Capítulo 4

Pasaron diez días, y cuatro clases. Benedict no se dignó aparecer por la puerta del señor Popham ni una sola vez.

La elección más lógica para acompañar a Peregrine a las clases de dibujo era el lacayo Thomas, a quien había mandado llamar a Derbyshire. Era el único criado en el que podía confiar para llevar el asunto con cautela.

Ataviado con discretas ropas de diario en lugar de la librea, Thomas esperaba en una cafetería cercana mientras Peregrine asistía a su clase. Al final del tiempo establecido, recogía al estudiante en cuestión en la puerta de la tienda de cuadros.

Una tarea sencilla para las habilidades de Thomas, porque Benedict le había impuesto una sola condición a su sobrino:

—Irás a las clases de dibujo y volverás a casa sin formar ningún escándalo. Si ocurre algún incidente, ya sea antes, durante o después de las mismas, no habrá ni una más. No aceptaré ninguna excusa. ¿Me he explicado con claridad?

—Sí, señor —respondió Peregrine.

Benedict lo dejó marchar, con la certeza de que esa regla era suficiente. Cualquier cosa considerada crucial para su vocación, como el latín o el griego, lograba captar la atención incondicional de Peregrine. La señora Wingate no necesitaba de su presencia para contener a su sobrino.

Era el propio Benedict quien necesitaba contención.

* * *

El undécimo día desde el inicio de las clases, un viernes para más señas, descubrió que se encontraba peligrosamente aburrido e inquieto.

Y eso que tenía un sinfín de cosas que hacer. Estaba siguiendo un escabroso juicio en el juzgado de lo penal, el Old Bailey. Tenía que preparar un discurso a favor de la creación de un cuerpo de policía metropolitana. Aunque gran parte de la alta sociedad había abandonado Londres a esas alturas, la ciudad no estaba desierta ni mucho menos. Tenía multitud de invitaciones a cenas, bailes, conferencias, conciertos, obras de teatro, óperas, ballets y exposiciones.

Sin embargo, estada aburrido como una ostra.

Tan aburrido que esa misma tarde se había descubierto en dos ocasiones paseando de un lado para otro, una práctica que solo consideraba adecuada para mujeres histéricas y otras personas de emociones volátiles.

Regla: Los animales enjaulados pasean de un lado para otro. Los niños gesticulan. Los caballeros permanecen de pie o se sientan tranquilamente.

Benedict estaba sentado muy tranquilo en su despacho, en el sillón emplazado detrás del escritorio. Su secretario, Gregson, lo hacía frente a él. Estaban revisando la correspondencia. Hasta ese momento había estado demasiado aburrido como para ocuparse de ese asunto. A decir verdad, tampoco le apetecía hacerlo. No obstante, si continuaba desatendiendo la cuestión, el montoncito de cartas y tarjetas se convertiría en una montaña de proporciones épicas. Ese era el tipo de cosas que los irresponsables como sus hermanos Rupert y Darius permitían que sucedieran.

Regla: Los caballeros responsables llevan al día sus asuntos.

—Esta carta es de lord Atherton, señor —dijo Gregson, levantando un sobre bastante abultado—. Tal vez prefiera abrirla.

—Te aseguro que no —replicó Benedict—. Porque en ese caso tendría que ver el contenido y ya sabes que el marqués utiliza el triple de palabras de las necesarias sea el tema que sea, además de un sinfín de exclamaciones y paréntesis. Por favor, ten la bondad de resumirlo a lo esencial.

—Por supuesto, señor. —Gregson ojeó la larga misiva—. «He tenido un encuentro de lo más perturbador» —leyó.

—Nada de encuentros perturbadores —dijo Benedict.

Gregson regresó a la carta.

—«Me indignó muchísimo que...»

—Nada de indignaciones —lo interrumpió.

—«La madre de Priscilla...»

—Nada relacionado con la madre de lady Atherton, te lo ruego, Gregson. Tal vez sea mejor que resumas el contenido. Gregson leyó con presteza las siguientes páginas.

—Ha encontrado un sitio para lord Lisle.

Benedict enderezó la espalda.

—¿Qué sitio?

Gregson leyó esa parte:

—«Estoy convencido de que te aliviará tanto como a nosotros saber que por fin he encontrado una solución para mi problemático hijo. La Heriot's School de Edimburgo lo ha aceptado».

—La Heriot's School —repitió Benedict—. En Edimburgo.

—Su Ilustrísima enviará a varios criados dentro de dos semanas para recoger a lord Lisle y llevarlo a su nuevo colegio —dijo Gregson.

Benedict se levantó del sillón y se acercó a la ventana, donde se detuvo. Fue capaz de mantener la compostura porque se obligó a contemplar el jardín y clavó la mirada en los crisantemos que se mecían bajo la suave brisa otoñal. Su semblante no reflejó ni un atisbo de la tormenta que se había desatado en su interior.

Desde luego no expresó sus pensamientos en voz alta. Rara vez lo hacía. A pesar de contar con años de disciplina, sus pensamientos acerca de sus congéneres y sus acciones solían ser muy poco caritativos. De hecho, en su fuero interno se comportaba a veces como Atherton en uno de sus arrebatos.

Sin embargo, a diferencia de su cuñado, Benedict se obligada a vociferar para sus adentros. Se limitaba a expresar su furia con comentarios cínicos o sarcásticos y una ceja enarcada.

Regla: La vida no es una opereta. Las escenas son para los escenarios.

Benedict no paseó hecho una furia por el despacho mientras maldecía al cabeza de chorlito de su cuñado. Se limitó a decir:

—Envíale una nota a lord Atherton, Gregson. Dile que puede evitarles el viaje a sus criados, porque yo mismo llevaré al muchacho a Escocia dentro de dos semanas.

Media hora más tarde, lord Rathbourne iba de camino a Holborn.

* * *

Debido al enorme atasco, Benedict no llegó a la tienda de cuadros hasta bien pasada la hora de salida de Peregrine, cuando el niño ya iba de vuelta a casa. La señora Wingate también se había marchado, le informó el señor Popham.

Benedict intentó convencerse de que lo mejor era ponerse en contacto con ella a través de una nota. Desechó la idea... tal cual había hecho unas cuantas veces de camino hacia allí.

Una nota no serviría. La última que recibió, en la que declinaba sus servicios, la había ofendido.

Benedict recordó el desdén con el que se había referido a ella, el altivo gesto de la barbilla, el desprecio de sus ojos azules. Había sentido deseos de echarse a reír. Había sentido el deseo de acercar la cara a ese precioso y furibundo rostro y...

Y hacer algo que no debería.

—Tengo que hablar con ella —le dijo a Popham—. Es urgente. Con relación a uno de sus alumnos. ¿Sería tan amable de darme su dirección?

El señor Popham se ruborizó.

—Le pido que me disculpe, milord, pe-pero no estoy autorizado pa-para dar la dirección de la dama.

—No está autorizado —repitió Benedict con voz monótona.

—N-no, Su Ilus-lustrísima. Le pido per-perdón, Su Ilustrí-sima. Confío en que lo entienda. Los... esto... problemas. De una viuda, quiero decir, sobre todo de una viuda joven que vive sola. Los hombres pue-pueden ser muy pesados. No me refiero a usted, Su Ilustrísima, por supuesto, eso sobra... Pero, bueno... El problema es que le prometí solemnemente a la dama que no haría excepciones... Milord.

Benedict ardía en deseos de extender los brazos, agarrar al hombrecillo del pescuezo y estamparle la cabeza contra el mostrador hasta que se mostrara más cooperativo.

Lo que dijo en cambio fue:

—Su sentido del honor es encomiable, señor. Lo entiendo perfectamente. Si es tan amable de enviarle una nota a la señora Wingate pidiéndole permiso para hacerle una visita, esperaré aquí.

Dicho lo cual, se acomodó en una silla que había junto a una mesita y comenzó a ojear una carpeta con litografías.

—Yo-yo esta-estaría encantado, Su Ilustrísima —tartamudeó Popham—, pero hay... esto... hay un problema. Mi ayudante está haciendo una entrega y no puedo dejar la tienda sola.

—Pues mande a un mensajero —replicó Benedict sin levantar la vista de los grabados.

—Sí, Su Ilustrísima. —Popham salió de la tienda. Miró calle arriba. Miró calle abajo. No vio ningún mensajero. Regresó a la tienda. Cada cierto tiempo, volvía a salir para mirar a uno y otro lado de la calle.

Era una tienda pequeña. Aunque Benedict no era un hombre pequeño, tampoco ocupaba tanto sitio. Sin embargo, al ser un aristócrata (una raza prácticamente desconocida en esa parte de Holborn), parecía ocupar muchísimo más espacio que la gente normal y corriente.

No solo daba la impresión de ocupar hasta el último rincón de la tienda, sino que además los clientes lo miraban boquiabiertos y se olvidaban de lo que habían ido a buscar. Algunos se fueron con las manos vacías, demasiado asombrados e intimidados como para comprar algo. Aunque eso no fue lo peor.

Había utilizado un carruaje de alquiler en lugar de uno de los suyos a fin de hacer el trayecto sin llamar la atención. Sin embargo, le había pagado al cochero para que lo esperase, de modo que el vehículo estaba parado delante de la tienda, lo que entorpecía el tráfico. Aquellos que no tenían nada mejor que hacer se reunieron en torno al carruaje para charlar con el cochero y también entre ellos. Los cocheros que pasaban expresaban su ira a voz en grito y sus improperios se escuchaban en la tienda. El rubor de Popham se intensificó a la par que su nerviosismo.

A la postre y después de media hora de espera sin que el ayudante regresara, le dio la dirección a lord Rathbourne.

* * *

Desde Holborn, el cochero giró a la izquierda a la altura de Hatton Garden y después a la derecha para enfilar Charles Street. Una vez allí, delante de una hospedería llamada El Corazón Partido y que recibía su nombre del barrio en el que se encontraba, Benedict se apeó. Le pidió al cochero que esperase calle abajo, donde no entorpecería tanto el tráfico.

Cruzó la calle y se detuvo en la estrecha entrada que conducía al patio.

El vecindario era extremadamente pobre. No obstante y a diferencia de lo que creía la señora Wingate, Benedict no desconocía las zonas más humildes de Londres. Llevaba varios años en unos cuantos comités parlamentarios que se dedicaban a la mejora de las condiciones de vida de las clases bajas. Y no se había limitado a obtener la información necesaria leyendo informes.

Su indecisión tampoco se debía al miedo al contagio, y eso que su esposa había muerto a causa de una fiebre contraída durante una de las misiones evangélicas que llevaba a cabo en vecindarios como ese.

Estaba indeciso porque había recuperado el sentido común.

¿Qué puñetas podía decirle en persona que no pudiera expresar por carta? ¿Qué más le daba si la señora Wingate se ofendía por la nota o no? ¿Acaso estaba aprovechando la primera excusa disponible para verla? ¿Había dejado que el arrebato de furia interior dictara sus actos?

Esa última pregunta le hizo dar media vuelta.

Regresó a Charles Street. Caminó a paso vivo, con los ojos clavados al frente y la mente puesta donde tenía que estar. Eran negocios. Le mandaría una nota a la señora Wingate informándole de que Peregrine iba a regresar al colegio y de que no podría continuar con sus clases de dibujo. También le diría que se le pagaría el importe completo de todas las clases que habían acordado de antemano, por supuesto. Le daría las gracias por todo lo que había conseguido enseñarle al niño. Se permitiría una o dos palabras de disculpa, tal vez, por lo repentino de la decisión...

¡Maldito fuera Atherton! ¿Por qué no podía ir por la vida con orden y concierto en vez de clamar al cielo y afirmar que su hijo era una causa perdida dos minutos antes de...?

Lo interrumpió un sonido estridente que fue seguido de un batiburrillo de sensaciones. En primer lugar escuchó el grito y después vio los paquetes que caían a su alrededor justo antes de sentir el golpe que el ala de un bonete le asestó en el mentón y el roce de una mano que se aferraba a la manga de su chaqueta.

La sostuvo, porque sin duda alguna era una mujer, y supo al instante de qué mujer se trataba, incluso antes de verle la cara.

* * *

Si hubiera estado mirando al suelo en lugar de mirarlo boquiabierta, Betsabé no habría tropezado. Él no la había visto, porque tenía los ojos clavados al frente y saltaba a la vista que estaba pensando en otra cosa. De haber estado más atenta, habría pasado por su lado sin haber hecho el ridículo. Otra vez.

Lo vio abrir los ojos como platos al reconocerla y la expresión vulnerable que asomó a esas oscuras profundidades le provocó una oleada de calor.

La expresión se desvaneció al punto, pero el calor persistió, derritiéndola hasta que se le aflojaron las rodillas.

Lord Rathbourne se apresuró a ayudarla a recuperar el equilibrio. Pero fue mucho más lento a la hora de soltarla. Era consciente de la calidez que irradiaban esas manos grandes y enguantadas que la aferraban por los brazos. Era consciente de la calidez que irradiaba ese sólido cuerpo masculino situado a escasos centímetros de ella. Se percató de las diferencias que la lana y el hilo presentaban al tacto y notó el contraste entre el níveo blanco y el verde oscuro. Inhaló el aroma fresco del jabón y del almidón, que se mezclaba con una nota mucho más exótica procedente de la colonia discreta y cara que usaba... y, bajo todo ello, predominaba un olor aún más incitante y peligroso: su propio olor.

—Señora Wingate —la saludó—, tenía la esperanza de que nuestros caminos se cruzaran.

—Pues le habría ido mejor si en lugar de esperar, hubiera estado mirando —replicó ella—. Si no se me hubiera ocurrido darme de bruces con usted, habría pasado por mi lado sin verme.

Sus dedos la apretaron con más fuerza. Y entonces se dio cuenta de que seguía sujetándola, de que ella seguía aferrándolo por el brazo. La sensación era similar a la de tocar una cálida estatua de mármol.

Le soltó el brazo, apartó la mirada de sus ojos y se concentró en sus paquetes, que estaban desparramados por el suelo. Uno de los carruajes que pasaba por la calle le había aplastado la cesta.

—Ya puede soltarme —le dijo—. Me gustaría recoger mis compras antes de que algún diligente ratero se las lleve.

Lord Rathbourne la soltó y la ayudó a recoger los paquetes.

Lo observó mientras llevaba a cabo la vulgar tarea con esa elegancia y perfección tan habituales en él. Las costuras de su chaqueta ni siquiera parecieron resentirse y eso que se amoldaba a él como si fuera una segunda piel. Obra de Weston, sin duda alguna. Y lo que Su Ilustrísima había pagado por ella serviría para mantenerlas a su hija y a ella durante todo un año sin pasar estrecheces, tal vez incluso más tiempo.

La multitud que empezaba a congregarse a su alrededor también lo estaba observando, aunque ellos lo hacían con abierta curiosidad. Betsabé recuperó el buen tino.

—Un lacayo sin trabajo —les explicó—. Uno de los familiares de mi difunto esposo acaba de despedirlo, pobrecillo.

—Pues ha venido al barrio equivocado, señora —dijo uno de los espectadores—. Casi no hay trabajo para la gente normal por aquí.

—Una lástima, ¿verdad? —intervino otro—. Es un tipo fuerte. A los ricachones les gustan los tipos altos y fuertes, o eso dicen. ¿Es cierto, señora?

—Sí —contestó—. Los criados altos están de rigeur.

Cuando lord Rathbourne terminó de recoger todos los paquetes, Betsabé echó a andar a paso vivo, dejando a su audiencia para que discutiera lo que significaba de rigeur.

Una vez que doblaron la esquina y la multitud quedó bien lejos, él dijo:

—¿Soy un lacayo?

—No debería haber venido a este vecindario vestido así —respondió—. Es evidente que no tiene ni idea de cómo viajar de incógnito.

—Ni se me había ocurrido.

—Es obvio —replicó—. Menos mal que uno de nosotros proviene de una larga dinastía de mentirosos compulsivos. El hecho de que sea un lacayo explica su ropa tan elegante y su aire de superioridad.

—Mi aire de... —se interrumpió—. Va en dirección contraria. ¿No está Bleeding Heart Yard hacia allá?

Eso la detuvo.

—Sabe dónde vivo.

Lo vio asentir por encima de los paquetes, que le llegaban a la altura de la barbilla.

—No es culpa de Popham. Lo he intimidado. Ojalá no hubiera tenido que hacerlo. Lo detesto. Pero estaba... extremadamente molesto.

—¿Con Popham?

—Con mi cuñado. Atherton.

—En ese caso, ¿por qué no ha intimidado a su cuñado?

—Está en Escocia. ¿No se lo había dicho?

—Milord... —comenzó ella.

—Vaya, un tranquilo cementerio —dijo al tiempo que señalaba el lugar con la barbilla—. ¿Por qué no entramos? Así tendremos un poco de intimidad sin perder las formas.

Ella no lo tenía tan claro, pero teniendo en cuenta que tenía las manos ocupadas por los paquetes...

Entró y se detuvo nada más pasar la verja.

Él dejó los paquetes en una tumba.

—Me veo obligado a llevar a Peregrine a Escocia dentro de dos semanas —le explicó—. La decisión de su padre destroza por completo los planes que habíamos trazado. Ha sufrido un arrebato de responsabilidad y ha decidido matricular a su hijo en la Heriot's School de Edimburgo.

Betsabé contuvo un suspiro.

«Adiós a las moneditas», pensó.

—¿No es un buen colegio? —le preguntó.

—Peregrine jamás encajará en uno de los prestigiosos colegios británicos —respondió Su Ilustrísima con voz tensa—. Pero eso no se le puede explicar a Atherton por carta. Apenas se le puede explicar nada de ninguna manera. Es demasiado impaciente, demasiado impulsivo, demasiado melodramático como para reflexionar las cosas.

Para sorpresa de Betsabé, lord Rathbourne comenzó a pasearse por el sendero. Lo hacía con elegancia, por supuesto, ya que era perfecto, pero también con una energía reprimida que parecía cargar el aire que lo rodeaba.

—Si al menos considerara el asunto desde un punto de vista racional —prosiguió—, se daría cuenta de que los métodos de los colegios británicos son totalmente contrarios al carácter de Peregrine. Se aprende de memoria. Se espera que se obedezca sin rechistar, que se memorice sin entender lo que se está memorizando. Cuando Peregrine insiste en saber los porqués y los cómos, se le tacha de irrespetuoso en el mejor de los casos y de blasfemo en el peor. Después se le castiga. A la mayoría de los niños les basta con un par de palizas para saber que deben morderse la lengua. Peregrine no es como la mayoría de los niños. Las palizas no consiguen nada en su caso. ¿Por qué es incapaz de darse cuenta de esto su padre cuando yo, un mero tío, lo veo tan claro como el agua? —concluyó, agitando un puño.

—Tal vez el padre carezca de la habilidad de dicho tío para ponerse en el lugar del niño —sugirió.

Lord Rathbourne se paró en seco. Bajó la vista a su puño cerrado y parpadeó. Abrió la mano.

—Bueno. En fin... Yo diría que Atherton tiene la imaginación de seis hombres juntos. Mucha más que yo, desde luego.

—Los padres tienen una visión muy particular de las cosas —le explicó ella—. Pueden ser ciegos en muchos aspectos. ¿Lord Hargate lo entiende a usted?

Su Ilustrísima pareció quedarse atónito durante un instante. Al igual que ella, ante semejante muestra de emoción. Desde la primera vez que lo vio, comprendió que el semblante de ese hombre jamás revelaba nada.

—Espero de todo corazón que no —contestó él.

Betsabé se echó a reír. No pudo evitarlo. Apenas había durado un instante (la expresión inescrutable ya había vuelto a tomar posesión de su rostro), pero en ese lapso había parecido un niño compungido, y ella había llegado a la conclusión de que le habría encantado conocer a ese niño.

Una conclusión peligrosa.

Él siguió sin moverse unos minutos, mirándola con su peculiar asomo de sonrisa. Después se acercó.

—¿De verdad se ha dado de bruces conmigo a propósito? —quiso saber.

—Lo he dicho en broma —contestó—. La verdad es que no podía creerme que estuviera en Charles Street. Espero que la próxima vez que decida venir a buscarme me avise. Preferiría no acabar con un ojo morado después de darme con una marquesina o con un tobillo roto porque me he caído de la acera.

Estaba demasiado cerca de ella, y su mirada era como un imán irresistible para sus ojos. Se quedó atrapada en esa mirada un instante, apenas el tiempo que dura el latido del corazón, pero bastó para seducirla aún más. Mirar esos ojos tan oscuros era como mirar un largo pasillo en sombras. Demasiado intrigante. Quería descubrir qué se ocultaba al final de ese pasillo, quién estaba al otro lado y qué distancia separaba al hombre que se mostraba ante ella del hombre que se escondía en su interior.

Apartó la mirada.

—No quiero decir que tenga que venir a buscarme —aclaró—. No era una invitación.

—Sé que no debería haber venido —adujo él—. Podría haberle enviado una nota. Sin embargo, aquí estoy.

No podía permitirse el lujo de dejar que la sedujera de nuevo. Se concentró en la tumba que él tenía detrás y sobre la que descansaban los paquetes.

—Bueno... esto... debo marcharme —dijo—. Olivia volverá pronto de la escuela y si no estoy allí, siempre encuentra algo que hacer. Por regla general, es algo que preferiría que no hiciera.

—Sí, por supuesto, qué desconsiderado por mi parte. —Se apartó de ella y se acercó a la tumba para recoger los paquetes—. No debería haberla molestado, y he agravado mi ofensa al retenerla demasiado tiempo.

No la había retenido lo suficiente y ella no había descubierto ni la mitad de lo que quería saber sobre él.

«Piensa en tu hija —se reprendió—. La curiosidad que te despierta este hombre es un lujo que no te puedes permitir.»

—Prefiero llevarlos yo, milord —le dijo—. Un lacayo estaría fuera de lugar en Bleeding Heart Yard. Sería mejor que nos separásemos aquí.

Benedict no quería separarse de ella.

Quería quedarse donde estaba, hablando con ella, mirándola, escuchándola. La había escuchado reírse... seguramente por la cómica expresión de espanto que había puesto cuando le preguntó si su padre lo comprendía.

Y su risa no se parecía en nada a lo que se había imaginado. Era grave, ronca.

Pícara. Sensual.

Una risa que pareció acompañarlo flotando a su alrededor mientras regresaba al carruaje de alquiler; que permaneció a su lado durante el corto trayecto hasta su casa; que lo siguió a la mansión y hasta el dormitorio de Peregrine.

Encontró al muchacho arrodillado en el alféizar acolchado de la ventana, absorto en un grabado a color del libro de Belzoni. Una reproducción del techo de la tumba del faraón, en el que se distinguían una serie de extrañas figuras y símbolos dorados sobre un fondo negro, que posiblemente representaran el cielo nocturno y las constelaciones tal como las vieron los antiguos egipcios.

Se negó a meditar sobre la cuestión. Los antiguos egipcios eran exasperantes a más no poder.

Le dijo al niño lo que su padre había decidido. Peregrine frunció el ceño.

—No lo entiendo —dijo—. Padre me dijo que ya no me mandaría a ningún colegio. Que le importaba un comino que creciera sin educación, como un ignorante. Que no merecía la educación de un caballero cuando era incapaz de comportarme como tal. Que...

—Evidentemente ha cambiado de opinión —lo interrumpió Benedict.

—Es de lo más inconveniente —protestó su sobrino—. No he terminado de estudiar la colección de Belzoni. De cualquier modo, no tiene sentido marcharse tan pronto. El curso ya habrá empezado para cuando llegue a Edimburgo. Si voy a ser un novato, qué menos que empezar con el resto de novatos. Ahora tendré que ser el novato más novato de todos y perderé el tiempo peleándome con los demás cuando podría estar aquí, mejorando mi latín y mi griego y organizando mis tablas de jeroglíficos.

Peregrine no se dejaría avasallar. No agacharía la cabeza ante ningún otro muchacho. En consecuencia, y puesto que llevaba una eternidad siendo el novato allí donde iba, pasaba gran parte del tiempo aclarando su posición mediante los puños.

—Lo sé —dijo Benedict—. Pero la realidad impera: tu padre ordena y tú obedeces. —No mencionó la charla que pensaba mantener con lord Atherton.

No dejó entrever sus intenciones de devolverlo a Londres, si le era humanamente posible, y de contratar a un tutor adecuado, tal como debería haberse hecho hacía años.

No quería que su sobrino albergara falsas esperanzas. De cualquier forma, un hijo debía obedecer a su padre.

Regla: Los padres deben ser tratados con respeto, aunque se arda en deseos de estrangularlos.

Por muy dispuesto que estuviera a buscar el bien de Peregrine, no instigaría la desobediencia.

—Creí que se había lavado las manos y me había dejado a su cargo, señor —dijo Peregrine—. Lord Hargate también lo cree así, porque fue a usted y no a mi padre a quien le aconsejó que me buscara un profesor de dibujo. Y no sé qué va a pasar ahora con mi habilidad para dibujar. Jamás conseguiré mejorar a este paso. Apenas he empezado a hacer progresos. No, de verdad —insistió al ver que Benedict enarcaba las cejas—. La señora Wingate lo cree y no me dedica falsos elogios, ¿sabe? «Lord Lisle, otra vez ha vuelto a dibujar con los pies», me dice cuando lo hago todo mal. —Sonrió—. Me hace reír.

—Ya veo —dijo Benedict. A él también le provocaba el deseo de reírse a carcajadas. Lo consiguió en el Egyptian Hall, con el interrogatorio al que sometió a su hija después de atacar a Peregrine. Había estado a punto de echarse a reír frente a la tienda de Popham, a causa de su evidente sorpresa cuando le informó de las aspiraciones de Peregrine... y de su reacción. Y había deseado estallar en carcajadas ese mismo día, cuando la escuchó bromear acerca del encontronazo que habían sufrido.

Era graciosa. Decía y hacía cosas que lo tomaban por sorpresa.

Aún podía escuchar su risa.

—En fin, supongo que no podemos hacer nada —concluyó Peregrine, cerrando el libro—. Pero todavía me quedan dos semanas. Tendré que aprovechar el tiempo lo mejor posible.

Benedict se había preparado para afrontar muchas más protestas. Peregrine no había esgrimido ni la mitad de los porqués y los cómos que eran habituales en él. Tal vez se hubiera dado cuenta por fin de que el comportamiento de su padre no solía basarse en conceptos lógicos y, por tanto, había dejado de pedir explicaciones lógicas.

Tal vez estuviera madurando, aprendiendo... por fin.

—¿Me da permiso para ir mañana al Museo Británico, señor? —preguntó Peregrine—. Me gustaría ver de nuevo el busto del joven Memnón. Le pregunté a la señora Wingate si podíamos tener una clase extraordinaria el sábado, en la tienda o en el Egyptian Hall, pero no tenía tiempo. Se pasará casi toda la mañana en Soho Square, y también parte de la tarde.

—Probablemente le hayan encargado un retrato —aventuró. Alguno de los comerciantes a cuyas hijas enseñaba debía de haber reconocido su talento.

—Creo que está buscando alojamiento allí —aclaró su sobrino.

Benedict supuso que Soho Square podía parecer una notable mejora con respecto a Bleeding Heart Yard. Sin embargo, ambos lugares estaban junto a vecindarios muy poco recomendables.

—Debería desaconsejarla al respecto —replicó—. No es muy acertado que se mude tan cerca de Seven Dials. Es tan malo como Saffron Hill o tal vez peor.

Peregrine frunció el ceño.

—Aunque no es asunto nuestro dónde decida irse a vivir —prosiguió Benedict—. Quieres visitar el Museo Británico. Será mejor que vayas con Thomas. No tiene sentido que yo pierda el tiempo deambulando por allí mientras practicas tus técnicas de dibujo.

—Por supuesto —convino Peregrine—. Se aburriría soberanamente. Como es natural, para mí será como si fuera una clase más. Aunque vea pasar a uno de los procuradores del museo por allí, no le diré ni una palabra sobre el sarcófago de granito rojo que hay en el patio, ese que tiene tan preocupada a la tía Dafne... Aunque es una verdadera vergüenza, señor, el trato que le están dando al señor Belzoni...

—Cierto, cierto, y tarde o temprano Rupert comenzará a defenestrar a los procuradores del museo —vaticinó Benedict—. Tú, en cambio, te morderás la lengua.

Lo último que le hacía falta en ese momento era involucrarse en la disputa por los descubrimientos de Belzoni: qué pertenecía a quién y quién debería pagarlo. Había evitado con suma habilidad todos los intentos de Dafne por arrastrarlo a esa exasperante batalla. Ya tenía bastantes frentes abiertos. Y el principal era el concerniente al futuro de Peregrine.

—No diré ni una sola palabra al respecto, señor, se lo juro por mi honor —prometió Peregrine.

—Muy bien, en ese caso puedes ir con Thomas.

Dicho lo cual y muy aliviado por haber zanjado un asunto tan espinoso con tanta facilidad, lord Rathbourne salió del dormitorio.

Ajeno por completo a la expresión culpable que compuso su sobrino en cuanto le dio la espalda.