9
LONDRES. Abril de 1983
Para Bret Rensselaer, aquella casa en Berlín de años atrás había constituido un hito en los largos preparativos a que había sometido a Fiona Samson para la misión. Mirándolo en retrospectiva, a él le había dado ocasión de aportar el confort y la tranquilidad necesarios a los agentes cuando se ven afectados por indecisiones traumáticas. Había sido, comentó al DG en una de aquellas entrevistas, una fase imprescindible del período de aleccionamiento y preparación previo al desplazamiento de todo agente que va a operar a largo plazo.
—Para ella significó un cambio de papel. Hay quien lo define como «período esquizotímico», por ser aquel en el que hay que imbuir en una personalidad normal el afán de desdoblamiento en dos distintas.
El director general estuvo tentado de recusar la terminología y la base científica de lo que se le antojaba simplificación exagerada y desvirtuada, pero recordó, por suerte, una previa discusión en la que Bret, que había sido psicoanalizado, le abrumó con un aluvión de teoría psicológica con profusión de notas, estadísticas y referencias a «los importantes y fundamentales trabajos de James y Lange», y se contentó con una leve inclinación de cabeza.
Bret le recordó que en aquel caso el agente era una mujer, una mujer de gran inteligencia con hijos pequeños, motivo por el cual el ataque había sido más agudo de lo habitual. Por otra parte, los factores que la hacían proclive a dudas y preocupaciones eran precisamente los elementos que la harían menos sospechosa cuando se pasara a los rusos. Fiona Samson tenía una personalidad equilibrada, y el sutil condicionamiento realizado por Bret reforzaba su conducta, de modo que, cuando se la «situara en el juego», él estaba convencido de que la «transferencia» sería absoluta. A partir de aquella horrible escena en que le había tirado el champán a la cara, su dependencia emocional de Bret —y, en consecuencia, de las decisiones adoptadas por Central Londres— le conferían la motivación y fuerza mental imprescindibles.
—Usted sabe más que yo de esas cosas —dijo el director general con una afable naturalidad que no reflejaba sus verdaderas apreciaciones—, pero yo tenía entendido que, en un contexto científico, «transferencia» significa a veces un deslizamiento inconsciente hacia el odio, más que afecto y respeto.
—¡Totalmente cierto! —admitió Bret—. Y es un aspecto del proceso que no he perdido de vista —se apresuró a añadir acuciado, y no por primera vez, por la agudeza del viejo.
—Sí, estoy seguro de que lo tendrá todo controlado —añadió el DG mirando el reloj.
—¡Ah, sí, señor director! Pierda cuidado.
Bret Rensselaer no basaba tales conclusiones en sus experiencias personales con agentes en misión, porque él poco contacto había tenido en su carrera con aquellos extraños animales (aunque, por supuesto, las decisiones que adoptaba sobre la marcha influían en el servicio). El director general conocía perfectamente sus antecedentes puramente burocráticos, y si le había elegido a él era fundamentalmente porque, al no tener la menor rémora de Operaciones, nadie podía sospechar que un hombre de despacho como Bret fuera a desempeñar el cometido de oficial de caso y con ello el papel de agente doble de Fiona sería más secreto.
Pero Bret Rensselaer y Fiona Samson no eran los únicos que se debatían ante la problemática del cambio de papel. Pues si Fiona no había actuado nunca de agente doble ni Bret de oficial de caso, también era cierto que el director general tampoco se había enfrentado a la angustiosa experiencia de enviar a territorio enemigo a alguien a quien conociera tan bien como a Fiona Samson. No obstante, ya era demasiado tarde para cambiar de idea, y el director general quiso tranquilizarse con la argumentación optimista de Bret porque no veía qué alternativa aplicar si le vencía la angustia.
Mientras que Bret recordaba aquella cena en Kessler's, tan en el pasado, como una simple quiebra circunstancial de la voluntad de Fiona, ella la tenía grabada en su mente como un programa de microchip y evocaba aquella horrenda velada con todos sus detalles más vergonzantes: la condescendencia con que Bret Rensselaer había respondido a sus deseos de abandonar la operación, la insolencia con que sutilmente la había chantajeado para que continuase, el desdén burlón al arrojarle ella el champán, como si fuese la hija pequeña de un amigo íntimo. Y lo más vergonzoso, sobre todo, el modo en que ella había hecho exactamente lo que él quería. Pues, como suele suceder con las humillaciones, la suya se medía por comparación con el triunfo del adversario, y al final de la cena el dominio de Bret había sido absoluto.
A partir de aquella horrorosa confrontación, no había vuelto a expresar deseos de abandonar la misión. Después de las primeras angustiosas semanas en que esperaba con toda su alma que Bret Rensselaer abandonase el departamento, le trasladasen o sufriera un accidente mortal, ya no le cupo en la cabeza la idea de la cancelación del compromiso. Era inevitable.
Como la mayoría de las mujeres —y Fiona descollaba entre esas mujeres funcionarias de aduanas o de inmigración, las oficiales de policía y las secretarias de su propia oficina—, ella era más minuciosa y detallista que sus homólogos masculinos. La mejor manera de demostrar su distante desprecio hacia Bret y otros hombres como él era hacer su trabajo con más cuidado y habilidad que él mismo. Se convertiría en la puñetera «superespía» que querían que fuese y les demostraría lo bien que lo hacía.
Los encuentros de Fiona con Martin Euan Pryce-Hughes continuaron como antes, con la excepción de que Bret se cercioró de que las modestas informaciones que le pasaba, y las respuestas a sus solicitudes de información, eran mejores que el Spielmaterial1 que le había entregado hasta entonces. Pryce-Hughes estaba contento. En respuesta a una clara insinuación que él mismo le hizo, Fiona pidió más dinero; no mucho, pero lo bastante para revalorizar sus servicios. Moscú respondió de inmediato y con generosidad, cosa que complació a Bret y, naturalmente, a Pryce-Hughes. Sin embargo, conforme pasaban los meses, se cumplía un año y seguía pasando el tiempo, comenzó a nacer en ella la esperanza de que el departamento abandonase aquel plan a largo plazo de situarla en territorio enemigo. Pero Bret prosiguió con sus sesiones de aleccionamiento y los preparativos siguieron adelante; su acceso al servicio de informática quedó específicamente restringido y nunca la autorizaron a manejar documentación importante. No obstante, el DG parecía haberla olvidado completamente, y también Bret Rensselaer. En un par de ocasiones había estado a punto de preguntárselo directamente al propio director general, pero luego desistió. Bernard comentaba que el DG se volvía excéntrico, que daba muestras de incapacidad mental, pero Bernard tenía tendencia a la exageración.
Lo curioso había sido que fue su hermana Tessa quien había propiciado que se revitalizase el asunto.
—¡Fi, querida! Siempre estás a mano cuando te necesito.
—¡Qué buen champán tienes! —comentó Fiona, tratando de mitigar la tensión que advertía en el rostro de su hermana y en su impenitente gesto de retorcerse las sortijas.
—Es mi dieta: caviar, champán y ostras. Así no engordo.
—No, pero te arruinas —replicó Fiona.
—Eso es más o menos lo que dice papá, que lo desaprueba —añadió ella, cogiendo la copa como para llevar la contraria al padre y mirando las burbujas antes de dar un sorbo.
Tessa siempre había tenido un carácter inclinado a la conflictividad. La relación entre ella y Fiona era ejemplo característico de rivalidad entre hermanas; fenómeno psicológico al que Bret se refería muchas veces durante las sesiones de aleccionamiento. El padre, un hombre simplote, tenía su máxima preferida («Lo que quiero son hechos, no pretextos») bordada en un almohadón sobre la silla de visitas del despacho, y era acérrimo partidario de que la mínima permisividad arruinaría la entereza de su hija y la suya propia.
Tessa había descubierto lo fácil y conveniente que resultaba jugar el papel previsto de hija menor y se contentaba con que Fiona cumpliese, y a veces frustrase, las expectativas del padre. Tessa era en todo momento la hija de quien todo se espera. Si Fiona había estudiado en Oxford y leía buena literatura contemporánea, Tessa no tenía estudios y leía a Harold Robbins. Temperamental, imaginativa y afectuosa, Tessa se lo tomaba todo a chirigota para evadirse de las cosas serias. Su propia generosidad desbordante la hacía vulnerable en una realidad en la que la gente era tan fría, juiciosa y carente de amor. En semejante mundo, ¿importaba tanto que ella se entregase a numerosas aventuras frívolas? Ella siempre volvía a su marido para darle su prodigioso amor. ¿Qué importancia podía tener que una noche cualquiera, acostada con su insulso amante de turno ebrio, éste le confesara que era espía de los rusos? Seguramente sería también cosa de broma.
—Dime otra vez cómo es —dijo Fiona.
—Si tú le conoces —respondió Tessa—. Por lo menos, él te conoce de sobra.
—Miles Brent, ¿dices?
—Giles Trent, querida. Giles Trent —rectificó.
—Si dejas de comer esas malditas nueces, te entenderé lo que dices —replicó Fiona, irritada—. Giles Trent, sí. Claro que le recuerdo.
—Un brutote muy guapo: alto, buen físico, pelo gris ondulado.
—Tessa, pero si es más viejo que Matusalén... Siempre pensé que era marica.
—¡Oh, no! De marica nada —replicó Tessa con una risita. Había bebido mucho champán.
Fiona lanzó un suspiro. Estaban en el ostentosamente amueblado piso de los Kosinski en Hampstead, el frondoso barrio del noroeste de Londres, contemplando aquel sol color sangre hundirse entre nubes rojas. En épocas pasadas, cuando los comerciantes ricos y la aristocracia de segunda categoría iban a tomar las aguas a los baños de moda, los menos pudientes lo hacían en aquella zona accidentada en que ahora residían los magnates de la publicidad y el mundo editorial.
El marido de Tessa tenía negocios de propiedad inmobiliaria y de coches, aparte diversas empresas precarias. Pero George Kosinski tenía excepcional talento para los negocios, y si adquiría una empresa en crisis, inmediatamente la ponía a flote; apostaba dinero a un cotización bursátil en baja y obtenía beneficios. Incluso por hacer a un anticuario el favor de quitarle de encima un cuadro que nadie quería, resultaba que la obra —anodina, oscura y alegórica— llamaba la atención de alguno de sus invitados y acababa siendo de un alumno de Ingres y, aunque a muchos de ellos puede considerárselos nulidades, algunos habían sido maestros de Seurat y Degas. Tal circunstancia, la bastedad del lienzo y la presencia de pintura blanca, tan característica en la técnica de Ingres, fue lo que animó a los conservadores de un museo norteamericano a hacerle una buena oferta, y él lo vendió inmediatamente. Le encantaba hacer negocio.
—¿Y todo eso de que Trent dice que es espía ruso, se lo has contado a papá?
—Él me ha dicho que no haga caso —contestó morosamente Tessa, cogiendo de la mesa que tenía delante una revista del corazón, abierta por una página llena de gente con ojos muy abiertos y sonrientes en un evento social de los que solían frecuentar los Kosinski.
—¡Mira que es tonto papá a veces! —replicó Fiona con evidente desdén.
Tessa la miró con gran respeto. Fiona hablaba realmente en serio, mientras que ella, que también a veces le llamaba tonto y cosas peores, no había roto el vínculo paternofilial.
—Quizá Giles haya querido gastarme una broma —añadió Tessa, que ahora sentía mala conciencia por la preocupación que mostraba su hermana.
—Tú has dicho que no hablaba en broma —replicó tajante.
—¡Ah, sí...!
—¿Sí o no?
Tessa la miró sorprendida por la reacción que había suscitado.
—No, broma no era. Estuvimos hablando de ello..., de los rusos y todo eso.
—Entonces, ¿cómo iba a ser una broma? —comentó Fiona.
—¿Qué le sucederá? —inquirió Tessa, dejando la revista sobre un montón de publicaciones parecidas.
—No lo sé —la mente de Fiona consideró aceleradamente las complicaciones que aquello podría acarrear y miró a su hermana, sentada en el sofá tapizado en seda amarilla, con un traje verde esmeralda de Givenchy que a ella —pese a ser de la misma talla— no le habría quedado bien, y se preguntó si convenía decirle que su vida podía correr peligro. Si Trent comentaba a su contacto soviético aquella peligrosa indiscreción, era posible que Moscú diese orden de matarla. Abrió la boca, dispuesta a planteárselo de algún modo, pero Tessa se la quedó mirando de hito en hito—. Llevas un vestido sensacional —dijo.
—Tú siempre has sido muy distinta a mí, Fi —replicó Tessa, sonriente.
—No tan distinta.
—Tipo Chanel.
—¿Eso qué quiere decir?
—Tailleur2 con chaqueta forrada a juego con la blusa, cinturón de cadena y gardenia —contestó Tessa, risueña—. Ya se sabe cómo es el estilo Chanel.
—¿Y qué más?
Tessa era a veces insoportable.
—Yo estaba segura de que tú acabarías haciendo algo importante..., algo en el terreno de los hombres —contestó ella pausadamente, aguardando a que su hermana tomase la iniciativa de decir algo—. Yo a Giles no le pregunté lo que hacía; fue él quien me lo contó —añadió, al ver que Fiona no soltaba prenda.
—Sí. Trabaja en el departamento —añadió Fiona.
—Perdona por todo esto, Fi, querida. Quizá no habría debido ni mencionártelo.
—Has hecho bien en contármelo.
—A veces es tan encantador... —añadió Tessa.
—No sé por qué te has casado —dijo Fiona.
—Imagino que por lo mismo que tú. Una manera de cabrear a papá.
—¿De... qué?
—No irás a decirme que no sabías que casándote con tu terco hombrote a papá le daba un ataque...
—Pensé que a ti Bernard te gustaba —replicó Fiona, amable—. Eras tú quien no hacía más que decirme que me casara con él.
—Yo, sí; le adoro. Y tú lo sabes. Algún día me largaré con él.
—¿Y casarte con George fue tu maniobra para hacer sufrir a papá?
Tessa no contestó inmediatamente.
—George es un hombre tan encantador..., un santo —dijo, dándose cuenta de que no era el elogio más halagador para un marido—. Sólo un santo sería capaz de aguantarme —añadió.
—Quizá en George sea una necesidad eso de perdonar.
Tessa no reflexionó sobre semejante posibilidad.
—Yo pensé que, al ser comerciante de coches usados, llevaría una vida interesante. Ya sé que es una tontería, pero en las películas siempre andan en el hampa con los gángsters y sus queridas —añadió sonriendo.
—¡Tessa, Tessa!
Lo había dicho despacio, en tono de reproche.
—Querida, resulta penoso vivir con un hombre que se molesta porque las mujeres digamos palabrotas y que se levanta a las seis para no perderse la misa. A veces creo que le gustaría verme todo el día en la cocina hecha una esclava, igual que hizo su madre.
—Eres tonta de remate, Tessa.
—Lo sé. La culpa es mía —dijo, poniéndose de pronto en pie—. ¡Ya lo sé! ¿Por qué no vamos a cenar a Annabel's? añadió muy animada, atusándose el precioso vestido—. Nosotras solas.
—Siéntate, Tessa. Siéntate y cálmate. No quiero ir a Annabel's. Necesito pensar.
—¡Ah! Tengo guiso de pollo en la nevera; lo meto en el horno mientras seguimos hablando.
—No, no. Tengo que cenar con Bernard.
Tessa se dejó caer en el sofá, cogió su copa y dio un sorbo al champán.
—Tienes suerte de no vivir en Hampstead; esto está lleno de intelectuales. Mi puñetera asistenta me telefoneó para decirme que hoy no podía venir por tener una reunión con su editor. ¡Su editor! ¡Por Dios bendito! Tómate otro copazo, Fi. Me deprime beber sola.
—No, gracias, Tessa. Y creo que tú ya has bebido bastante.
Tessa dejó la copa y no volvió a llenarla. Estar en la lista negra de su hermana le hacía sentirse fatal. Fiona era la única a quien tenía, aparte su marido George, pero a él no podía contarle sus cuitas. Casi todas tenían su origen en aquellas bobas aventuras de cama en que siempre la sorprendían, y en eso no cabía esperar ayuda por parte de George.
—¿Puedo llamar por teléfono? —inquirió Fiona.
—Llama desde el dormitorio si quieres hablar algo íntimo —dijo Tessa, haciendo un gesto extravagante con ambas manos.
Fiona fue al dormitorio. La cama con dosel tenía colcha antigua de encaje sobre fondo rojo, y en la mesilla vio un bonito teléfono de diseño moderno, diversos perfumes caros, frasquitos con píldoras y novelas de bolsillo. Reparó en un frasquito de aspirinas abierto con algunas desparramadas. Cogió el teléfono, pero dudó antes de marcar.
Pese a las facilonas y optimistas teorías de Bret Rensselaer, Fiona Samson no era una persona que recurriese fácilmente a otra —varón o hembra— en busca de consejo; ella era autosuficiente y autocrítica a la manera habitual en los adolescentes, pero ahora necesitaba la opinión de otra persona. Miró su reloj. Tenía perfectamente repasada la historia mentalmente, y marcó el número de Bret. Sonó el teléfono un buen rato sin que nadie contestase. Volvió a marcar, dada la posibilidad de haberse equivocado, pero no había respuesta. La decepción rompió su equilibrio y en ese momento se le ocurrió la idea de telefonear a tío Silas.
La carrera de Silas Gaunt constituía una especie de leyenda en los anales inéditos del departamento. Tío Silas no tenía parangón con ningún otro hombre; bien podía decirse que era un caso único. Hay ocasiones en que el sistema establecido inglés acoge en su seno a un pillo, por no decir un elefante estrambótico, un individuo que no reconocía ningún maestro y a muy pocos de sus iguales. La carrera de Gaunt había estado marcada por la controversia y su período de «residente» en Berlín había arrancado con un altisonante enfrentamiento con el director general, muestra de su sentido de la diplomacia y de su rudeza cuando se veía sin enemigos en un alto cargo.
Gaunt, pariente lejano de la madre de Fiona, era el hombre que tan enérgicamente apadrinó a Brian Samson y luego a su hijo Bernard, enfrentándose a personas bien situadas que pensaban que los puestos clave del Servicio Secreto de Inteligencia eran monopolio exclusivo de determinados ingleses de clase alta muy distintos a Samson y su hijo. Los Samson no perdieron terreno, pues sus detractores no contaban con la habilidad, actuación maniobrera y el genio de Gaunt. Pero cuando por fin se jubiló, se oyó un clamor de suspiros de alivio en todas las escalas del servicio. De todos modos, Gaunt no había quedado totalmente al margen del juego; el director general le conocía y le respetaba, y esa consideración se manifestaba bien claramente en el modo en que sir Henry dirigía la operación Fiona Samson. Sólo él, Bret Rensselaer, que le había propuesto la idea, y Silas Gaunt compartían el secreto.
Ahora, siguiendo sus impulsos, Fiona marcó el número de la granja Whitelands en Cotswolds. Al ver que contestaba Silas en persona, no dudó ni perdió el tiempo en formalismos, y ni siquiera dijo su nombre, convencida de que reconocería su voz.
—Silas, tengo que verte. Es urgente —dijo.
—¿Dónde estás? —contestaron al otro lado tras una larga pausa—. ¿Puedes hablar?
—En casa de mi hermana. No, no puedo.
—¿Te parece bien este fin de semana?
—Estupendo —contestó ella.
Otra larga pausa.
—Yo me encargo de todo, querida. Invitaré a Bernard y a los niños.
—Gracias, Silas.
—De nada. Es un placer.
Colgó el teléfono y bajó la vista para ver lo que aplastaba en la alfombra color oro: vio que eran aspirinas y otras píldoras. Le preocupó aquel desaguisado; pensó en Tessa. ¿Hasta qué extremo había ella contribuido a que su hermana se hubiese convertido en lo que era? Fiona siempre había sido el «hijo mayor» que sacaba sin esfuerzo las mejores notas y mantenía con el padre una relación impensable para Tessa.
Pero, aun siendo la preferida del padre, éste nunca le hacía confidencias y mantenía en secreto sus asuntos económicos, al extremo de tener varios contables y abogados para que nadie pudiese hacerse una idea general de sus inversiones e intereses. De todos modos, a Fiona sí que la llevaba al despacho para que conociese al personal, y parecía existir el acuerdo tácito de que sería ella quien sustituiría al padre.
No sucedió así; por supuesto, Fiona fue a la universidad y realizó brillantes estudios; a ella le encantaba aquel ambiente masculino y allí, precisamente, la reclutaron para hacer que entrara en la elite más arquetípicamente masculina: esa cofradía británica mística y exclusivista que goza de la dualidad de siglas y de un objetivo profundamente secreto. El secretismo obsesivo de su padre la predispuso a ingresar en el Servicio Secreto de Inteligencia, pero nada de lo que su padre le había mostrado del ámbito de los negocios podía compararse con aquello.
Cuando, después, en aquella cofradía encontró un hombre tan distinto a todos los que conocía, lo quiso para ella y lo conquistó. Bernard Samson había crecido en aquel mundo secreto de esfuerzos físicos y brutalidad; ese mundo de matar o morir en el que muchos amigos de su padre habían trabajado durante la guerra y por cuyo comportamiento heroico habían sido condecorados algunos, pero Bernard Samson era fundamentalmente distinto a todos ellos, pues su guerra era una guerra sucia, gris y personal. Bernard era un hombre que el padre de Fiona no podía asimilar y al que detestaba profundamente. Pero si, como dice Chandler, «por esas callejas debe internarse un hombre que no sea ruin, que tampoco sea anodino ni timorato... Un hombre de una pieza, corriente y al mismo tiempo excepcional», Bernard Samson era esa clase de hombre. El primer día que le vio, Fiona se dijo que no soportaría que se lo llevase otra.
Fiona se casó y Tessa, marginada e insegura, flotó en su propio universo, víctima de la prioridad de la carrera de la hermana y de la indiferencia del padre. ¡Pobre Tessa! ¿Cómo habría sido si ella le hubiese dado el amparo y los consejos que necesitaba?
—¿Estás bien? —preguntó Tessa desde el salón.
—Voy, Tessa. Yo arreglaré este asunto; te lo prometo.
—Sabía que lo harías, Fi —dijo la hermana entrando en el cuarto para abrazarla y besarla—. Mi querida y estupenda Fi; sabía que podía contar contigo.
Aquellas muestras de afecto abrumaban a Fiona, pero las aguantó estoicamente.
Si la invitación de Silas se hubiera producido en otras circunstancias, Fiona Samson habría disfrutado plenamente de aquel fin de semana con su marido y sus hijos, en Whitelands, la finca en que vivía retirado el anciano. Aquellos seiscientos acres en Cotswolds permitían soberbios paseos con espléndidas panorámicas sobre la imponente llanura que bordea el reluciente Severn.
Pero debido a la situación, todo estuvo cargado de preocupaciones y peligros. Estaba allí Dick Cruyer, el dinámico encargado del departamento alemán, con su sofisticada esposa. Bret Rensselaer acudió con una joven rubia que, intimidada por la presencia de tanta gente desconocida, no se separó de él un solo instante, de tal manera que se las arreglaron para que les asignaran los dos únicos dormitorios con puerta comunicante. Fiona se imaginó que el propio Bret había solicitado aquellas habitaciones cuando, al preguntarle a Silas si los niños podían alojarse en una habitación contigua a la suya, él le contestó riendo que había necesidades prioritarias.
Silas era un pirata, o al menos tenía ese aspecto. Un rufián de panza enorme y rostro mofletudo rematado por una frente descomunal y un cráneo calvo. Sus deformadas ropas eran de buena calidad, pero él prefería prendas viejas —igual que el vino y los amigos— y no le importaba exhibir aquellos remiendos y zurcidos, obra de su fiel ama de llaves, la señora Porter, a guisa de un viejo militar sus medallas.
La casa estaba construida en piedra local de un bello color dorado, y el mobiliario —igual que los retratos de familia, oscurecidos por una turbia pátina de barniz, y el magnífico aparador del siglo XVIII— armonizaba con ella. A Silas Gaunt le gustaba aquel comedor, sobre todo cuando se llenaba como aquel sábado a mediodía. Él presidía a la cabecera de la preciosa mesa georgiana de caoba, trinchando el impresionante solomillo de buey para sus invitados, los Samson, Tessa, los Cruyer y Bret Rensselaer, dominándolos por la fuerza de su personalidad.
Fiona Samson lo observaba todo con sensación de distanciamiento. Hasta en un momento en que su hijo Billy se derramó salsa en la camisa, no hizo más que esbozar una desdeñosa sonrisa, cual si aquello fuese una peripecia del celuloide rancio.
Miraba a los Cruyer con interés. Ella había estudiado en Oxford en la misma época que Dicky; recordaba haberle visto aclamado por sus intervenciones en los debates del club estudiantil y por haberle hecho proposiciones un día en que celebraba la obtención de un trofeo de criquet. Era uno de los listos de Balliol más destacado y el que se había llevado el departamento alemán saltando por encima de Bernard que era candidato seguro; y ahora se rumoreaba que con el tiempo le encargarían de la operación europea. Fiona se preguntaba si Silas Gaunt no propondría que se hiciera partícipe de su secreta misión. Esperaba que no; ya estaba al corriente de ello demasiada gente, y si había que hacer partícipe a Dicky sin decírselo a Bernard, a ella le resultaría intolerable. Dicky notó que le miraba y le sonrió con aquel gesto tímido que tan buen resultado le había dado con las chicas en Oxford.
Miró a Tessa. Su esposo George Kosinski estaba de viaje. Era característico de Silas, de su suerte y de su intuición, adivinar que Tessa tenía relación con la llamada telefónica, y se había tomado la molestia de invitarla por si necesitaba más datos.
Cuando, tras la comida, Silas condujo a los hombres al salón de billar con una bandeja de cigarros y coñac, Fiona llevó a Billy y a Sally al piso de arriba a que hicieran los deberes.
—Mami, ¿las mujeres piden en matrimonio a los hombres en años bisiestos? —inquirió el pequeño.
—No creo —contestó Fiona.
—Mi maestra dice que sí —replicó Sally, y Fiona comprendió que la niña le había hecho caer en una de aquellas trampas que tanto la complacían.
—Pues entonces puede que tenga razón tu maestra —contestó.
—Fue la señorita Jenkins —añadió Sally—. Papá dice que es tonta.
—No lo habrás oído bien.
—Yo también estaba —terció Billy—, y dijo exactamente que la señorita Jenkins era una condenada tonta. Fue después de decirle ella que no dejase nuestro coche en el aparcamiento del director.
—Es que era sábado —añadió Sally en defensa de su padre.
—Ya está bien —replicó Fiona en tono terminante—. Poneos a hacer los deberes de matemáticas.
Se oyó llamar a la puerta y Tessa asomó la cabeza.
—¿Qué quieres? —dijo Fiona.
—Venía por si los niños querían ver los establos.
—Tienen que hacer los deberes.
—Es que ha nacido un potro la semana pasada... Sólo media hora, Fi.
—Tienen examen el lunes —replicó Fiona.
—Déjamelos a mí. Yo me ocuparé de que hagan los deberes. Tú vete a dar esa caminata hasta Ringstone que tanto te gusta.
Tessa deseaba quitársela de encima porque le gustaba estar con los niños y a éstos les sucedía lo propio, porque Tessa había sido rebelde de pequeña y ellos lo adivinaba y se sentían intrigados.
—Muy bien —dijo Fiona, mirándolos—. Media hora, pero luego hacéis los deberes. En ti confío, Tessa —añadió, volviéndose hacia ella.
Los pequeños lanzaron un grito de alegría, prometiendo hacer los deberes vigilados por su tía. Sally se le acercó para apretarle la mano como en afirmación de su cariño y Billy no perdió un segundo en ponerse la gabardina y la bufanda. Cuando Tessa salía con ellos, Fiona oyó decir a Billy:
—Si los rusos restablecen la monarquía, tendrán que poner un zar comunista.
Era su chiste preferido desde que Silas se había reído con él.
Tessa tenía razón: necesitaba estar un rato a solas. Tenía mucho en qué pensar. En el vestíbulo encontró una vieja gabardina y un sombrero de hombre y, poniéndose las botas que siempre llevaba en el maletero de su querido Porsche rojo, salió de la casa. Andando sola bajo la lluvia, tomó el camino de la cumbre del monte Ringstone, que domina Singlebury. Habría unos nueve kilómetros, que cubrió con la misma decisión con que hacía tantas otras cosas.
Conocía el camino de numerosas ocasiones anteriores, pues era una ascensión que hacía a veces con su marido y sus hijos, y otras, sola con Bernard; le encantaba volver a ver aquellas vallas, arroyos y setos, cual rostros de viejos amigos, modificados en algunos casos por las manchas claras de barro reciente, alguna aldaba nueva de latón o la estructura metálica oxidada de una bicicleta abandonada. El límite de Whitelands lo marcaban seis abetos abatidos por las tormentas de invierno; árboles de raíces poco profundas, que eran los primeros en caer como sus homólogos humanos. Se detuvo a contemplar uno de ellos y vio que de su corteza podrida sobresalían unas primaveras que comenzaban a abrir sus pétalos amarillos. Se puso a contarlos como hacía de niña, y comprobó que las había de cinco, de seis y de ocho. Todas distintas, como las personas. Había crecido convencida de que las primaveras de cuatro pétalos daban buena suerte; pero ya no había primaveras de cuatro pétalos. Bernard fue quien le había explicado que las primaveras de cuatro pétalos eran un imperativo de la polinización cruzada; ojalá no se lo hubiese dicho. Prosiguió su camino y cruzó un vasto mar ondulado de campánulas, siempre ascendiendo. Ninguna sorpresa; sólo el deseo acuciante de llegar a los puntos desde los que se disfrutaba de buenas vistas.
La luz cambiaba constantemente. Los campos mojados se veían aún más radiantes bajo aquel cielo lluvioso y gris y el aire olía a aulaga color amarillo intenso. Trepó hasta la cumbre pelada y se detuvo a recuperar aliento. No había pensado en el viento, pero ahora notaba la llovizna azotándole el rostro y canturreando en un susurro al rozar la valla metálica. Se dio la vuelta despacio para contemplar toda la panorámica. Su reino: trescientos sesenta grados y ni un solo ser viviente, ni una casa; sólo el clamor lejano de unos grajos retirándose con la caída de la tarde. A¡norte se veía el cielo como apoyado en una columna de lluvia oscura. El esfuerzo de la escalada había disipado de su mente toda preocupación por las conclusiones adversas que de su conversación al día siguiente con Silas pudieran seguirse. Pero ahora volvía a pensar en ello.
Su inteligencia no era indagatoria ni experimental; su cerebro funcionaba al máximo rendimiento evaluando un material y planificando su utilización. Era un don que le facultaba para juzgar muy claramente su propia capacidad como agente secreto. Sí, contaba con cualidades para aquella misión, pero carecía de muchas de las que ella reconocía en Bernard: a ella le faltaba aquella desenvoltura y sentido común callejero, y no sabía pensar y actuar con rapidez. Mala, terca y flemática sí que podía ser, pero en su caso eran estados de ánimo premeditados, mientras que Bernard poseía aquel misterioso don masculino de poder adoptar en un santiamén una actitud de glacial agresividad, que cambiaba en cuestión de segundos. Se encasquetó bien el sombrero. El cielo se ensombrecía y la lluvia arreciaba. Tenía que volver a tiempo para bañarse y cambiarse para la cena. Los invitados de tío Silas tenían que vestirse para las cenas del sábado. Necesitaba peinarse y pedir una plancha para plancharse el vestido. Tessa y las otras llevarían toda la tarde preparándose. Miró el reloj y hacia el camino de regreso. Hasta aquella región familiar y ondulante de Cotswolds adquiría aspecto amenazador al caer la noche.
—Estabas rutilante anoche, querida —dijo tío Silas.
—Gracias, Silas, pero, a decir verdad, últimamente soy incapaz de sostener una conversación intrascendente.
—¿Y por qué habrías de sostenerla? A mí me gustas cuando hablas en serio; es lo tuyo.
—¿Ah, sí?
—Las mujeres guapas estáis mejor serias. En el hombre es distinto. Los hombres guapos pueden permitirse bromear, pero las mujeres en plan de guasa parecen capitanes de hockey. ¿Cómo va un hombre a enamorarse de una mujer chistosa?
—¡Qué tonterías dices, Silas!
—¿Es que te fastidió la cháchara de ese horrendo arquitecto?
—No, fue una velada muy agradable.
—Piscinas y cocinas. No debe de saber hablar de otra cosa. Me vi obligado a invitarle porque es el único fulano que sabe repararme la caldera.
Se echó a reír. Sería una especie de chiste que él solo entendía. Se había acostumbrado a vivir solo y muchos de sus comentarios los hacía para su propio solaz. Estaban sentados en el «salón de música», un modesto despacho en el que Silas Gaunt había instalado su aparato de alta fidelidad y la colección de discos de ópera. Ardían unos troncos en la chimenea y él fumaba un enorme cigarro habano. Lucía una vistosa rebeca de punto con intrincado dibujo de la isla Fair, que iba deshaciendo más de prisa de lo que la señora Porter era capaz de recomponer, por lo que de codos y puños colgaban hebras de lana.
—Bueno, dime qué es lo que te preocupa, Fiona.
Del cuarto contiguo llegaba el sonido pausado y melodioso del piano, en el que Bret tocaba Noche y día.
Fiona refirió a Silas los encuentros de Tessa con Giles Trent y, al acabar, se acercó a la ventana para mirar fuera. El camino de grava daba la vuelta al césped central en el que tres imponentes olmos encuadraban la casa. El Rolls Royce verde de Tessa estaba aparcado junto a aquella misma ventana.
—No sé cómo tu hermana conduce ese coche —dijo él—. ¿Sabe su marido que lo usa cuando él no está?
—No seas absurdo. Claro que lo sabe.
—Bien, Fiona: creo que el asunto requiere un expediente naranja —dijo, mirándola.
—Sí, exacto.
Un expediente naranja significaba indagación oficial.
—Giles Trent, cerdo traidor. ¿Por qué lo harán? —Fiona no contestó—. ¿Qué habrías hecho si Tessa te lo hubiera contado sin estar tú en la situación particular en que te ves?
—Se lo habría planteado a Seguridad Interna —respondió Fiona sin vacilación—. Es lo que estipula el reglamento.
—Claro —añadió Silas, rascándose la cabeza—. Bueno, en esto no podemos hacer intervenir a los de SI, ¿verdad? —otra pausa—. ¿No se lo habrías contado primero a tu marido?
—No.
—Muy segura pareces de ello, Fiona.
—A él no le dejaría indiferente, ¿no crees?
—No estoy yo muy seguro.
—¿Por qué, tío Silas?
Gaunt se volvió hacia ella.
—¿Cómo te lo expondría?... Tú y yo pertenecemos a una clase social obsesionada por el concepto de conducta. En nuestros mejores colegios se enseña a los jóvenes que el «servicio» es el deber supremo, y yo mismo me siento orgulloso de ello. Servicio a Dios, servicio a nuestro soberano, servicio a la patria.
—No irás a decirme que porque Bernard no fue a un buen colegio...
Silas alzó la mano para que callara.
—Escúchame, Fiona. Todos respetamos a tu marido. Y yo más que nadie; lo sabes. Yo le tengo cariño. Es el único de los agentes que sabe lo que es estar en primera línea. Lo único que quiero decir es que Bernard, por sus orígenes, sus amistades de infancia y su familia, tiene otros principios. Para la gente como él (y no pretendo decir que estén equivocados) la lealtad a la familia es antes que nada. Y digo bien antes que nada. Lo sé bien porque he pasado mi vida mandando hombres. Si no entiendes ese aspecto de la psique de tu marido, puedes toparte con muchas contrariedades, querida.
—¿Quieres decir que son hijos de la clase obrera?
—Sí. No me asusta la expresión «clase obrera». Soy lo bastante viejo para no asustarme por tabúes de ese tipo.
—¿Acaso quieres decir que si Tessa hubiese planteado su problema a Bernard él lo habría silenciado?
—¿Por qué no hacemos la prueba? Haz que la semana que viene tu marido se vea con Tessa y ella le cuente la historia.
—¿Y qué crees que hará él?
—Es más pertinente que me digas tú qué crees que haría —replicó Silas.
—No veo la ventaja de semejante especulación —contestó Fiona, y Silas se echó a reír por su actitud esquiva, provocando la irritación de ella—. Eres tú quien lanza la insinuación, Silas.
—¡Vamos, vamos, Fiona! Sabes muy bien que no es eso. Plantéaselo a Bernard y él hallará una solución ingeniosa dejándoos a ti y a Tessa al margen —dijo él, sonriendo zalamero.
El calificativo de ingeniosa implicaba la flagrante desconsideración de Bernard, por no decir desprecio, por el reglamento, actitud que Silas compartía con él.
—Bernard tiene mucho en qué pensar en este momento —objetó Fiona.
—Pues debes pedirle que saque a Fiona de ese apuro —dijo él, cogiendo una hebra suelta de lana y echándola con cuidado al fuego.
—¿Cómo? —inquirió Fiona.
—No sé. Tú díselo —contestó Silas, aspirando el habano—. Lo más importante de momento es que a Giles Trent le han utilizado para comprobar todo lo que tú le has estado pasando. —Expulsó humo, haciéndolo en dirección al fuego porque, cuando la señora Porter olía a puro, le regañaba, pues el médico le había prohibido fumar—. Tenía que habérsete ocurrido. ¿Hay algún problema en ese sentido?
—No, no creo.
—No, supongo que no. Te hemos mantenido a un nivel secretísimo y no les hemos entregado más que material autorizado. Lo que Trent les haya estado comunicando en sus informes sólo puede favorecerte ante Moscú.
—Espero.
—¡Anímate, Fiona! Todo va estupendamente. Ese asunto nos viene bien. De hecho, te conseguiré un permiso para que vuelvas a tener acceso al centro de datos. Así tus jefes estirarán el cuello, ¿no?
—¿Le dirás a Bret lo de Tessa?
Prefería no planteárselo ella, porque Bret lo convertiría en un interrogatorio.
—Vamos a decírselo ahora mismo —dijo Silas, apretando el botón de la campanilla, después de esconder el puro en la chimenea—. Confía en tu tío Silas —añadió al ver el gesto de alarma de ella.
En el cuarto contiguo seguía oyéndose Noche y día.
Cuando la señora Porter asomó la cabeza por la puerta, Silas dijo:
—Diga al señor Rensselaer si puede venir un momento. Creo que está tocando el piano.
—Sí, señor, ahora mismo se lo digo.
Al entrar Bret, arqueando las cejas al ver a Fiona con Silas en evidente actitud de haber estado hablando de algún asunto, Silas exclamó:
—¡Qué agradable oír ese piano, Bret! Lo mantengo afinado, pero hoy día nadie lo usa. —Bret asintió con la cabeza sin decir nada—. Bret, parece que ha surgido otro problema con nuestros adversarios.
Bret los miró a ambos sucesivamente y en seguida se hizo cargo de la situación.
—Esto se está convirtiendo en una costumbre, Fiona —dijo, picado porque ella hubiese ido a contárselo a Silas y sin ocultar su disgusto.
—Es que nos afecta a todos —adujo Silas—. Es natural que concentren su acción sobre Central Londres.
—¿El KGB?
—Sí —contestó Silas, echando al fuego la ceniza del puro—. Ese maldito Pryce-Hughes ha sido muy indiscreto y ha permitido que Fiona se enterase de que tienen a otro infiltrado en Central Londres.
—¡Dios mío! —exclamó Bret.
—Dadas las circunstancias, Fiona se inclina a creer que se trata de un tal Giles Trent.
Silas cogió el atizador, golpeó el tronco, que despidió un humo grisáceo, y lo empujó con cuidado hacia la parte de atrás.
—Trabaja en entrenamiento —añadió Bret, tras estrujarse la mollera para recordar quién era aquel Trent.
—Eso es; se le trasladó hace un par de años a la escuela de formación, pero no por ello deja de ser menos peligroso.
—¿Lo sabe alguien más? —inquirió Bret.
—Nosotros tres —contestó Silas con el atizador en la mano—. Fiona no sabía cómo plantearlo y pensaba ir directamente a Seguridad Interna, lo que, desde luego, habría sido mejor que planteármelo oficialmente.
—No nos interesa que intervenga Seguridad Interna —comentó Bret, algo más aplacado su amor propio ante aquella explicación.
—No, mejor que no —añadió Silas—. Al margen del servicio y en plan oficioso.
—¿Y qué hacemos? —inquirió Bret.
—Déjelo en mis manos —contestó Silas—. Se me ha ocurrido una solución, pero no es necesario que usted se entere, Bret. Ojos que no ven... ¿Se encuentra bien, Bret?
—Este año me está dando la lata la sinusitis.
—Es la chimenea, ¿verdad? Abriré un momento la ventana.
—Si no desea nada más, iré a dar una vuelta por el jardín.
—Claro que sí, Bret, naturalmente. ¿Seguro que no necesita nada?
Bret salió del cuarto tambaleándose y llevándose un pañuelo a la nariz.
—Pobre Bret —dijo Silas.
—No le diré a Bernard que he hablado contigo —dijo Fiona, sin saber en concreto aún qué hacer.
—Eso es. Y deja de preocuparte. ¿Podrás convencer a Tessa para que se lo cuente a tu marido?
—Creo que sí.
—Hazlo.
—¿Y si Bernard acude a Seguridad Interna?
—Es un riesgo que tenemos que correr —respondió Silas—. Pero no quiero que tú te mezcles. Si las cosas se ponen feas, debes negar que Tessa te haya contado nada. Ya me encargaré yo de que estés protegida.
—El humo me está afectando —dijo Fiona.
—Ve con los demás: no vayan a pensar que tenemos una historia amorosa o algo parecido.
—¿No piensas hablar con Tessa?
—Deja de jugar a la hermana mayor. Si quiero hablar con ella, ya me las arreglaré.
—Ella se pone muy nerviosa, Silas.
—Ve a pasear por el jardín para que se te vaya el humo de los ojos.
Al salir Fiona, Silas se sentó en su sillón preferido y lanzó un gruñido. Se inclinó hacia el fuego y siguió atizándolo. «¿Por qué me pasarán a mí estas cosas?», espetó al tronco, que lanzó una llamarada como en respuesta.
Si Fiona le hubiese visto en aquel momento, no habría confiado tanto en sus posibilidades de solucionar las complicaciones que surgían.. «Tendremos que echarte el guante por las bravas y rápido, señor Giles Trent», musitó, tratando de visualizar la reacción del controlador de Trent al saber que habían descubierto a su hombre. ¿Intentarían sacarle para salvarle? ¿O preferiría Moscú que hubiera otro juicio contra un espía en la sede de Central Londres, a modo de triunfo propagandístico por el que valía la pena sacrificar un peón? También podía desembocar en uno de esos casos en que Moscú y Londres pactan como solución un Trent mudo para siempre. Si llegaba el caso, tendría que cerciorarse de contar con alguien que hiciera la faena. Le vino a la cabeza el recuerdo de un matón alemán, veterano de guerra, que había trabajado de barman en el hotel de Lisl y a quien, en aquel entonces, había encomendado una serie de trabajos sucios. Ahora vivía en el Este... ¡Perfecto! ¿Quién iba a vincular a aquel hombre con Centro Londres? ¿Cómo se llamaba?... ¡Ah, sí: Rolf Máuser! ¡Menudo rufián! El tipo ideal para un encargo como aquél. No se pondría directamente en contacto con él, por supuesto, aquello había que hacerlo a distancia.