Capítulo 20

Lo que habían encontrado era un cofrecito muy sucio de unos treinta centímetros de largo y unos veinte centímetros de alto y de ancho.

Uno de los jardineros que había ayudado en la excavación lo llevó hasta la terraza. Allí, la familia y los invitados se congregaron a su alrededor mientras un criado se acercaba para limpiarlo. Sin embargo, Peregrine cogió el cepillo y limpió el cofre él mismo. Aunque le temblaban las manos por el nerviosismo, lo hizo a conciencia y con sumo cuidado, como si el objeto fuera de alabastro.

En realidad, descubrieron que era de madera cubierta de cuero repujado.

También descubrieron que estaba cerrado a cal y canto.

—Tendremos que utilizar un serrucho —comentó Peregrine—. O forzar la cerradura. Es bastante antiguo. Seguramente la madera esté podrida. Podríamos abrirlo de una buena patada.

—Espera. —Olivia se arrodilló para examinar la cerradura—. Tal vez nos sirva cualquier llave —aventuró—. O mis horquillas. Las cerraduras no suelen ser muy complicadas.

Benedict se acercó a Betsabé.

—¿También sabe forzar cerraduras? —preguntó en un susurro.

—¿Por qué crees que quería mudarme a un barrio mejor? —respondió ella—. Sabe más de la cuenta.

Olivia estaba intentando abrir el cofre con sus horquillas, aunque sin mucho éxito.

—Prueba con esto —dijo lord Hargate al tiempo que le ofrecía su cortaplumas.

La niña lo miró con recelo.

—Podría dañar la hoja.

—Siempre se puede afilar de nuevo.

Benedict buscó la mirada ambarina de su padre.

Y parpadeó.

Era imposible que lo que había visto fuera un guiño. Lord Hargate jamás había guiñado un ojo. La niña estuvo un rato bregando con el cortaplumas al que se sumó una horquilla poco después. La cerradura se abrió.

Olivia inspiró hondo antes de levantar la tapa del cofre y dejar al descubierto...

Harapos. Sacó uno y lo soltó con cuidado antes de sacar otro.

—Trapos viejos —dijo Peregrine—. ¡Esto es increíble! ¿Por qué dem...? —Dejó la pregunta en el aire y contuvo la respiración.

Al igual que todos los demás. Entre los trapos había algo brillante.

Haciendo gala de la misma delicadeza con la que había apartado los demás, Olivia sacó el último trapo mohoso.

Un arco iris de rojo y amarillo, de verde y azul, de plata y oro apareció ante sus ojos. Monedas y joyas, cadenas y medallones, refulgían al sol de la tarde.

—Vaya, vaya —dijo lord Mandeville con voz gruñona—. ¿No os dije que no perdierais la esperanza?

Peregrine se acercó más al cofre.

—No puedo creerlo. ¿Es de verdad?

Olivia sacó un anillo de rubíes y lo examinó con ojo clínico. Comprobó el metal con la uña. Lo mordió.

—Es de verdad —respondió. Miró a su madre con una expresión radiante—. Es de verdad, mamá. El tesoro. Sabía que lo encontraría. Ahora serás una gran dama. —Su radiante mirada se posó en lord Mandeville—. ¿Es de mi madre como me dijo? Dígaselo a ella o me obligará a dárselo a usted.

—En ese caso, permíteme que lo haga delante de todos estos testigos —dijo lord Mandeville—. Tú, Olivia Wingate, eres descendiente de Edmund DeLucey. Tú y tu... y tu fiel escudero habéis corrido grandes riesgos y habéis soportado muchas adversidades. Incluso habéis trabajado a conciencia, excavando con vuestras propias manos. Lo habéis encontrado. El tesoro te pertenece por derecho y puedes hacer con él lo que te plazca.

Benedict miró a los presentes. Lord y lady Mandeville. Lord y lady Northwick. Su padre. Peter DeLucey. Betsabé. Los niños. Varios criados se habían congregado en la terraza. Otros observaban la escena desde las ventanas de la casa.

«Las escenas son para el escenario», se recordó.

Miró de nuevo a su padre. Lord Hargate seguía con la vista clavada en Olivia, pero en su rostro había una expresión que él conocía muy bien.

Era una expresión muy sutil. Lord Hargate nunca delataba sus emociones. Pero Benedict lo conocía muy bien, mejor que mucha gente, y se percató al punto.

Era la misma expresión que tenía durante la boda de Alistair.

Era la misma expresión que tenía cuando Rupert volvió de Egipto con su esposa.

Una expresión de triunfo.

Benedict la encontró lógica en ambas ocasiones. Contra todo pronóstico, y para el inmenso alivio del conde, sus díscolos hijos menores se habían casado con muchachas absolutamente respetables y de fortunas más respetables aún.

Pero en esa ocasión y por primera vez, Benedict no entendía el motivo por el que su padre parecía tan ufano.

Mientras Olivia se quitaba varias capas de tierra del cuerpo, Betsabé buscó a lord Hargate para decirle que no necesitaría las veinte libras después de todo, y para calmar sus preocupaciones con respecto a su primogénito.

Los criados le indicaron el camino hacia la ruina gótica que se alzaba en la orilla oriental del lago. Había sido erigida no hacía mucho para darle al paisaje un toque melancólico, propicio para la contemplación y la poesía.

Aunque dudaba mucho de que lord Hargate fuera un hombre de inclinaciones poéticas, suponía que tenía motivos de sobra para estar melancólico.

Lo encontró observando el torreón medio derruido con el ceño fruncido. Sin embargo, no estaba tan distraído como para no escuchar sus pasos.

Se giró e inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Señora Wingate —dijo sin delatar sorpresa alguna. Claro que el hombre era un experto a la hora de no delatar nada...—. Supongo que ha venido para decirme que ha liberado a mi hijo de sus garras y que pronto desaparecerá de nuestra vista para siempre.

Eso la hizo parpadear, desconcertada.

—Sí, exacto. —Le habló acerca de las dos semanas de plazo que le había dado a Rathbourne para que sus emociones se enfriaran.

Lord Hargate tampoco reaccionó.

—No me cabe la menor duda de que es tiempo suficiente para que usted y su familia le hagan ver su error —le dijo Betsabé.

—Yo no lo veo así —replicó Su Ilustrísima.

—Por supuesto que sí —insistió ella—. Está muy unido a su familia. Y por mucho que insista en decir lo contrario, sé que su labor parlamentaria y sus proyectos filantrópicos le reportan muchas satisfacciones. Echaría terriblemente de menos todo eso. Rathbourne es un buen hombre, lord Hargate. No es un vago ni un libertino como la mayoría de sus pares. Hará muchas cosas buenas por Inglaterra. Tiene una noble carrera por delante. Y él lo sabe. Solo necesita que alguien se lo recuerde... mientras yo me quito de en medio. Confío en usted para que lo logre, milord. Todo el mundo dice que es uno de los hombres más poderosos de Inglaterra. Seguro que le bastarán quince días para imponerle su opinión a su hijo, ¿no?

—Lo dudo —respondió lord Hargate—. Pero ahora mismo veremos hasta dónde alcanza mi poder, porque viene por ahí.

Betsabé se dio media vuelta. Rathbourne caminaba por el sendero a grandes zancadas. No llevaba sombrero y la brisa otoñal jugueteaba con sus rizos oscuros. Según se acercaba, se percató de que tenía la corbata torcida y de que llevaba uno de los botones de la chaqueta sin abrochar.

—No pensaría que mi hijo sería incapaz de adivinar su siguiente movimiento, ¿verdad? —le preguntó lord Hargate—. Benedict es un político consumado. Además, siempre ha demostrado un malsano interés por el comportamiento criminal.

—¿Ha venido para despacharme de nuevo, padre? —preguntó Rathbourne—. Siempre está despachándome y diciéndome adiós. En fin, esa es su manera de demostrar afecto. Aparte de robarme el dinero y la ropa, claro.

—Solo quería tranquilizar a tu padre —replicó ella—. Es evidente que no ha pegado ojo en toda la noche.

—Eso es porque estuvo despierto tramando algo con sus camaradas conspiradores —le explicó Rathbourne.

—¿Tramando algo? —preguntó Betsabé.

—Querida, provienes de una larga estirpe de embusteros y timadores —dijo Rathbourne—. Seguro que eres capaz de reconocer un engaño en cuanto lo ves.

* * *

Betsabé no tenía ni idea, evidentemente.

Su mirada lo abandonó para clavarse en su padre.

Como si su semblante fuese a desvelar sus pensamientos..., se dijo Benedict. Obtendría el mismo resultado si le pidiera explicaciones al torreón que tenían detrás. Lo mismo habría dado que hubiera intentado interpretar la expresión de un ladrillo.

—Sé que toda esa escenita de la terraza no ha sido más que una farsa —dijo Benedict, esforzándose por mantener un tono de voz tranquilo pese al desconcierto y la furia que sentía—. Lo que no termino de entender es por qué. ¿Por qué os habéis tomado tantas molestias para libraros de Betsabé lo antes posible? Creí que habías comprendido que no era necesario. Está decidida a liberarme, tal como ella dice.

—Creo que mi capacidad deductiva sigue en perfecto estado —respondió su padre, que se llevó las manos a la espalda y echó a andar hacia el lago con la vista clavada en su superficie.

Su mirada se cruzó con la de Betsabé, que parecía desconcertada. Benedict se encogió de hombros. No tardaron en reunirse con su padre en la orilla del lago.

Se produjo un largo silencio.

Benedict se obligó a esperar. Su padre era un maestro de la manipulación. Era inútil intentar quitarle el control de la situación.

Los pajarillos cantaban. Una ráfaga de viento azotó un montón de hojas, esparciéndolas en todas direcciones.

Lord Hargate dejó que el momento se prolongara hasta el límite antes de decir:

—Estaba usted equivocada, señora Wingate. Vine a Throgmorton con una gran suma de dinero y con varias joyas, contribución hecha tanto por mi esposa como por mi madre. Estábamos preparados para entregarle una pequeña fortuna a cambio de que saliera de nuestras vidas para siempre. Estaba preparado para hacerlo ayer, cuando usted entró en el despacho, aunque ya me había dado cuenta de que la situación era mucho más grave de lo que suponíamos.

—Y de que ella no era lo que tú pensabas —apostilló Benedict.

—Cierto —admitió su padre—. Jamás me ha costado tanto mantenerme serio como cuando la señora Wingate se ofreció a dejarte por veinte libras. Me muero por contárselo a tu abuela. —Esbozó una media sonrisa que se desvaneció con la misma rapidez con la que había aparecido y continuó—: Siempre he deseado tener hijas, señora Wingate, porque mis hijos son una fuente inagotable de problemas.

«Yo no —quiso gritar Benedict en un arrebato infantil—. ¿Por qué siempre me echas la culpa?»

—Siempre dices lo mismo —replicó, en cambio—, pero no me parece razonable en absoluto. No te he dado ningún problema desde que era niño. —Claro que entonces recordó un incidente en Oxford. Y después otro—. Bueno, desde que llegué a la mayoría de edad, al menos.

—Mis hijos son una fuente inagotable de problemas, de un tipo o de otro, señora Wingate —repitió su terco padre—. Mi primogénito ha estado triste desde hace mucho tiempo.

Si lord Hargate hubiera dicho que su primogénito procedía de la Luna, Benedict no se habría sorprendido tanto.

Claro que la palabra «sorpresa» no alcanzaba a describir ni de lejos lo que sentía. El mundo se había puesto patas arriba.

Parpadeó. Varias veces.

La penetrante mirada ambarina de su padre lo atravesó.

—Antes eras un demonio —dijo lord Hargate—. Dirigías a tus hermanos en todo tipo de travesuras. Reías a menudo. Hace años que no te oigo reír.

—Pues claro que me río —le aseguró Benedict—. Esto es absurdo.

—Se ríe —dijo Betsabé—. Yo lo he visto y también lo he escuchado. Hace un par de noches, hasta creí que iba a darle un pasmo.

—Usted lo hace reír —señaló lord Hargate—. Vine aquí y vi el brillo travieso en sus ojos. Y también vi la felicidad que lo embargaba. Sé que mi primogénito no es ningún tonto. Nunca ha dejado que las mujeres lo afecten tanto como a sus hermanos. Es un buen observador. Habría reconocido a una oportunista, me dije. Habría reconocido a una aprovechada. A pesar de eso, tenía mis dudas. Incluso el hombre más sabio puede cometer un error garrafal en lo concerniente a una mujer. Pero entonces vino a verme con ese cuento tan gracioso de que se había cansado de él y de que quería veinte libras para marcharse. Y después él entró por la ventana. Y en ese momento me quedó claro que los dos estaban enamorados hasta tal punto que rozaba la ridiculez. Lamento que mi esposa se haya perdido esa escena. Le habría parecido altamente gratificante. De cualquier modo, se la describí lo mejor que pude en la medida que me permitieron mis limitadas capacidades en la carta que escribí poco después de que sucediera.

«Gratificante», repitió Benedict para sus adentros.

No había sido consciente de lo tenso que estaba hasta ese momento, cuando se atrevió a respirar de nuevo. No había sido consciente del peso que llevaba sobre los hombres hasta ese momento, cuando se libró de él.

—Padre... —dijo con un nudo en la garganta.

—Pero nadie como uno de mis hijos para poner las cosas difíciles —lo interrumpió su padre—. Esperar que eligieras a una de las aceptables jovencitas que te hemos estado poniendo delante de las narices todo este tiempo era demasiado.

—Nunca me has dicho que fueran unos casamenteros —dijo Betsabé, mirándolo a los ojos.

—¡Ni siquiera se dio cuenta! —exclamó su padre antes de que pudiera responder—. No reparó en las atractivas jóvenes de impecable linaje. No reparó en las hermosas herederas. Probamos con marisabidillas. Con jovencitas procedentes de la nobleza rural. Lo probamos todo. ¡No reparó en ninguna! Pero tuvo que reparar en Betsabé Wingate, la mujer más infame de toda Inglaterra.

—Es que las mujeres infames solemos llamar la atención —señaló ella.

—Tal vez se deba a ese interés malsano que demuestra por las clases criminales —aventuró lord Hargate—. De cualquier modo, la ha elegido a usted y usted lo hace feliz. Usted... La única mujer del mundo que jamás de los jamases, bajo ninguna circunstancia, será aceptada en la alta sociedad.

—No te culpo por sentirte... molesto, padre —dijo Benedict—, pero...

—No sucederá jamás —lo interrumpió su padre—. Es un imposible.

—En ese caso... —probó de nuevo.

—Lo que lo convierte en un desafío importante —siguió su padre—. Pero si logré que Rupert se casara, puedo hacer cualquier cosa. De cualquier modo, hemos tenido un golpe de suerte: Mandeville está ansioso por emparentar a nuestras familias.

—No si yo soy el vínculo —dijo Betsabé—. Jamás me reconocerá como un miembro de su familia. Me detesta.

—La posibilidad de emparentarse con los Carsington lo ha hecho cambiar de opinión —le explicó lord Hargate—. Tal vez le guste la idea de dejar a lord Fosbury con un palmo de narices. No estoy seguro. Lo único que sé es que participó de buena gana en nuestra conspiración para convertirla en una mujer respetable.

—Te dije que era una conspiración —se jactó Benedict.

—El tesoro de Olivia —dijo, abriendo esos ojos azules de par en par.

—No hay nada como una vasta fortuna para volver respetable a una mujer —declaró Benedict.

—El tesoro... —repitió ella—. No es el de Edmund DeLucey.

—Técnicamente es de los DeLucey, al menos en su mayor parte —explicó su padre—. Mandeville tenía un montón de monedas antiguas con la efigie de Jorge II y se las he comprado. Sabíamos que esos niños son demasiado listos y reconocerían al punto monedas modernas. Northwick y Mandeville contribuyeron con otros objetos de la colección familiar y yo añadí las joyas de mi esposa y de mi madre. En conjunto no tiene un valor excesivo, pero parece un tesoro y casi todos los criados presenciaron la apertura del cofre.

—Debería habérmelo imaginado —dijo Betsabé. Cerró los ojos—. Ahora lo veo claramente. La luz del sol reflejándose sobre las joyas y las monedas. Una multitud alrededor de los niños. No levanté la vista, pero seguro que los criados estaban pegados a las ventanas. —Abrió los ojos—. Los criados...

—Los criados se irán de la lengua —concluyó Benedict— tal como tú señalaste hace unos días.

—Y, lo que es más importante, exagerarán el asunto —añadió lord Hargate—. Cuando el rumor llegue a Londres, el cofre del tesoro de Edmund DeLucey estará repleto de rubíes, zafiros, esmeraldas y diamantes. La gente dirá que la señora Wingate posee una fortuna de veinte mil, cincuenta mil... incluso cien mil libras. Y eso, como todo el mundo sabe, lo cambia todo.

* * *

Su padre se fue poco después con la intención de seguir paseando por la orilla del lago. Seguro que estaba redactando cartas mentalmente para el resto de la familia, pensó Benedict.

—Bueno —dijo en cuanto desapareció el nudo que tenía en la garganta—, me alegro mucho de no haberlo estrangulado.

—No puedo creerlo —dijo Betsabé—. Cuando me desperté esta mañana, era una mujer infame. Ahora soy respetable. Lo único que hacía falta era una fortuna... tal como Olivia siempre ha sostenido. Ni siquiera tiene que ser una fortuna real.

La cogió de la mano.

—Ahora tendrás que casarte conmigo. Y tendremos que vivir en Inglaterra. Nada de huir al continente para vivir como gitanos. Nada de cuchitriles en los bajos fondos de la ciudad. Nada de escapar de los alguaciles. Será espantosamente aburrido para ti.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

—Esa es la proposición menos halagadora que he escuchado nunca. Y de labios de un político consumado nada menos... Eres capaz de hacerlo mucho mejor, Rathbourne.

Benedict se echó a reír y la cogió en brazos.

—¿Está mejor así? —le preguntó.

—Vamos mejorando —respondió Betsabé.

—Voy a llevarte a la casa de invitados —dijo—. Allí te haré el amor de forma apasionada y en repetidas ocasiones hasta que digas «Sí, Benedict, me casaré contigo».

—¿Y si no lo hago?

—Lo harás —declaró él.

Y lo hizo.