Capítulo 6

Viernes, 5 de octubre

Para evitar que el criado se implicara más en el secreto, Peregrine hizo un buzón improvisado en la tapia trasera, sacando algunos ladrillos sueltos cerca de la verja. Allí, la propia Olivia o un compinche dejaban sus cartas y recogían las de Peregrine. Aunque era una niña, se movía por Londres con muchísima más libertad que él.

A diferencia de Peregrine, ella no tenía ningún criado que la vigilara constantemente. Además, daba un buen rodeo de su casa a la escuela y viceversa, detalle que jamás le había comentado a su madre y eso era algo que lo horrorizaba y lo fascinaba a partes iguales.

Se metió entre los setos, donde nadie podía verlo, y abrió la carta.

Queen Square

Jueves, 4 de octubre

Milord: ¡Adiós!

Ha llegado la Hora de Partir en pos de mi Cruzada.

—No —dijo Peregrine—. ¡No!

Le había escrito dos extensas cartas en las que le explicaba lo equivocada que era su Idea de encontrar el tesoro de Edmund DeLucey. Lo primero y más importante de todo era que las damas (y ella era una dama por derecho de nacimiento, algo que jamás debía olvidar) no se iban a la aventura sin un acompañante. Lo segundo era que debía tener en cuenta el dolor y la preocupación que le causaría a su madre, una mujer muy agradable, sensata e inteligente, cualidades poco comunes en otros padres. Había escrito un tercer, un cuarto, un quinto y un sexto punto... Un desperdicio absoluto de tinta.

—Como si le hubiera escrito a la cabeza del joven Memnón —masculló.

Le aseguro, señor, que he leído y he meditado Todas y Cada Una de las palabras que me ha escrito. Sin embargo, la Situación Ha Alcanzado Un Punto Crítico. Nos mudamos a Queen Square el lunes. Nuestros nuevos aposentos son muy acogedores, y me alegra muchísimo mudarme a un lugar alejado del asilo de Saint Sepulchre. Aun así, mi madre parece Entristecer con cada día que pasa. Mucho me temo que esté Enfermando, víctima de una Enfermedad Debilitante. Finge comer y dormir, pero no es más que una Farsa, ya que está cada vez más pálida y delgada. Me alegro de que mi padre no esté vivo para verlo, porque se le Rompería el Corazón.

Debe usted admitir que no Tengo un Momento que Perder, y debo partir DE INMEDIATO. Tenga por seguro que me he tomado Muy En Serio sus palabras y no haré este Viaje Sola. Sir Olivia viajará con su Fiel Escudero, Nat Diggerby. Su tío lleva un carromato los lunes y los viernes al mercado. Hemos acordado encontrarnos con él en el fielato de Hyde Park Corner. Nos llevará hasta Hounslow. Estará usted de acuerdo en que es Un Plan Brillante.

—Pues no lo estoy, idiota —dijo Peregrine—. ¿Qué vas a hacer una vez que llegues a Hounslow? Si es que llegas allí. ¿Es que no te has parado a pensar que tu «Escudero» Diggerby podría entregarte a su tío, el chulo, o a su tía, la dueña del burdel?

No podía creer que fuera tan inocente, cuando estaba tan espabilada en otros aspectos. Suponía que esa deficiencia en su educación se debía a que nunca había asistido a un colegio público, donde los niños aprendían, junto con el latín y el griego, todo lo que había que saber sobre chulos, alcahuetas y prostitutas.

No podía remediar esa laguna en su educación. La impulsiva criatura se marchaba ese mismo día. Tenía que detenerla.

* * *

Betsabé estuvo media hora esperando a lord Lisle antes de darse por vencida. Era evidente que había entendido mal sus planes. Creía haber entendido que partía el sábado a Escocia. Seguro que dijo el viernes, pero no lo había oído bien porque tenía la cabeza en otro sitio.

Ni siquiera recordaba si se había despedido de ella o no. Claro que ¿por qué iba a creer necesario un niño de trece años despedirse de manera especial de un profesor de dibujo? Su tío ya se había despedido de buenas maneras, unos días después de su último encuentro. Su secretario le había enviado una amable carta de agradecimiento, junto con el pago del resto de las clases que habían acordado.

Recogió sus cosas, cerró el aula y se encaminó de vuelta a casa: una nueva casa, gracias a lord Rathbourne... a quien jamás volvería a ver.

Se mantendría alejado y ella estaría a salvo, muy a salvo. Y aburrida y melancólica...

... Hasta que, un par de horas después, sacó el mantel del aparador y encontró la carta que Olivia le había dejado.

* * *

Peregrine llegó a Hyde Park Corner cansado, sudoroso y enfadado. Se había perdido varias veces y en dos ocasiones se había visto obligado a huir de unos matones que se habían percatado de su costosa apariencia. En circunstancias normales, se habría abalanzado sobre ellos para hacerlos papilla. Pero no podía perder el tiempo, y el hecho de haberse visto obligado a huir había empeorado su humor sobremanera.

También estaba enfadado consigo mismo por no haber tenido el tino de coger un carruaje de alquiler y evitarse así todas esas molestias.

Ese no era el mejor estado de ánimo para acercarse a Olivia, que estaba hablando con unas vendedoras de dulces. Junto a ella estaba un chico tan robusto como un toro: Nat Diggerby, sin duda alguna. La cabeza le salía directamente de los hombros, sin cuello a la vista, y eran unos hombros tan anchos que tendría que pasar de lado por las puertas. Además del aspecto, su postura era la misma que la del animal en cuestión: cabeza gacha, observando lo que pasaba a su alrededor solo con el movimiento de los ojos.

Peregrine enderezó los hombros, sacó pecho y se acercó a ellos. En lugar del cuidadoso y respetuoso discurso que había estado ensayando, dijo:

—Señorita Wingate, he venido para llevarla a casa.

Sus enormes e inocentes ojos azules se abrieron como platos.

—¿Por qué? ¿Le ha pasado algo a mamá?

—No, pero a usted sí —contestó—. Me inclino por un golpe en la cabeza. Es la única manera de explicar este plan tan absurdo.

Con el ceño fruncido, el muchacho con pinta de toro se puso delante de Olivia.

—Oye, tú, piérdete —dijo.

—Piérdete tú —le soltó Peregrine—. No estoy hablando contigo.

El tal Nat lo agarró por la pechera.

—Quítame esa mano de encima —le ordenó Peregrine.

—Huy, ¿lo habéis oído? —se burló el otro—. Menudo gallina.

—Gallina, tu padre —replicó Peregrine, y acto seguido le estampó el puño en la mandíbula.

Benedict estaba en su club cuando le dijeron que uno de sus criados deseaba hablar con él. Eso no era buena señal.

La última vez que un criado había ido a buscarlo al club fue cuando Ada se desmayó nada más regresar a casa después de uno de sus encuentros religiosos.

Aun así, entró compuesto y tranquilo en la antesala donde Thomas esperaba.

Al verlo entrar, el lacayo tragó saliva.

Una señal malísima.

Haciendo caso omiso del frío que se extendía por sus venas, Benedict le pidió que le explicase qué sucedía de la forma más sucinta posible.

—Se trata de lord Lisle, milord —dijo Thomas, pestañeando sin parar—. No sé dónde está. Entró en la tienda de cuadros como de costumbre. Yo me fui a la cafetería a esperarlo, como siempre hago. Salí a la hora acostumbrada, unos minutos antes de que termine la clase. Lord Lisle no salió, señor. Esperé un cuarto de hora y luego subí a la clase. El aula estaba cerrada y nadie respondió cuando llamé a la puerta. Bajé a la tienda y le pregunté al señor Popham si la clase de dibujo había terminado. Me dijo que no había habido clase, que la señora Wingate se había marchado pronto a casa porque su alumno no había aparecido.

El frío se fue extendiendo, entumeciendo a su paso las sensaciones. El tiempo pareció detenerse, como si se hubiera congelado.

—Entiendo —dijo. Acto seguido, pidió que le llevaran su sombrero y su abrigo y se marchó con el lacayo.

Durante el corto trayecto a pie hasta la casa y mientras mantenía las emociones bajo un firme control, Benedict serenó su mente con la intención de analizar el problema como si fuera uno de los problemas que diariamente le pedían que resolviera:

Cuando entró en la casa, el millar de inverosímiles posibilidades se había reducido a dos, mucho más probables dadas las circunstancias:

1. Peregrine se había escapado.

2. A pesar de todas las precauciones tomadas, alguien había averiguado su identidad y lo había secuestrado.

Subió al dormitorio de su sobrino con Thomas. El registro de la habitación no indicó que se tratase de una fuga preparada. No faltaba ropa, dijo Thomas, salvo la que lord Lisle llevaba puesta. Sin embargo, cuando lo interrogó más a conciencia, el lacayo le proporcionó dos datos muy importantes. Primero, el muchacho había trabado amistad con una niña pelirroja en el Museo Británico dos semanas atrás. Segundo, había desarrollado la costumbre de visitar el jardín varias veces al día.

Benedict destruyó varios setos y un arriate de flores antes de descubrir los ladrillos sueltos en la tapia, muy cerca de la verja. Adherido a uno de los ladrillos había un trozo de lacre y un papel.

Regresó al dormitorio. Sus ojos se clavaron en el alféizar acolchado de la ventana que daba al jardín. Un lugar donde había encontrado a su sobrino en numerosas ocasiones, enfrascado en la lectura. Minutos más tarde halló las cartas, escondidas entre las páginas del libro de Belzoni.

* * *

Lord Lisle no tardó mucho tiempo en dejar a un sorprendido Nat Diggerby tirado a un lado del camino. Aunque fue más que suficiente para congregar toda una multitud, lo que le dio a Olivia la oportunidad de alejarse sin que nadie se diera cuenta.

La multitud llamó la atención de los viandantes y, en consecuencia, el tráfico se ralentizó. Un buen número de carruajes, caballos y transeúntes se agolparon a ambos lados del camino del fielato. Entre aquellos que se vieron obligados a esperar se encontraba un joven campesino que conducía una pequeña carreta. Olivia se acercó a él. Con esos enormes ojos azules cuajados de lágrimas. De sus temblorosos labios brotó una historia enternecedora acerca de una madre enferma que la aguardaba en Slough.

Conmovido, el campesino se ofreció a llevarla hasta Brentford.

Olivia se subió a la carreta.

Antes de que pudieran pasar el fielato, lord Lisle los alcanzó a la carrera.

—¡Mocosa maleducada! —exclamó—. No voy a permitírtelo.

—¡Caramba, mi hermanito! —le dijo al campesino—. Está trastornado de dolor. Le dije que se quedara en Londres. Está convencido de que va a encontrar trabajo. Pero...

Comenzó a contar la trágica historia de las desgracias familiares. El campesino se la tragó de pe a pa y le dijo a lord Lisle que podía unirse a su hermana si quería.

Lord Lisle miró a su alrededor sin saber qué hacer. Un par de soldados habían agarrado a Nat Diggerby y lo llevaban a rastras hacia la garita del guardia.

Se subió a la carreta.

* * *

Betsabé encendió otra vela y releyó la carta, porque en la primera lectura creyó que sus ojos la estaban engañando.

Después de leerla por segunda vez la embargó la furia.

El plan de Olivia le resultaba demasiado familiar. Era el mismo método que sus padres usaban para lidiar con sus problemas: poner todas sus esperanzas en un plan alocado que solucionaría todos sus problemas de un plumazo, en lugar de atajarlos de raíz, uno a uno. Se jugaban el dinero a una tirada de dados en vez de utilizarlo para pagar el alquiler.

Dejó la carta a un lado.

—Espérate a que te ponga las manos encima, cariño.

Claro que primero tenía que encontrarla.

La carta no revelaba su destino. Aunque sí decía que iba en busca del legendario tesoro de Edmund DeLucey, y eso era una pista muy valiosa en sí misma.

Iría a Throgmorton, la casa solariega del conde de Mandeville, porque allí era donde Jack había dicho que se encontraba el tesoro. ¿Por qué hacerle caso a una madre aburrida cuando las historias de papá eran mucho más emocionantes y novelescas?

El único interrogante era la ventaja que Olivia llevaba. Unas cuantas horas a lo sumo, supuso. Si se hubiera saltado las clases, la señorita Smithson ya se lo habría comunicado. Con un poco de suerte, podría alcanzarla en cuestión de horas y no de días.

Aun así, para ir tras ella, necesitaba dinero, lo que significaba que tenía que ir a una casa de empeños. No estaba segura de dónde se encontraba la más cercana. Pero la señora Briggs lo sabría. Mientras tanto, tenía que encontrar algo que pudiera empeñar.

Empezó a rebuscar por todas las habitaciones. Vació los armarios y los cajones, le quitó las sábanas a los colchones. Hizo un montón en mitad de la estancia. Estaba empaquetando las escasas piezas de la cubertería que aún le quedaban cuando alguien llamó a la puerta.

Se levantó, se apartó el pelo de la cara y se acercó a la puerta, rezando porque el visitante fuera el sereno o un agente de la ley con Olivia a la zaga. La abrió.

El hombre que aguardaba en el mal iluminado vestíbulo no era ni el sereno ni un agente de la ley.

—Señora Wingate —dijo lord Rathbourne con una expresión de hastiado aburrimiento—, creo que su hija se ha fugado con mi sobrino.

* * *

El lugar estaba hecho un desastre, y la señora Wingate no se encontraba en mejores condiciones. El peinado se le había deshecho, de modo que varios rizos negros le caían por la frente y le acariciaban el cuello. Tenía el rostro sonrojado, una mancha en la nariz y otra en la mejilla. Lo fulminó con la mirada.

Y él deseó estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que dejara de fruncir el ceño.

Se vio obligado a volver a la realidad y a recordar por qué estaba allí: Peregrine.

Que no estaba presente, tal como comprobó en el corto intervalo de tiempo que tardó en registrar la habitación. Se le cayó el alma a los pies. Todas las pruebas indicaban que su sobrino intentaría detener a la señorita Wingate en lugar de unirse a ella en su escapada.

Sin embargo, Benedict llevaba casi dos semanas de enloquecedor aburrimiento y le resultaba imposible mirar a Betsabé Wingate, desarreglada y enfadada, sin sentirse abatido.

—Le pido disculpas por no avisarla de antemano —le dijo—. Debí pedirle a la señora Briggs que me anunciara, pero tenía compañía. No me pareció prudente esperar en su saloncito, incomodando a su invitado, mientras ella venía a preguntarle si le apetecía recibir visitas. Le he dicho que he venido para inspeccionar el lugar. ¿Puedo entrar?

—Sí, ¿por qué no? —Con un gesto indiferente, la señora Wingate se apartó de la puerta—. Estaba a punto de ir a una casa de empeños, pero esto... —Se pasó una mano por esos lustrosos rizos—. ¿Lord Lisle también ha desaparecido? ¿Con Olivia? Pero si apenas se conocen.

—Parece ser que han llegado a conocerse bastante bien —replicó—. Llevan semanas manteniendo correspondencia en secreto.

Tras una breve explicación acerca de sus recientes descubrimientos, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta la última carta dirigida a Peregrine y se la tendió.

Ella la leyó con rapidez y después se detuvo, con el rostro arrebolado.

—«Pálida y delgada», cómo no —musitó—. Ahí tenemos una muestra de su creativa imaginación.

Benedict no era de la misma opinión. Si bien la señora Wingate no estaba pálida en ese momento, su rostro parecía más delgado, más demacrado. Mientras seguía leyendo, él aprovechó para observarla. La última vez que la vio parecía más voluptuosa...

La última vez que la besó.

La última vez que la tocó.

«Piensa en el tiempo», se dijo.

La vio doblar la carta con ademanes bruscos.

—Seguro que ha escondido las de lord Lisle en algún sitio —aventuró—. No veo motivos para perder el tiempo buscándolas. Será mejor que lo empleemos en buscarla a ella... y también a lord Lisle, si es que está con ella, cosa que no me puedo creer. Es un muchacho muy sensato. Se cuestiona todo, como usted me dijo. No puedo creer que no haya cuestionado el plan de Olivia. Habría jurado que tenía más sentido común, que no se dejaría enredar en uno de sus alocados planes.

Benedict devolvió la carta al bolsillo interior.

—Soy de la misma opinión —convino—. No acabo de creerme que Peregrine esté involucrado en el plan. En su última carta, como seguramente se habrá dado cuenta, su hija menciona a un tal Nat Diggerby como su acompañante y también habla sobre las dudas de Peregrine acerca de su cruzada. Eso indica que ha tratado de disuadirla. En cuyo caso, podemos suponer con relativa seguridad que ha intentado detenerla. He venido con la esperanza de que lo hubiera conseguido y la hubiera traído a casa.

—No podría hacerlo solo —repuso ella—. Si me hubiera pedido consejo, le habría recomendado que llevara a un agente de la ley con él. O a un batallón de soldados.

«Cualquier otra madre estaría histérica o se habría desmayado», pensó Benedict. La señora Wingate ni siquiera parecía nerviosa. Aunque sí estaba enfadada, no cabía duda.

—Como yo no tengo trece años, no me hará falta un regimiento de soldados —adujo—. Y tampoco se me pasaría por la cabeza la idea de avisar a las autoridades. Lo único que me hace falta es que alguien se entere de esto... —Si algún miembro de la alta sociedad se hacía eco de la desaparición, la historia correría por Londres como la pólvora. Llegaría a oídos de Atherton en Escocia en cuestión de días. Una posibilidad nada halagüeña—. Thomas, el lacayo, bastará para mis propósitos —continuó—. Entre los dos estoy seguro de que podremos atrapar a un par de niños. —Hizo ademán de volverse hacia la puerta.

Ella se apresuró a cortarle la retirada. Sus ojos azules relampaguearon y casi dio un paso atrás... Por la sorpresa, claro estaba.

—Está usted molesto —le dijo—, de modo que voy a disculpar su aturdimiento.

—¿Que va a disculpar mi qué...?

—Todo esto es obra de Olivia —prosiguió ella—, y Olivia es mi problema. Sé cómo funciona su cabeza. Sé adónde va. Y soy yo quien va a ir a buscarla. —El rubor de sus mejillas aparecía y desaparecía—. Sin embargo, puede ahorrarme tiempo si me presta el dinero necesario para alquilar un carruaje.

La petición estuvo a punto de dejarlo boquiabierto. Reprimió el gesto a tiempo.

—Si cree que voy a quedarme en casa de brazos cruzados mientras usted persigue a mi sobrino, debe de haber perdido el juicio —replicó—. Porque Peregrine no es responsabilidad suya, sino mía.

—Pues usted debe de estar chalado si espera que sea yo quien se quede en casa de brazos cruzados.

—Uno de los dos debe ir —puntualizó él—. Y otro debe quedarse. No podemos viajar juntos.

—Evidentemente —convino ella—, pero usted está demasiado ofuscado como para pensar con claridad.

—¿Ofuscado? —repitió sin dar crédito—. En la vida me he ofuscado.

—No está utilizando la lógica —lo acusó la señora Wingate—. Quiere mantener esto en secreto, ¿no?

—Por supuesto que...

—Yo pasaré más inadvertida que usted —lo interrumpió con actitud impaciente—. No puede hacer preguntas sobre un par de niños sin causar habladurías. Su simple apariencia dice a voz en grito que es un aristócrata. Se comportará como si estuviera aburrido y recurrirá al sarcasmo y a la superioridad, asumiendo que está al mando. Cualquiera que lo vea sabrá quién es, como si llevara escrito en la frente su título y su linaje.

—Sé ser discreto —replicó.

—No sabe ser normal y corriente —insistió ella.

Como si ella pudiera ser normal y corriente, pensó Benedict, con ese rostro y ese cuerpo. Los hombres se girarían para mirarla por doquier. La seguirían a todas partes con la lengua fuera.

Apretó los puños. La señora Wingate viajando sola en un vehículo de alquiler, de noche, sin acompañante, sin ni siquiera una doncella...

Impensable.

—No puede viajar sola —concluyó en un tono gélido que cualquier otra persona habría comprendido que daba por zanjada la discusión.

—Llevo viajando sola tres años —protestó ella.

Benedict sintió deseos de zarandearla. Se obligó a abrir las manos. Recurrió a su paciencia.

—Iba acompañada de su hija —le explicó—. La gente no trata a las mujeres que viajan solas como a las madres que viajan con sus hijos.

—Esto es ridículo —dijo ella, girándose de pronto—. Es una pérdida de tiempo discutir con usted. Haré lo que tenía planeado. —Se acercó a las pertenencias que tenía amontonadas en el suelo y comenzó a hacer un hatillo.

Según había dicho antes, iba de camino a una casa de empeños.

Se preguntó si habría algún modo de detenerla aparte de dejarla inconsciente de un golpe, inmovilizarla con una camisa de fuerza o atarla a la pata de un mueble pesado.

—Déjelo —le ordenó en el tono que solía reservar para los parlamentarios enardecidos—. Olvídese de la casa de empeños. Uniremos nuestras fuerzas.

—No podemos...

—Es usted tan terca que no me deja otra opción —masculló—. Prefiero que me cuelguen antes que dejar que vaya sola.

* * *

Mientras esperaba a que la señora Wingate cogiera su bonete, su abrigo y cualquier otro objeto que considerase necesario, Benedict intentó reconectar su lengua y su cerebro.

Jamás de los jamases les hablaba a las mujeres con ese tono.

Siempre era paciente con ellas.

Pero esa en concreto...

Era un problema.

La cosa no mejoró cuando salieron de la casa, después de que la señora Wingate se hubiera detenido un instante para hablar con la señora Briggs.

—¿Un tílburi? —le preguntó mientras se detenía en los escalones para examinar el vehículo que estaba junto a la acera—. ¿Un carruaje abierto?

—¿Acaso suponía que había elegido un carruaje de cuatro caballos? —preguntó Benedict a su vez—. ¿Ve acertado que lleve a un cochero en semejante viaje?

—Pero esto no sirve —protestó—. Es demasiado elegante.

—Es alquilado, necesita una capa de pintura y tiene por lo menos diez años —señaló él—. Usted no tiene la menor idea de lo que es elegante. Suba.

La señora Wingate se aferró a su brazo con la mirada clavada en Thomas, que sujetaba los caballos.

—No podemos viajar con un criado —dijo.

«Paciencia», se recordó Benedict.

—Alguien tiene que ocuparse de los caballos —explicó pacientemente—. Ni se dará usted cuenta de que está con nosotros. Se sentará detrás y mantendrá la vista en el paisaje mientras piensa en sus cosas.

Ella le dio un tirón de brazo al tiempo que se ponía de puntillas para susurrarle al oído:

—Debía de tener la cabeza en otro sitio cuando lo trajo. Los criados son los mayores cotillas del mundo, peores que las viejas. Mañana mismo todo Londres sabrá qué ha estado haciendo y con quién.

Benedict notó el roce de su aliento en la oreja y fue muy consciente de la delgada mano que le apretaba el brazo. La levantó del suelo y la dejó en el asiento del tílburi. Cuando se sentó a su lado, ella le dijo:

—¿Se ofendería si le digo que estamos en el siglo diecinueve y no en el nueve? Este tipo de comportamiento pasó de moda junto con las cotas de malla y los griñones.

Thomas no perdió un instante y ocupó su lugar.

Benedict azuzó a los caballos antes de replicar:

—No estoy acostumbrado a dar explicaciones de mis actos, señora Wingate.

—Es evidente.

Empezó a rechinar los dientes. Se obligó a parar, y también se obligó a recordar otra de sus reglas: «Las mujeres y los niños, al poseer cerebros más pequeños y por tanto una capacidad de raciocinio menor, requieren en consecuencia un mayor grado de paciencia».

De modo que le explicó, echando mano de dicha paciencia:

—Thomas no es un criado londinense. Es un hombre de campo, que creció en la propiedad que mi familia tiene en Derbyshire. Su labor como lacayo lo hace tan competente con los caballos como cualquier mozo de cuadra. Lo hice partícipe de mi confianza hace semanas, cuando Peregrine comenzó las clases de dibujo. No le habría confiado un asunto tan delicado de no haber estado absolutamente seguro de su discreción.

La señora Wingate resopló, se sentó con la espalda muy tiesa y cruzó las manos sobre el regazo.

—Discúlpeme por haber puesto en tela de juicio su sentido común —dijo—. Después de todo, no es de mi incumbencia si carece de él o no. Yo no soy la responsable del hijo único y heredero del marqués de Atherton. Yo no soy quien va a verse arrojada del pedestal cuando el mundo descubra que no solo ha permitido, sino también alentado, que su sobrino se relacione con personas cuestionables. Yo no voy a...

—Ojalá hubiera escuchado la regla «El silencio es oro» —la interrumpió.

—No soy un político —adujo ella—. Estoy acostumbrada a decir lo que pienso.

—Habría jurado que la preocupación por su hija ocuparía por completo su mente.

—Dudo muchísimo que Olivia sufra algún percance —dijo—. Ojalá pudiera decir lo mismo de aquellos que se crucen en su camino.