Capítulo 2
Betsabé esperó a salir del Egyptian Hall antes de regañar a su hija. Los niños, como bien había aprendido, eran como los perros. Si no se les regañaba o se les imponía un castigo justo después de cometer una fechoría, ya podía uno olvidarse de hacerlo, porque ellos lo hacían al punto.
—Eso ha sido escandaloso incluso para ti —le dijo mientras caminaban por la transitada calle—. En primer lugar, has abordado a un desconocido, cosa que te he dicho mil veces que una dama no hace salvo si su vida corre peligro y necesita ayuda.
—Las damas nunca hacen nada interesante a menos que estén a punto de morir —replicó Olivia—. Pero pueden ayudar a personas que lo necesiten y eso me lo has dicho tú. Ese niño fruncía el ceño como si lo estuviera pasando muy mal. Pensé que podría ayudarlo. Si hubiera estado tirado en una cuneta, seguro que no me habrías exigido que esperase una presentación formal.
—No estaba tirado en una cuneta —le recordó—. Además, nunca he oído que golpear a una persona con su cuaderno de dibujo sea un acto caritativo.
—Creí que se encontraba mal —replicó su hija—. Tenía el ceño fruncido, se mordía el labio y meneaba la cabeza. Bueno, y ya viste por qué. Dibuja como un niño pequeño. O como un viejo con artritis. Y ha ido a Eton y a Harrow, ¿te lo puedes creer, mamá? Y eso no es todo. También ha ido a Rugby. Y a Westminster. Y a Winchester. Todos esos colegios cuestan un ojo de la cara, como todo el mundo sabe, y hay que ser un ricachón para entrar. De todas formas, en ninguno de esos prestigiosos colegios han conseguido enseñarle a dibujar como Dios manda. ¿No es sorprendente?
—No son colegios para señoritas —repuso ella—. Enseñan griego, latín y poco más. En cualquier caso, el meollo de la cuestión no es su educación, sino el comportamiento tan impropio que has demostrado. Te he dicho mil veces que...
Dejó la frase en el aire porque en ese preciso momento un reluciente faetón negro dobló la esquina a tal velocidad que estuvo a punto de volcar y se precipitó en línea recta hacia ellas. Los transeúntes y los vendedores ambulantes se apresuraron a quitarse de en medio. Betsabé llevó a Olivia hasta la acera de un tirón y observó cómo el carruaje pasaba como una exhalación frente a ellas. El deseo de arrojarle algo al conductor, un aristócrata borracho que iba acompañado de una risueña ramera, le hizo apretar los puños.
—¿Y ese qué? Además, con una cortesana al lado —dijo Olivia—. Es un ricachón, ¿no? Se ve a la legua. Su forma de vestir. Su forma de caminar. Su forma de conducir... A nadie le importa lo que hacen.
—Las damas no saben nada de cortesanas y jamás utilizan la palabra «ricachón» —la corrigió entre dientes. Se obligó a contar hasta veinte en silencio porque aún ardía en deseos de echar a correr detrás del faetón, echar abajo al conductor y estamparle la cabeza contra una rueda.
—Solo quiere decir que es de la aristocracia o que tiene mucho dinero —protestó su hija—. No es una palabra malsonante.
—Es vulgar —le aclaró—. Una dama utiliza el término «caballero». Y se aplica a los miembros de la aristocracia y de la nobleza rural.
—Ya lo sé —le aseguró Olivia—. Papá decía que un «caballero» era un hombre que no tenía que trabajar para vivir.
Jack Wingate jamás había trabajado para vivir simplemente porque no fue capaz de hacerlo, aun cuando las circunstancias lo pusieran en la tesitura de trabajar o morirse de hambre. Antes de conocerla, otras personas se habían encargado de pagar sus facturas, se habían ocupado de sus responsabilidades y habían solucionado todos sus problemas. Y desde que la conoció, ella se convirtió en esa otra persona hasta el día de su muerte.
Sin embargo, en todo lo demás había sido el marido ideal y había demostrado ser el mejor padre. Su hija lo adoraba y, lo más importante de todo: le hacía caso.
—Tu padre habría torcido el gesto y te habría dicho: «Ni hablar, Olivia», si te hubiera escuchado hablar de «ricachones» —dijo—. Esa palabra no se utiliza en una conversación educada.
Ojalá Jack le hubiera enseñado el truco para hacer que Olivia le hiciera caso, pensó antes de seguir explicándole la interpretación de ciertas palabras. El uso de esa en concreto delataría sus orígenes humildes a ojos de los demás. Y le explicó, por enésima vez como poco, que esos prejuicios eran el desgraciado pan de cada día y que tenían unas consecuencias directas, a menudo desagradables.
Acabó con un:
—Haz el favor de borrarla de tu vocabulario.
—Pero todos esos caballeros pueden hacer lo que les plazca y nadie les regaña —protestó Olivia—. Incluso las mujeres... las damas. Beben en exceso, apuestan el dinero de sus maridos en las mesas de juego, se acuestan con hombres que no son sus esposos y...
—Olivia, ¿qué te he dicho sobre leer folletines de cotilleos?
—Hace semanas que no leo ninguno, desde que me dijiste que no lo hiciera —respondió su hija con docilidad—. Fue Riggles, el prestamista, quien me contó lo de lady Dorving, que por lo visto ha empeñado otra vez sus diamantes para cubrir las deudas de juego. Y todo el mundo sabe que lord John French es el padre de los dos últimos hijos de lady Craith.
Betsabé se quedó sin palabras ante los comentarios de su hija. Riggles era un conocido indeseable, además de indiscreto. Por desgracia, Olivia llevaba relacionándose con ese tipo de personas prácticamente desde que nació. Siempre era Jack quien trataba con ellos, porque tenía gran experiencia con prestamistas y usureros, y siempre iba acompañado de Olivia porque ni el corazón más duro era capaz de resistir los enormes e inocentes ojos azules de la niña.
Cuando cayó enfermo y dado que ella ya se encargaba de numerosas responsabilidades, fue Olivia quien, a sus nueve años, se encargó de las negociaciones financieras, llevando las escasas joyas, las piezas de la cubertería que les quedaban, los pequeños adornos y la ropa de un lado para otro. Se le daba incluso mejor que a Jack. En ella se mezclaban el encanto de su padre, la obstinación de su madre y, por desgracia, el talento para la estafa de los Atroces DeLucey.
Habían abandonado el continente y se habían trasladado a Irlanda para apartar a Olivia de la malsana influencia de su familia.
El problema era que la niña se sentía atraída por personajes de dudosa moral, por canallas y vagabundos, por sanguijuelas y farsantes... En definitiva, por personas de la calaña de sus parientes maternos. Aparte de su maestra y de sus compañeras de clase, podría decirse que los prestamistas eran sus conocidos más respetables.
Revertir la educación que su hija recibía en las calles se estaba convirtiendo en un trabajo a jornada completa para ella. Debían mudarse a un vecindario mejor sin pérdida de tiempo.
Solo necesitaban disponer de unos cuantos chelines más al mes.
El problema era de dónde sacar el dinero.
Una de dos, o conseguía más encargos o conseguía más alumnas para sus clases de dibujo.
No obstante, ni las alumnas ni los encargos eran abundantes si la artista era femenina. Los trabajos de costura sí abundaban, pero le reportarían un salario insignificante y las condiciones laborales le destrozarían la vista y la salud. No estaba cualificada para ningún otro trabajo... para ninguno respetable, claro.
Si ella no era respetable, su hija tampoco lo sería. Si Olivia no era respetable, no podría casarse con un buen partido.
Después, se reprendió. Ya se preocuparía más adelante por su futuro, cuando su hija se hubiera acostado. Así tendría algo productivo en lo que pensar.
En lugar de en él.
El heredero del conde de Hargate, nada más y nada menos. No un simple aristócrata indolente, sino uno muy conocido.
Lord Perfecto, lo llamaba la gente, porque jamás daba un paso en falso.
Si no se hubiera presentado, tal vez se habría demorado con él. Era muy difícil resistirse a esos ojos oscuros, aunque no sabía exactamente por qué.
Lo que sí sabía era que esos ojos habían estado a punto de conseguir que se olvidara de su decisión y volviera al interior del museo.
Pero ¿para qué?
Una amistad con ese hombre no le acarrearía nada bueno.
No se parecía en nada a su difunto marido. Jack Wingate era el benjamín de un conde que carecía de todo sentido de la responsabilidad y que apreciaba a su familia en la misma medida que ella a la suya, si bien por diferentes motivos.
Lord Rathbourne era un caso muy distinto. Aunque también pertenecía a una de las familias más preeminentes de Inglaterra, la suya era una de las más unidas. Además, a juzgar por todo lo que había oído sobre él, solo podía sacar una conclusión: era el parangón de la nobleza, todo lo que un aristócrata debía ser pero que muy pocos eran. Tenía un código moral intachable, un fuerte sentido del deber y... ¿qué importaban esos detalles? Su nombre jamás aparecía en los folletines de cotilleos. Cuando aparecía en los periódicos, cosa bastante frecuente, era para relatar algo heroico, noble o valiente que había dicho o hecho.
Era perfecto.
Y semejante dechado de perfección había resultado diferente a la estampa del pelmazo pomposo que ella había imaginado.
El único papel que podía tener al lado de un hombre así, o al lado del de cualquier aristócrata responsable, era el de amante. En resumen: debía borrarlo de su mente.
Ya habían llegado a Holborn. Pronto estarían en casa y tenía que comprar comida. Apenas le quedaba dinero para comprar pastas y té. Debatió si podría guardar algo para la cena y hacerlo durar hasta el desayuno del día siguiente. Semejante idea (junto con el recuerdo de unos ojos oscuros, una voz grave, unas piernas largas y unos anchos hombros, por no mencionar la dolorosa desilusión que el recuerdo le provocó) la hicieron hablar con más brusquedad que de costumbre.
—Ojalá recordaras que a diferencia de lady Tal y lord Cual, tú no estás en una posición privilegiada —le dijo a su hija—. Si quieres que las personas respetables te acepten, debes atenerte a sus reglas. Ya eres demasiado mayor para comportarte como un marimacho. Dentro de unos cuantos años, estarás en edad casadera. Todo tu futuro dependerá de tu marido. ¿Qué hombre decente y de buena posición querrá dejar su futura felicidad y la de sus hijos en manos de una muchacha terca, ignorante y maleducada?
La expresión de Olivia se tornó pesarosa.
Y Betsabé se arrepintió al punto. Su hija era arrojada, vivaracha, aventurera e imaginativa. Aborrecía tener que refrenar su espíritu.
Pero no le quedaba más remedio que hacerlo.
Con la educación apropiada, los modales adecuados y un poco de suerte, Olivia podría encontrar un buen partido. No un aristócrata, desde luego. Aunque ella no se arrepentía de haberse casado con el hombre al que amaba, prefería que su hija se librara de los problemas que acarreaba una alianza tan dispar.
Sus esperanzas eran bastante modestas. Quería alguien que amase a Olivia, que la tratase bien y junto al cual no pasara estrecheces. Un abogado, un médico o algún otro caballero de empleo similar sería perfecto. Aunque un comerciante respetable (un pañero o un librero) o un impresor también serían buenos partidos.
En cuanto a los medios económicos, le bastaría con que el matrimonio le evitase las preocupaciones y la descorazonadora experiencia de tener que estirar unos ingresos esporádicos y módicos hasta lo imposible.
Si todo salía bien, su hija jamás tendría que preocuparse por esas cosas.
Pero nada saldría bien si no se mudaban a un barrio mejor sin más dilación.
* * *
Como era de esperar, lady Ordway no perdió ni un instante en hacer correr la voz de la aparición de Betsabé Wingate en Piccadilly.
El tema estaba en boca de todos cuando Benedict entró en su club esa misma tarde.
Pese a ello, lo tomó por sorpresa que saliera a colación esa noche en Hargate House.
Tanto él como Peregrine habían acudido a la cena familiar que celebraban los condes de Hargate y que también incluía a su hermano Rupert y a su esposa, Dafne.
Cuando se retiraron en pleno a la biblioteca después de la comida, se quedó pasmado al escuchar que Peregrine le pedía a su padre que le echase un vistazo a los dibujos que había hecho en el Egyptian Hall y le dijese si eran aceptables o no para alguien que pretendía ser un anticuario.
Benedict cruzó la estancia de forma despreocupada, cogió el último ejemplar de Quarterly Review y comenzó a hojear el periódico.
Lord Hargate rara vez se andaba con rodeos con los miembros de la familia. Dado que, al igual que el resto de los Carsington, consideraba a Peregrine como un miembro de la misma, tampoco se anduvo con rodeos a la hora de expresar su opinión sobre los dibujos.
—Son espantosos —dijo Su Ilustrísima—. Rupert es capaz de dibujar mejor, y eso que es idiota.
El aludido se echó a reír.
—Solo finge ser idiota —apostilló Dafne—. Es un juego para él. Engaña a todo el mundo, pero no me creo que lo haya engañado a usted, milord.
—Hace tan bien el papel de imbécil que hasta podría serlo —replicó lord Hargate—. De todas formas, sabe dibujar como un caballero. Ya mostraba cierto talento a la edad de Lisle. —Miró al otro lado de la biblioteca, donde se encontraba Benedict—. Rathbourne, ¿en qué has estado pensando para dejar que las cosas llegaran tan lejos? Este muchacho necesita un profesor de dibujo adecuado.
—Eso es lo que ella dijo —declaró Peregrine—. Que mis dibujos no eran buenos. Pero es una chica, ¿cómo iba a estar seguro de que sabía de lo que estaba hablando?
—¿Ella? —preguntó lady Hargate, que enarcó las cejas cuando se giró para mirar a Benedict.
Rupert también lo miró con la misma expresión, aunque sus ojos tenían un brillo risueño.
Ambos se parecían muchísimo a su madre y, salvo ciertos detalles, eran muy parecidos entre sí. Los otros tres hermanos, Geoffrey, Alistair y Darius, habían heredado el cabello castaño claro y los ojos ambarinos de su padre.
—Una niña —contestó Benedict, restándole importancia, aunque tenía el corazón desbocado—. En el Egyptian Hall. Peregrine y ella tuvieron una diferencia de opiniones. —Eso no debería sorprender a nadie. Su sobrino tenía diferencias de opiniones con todo el mundo.
—Tiene el cabello del mismo color que la tía Dafne, se llama Olivia y su madre es artista —explicó Peregrine—. Creo que es tonta, pero su madre me pareció una persona muy razonable.
—Vaya, así que la madre estaba allí —dijo lady Hargate sin apartar la mirada de su hijo.
—Y supongo, Benedict, que ni siquiera la miraste para ver si era guapa, ¿verdad? —preguntó Rupert en un tono sospechosamente inocente.
Benedict levantó la vista del Quarterly Review con el rostro inexpresivo, como si hubiera estado concentrado en el periódico.
—¿Guapa? —repitió—. Muchísimo más. Diría que era preciosa. —Bajó la vista de nuevo al periódico—. Lady Ordway la reconoció. Dijo que se llamaba Winshaw. ¿O era Winston? Tal vez fuera Willoughby.
—La niña dijo que era Wingate —puntualizó Peregrine.
El nombre cayó en la estancia cual meteorito desde el tejado.
Tras un breve pero elocuente silencio, lord Hargate dijo:
—¿Wingate? ¿Una niña pelirroja? Esa debe de ser la hija de Jack Wingate.
—Debe de tener unos once o doce años, creo —apuntó lady Hargate.
—A mí me interesa más la madre —señaló Rupert.
—¿Por qué será que no me sorprende? —comentó Dafne.
Rupert la miró con expresión inocente.
—Es que Betsabé Wingate es famosa, querida. Es como una de esas mujeres irresistibles de las que habla Homero, esas que atraían a los marineros hasta las rocas.
—Las sirenas —aclaró Peregrine—. Pero son criaturas mitológicas, como las nereidas. Supuestamente, atraían a los hombres hasta su muerte con algún tipo de música, algo de lo más ridículo. No comprendo cómo la música puede atraer a otra cosa que no sea el sueño. Además, si la señora Wingate es una asesina...
—No lo es —repuso lord Hargate—. Por inconcebible que parezca, Rupert ha utilizado una metáfora. Una increíblemente acertada.
—Es una trágica historia de amor —replicó Rupert en tono burlón.
Peregrine hizo una mueca.
—Puedes ir a la sala de billar —le dijo Benedict.
El niño salió disparado. En su opinión no había nada más detestable y nauseabundo que una historia de amor, sobre todo si era trágica, y Rupert lo sabía muy bien.
En cuanto se aseguró de que Peregrine no los escuchaba, Rupert le contó a su esposa cómo la hermosa Betsabé DeLucey había seducido al segundo hijo y ojito derecho del conde de Fosbury y le había arruinado la vida. Era la misma historia que Benedict había escuchado hasta la saciedad ese mismo día.
Todo el mundo afirmaba que Jack Wingate había estado «locamente enamorado». Embrujado. Hechizado por las malas artes de Betsabé DeLucey. Y el amor lo había destruido. Le había costado su familia, su posición... Todo.
—Así que ya ves, fue una sirena quien llevó a Wingate hacia su destrucción —concluyó Rupert—. Una historia calcada de cualquiera de las que cuentan los mitos griegos.
—Sí que parece un mito —dijo Dafne con desdén—. Recuerda que la sociedad tacha de monstruosidad a las mujeres eruditas. Y su estrecho punto de mira puede resultar demoledor.
Ella lo sabía muy bien. A pesar de estar vinculada a través del matrimonio a una de las familias más influyentes de Inglaterra, casi todos los eruditos, todos hombres, rechazaban sus teorías acerca de los métodos para descifrar los jeroglíficos.
—No en este caso —intervino lord Hargate—. El problema, creo recordar, comenzó en tiempos de mi abuelo. A principios del siglo pasado, en cualquier caso. Los DeLucey eran famosos por contar con un héroe naval más o menos en cada generación y Edmund DeLucey, segundo hijo y bastante competente como oficial de la Marina, prometía convertirse en uno de ellos. No obstante, en un momento dado se las arregló para que lo expulsaran. Abandonó a la muchacha con la que estaba comprometido y se enroló como pirata.
—Te lo estás inventando, padre —dijo Benedict. Se sabía de memoria la historia del trágico amor de Jack Wingate. Hasta ese momento no había oído nada acerca de la historia de los DeLucey.
Sin embargo, su padre no estaba bromeando y los detalles eran sorprendentes.
A diferencia de muchos piratas, según lord Hargate, Edmund disfrutó de una vida longeva durante la cual se casó y engendró un buen número de vástagos. Todos y cada uno de ellos heredaron su carácter. Al igual que sus descendientes, que tenían un don para atraer esposos de buena familia y moral disipada.
—Esa rama de los DeLucey no ha dado más que embusteros, jugadores y timadores —prosiguió el conde—. No se puede confiar en ellos, y se han hecho famosos por sus escándalos. La historia se repite generación tras generación. La bigamia y el divorcio es algo habitual entre ellos. Casi todos viven en el extranjero... para evitar a sus acreedores y para vivir de cualquier idiota que se fije en ellos. Una familia infame.
Y Benedict había estado a punto de ir detrás de uno de sus miembros.
Ni siquiera podía librarse de ella aun después de haber escapado de sus garras, porque estaba en boca de todo el mundo. Era una sirena, una mujer fatal. Pero lo había rechazado. ¿O no?
«No tiene nada que ver con las impertinencias, sino con la supervivencia.»
¿Lo había rechazado o lo estaba tentando?
Tampoco importaba. Jamás conocería la respuesta por la sencilla razón de que no intentaría averiguarla.
Su vida amorosa había sido muy discreta desde antes de su matrimonio. Una vez casado había sido escrupulosamente fiel. Después de la muerte de Ada aguardó un tiempo decente antes de buscarse una amante y esa relación jamás salió a la luz.
Betsabé Wingate era toda una leyenda.
La voz de su padre lo devolvió a la realidad.
—Y bien, Rathbourne, ¿qué vas a hacer con respecto a Lisle?
Benedict se preguntó cuánta conversación se había perdido, pero respondió con tranquilidad:
—El futuro del niño no está en mis manos. —Y devolvió el Quarterly Review al sitio de donde lo había cogido.
—No seas absurdo —replicó lord Hargate—. Alguien debe hacerse cargo.
«Y ese alguien debo ser yo, como de costumbre», pensó Benedict.
—Ya sabes que Atherton es incapaz de hacerse cargo de nada —le recordó su madre—. Peregrine no solo te respeta, sino que te tiene cariño. Tienes una obligación con él. Si no intervienes, ese niño va a acabar muy mal.
«Mi vida es una interminable cadena de obligaciones», pensó Benedict... y al punto se reprendió por semejante pensamiento. Le tenía mucho cariño a Peregrine y él mejor que nadie sabía cuánto daño le estaban haciendo Atherton y su esposa.
Sabía lo que Peregrine necesitaba, lo que le motivaba. La lógica. La tranquilidad. Y unas reglas sencillas.
Benedict creía en todas esas cosas, especialmente en las reglas.
Sin reglas, la vida se convertía en algo incomprensible. Sin reglas, las pasiones y los impulsos prevalecían y la vida se escapaba a todo control.
Prometió involucrarse al menos hasta el punto de proporcionarle un profesor de dibujo y, tal vez al cabo de un tiempo, un tutor.
En cuanto ese asunto quedó zanjado, llamaron a Peregrine para que volviera.
El resto de la velada transcurrió sin novedad, salvo por la discusión que Dafne mantuvo con su suegro acerca del deplorable trato que el Museo Británico le había dispensado al signor Belzoni. Nadie intervino, a pesar de que el tono fue subiendo poco a poco. Lady Hargate parecía encontrar graciosa la situación y Rupert observaba a su esposa con patente orgullo. Incluso Peregrine se quedó callado, pendiente de cada palabra, ya que Egipto era el único tema que le apasionaba.
Durante el trayecto de vuelta a casa, Benedict le preguntó por qué no le había pedido su opinión sobre sus vilipendiados dibujos.
—Porque no quería una opinión amable —contestó su sobrino—. Sabía que lord Hargate me diría la verdad y solo la verdad. Dijo que necesitaba un profesor de dibujo.
—Encontraré uno —le aseguró.
—La madre de la niña pelirroja es profesora de dibujo —comentó Peregrine.
—¿Ah, sí?
La tentación se colocó frente a él y esbozó su sonrisa más incitante mientras le hacía señas con el dedo.
Ya le había dado la espalda en incontables ocasiones. Podía volver a hacerlo sin problemas, se dijo.
* * *
A la tarde siguiente, lord Rathbourne contemplaba un cartel colocado en el escaparate de una tienda de cuadros en Holborn, con el rostro impasible y el corazón desbocado. Todo por un trozo de papel.
«Menuda ridiculez», pensó. No tenía motivos para estar nervioso.
El trozo de papel solo informaba de su nombre... O, al menos, de la inicial de su nombre de pila y del apellido de su difunto esposo. Ni siquiera era un cartel de imprenta, sino uno escrito a mano. Con una exquisita caligrafía.
Clases de acuarela y dibujo por horas.
Profesor con experiencia y formación en el continente.
Muestras de su trabajo en exposición.
Para más detalles preguntar en el interior.
B. Wingate.
Apartó la vista para mirar a Peregrine.
—Aquí fue donde la niña con pecas me dijo que estaría —comentó su sobrino—. Se supone que en el escaparate hay uno de los cuadros de su madre. Dijo que podría juzgar si su madre tenía el talento suficiente para darme clases. Claro que no puedo juzgar porque, según ella, ¡no sé nada de dibujo! —Frunció el ceño—. Ya lo sospechaba seriamente antes de que me lo dijera, y no me sorprendió que lord Hargate afirmara que mis dibujos eran «espantosos».
Mientras el niño buscaba ansiosamente el cuadro de la señora Wingate entre las atrocidades que se mostraban en el escaparate de la tienda, Benedict deseó que su padre moderara sus palabras de vez en cuando.
Si hubiera sido más benévolo con sus esfuerzos, Peregrine no estaría tan desesperado en esos momentos por tener un profesor de dibujo. Se moría de ganas de empezar... No había momento que perder... Sus malos hábitos se consolidarían con el tiempo... La dama aceptaba alumnos y, además, era razonable y agradable, ¿o no?
Benedict debería haberse limitado a contestar que Betsabé Wingate estaba fuera de toda cuestión.
En cambio, cedió. A la curiosidad.
Una absurda muestra de tolerancia.
Era cierto que su cuñado no se involucraba demasiado en los detalles de la educación de su hijo... ni de su vida. Su única preocupación era que asistiera a un colegio adecuado y había dejado la milagrosa tarea en manos de su secretario.
En esos momentos, los marqueses se encontraban en la propiedad que tenían en Escocia. No tenían intención de regresar a Londres hasta primeros de año.
Sin embargo, semejante comportamiento no difería del que demostraba el resto de los padres de la alta sociedad.
El problema era que Peregrine sí difería del resto de los hijos de la alta sociedad. El muchacho no encajaba fácilmente en el mundo en el que había nacido; más bien estaba como pez fuera del agua. Su aspiración en la vida no era la de seguir los pasos de su padre, al igual que este había hecho antes que él y así sucesivamente a lo largo de sus numerosos antepasados.
Aunque a él jamás se le había pasado por la cabeza ser diferente, respetaba la aspiración de su sobrino y admiraba el empeño que mostraba para conseguir su objetivo.
Sin embargo, eso no explicaba de forma satisfactoria por qué se encontraba en ese lugar, en una de las calles más deslustradas de Holborn, para ser exactos.
Tenía toda la intención de buscarle un profesor de dibujo a Peregrine.
Pero no podía ser Betsabé Wingate. Atherton se plantaría ante la idea de que su hijo recibiera clases de uno de los Atroces DeLucey... Sobre todo de esa DeLucey en particular.
—¡Ahí está! —Peregrine señaló una acuarela de Hampstead Heath.
Al mirarla, Benedict sintió que la opresión del pecho regresaba. Como si un puño le estuviera estrujando el corazón.
Aquello era todo lo que debía ser una acuarela, no solo en las líneas, las formas y los colores, sino también en espíritu. Como si el artista hubiera inmortalizado un momento concreto.
Era preciosa hasta el punto de resultar inolvidable... y la quería.
La deseaba más de la cuenta.
Aunque su deseo de tenerla no tenía la menor importancia. Lo importante era que el artista que la había pintado no podía darle clases a Peregrine. Las mujeres infames no educaban a niños impresionables.
Un profesor de dibujo, había dicho lord Hargate, no una profesora.
—¿Y bien? ¿Es buena? —preguntó Peregrine con ansiedad.
«Di que es apenas pasable. Vulgar. Mediocre. Di cualquier cosa menos la verdad y podrás irte de aquí y olvidarla», se dijo para sus adentros.
—Es brillante —contestó. Hizo una pausa para recobrar la conexión entre su cerebro y su lengua—. Demasiado buena, de hecho —continuó—. No creo que malgaste su tiempo dándoles clases a niños díscolos. Probablemente esté buscando estudiantes de nivel avanzado. Estoy seguro de que la niña lo hizo con buena intención. En cierta forma, es halagador que ofreciera los servicios de su madre. Sin embargo...
La puerta de la tienda se abrió para dejar paso a una mujer que bajó a toda prisa los escalones, levantó la vista hacia él... y tropezó.
Benedict se movió de forma instintiva para evitar la caída y la atrapó antes de que acabara de bruces en el suelo.
La retuvo entre los brazos.
Y la miró.
El bonete se le había ladeado y había adoptado un ángulo de lo más seductor.
En esa posición alcanzaba a verle perfectamente la coronilla y los espesos rizos negros, a los que la luz de la tarde arrancaba reflejos azulados.
Ella echó la cabeza hacia atrás y se encontró mirando unos enormes ojos azules de insondables profundidades.
Inclinó la cabeza. Ella entreabrió los labios. Él la abrazó con más fuerza. Ella emitió un sonido, apenas un murmullo.
Y entonces se dio cuenta de que la había aferrado por los brazos y notó el calor de su piel a pesar de los guantes. Notó la caricia de su aliento en el rostro y comprendió que estaban a escasos centímetros de distancia.
Levantó la cabeza. Se obligó a hacerlo con tranquilidad mientras se esforzaba por recobrar la respiración y el sentido común.
Intentó con todas sus fuerzas recordar una regla, la que fuese, para hacer que el mundo abandonara el caos y regresara a su orden habitual.
Un toque de humor siempre alivia la tensión de una situación incómoda, recordó.
—Señora Wingate —dijo—, precisamente estábamos hablando de usted. Un detalle por su parte que se haya dejado caer por aquí.
Lord Rathbourne la soltó y Betsabé se alejó unos pasos para recolocarse el bonete, aunque el daño ya estaba hecho. Aún sentía la presión de sus dedos a través de las capas de muselina y lana. Aún sentía su aliento en los labios; casi podía saborearlo. Era demasiado consciente de su olor, de ese aroma tan viril que acicateaba sus sentidos. Intentó desentenderse de él y concentrarse en los aromas mucho más seguros del almidón y el jabón.
Ese hombre olía a limpio. Había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que estuvo tan cerca de un hombre tan aseado, almidonado y planchado.
Y acababa de averiguar que tenía una pequeña cicatriz bajo la barbilla, en el lado izquierdo. Una cicatriz delgada y algo curva, de un centímetro y medio a lo sumo.
No le interesaban ni sus cicatrices ni su olor. No quería saber nada de él. Apenas se había fijado en los hombres durante los tres años que habían pasado desde la muerte de Jack, y antes de eso no se había fijado en ninguno salvo en su marido. Era una crueldad del destino que se fijara con tanto detalle y detenimiento en lord Perfecto.
—Lord Rathbourne —dijo aún sin aliento y avergonzada a más no poder. De todos los brazos del mundo, tenía que caer precisamente en los suyos.
—Me dijo que no nos movemos en los mismos círculos —le recordó él—, pero debemos hacerlo, porque aquí estamos.
—Sí, y debo marcharme —dijo al tiempo que se daba la vuelta.
—Estamos buscando un profesor de dibujo —prosiguió Su Ilustrísima.
«¡Arrrgh!», gruñó para sus adentros. Se giró de nuevo para mirarlo.
—Para Lisle —aclaró lord Rathbourne—. Mi sobrino. El muchacho que... esto... molestó a la señorita Wingate ayer. El muchacho que me acompaña, de hecho. —Señaló al niño.
—Esa niña solo me dijo que mis dibujos no eran muy buenos —intervino lord Lisle—. No me dijo lo malos que eran... pero según lord Hargate son «espantosos». —Lord Rathbourne lo miró de forma penetrante y el muchacho se apresuró a corregirse—. Me refiero a la señorita Wingate. Fue muy amable al ofrecerme su experta opinión. Demasiado amable, al fin y al cabo.
Betsabé comprendió que el día anterior se había equivocado al creer que Olivia tendría una Idea nueve minutos y medio después del percance. Era evidente que ya se le había ocurrido con anterioridad al episodio y la había puesto en marcha.
La forma en la que trabajaba la mente de su hija no tenía secretos para ella: «Aquí hay un ricachón, que tiene que estar podrido de dinero». Por supuesto, al igual que sus ancestros DeLucey, consideraba al joven lord Lisle un «blanco».
Claro que sus propios objetivos no eran mucho más nobles. Se había dado la vuelta nada más escuchar «Estamos buscando un profesor de dibujo», ¿no? Y había empezado a calcular cuántas clases y cuánto dinero pediría por ellas a fin de poder mudarse a otro barrio en menos de un mes.
—Olivia tiene demasiadas opiniones —dijo—. Aunque lo peor es que le encanta compartirlas con los demás.
—Pero eso no altera la realidad —repuso Rathbourne—. Mi sobrino no sabe dibujar. Si no sabe dibujar, no podrá llevar a cabo sus aspiraciones.
—¿Aspiraciones? —repitió Betsabé, tan sorprendida que dejó de hacer cálculos—. ¿Es que necesita hacer algo más que vivir para conseguir sus aspiraciones? —Se giró hacia el joven lord Lisle—. Algún día será usted el marqués de Atherton —le dijo—. Podrá dibujar, pintar o esculpir como le venga en gana y a nadie se le pasará por la cabeza criticarlo siquiera. Sus conocidos dirán que es «sensible» o que tiene una visión propia de la belleza. Le rogarán que les regale una de sus obras, que colgarán en los establos o en la habitación de invitados reservada para aquellos a los que quieren quitarse de encima rápidamente. ¿Para qué quiere perder el tiempo con clases de dibujo?
—Ya sé que algún día me convertiré en el marqués de Atherton —replicó el niño—. Pero también voy a ser un explorador. Voy a explorar Egipto. Y todo explorador que se precie debe saber dibujar.
—Puede contratar a alguien que dibuje por usted —contestó ella.
—Será mejor que captes la indirecta, Lisle —le aconsejó lord Rathbourne—. La dama no está ansiosa por aceptarte como alumno.
—No me ha escuchado bien —repuso ella—. Yo no he dicho eso.
—Pero yo sí la he entendido —afirmó lord Lisle—. Cree que no me lo voy a tomar en serio.
—Debe cerciorarse de que va en serio —explicó ella, obligándose también a meditar el asunto con detenimiento y recordando ciertos aspectos muy crudos de la realidad que borraron del cuadro los brillantes montoncitos de monedas—. Tal como su tío habrá comprendido ya a estas alturas, me vería obligada a hacer ciertos arreglos para darle clases. En cualquier caso, no me parece sensato continuar esta discusión aquí.
Se permitió enfrentar la mirada de lord Rathbourne. ¿Era alivio lo que veía en esos ojos oscuros?
Fue apenas un instante, pero definitivamente era algún tipo de emoción, porque ¿qué otra cosa podía ser?
Debería haberlo imaginado: si lord Rathbourne había descubierto su nombre, ya debía de saberlo todo sobre ella. Dudaba mucho de que hubiese algún aristócrata británico que no supiera quién era Betsabé Wingate.
En ese caso, no tenía la menor intención de contratarla. Solo había ido hasta allí para contentar a su sobrino... y tal vez para contentarse a sí mismo.
Quizá tuviera otro tipo de tarea en mente para ella y el muchacho le hubiera proporcionado la excusa perfecta.
Nadie esperaba que un hombre, ni siquiera uno perfecto, llevara una vida célibe. El mundo seguiría considerándolo el parangón de la nobleza aun cuando tuviera una amante, siempre que fuera discreto, por supuesto.
—¿Qué clase de arreglos? —preguntó lord Lisle.
—Estamos entreteniendo a la dama, que sin duda debería estar dando clase —intervino Su Ilustrísima—. Ya discutiremos el asunto más tarde, Lisle.
—Por favor, háganlo —dijo ella, alzando la barbilla—. Si deciden seguir adelante con la idea, pueden ponerse en contacto conmigo a través del señor Popham, el dueño de la tienda de cuadros. Buenos días.
Se alejó a toda prisa de allí, con el rostro encendido y un terrible escozor en los ojos a causa de las lágrimas que se negaba a derramar.