástima que nada más hubiese tenido un público de dos personas, teniendo, además, en cuenta que el cincuenta por ciento de la audiencia se hallaba sobrecogido y amenazado por una repugnante jeringuilla hipodérmica a escasos milímetros del muslo!
—¿Por venir aquí? —había replicado Miranda—. No hay orden de detención contra mí y he cambiado de fisionomía y de nombre... No, no te vuelvas. No quiero que quedes inconsciente.
Lo había ensayado sílaba a sílaba tantas veces que le salía de forma automática. El pobre estaba más que perplejo. A Miranda le daba pena. Era evidente que, después, intentaría seguir a Harmony. ¿Qué marido no lo haría?
Cuando Miranda regresó a la casa de pesca, tras la farsa del aeropuerto de Heathrow, Moskvin ni le dio la enhorabuena. ¡Era un cerdo!
—¿Y si Bernard Samson no sabe seguir la pista de Harmony? —dijo ella—. ¿Y si no viene? ¿Y si va a la policía?
—Vendrá —contestó Moskvin—. A él no le pagan para que llame a la policía, y su oficio es seguir a la gente. Ya verás cómo sigue a Harmony; él cree que su mujer está en Inglaterra y vendrá aquí.
—Y luego, ¿qué? —inquirió Miranda, que seguía sin quitarse la lujosa peluca y el maquillaje que había decidido Moskvin. Con la peluca esperaba quedarse.
Harmony sonrió amargamente. Había sido ella la que había facilitado la pista a Samson, a base de preguntar tres veces el itinerario antes de sacar los billetes y haciendo unas tonterías que cualquiera con sentido común jamás habría hecho. La máxima vulgaridad de Moskvin había sido designar a una guapa joven negra para que no pasase inadvertida. ¿Qué imbécil no iba a sospechar en seguir aquel reguero de migas hasta allí? Y el poco rato que había estado con Bernard Samson no le daba en absoluto pie para pensar que fuese un imbécil. A ella no le gustaría estar cuando llegase.
—¿Qué más da? —replicó Harmony—. Nosotras nos vamos. Miranda, nena, sube a quitarte el puñetero maquillaje y salimos pitando. Lo que necesitamos es un día en Roma después de estas tres jornadas con ese gordo cara de pedo —añadió, poniéndose en pie.
—Estoy en media hora —dijo Miranda.
Moskvin estaba enfurruñado por haberse dejado engatusar por Harmony para que les sacase a ellas dos billetes con escala en Roma. La jamaicana había elegido persuasivas razones operacionales, pero ahora veía claramente que lo que deseaba era un viajecito de placer.
—A lo mejor os necesito —indicó, ya con su anterior capacidad de aterrorizar minada, debido primordialmente a la insolencia con que la negra replicaba a todas sus órdenes.
—Lo que tú necesitas, jefazo.. —comenzó a decir, pero optó por no provocarle más y cogió el estuche de maquillaje y comenzó a subir la escalera, seguida de Miranda.
—Y no me llames cara de pedo —añadió Moskvin en tono solemne cuando las dos mujeres cruzaban la puertecita que conducía a la escalera.
Fuera de su campo visual, Harmony hizo un gesto obsceno con la mano, mientras Miranda lanzaba una risita.
Era una casa vieja estupenda: la tosca escalera, que ascendía entre paredes de tablón pintado, hacía resonar sus pasos. Arriba, la puertecita con picaporte tenía una esquina desmochada para no rozar en el techo inclinado. Su sencilla raigambre, tan inglesa, provocó en Miranda una súbita añoranza, aunque no tan imprevista, de volver a vivir en aquel país.
Como los pasos en el piso de arriba revelaban los movimientos de las mujeres, Erich Stinnes alzó la vista de la guía turística y preguntó:
—¿Sabías que este pueblo de Bosham aparece en el tapiz de Bayeux? Es donde el rey Canuto ordenó retroceder a la marea.
Moskvin sabía que Stinnes no pretendía más que provocarle un ataque de cólera y no contestó. Se levantó y se acercó a la ventana. Bosham no era más que una minúscula península entre dos ensenadas. Desde allí se veía el mar y las embarcaciones a motor y a vela de todo tipo y tamaño. Una vez que Samson estuviera muerto, ellos huirían en barco. Stinnes era buen navegante y, amparados en la noche, desaparecerían como si no hubieran estado allí. Fin modélico de una operación perfecta.
—Yo no me acercaría tanto a la ventana —previno Stinnes con buena voluntad—. Es un principio elemental en esta clase de operación.
Moskvin se apartó de la ventana. Sí, claro, Stinnes tenía razón. Le caía gordo.
—Tendría ya que estar aquí el equipo de apoyo —dijo.
Stinnes le miró con aire sorprendido.
—Hace media hora que ha llegado.
—¿Y dónde están?
—No esperarías que volviesen y llamasen a la puerta, ¿no? Tienen un colchón y estarán durmiendo en la furgoneta hasta que los necesitemos. Están aparcados junto a la taberna.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
—Pero ¿no lo he organizado yo? ¿Por qué crees que he estado yendo al servicio? ¿Por que tuviese diarrea? Y desde arriba se ve el aparcamiento.
—¿Llevas pistola?
Stinnes negó con la cabeza.
—Yo me he traído una —repuso Moskvin, dejando el arma en la mesa.
Era una Smith and Wesson Magnus calibre 44; un pistolón que él se había procurado esforzadamente de antemano para tenerla en Inglaterra.
Stinnes miró al pistolón y a Moskvin.
—Con eso tenemos de sobra para los dos —dijo.
—Bueno, pues sólo queda esperar —añadió Moskvin.
Stinnes hizo una señal en la página de la guía y la cerró.
—No lo olvides: este Bosham es donde el rey Canuto ordenó retroceder a la marea.
—¿Y qué sucedió? —inquirió Moskvin, que no sabía quién era el rey Canuto.
—Que la marea siguió subiendo —contestó Stinnes, cogiendo su bolsa de tirante—. Voy a ir preparando las cosas. Mejor será que compruebe si el barco está bien amarrado y a punto. Ya sabes el número de teléfono.
—Sí —contestó Moskvin. Esperaba haber contado con la ayuda de Stinnes, pero no pensaba pedírsela.
Arriba, Miranda seguía limpiándose el maquillaje con los últimos restos de crema, mirándose minuciosamente en el espejo.
Harmony, que estaba haciendo la maleta, exclamó:
—¡Qué cerdo! Recojo todo lo del coche, tal como ordena el reglamento, y el tío me chilla por llegar tarde. Y, además, casi todo era de él, que es un guarro. —Y le mostró una bolsa de plástico transparente en la que había metido todos los objetos que habían quedado en el coche de alquiler: dos mapas del sur de Inglaterra, trozos de papel, un bolígrafo roto, un pintalabios viejo, tres peniques y un cristal de reloj de pulsera—. ¿Algo de esto es tuyo, querida? —añadió.
—No —contestó Miranda.
—Las compañías de alquiler nunca limpian bien los coches; se contentan con vaciar el cenicero —indicó, dejando la bolsa libre para guardar en ella el maquillaje.
—Ya casi estoy —dijo Miranda—. Creo que me quedaré un par de días en Inglaterra. Me reuniré contigo en Roma pasado mañana. ¿Te parece bien?
—Como quieras, nena —contestó Harmony Jones—. Yo en Roma tengo mucho trabajo atrasado.
Stinnes durmió aquella noche en el yate. Había tres camarotes dobles y se acomodó en uno de ellos. Puso en marcha el generador y estuvo hasta tarde leyendo The White Company: era un asiduo lector de las aventuras de Sherlock Holmes y perseveraba en desentrañar aquella aventura medieval de su autor preferido. Hacía buen tiempo y le complacía escuchar los ruidos y el movimiento del barco anclado y sentir el olor de la madera mojada y el salitre.
A las cinco de la mañana, Moskvin le llamó por teléfono.
—Ven inmediatamente —dijo el ruso, y Stinnes se llegó apresuradamente a la casa en ocho minutos, bajo el tenue rosa del amanecer.
—¿Qué sucede? —inquirió.
—Lo tengo aquí —dijo Moskvin—. Llegó Bernard Samson hacia medianoche y el equipo de apoyo le descubrió; le hemos capturado con suma facilidad.
—¿Y dónde le tenéis?
—Arriba. No te preocupes, está atado. Mandé irse al equipo de apoyo, aunque tal vez no habría debido hacerlo.
—¿Y a mí para qué me quieres? —inquirió Stinnes.
—No consigo sacarle nada interrogándole —reconoció Moskvin—. Creo que conviene que lo haga otro.
—¿Qué le has preguntado?
Moskvin se dio un puñetazo en la palma de la mano en gesto de frustración.
—Sé que esa Samson es una espía inglesa. Lo sé y pienso sacárselo al marido, aunque sea lo último que haga.
—¡Ah! Ésa es la pauta de interrogatorio —recordó Stinnes.
A él se le antojaba una obsesión absurda, propia de una persona que había confesado que no le gustaba en absoluto recibir órdenes de una mujer.
La sorna en el comentario de su colega era evidente, pero Moskvin se había acostumbrado a aquel aire de superioridad que constantemente Stinnes mostraba hacia él.
—Sube tú a hablarle y haz el papel de amable.
Stinnes se dirigió al piso de arriba seguido de Moskvin, que era incapaz de quedarse abajo sentado esperando el resultado; él tenía que verlo todo. Y permaneció en la puerta, a espaldas de Stinnes.
El cuarto de arriba era muy reducido, y casi todo el espacio lo ocupaba una cama arrimada a la pared, con cojines para que hiciera de sofá; en el rincón había un probador con espejo grande en el que se reflejaba la imagen del cautivo.
—Voy a quitarte la mordaza y tú me... —Stinnes se detuvo de golpe, miró a Moskvin a su espalda y luego al prisionero—. Éste no es Bernard Samson —dijo.
El que estaba atado a la silla era Julián MacKenzie, un agente que hacía prácticas en el departamento y a quien Bernard Samson había encomendado el seguimiento de la negra. Y lo había hecho a la perfección. Bien que se daba cuenta MacKenzie, a juzgar por la mirada de terror con que observaba a Moskvin esgrimiendo la pistola.
—¿Qué quieres decir? —replicó Moskvin, enfurruñado, cogiendo a Stinnes por el brazo y arrastrándole al pasillo para cerrar la puerta.
El único fulgor luminoso procedía del piso de abajo.
—Pues que no es Bernard Samson —contestó Stinnes con voz pausada.
—¿Y quién es? —inquirió Moskvin, zarandeándole rudamente.
—¿Y cómo coño voy a saber quién es?
—¿Estás seguro de que no lo es?
—Pues claro. Samson tendrá unos quince años más. Yo le he visto de cerca y le conozco bien. Claro que estoy seguro.
—Espera abajo. Voy a averiguar quién es ése.
Mientras bajaba oyó vociferar a Moskvin y al joven contestar en voz tan baja que era imposible entenderle. Stinnes se sentó en el sillón y sacó del bolsillo The White Company, pero no hacía más que leer una y otra vez el mismo párrafo. De pronto se oyó el fuerte disparo de la Magnum y un grito. Más disparos. Stinnes se puso de pie de un salto, preocupado porque el ruido despertase al vecindario. Su primer impulso fue escapar, pero era un profesional y aguardó a su compañero.
Moskvin bajaba la escalera tan despacio, que Stinnes estuvo a punto de creer que se habría disparado sin querer o le habría herido una bala rebotada. Venía totalmente demudado, blanco como el papel. Tiró la pistola sobre el aparador y se apoyó en el borde de la mesa de la cocina. Luego se inclinó en el fregadero y vomitó.
Stinnes lo observaba de lejos. Moskvin apartó la pistola y continuó dando arcadas. Finalmente, despacio y con cuidado, se limpió la cara con un trapo y dejó correr el agua del fregadero.
—Ya está —dijo, tratando de darse ínfulas.
—¿Estás seguro de que está muerto? —inquirió Stinnes, acercándose despacio a las dos ventanas. No parecía que los disparos hubiesen llamado la atención de las casas cercanas.
—Estoy seguro.
—Pues vámonos de aquí —decidió Stinnes—. ¿Podrás llegar hasta el yate?
—¡Maldita sea tu cara de bobo risueño! —replicó Moskvin—. Ya reiré yo el último. Ya verás.
Pero Stinnes no sonreía, sino que se estaba preguntando hasta cuándo iba a aguantar las ridículas extravagancias de aquel bestia.
En Berlín, aquella misma noche, Fiona acudía a la ópera. El indispensable Hubert Renn siempre le conseguía entrada para la ópera o un concierto, aunque se la pidiera en el último momento, y aquella tarde ella se había dado cuenta de que era el último día en que representaban Der Freischütz en un polémico montaje vanguardista.
Escuchaba extasiada. Era una de sus óperas preferidas, y la extraordinaria combinación de sencillas melodías tradicionales y el complejo romanticismo paliaba transitoriamente sus preocupaciones laborales. Y hubo un momento en que hasta se olvidó de su sufrimiento y soledad.
Llegado el entreacto, aún absorta en la música, no pudo soportar las apreturas del bar, atestado de berlineses del Oeste, fácilmente distinguibles por las joyas y elegante atuendo, y se dio la vuelta para pasear por el vestíbulo y ver la exposición de «La electricidad del futuro» con fotos aéreas de las centrales de la República Democrática de Alemania. Estaba mirando la foto en color de un gran edificio de hormigón reflejado en un lago, cuando alguien a sus espaldas exclamó:
—¡Aquí estás, tesoro! ¿Te apetece una copa de vino blanco?
Se volvió y se quedó atónita al ver a Harry Kennedy con dos copas de vino en las manos y una gran sonrisa.
—Realmente, el espectáculo empieza en el entreacto, ¿verdad?
Su primera reacción fue de disgusto. Llevaba tiempo temiendo un encuentro en la calle con algún viejo amigo, colega o conocido que la reconociese, y ahora se sentía a punto de desmayarse. Se había quedado de piedra y el corazón le latía aceleradamente. Notó que el rubor le subía al rostro y agachó la cabeza para que él no lo advirtiera.
—¿Te encuentras bien? —inquirió Harry al ver lo afectada que estaba—. Perdóname... Habría debido...
—Es igual —dijo ella. Lo más probable es que estuvieran vigilándola. Si así fuera, quedaría constancia de aquella reacción.
Harry comenzó a hablar apresuradamente para subsanar la turbación de ella:
—Sabía que no te perderías Der Freischütz, por supuesto. ¡Madre mía, qué montaje y qué público!, ¿verdad? ¿Y los árboles? ¡Y qué voz el tenor!
—Harry, ¿qué haces aquí? —inquirió ella despacio y muy tranquila.
—Buscarte, dulzura —respondió él, tendiéndole la copa—. Siento haberte abordado de esta manera.
—No te entiendo...
—Es que vivo aquí —añadió él.
—¿En el Este? —inquirió ella, dando un sorbo sin saborearlo. No sabía ni lo que hacía, ni si seguir charlando con él o cortarle de golpe y marcharse.
—Llevo aquí un año. Vino a Londres un profesor del hospital Charité a ver el trabajo que hacíamos en la clínica y me invitaron a pasar un año trabajando aquí. No me pagan, pero me las apañé para conseguir una modesta beca... Lo suficiente para pasar el año. Fue una satisfacción dejar a esos imbéciles de Londres y supongo que ellos también se alegraron de que me fuese.
—¿Aquí, en el Berlín Este? —repitió ella, dando otro trago.
Necesitaba beber para tener tiempo de examinarle. Tenía aspecto de más joven aún de lo que ella le recordaba; un pelo ondulado más ondulado, y su rostro curtido parecía aún más curtido por el gesto de preocupación ante la posible reacción por parte de ella.
—Sí, en el Charité. Y sabía que no te perderías Der Freischütz. No me he perdido una sola representación... Fiona, cariño, te amo y tenía que encontrarte...
Y no dijo más.
—¿Has asistido a todas las representaciones?
—En cierta ocasión me comentaste que era tu ópera preferida.
—Creo recordarlo —dijo ella. No estaba muy segura; ya no estaba muy segura de nada.
—¿Estás enfadada conmigo? —inquirió él.
Parecía un berlinés occidental con su traje oscuro con corbata. Era un Harry Kennedy distinto al que ella conocía de Londres; precavido y tímido, pero por encima de su timidez y casi dominándola, mostraba el orgullo y la alegría de haberla encontrado.
—No, claro que no —contestó ella.
—¿Es que hay otro? —inquirió él, angustiado de pronto por su actitud displicente.
—Sólo mi marido en Londres.
Fue como si le hubieran quitado un peso de encima.
—Cuando supe que le habías dejado, comprendí que tenía que encontrarte. ¿Sabes que eres la única que he amado, Fiona?
No era una explicación, sino una auténtica declaración.
—Aquí no es como en Londres —replicó ella, torpemente, tratando de hacerse a la idea de tenerle allí.
—Di que me quieres.
Se había tomado tantas molestias que esperaba más de ella.
—No. No es tan fácil, Harry. Aquí trabajo para el gobierno.
—¿Y qué más da en lo que trabajes?
¿Por qué no lo entendería?
—Harry, me he pasado al Este.
—Me da igual lo que hayas hecho. Otra vez estamos juntos, y eso es lo único que importa.
—Te ruego que procures entender las implicaciones.
Por primera vez logró calmar su excitación y mirarla tranquilamente.
—¿Qué tratas de decirme, nena?
—Si me ves muy seguido, tu carrera está acabada; no podrás volver a Londres y reanudar tu vida.
—No me importa si te tengo a ti.
—Harry, tú no me tienes.
—Te amo... Haré lo que sea; viviremos donde sea. Te esperaré. Mi amor es desesperado.
Ella le miró y sonrió, aunque consciente de que no era una sonrisa convincente. Sentía venir una de aquellas horrorosas cefaleas y le entraron ganas de gritar.
—No se puede contar contigo, Harry. Todo ha cambiado, y yo también.
—Tú me dijiste que me amabas —replicó él en ese tono de reproche normal en los amantes.
«¡Ojalá se marchara!», pensó Fiona.
—Quizá, y puede que siga queriéndote. No lo sé —hablaba marcando las palabras—. De lo único que estoy segura es de que en este momento no puedo asumir las complicaciones de una relación.
—Pues no prometas nada. Nada te pido. Esperaré; pero no me pidas que deje de decir que te quiero, porque sería una prohibición insoportable.
Sonó el timbre que anunciaba el final del entreacto, y el público, con ese sentido del orden tan alemán, comenzó a reintegrarse a la sala.
—No puedo seguir aquí —dijo ella—. Tengo la cabeza hecha un lío y necesito pensar.
—Pues vamos al Palast a cenar.
—Te perderás la ópera.
—Ya la he visto nueve veces —replicó él con una sonrisa triste.
Ella sonrió y miró el reloj.
—¿Tan tarde dan de cenar? —inquirió—. En este sector de Berlín los establecimientos cierran muy temprano.
—La precavida Fiona... Si, aún sirven a esta hora. Hace dos días estuve yo cenando. Dame el resguardo del guardarropa y te recojo el abrigo.
De la ópera en Unter den Linden hasta el hotel Palast no hay mucha distancia y, a pesar del persistente olor a carbón de Berlín, el paseo le sentó bien a Fiona. Una vez acomodados a la mesa del comedor del hotel, se encontraba ya casi en su estado normal. Pero aquel encuentro con Harry había sido algo más que una sorpresa, pues le había demostrado el poco dominio que tenía de sí misma; estaba afectada físicamente y aún le latía el corazón con fuerza.
Le observó mientras leía la carta. ¿Le amaba? ¿Qué explicación tenía aquella conmoción? ¿O es que simplemente estaba desequilibrada?
Cualquier sentimiento que tuviera por Harry era muy distinto al cariño estable y perdurable que sentía por su hogar, sus hijos y su marido. La ausencia de Harry no le había causado aquella agonía de la separación de su familia, una agonía que no cesaba; su pasado amor por Harry era algo distinto y totalmente ajeno a aquel sentimiento. Pero era incapaz de olvidar que el amor que había sentido por Harry la electrizaba; había sido un amor ilícito y más físico que el que sentía por Bernard, y el hecho de estar sentada allí frente a él revivía en ella la sensación de que no hacía tanto que una simple mirada de Harry la excitaba.
—¿Cómo dices? —inquirió distraída, al darse cuenta de que le preguntaba algo.
—Yo lo tomé la otra noche y estaba bastante bueno —dijo él.
—¡Perdona: tenía la cabeza en otra cosa!
—El Kabinet es la variedad más seca; al menos ésa es mi experiencia en el tiempo que llevo aquí.
—Estupendo —exclamó ella sin convicción, contenta de que él hiciese seña al camarero para pedir una botella de un vino que había descubierto y le gustaba.
Su alemán era bueno e incluso su acento no hacía daño al oído. Miró por el restaurante para ver si había alguien que pudiera reconocerla y vio que estaba lleno de extranjeros, los únicos que podían tener las divisas con que había que pagar.
—El dinero de la beca me lo dan al cambio de Occidente, y como aquí siempre —refirió él.
¿No podría, por casualidad, ser un emisario de la Central de Londres? No. No era la clase de hombre a quien Bret o sir Henry considerasen idóneo para el delicado trabajo de contacto. Sin embargo, un amante sería la cobertura ideal para un contacto de Londres. Si ése era su papel, no tardaría en saberlo; esas cosas se hacían así. Esperaría a ver lo que sucedía. Mientras, seguiría siendo la comunista inflexible.
—Entonces, ¿qué sugieres que cenemos? —preguntó.
Él alzó la vista y sonrió. Estaba tan contento que aquel júbilo se le contagiaba a ella.
—Yo siempre pido bistec, trucha o chuleta.
—Pues trucha, y nada de primero —dijo ella.
Y en aquel momento la asaltó otra sospecha: ¿no sería un hombre de Moscú? Era muy poco probable; en aquel primer encuentro en Londres, le había confesado que no tenía permiso de trabajo, y si ella hubiese avisado a Inmigración le habrían detenido. Pero, un momento, vamos a ver: era precisamente su precaria situación legal lo que la había impulsado a omitir una investigación oficial. Eso y el hecho de que Bernard podría haber empezado a plantearle preguntas sobre él. Revivió aquel primer encuentro en la estación paso a paso y palabra por palabra. Podrían haberlo preparado. No había ningún detalle que no hubiese podido ser un montaje.
—Fiona —dijo él.
—Dime, Harry.
—Te amo desesperadamente. —Era evidente su sinceridad; era imposible fingir semejante adoración con la mirada. Pero el componente neurótico, suspicaz y lógico de su ser le decía que el hecho de que estuviera enamorado no significaba que no pudiera enviarle Moscú—. Lo sé todo de ti —añadió de pronto, despertando de nuevo su alarma—, salvo por qué te gusta Der Freischütz. Me conozco la partitura de pe a pa, y entiendo a Schónberg y Hindemith, pero ¿quieres decirme dónde hay diez minutos escasos de melodía en esa maldita ópera?
—A los alemanes les gusta porque el tema es una Alemania unificada.
—¿Y eso es lo que tú quieres, una Alemania unificada? —inquirió él.
Luz roja. ¿Cuál era la consigna oficial sobre la unificación?
—Sólo en las debidas condiciones —contestó prudentemente—. ¿Y tú?
—¿Quién dijo que le gustaba tanto Alemania que prefería que fuesen dos?
—No recuerdo.
Él se inclinó hacia ella y dijo en tono confidencial:
—Olvida lo que he dicho. Me gusta con locura Der Freischütz, hasta la última corchea.