Capítulo 1
Egyptian Hall, Piccadilly, Londres
Septiembre de 1821
El caballero estaba de espaldas, apoyado en el marco de la ventana, ofreciendo a la concurrencia una magnífica estampa de su alta, proporcionada y costosísimamente ataviada figura. Parecía tener los brazos cruzados por delante del pecho y la vista clavada en la calle, aunque el grueso cristal de la ventana solo le ofreciera una imagen borrosa de Piccadilly.
En cualquier caso, quedaba patente que la exposición que se exhibía en el interior y que mostraba las maravillas que Giovanni Belzoni había descubierto en Egipto no había logrado captar su interés.
La mujer que lo observaba disimuladamente decidió que era la viva estampa del aristócrata indolente.
Segurísimo de sí mismo. Perfectamente compuesto. Inmaculadamente ataviado. Alto. Moreno.
En ese instante volvió la cabeza, presentándole de ese modo el esperado perfil patricio.
Pero no era lo que ella esperaba.
Y la dejó sin aliento.
* * *
Benedict Carsington, vizconde de Rathbourne, apartó la vista del grueso cristal emplomado de la ventana y de la distorsionada imagen que este ofrecía de los caballos, los vehículos y los peatones que circulaban por Piccadilly. Contuvo un suspiro y desvió su oscura mirada hacia el interior del museo con su exhibición de la Muerte.
«La tumba de Belzoni», una exposición que recogía todos los hallazgos que había realizado el explorador en Egipto unos años antes, había demostrado ser todo un éxito de público desde su inauguración, el 1 de mayo. Él había formado parte, en contra de su buen juicio, de los mil novecientos asistentes que acudieron aquel primer día. Esa era su tercera visita, y al igual que sucediera en las dos ocasiones precedentes, preferiría con mucho estar en cualquier otro lugar.
El Antiguo Egipto no había logrado encandilarlo como a muchos de sus familiares. Hasta el zoquete de Rupert había sucumbido a su hechizo, tal vez porque la situación actual del país en cuestión ofrecía incontables oportunidades para jugarse el pescuezo y partir unas cuantas crismas. Pero Rupert no era ni por asomo el motivo por el que lord Rathbourne estaba pasando otra larguísima tarde en el Egyptian Hall.
El motivo estaba sentado al otro extremo del salón y no era sino Peregrine Dalmay, conde de Lisle, su sobrino y ahijado de trece años, único hijo y heredero de su cuñado, el marqués de Atherton. El muchacho estaba copiando con mucha diligencia el plano del interior de la segunda pirámide, cuya entrada había descubierto Belzoni tres años antes.
Tal como diría cualquiera de los profesores de Peregrine, y tal como le habían dicho a su padre en repetidas ocasiones, la diligencia no se encontraba entre las virtudes más destacadas del muchacho.
Sin embargo y solo en lo que a Egipto se refería, Peregrine era perseverante a más no poder. Ya llevaban dos horas en la exposición y su interés no mostraba signos de decaer. Cualquier otro chico habría estado frenético por regresar a la calle y emprender cualquier actividad física a los quince minutos de haber pisado el museo.
Claro que, si se tratara de cualquier otro chico, Benedict no habría ido en persona al Egyptian Hall. Habría mandado a un criado para que hiciera las veces de niñera.
Pero Peregrine no era un muchacho cualquiera.
Su aspecto físico era el de un ángel. Tez clara y semblante franco. Cabello rubio. Ojos grises de expresión inocente.
En julio la Corona había pagado a un grupo de boxeadores bajo la supervisión del señor Jackson a fin de mantener alejada a la reina Carolina y a sus seguidores de la coronación de Jorge IV. Pues bien, solo ese mismo grupo, si no rompían filas en ningún momento, habría tenido alguna posibilidad de mantener la paz allí por donde pasaba el heredero de lord Atherton.
Salvo por dichos boxeadores, o en su defecto un enorme contingente militar, el único mortal capaz de influir en los actos del joven lord Lisle era Benedict. Aparte, claro estaba, del padre de Benedict, lord Hargate. La verdad sea dicha, el conde de Hargate era capaz de intimidar a cualquiera (salvo a su esposa) y no acostumbraba a ejercer de niñera con mocosos traviesos.
«Debería haberme traído un libro», pensó Benedict.
Reprimió un bostezo y clavó la mirada en la reproducción de un bajo relieve realizada por Belzoni y copiada de la tumba de un faraón mientras intentaba comprender qué encontraba Peregrine, y muchas otras personas, tan estimulante.
El bajo relieve constaba de tres hileras de figuras toscamente talladas. Una de ellas era una fila de hombres con barbas puntiagudas y curvadas, y los brazos cruzados por delante del pecho. Entre figura y figura había un solitario signo jeroglífico. Sobre sus cabezas había más jeroglíficos dispuestos en columnas.
La hilera central constaba de cuatro figuras que remolcaban una embarcación en cuyo interior viajaban tres figuras más. La escena incluía unas cuantas serpientes muy largas. Sobre las cabezas de las figuras había más columnas de jeroglíficos. ¿Estarían hablando las figuras entre ellas? ¿Serían los jeroglíficos la versión egipcia de los bocadillos que los humoristas dibujaban sobre los personajes que aparecían en las tiras satíricas de los periódicos?
La hilera inferior estaba formada por otra fila de figuras dispuestas bajo más columnas de jeroglíficos. Sus rasgos y su estilo de peinado diferían de las anteriores. Debían de ser extranjeros. Al final de la hilera había un dios que Benedict reconoció al punto: Tot, el de la cabeza de ibis, el dios de la sabiduría. Hasta Rupert, cuya costosísima educación había caído en saco roto (lord Hargate podría haber echado el dinero directamente a las cabras y habría obtenido idénticos resultados), era capaz de reconocer a Tot.
Para averiguar el significado del conjunto había que echar mano de la imaginación y Benedict mantenía su imaginación, junto con otras muchas cosas, bajo un férreo control.
Su atención se desvió hacia el otro extremo del salón.
Tenía una vista despejada del lugar, ya que para gran parte del beau monde la exposición había dejado de ser una novedad a esas alturas. Hasta las clases inferiores preferían pasar esa preciosa tarde al aire libre en lugar de pasearse entre los contenidos de antiguas tumbas.
Así que la vio perfectamente.
Demasiado perfectamente.
Semejante perfección lo cegó un instante, como si acabara de salir a la deslumbrante luz del sol después de dejar atrás una tenebrosa caverna.
Estaba de perfil, como las figuras del relieve que había tras ella, observando una estatua.
Vio que bajo el borde del bonete azul claro sobresalían unos rizos negros. Vio que sus pestañas eran negras y contrastaban con un cutis de alabastro. Vio unos labios carnosos y tentadores.
Su mirada descendió.
Y sintió un nudo en el pecho.
No podía respirar.
Regla: «Solo los maleducados, la gente vulgar y los ignorantes se quedan mirando con la boca abierta», se recordó. Se obligó a apartar la mirada.
La niña estaba de pie, al lado de Peregrine. Intentó hacer caso omiso de su presencia, pero le estaba bloqueando la luz. Alzó la mirada, pero volvió a clavarla en el cuaderno de dibujo al punto... si bien le dio tiempo a percatarse de que la desconocida estaba observando su dibujo con los labios fruncidos y los brazos cruzados por delante del pecho. Conocía esa expresión. Era la misma que utilizaban los profesores.
La niña debió de interpretar su fugaz mirada como una invitación, porque comenzó a hablar.
—Me preguntaba por qué habías elegido el plano de la pirámide —dijo—. Solo son ángulos y líneas. Un dibujo poco interesante. La momia que está en el sarcófago habría sido una opción más divertida. Pero ahora entiendo el problema. No sabes dibujar muy bien.
De forma deliberadamente lenta, Peregrine volvió la cabeza y alzó la mirada hacia la chica. Al principio se quedó muy sorprendido. Tenía los ojos tan azules que parecían los de una muñeca, no los de una persona real.
—¿Cómo dices? —le preguntó, imitando la voz gélida y educada de su tío. Su padre era un marqués, un par del reino, y aunque su tío solo poseía el título de cortesía de vizconde de Rathbourne en esos momentos, sabía cómo lanzar réplicas muchísimo más demoledoras. Era famoso por ellas. Se decía que cuando lord Rathbourne esgrimía sus modales más corteses era capaz de congelar un caldero de aceite hirviendo a cincuenta pasos.
La gélida cortesía no funcionaba tan bien en el caso de Peregrine.
—Hay una estupenda sección de la pirámide en el libro del signor Belzoni —continuó ella, como si le hubiera pedido que siguiera parloteando—. ¿No preferirías llevarte un recuerdo de alguna de las momias? ¿O de la diosa con cabeza de leona? Mi madre podría hacerte una copia fabulosa. Es una dibujante espléndida.
—No quiero ningún recuerdo —replicó con sumo desdén—. Voy a ser un explorador y algún día volveré de Egipto con montones de momias.
La niña dejó de fruncir los labios. La expresión severa desapareció de su rostro.
—¿Te refieres a un explorador como el signor Belzoni? —preguntó—. ¡Vaya, eso sería grandioso!
Por mucho que lo intentara, Peregrine no era capaz de disimular su entusiasmo con el elegante estilo de lord Rathbourne.
—Lo más grandioso del mundo —convino—. Hay casi dos mil kilómetros de terreno sin explorar a lo largo del Nilo y la gente que ha estado allí dice que lo que se ve es solo la punta del iceberg, porque casi todas las maravillas están enterradas bajo la arena. Y una vez que logremos descifrar los jeroglíficos, sabremos quién construyó qué y cuándo lo hizo. En realidad, el Antiguo Egipto es como la Edad Media: un misterio insondable. Pero yo seré uno de los que descubran sus secretos. Será como descubrir un mundo nuevo.
Los ojos azules de la niña se abrieron como platos.
—¡Oh, entonces es como una noble cruzada! Vas a sacar los sombríos misterios de Egipto a la luz. Yo también tendré una noble misión. Cuando crezca, seré un caballero.
Peregrine estuvo tentado de meterse el dedo en la oreja para comprobar que funcionaba como era debido. Sin embargo, recordó que su tío se encontraba en las cercanías y al imaginarse la mirada que semejante gesto le reportaría, decidió refrenar el impulso. En cambio, dijo:
—Lo siento. ¿Podrías repetirlo? Me ha parecido oír que vas a ser un caballero... ¿Un caballero de brillante armadura y tal?
—Eso es justo lo que he dicho —contestó ella—. Como los caballeros de la mesa redonda. La galante sir Olivia, esa seré yo, y me embarcaré en peligrosas cruzadas, protagonizaré nobles hazañas, desharé entuertos...
—Menuda ridiculez —la interrumpió.
—No —lo contradijo ella.
—Por supuesto que lo es —insistió Peregrine... con suma paciencia, ya que su interlocutor era una chica y posiblemente no tuviera la menor idea de lo que era la lógica—. En primer lugar, todas esas paparruchas sobre el rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda son un mito. Tienen tanto fundamento histórico y tanta veracidad como las esfinges de los egipcios y sus dioses con cabezas de ibis.
—¡Un mito! —Los ojos azules se abrieron todavía más—. ¿Y qué me dices de las Cruzadas?
—Yo no he dicho que no hayan existido caballeros de verdad —puntualizó Peregrine—. Existieron y existen. Pero la magia, los monstruos y los milagros solo son mitos, nada más. Beda el Venerable ni siquiera menciona a Arturo.
Y así siguió, citando las diversas referencias históricas sobre el líder guerrero que tal vez hubiera dado origen a la leyenda de Arturo. Le explicó cómo a lo largo de los siglos había surgido una historia romántica adornada con criaturas míticas, milagros y otras connotaciones religiosas que se fueron sumando al cuento, porque la Iglesia era el poder más importante y lograba que la religión lo impregnara todo.
Después le ofreció su particular visión sobre la religión; una visión que había ocasionado su expulsión de una ristra de colegios. Eso sí, en deferencia a su cerebro femenino, mucho más débil e inferiormente educado, le regaló la versión abreviada.
Cuando se detuvo para respirar, ella replicó con desdén:
—Esa es tu opinión. No lo sabes con seguridad. Tal vez hubo un Santo Grial. Tal vez hubo un Camelot.
—Sé que no había dragones —afirmó—. Así que no podrás matar ninguno. Y aunque los hubiera, no podrías hacerlo.
—¡Había caballeros! —gritó ella—. ¡Puedo ser un caballero!
—No, no puedes —la contradijo, echando mano de toda su paciencia, porque la muchacha parecía tener las ideas muy confundidas—. Eres una chica. Las chicas no pueden ser caballeros.
Ella le arrebató el cuaderno de dibujo de las manos y se lo estampó en la cabeza.
El desastre no se habría producido si Betsabé Wingate hubiera estado pendiente de su hija. Pero no le estaba prestando atención.
Estaba intentando con todas sus fuerzas que su mirada no se desviara hacia el despreocupado aristócrata... Hacia esas largas piernas cuyos músculos resaltaban los costosos pantalones de lana; hacia esas brillantes botas negras que hacían juego con sus ojos; hacia esos kilométricos hombros que bloqueaban la ventana; hacia ese altivo mentón y esa insolente nariz; hacia esos peligrosos y oscuros ojos de mirada indolente.
Betsabé bien podría pasar por una tontuela de dieciséis años, cuando en realidad era una mujer seria, hecha y derecha, con el doble de edad. O bien se podía pensar que nunca había visto a un apuesto aristócrata, cuando en realidad había conocido a un sinfín de ellos y hasta se había casado con uno... No se estaba comportando con normalidad, no recordaba ni su nombre y tampoco le importaba, la verdad.
Se limitó a seguir donde estaba, intentando prestar atención a los egipcios en lugar de al caballero, y se mantuvo ajena a la realidad durante unos minutos. Tiempo más que suficiente para que Olivia recreara algunas de las escenas más espantosas del Apocalipsis.
Betsabé incluso se olvidó de que tenía una hija mientras permanecía de pie como si estuviese en trance y su corazón latía tan rápido que no le dejaba ni tiempo ni oportunidad para respirar.
Por eso no se percató de las señales de peligro inminente hasta que fue demasiado tarde.
Un golpe, un chillido de indignación y una voz familiar que decía a pleno pulmón: «¡Eres un grandísimo zoquete!» le confirmaron que ya era demasiado tarde y al mismo tiempo la sacaron del trance. Se apresuró a llegar hasta el lugar del incidente y le quitó a Olivia el cuaderno de dibujo de las manos antes de que lo arrojara al otro extremo del salón... rompiendo de paso, por descontado, algún objeto de valor incalculable.
—Olivia Wingate —dijo, procurando mantener un tono de voz calmado con la esperanza de no llamar más la atención—, me has dejado completamente asombrada. —Una flagrante mentira. El único modo de que Olivia lograra asombrarla sería que pasase media hora entre personas civilizadas sin ponerse en ridículo.
Se giró hacia el muchacho rubio que había sido la víctima más reciente de su hija. En esos momentos estaba en el suelo junto a un taburete que yacía de lado, sentado y sin la menor intención de ponerse en pie. Las observaba con recelo.
—Le he dicho que iba a ser un caballero cuando creciera y él ha dicho que las chicas no pueden ser caballeros —explicó Olivia con la voz trémula por la ira.
—Lisle, me asombra tu flagrante desdén hacia una de las reglas fundamentales de la supervivencia —dijo una voz increíblemente grave desde algún lugar próximo, situado a la derecha de Betsabé. El sonido le recorrió la espina dorsal hasta llegar a la base de la espalda y desde allí volvió a subir hasta provocarle una intensa vibración en una zona especialmente sensible del cuello—. Estoy seguro de que te lo he dicho en más de una ocasión —prosiguió la voz—. Un caballero jamás contradice a una dama.
Betsabé giró la cabeza en dirección a la voz. ¡Vaya, cómo no!
De todos los muchachos del mundo, Olivia tenía que atacar a su hijo...
* * *
Era el tipo de mujer que provocaba accidentes con solo cruzar la calle.
El tipo de mujer que debía ir precedido por un montón de señales de peligro.
Desde la distancia era arrebatadora.
Y en esos momentos la tenía al alcance de la mano.
En esos momentos...
En una ocasión y en el transcurso de una travesura adolescente, Benedict se había caído de un tejado y había perdido la consciencia durante unos minutos.
En esos instantes, mientras se caía de algún lugar y aterrizaba en unos ojos tan azules como un mar añil, la experiencia se repitió. El mundo desapareció, su cerebro dejó de funcionar y solo le quedó la visión... La visión de una piel de alabastro y de unos labios carnosos y tentadores; la visión de un mar insondable en el que se estaba ahogando... y la visión del rubor que como la luz rosada del amanecer tomó por asalto esos elegantes pómulos.
El rubor. La dama se estaba ruborizando.
Su cerebro recobró el funcionamiento con un gran esfuerzo.
Ejecutó una reverencia.
—Le pido disculpas, señora —dijo—. Me temo que este joven zopenco dista mucho de estar civilizado. Levántate del suelo y pide disculpas a las damas por haberlas molestado.
Peregrine se puso en pie con semblante indignado.
—Pero...
—Ni hablar —protestó la bella dama—. Tal como le he explicado a Olivia en incontables ocasiones, la violencia física no es la respuesta adecuada para arreglar un desacuerdo, a menos que se corra peligro de muerte. —Se giró hacia la niña, una pelirroja pecosa que no se parecía en absoluto a su madre, si acaso ese era el parentesco que las unía, salvo en el aspecto ocular—. ¿Corría peligro tu vida, Olivia?
—No, mamá —respondió la niña con un brillo belicoso en los ojos—, pero él dijo que...
—¿Este joven caballero te ha amenazado de algún modo? —prosiguió su madre.
—No, mamá —contestó ella—, pero...
—¿Se ha tratado de una simple diferencia de opiniones? —insistió la dama.
—Sí, mamá, pero...
—Has perdido los estribos. ¿Qué te he dicho acerca de perder los estribos?
—Tengo que contar hasta veinte —contestó la niña—. Y si para entonces no me he calmado, debo seguir contando hasta cuarenta.
—¿Lo has hecho?
Un suspiro.
—No, mamá.
—Haz el favor de disculparte, Olivia.
La niña apretó los dientes. Acto seguido, inspiró hondo y soltó el aire muy despacio. Se giró hacia Peregrine.
—Señor, le pido humildemente perdón —dijo—. Ha sido un acto terrible, abominable y atroz por mi parte. Espero que la repentina caída del taburete no lo deje desfigurado ni le ocasione un daño permanente. Estoy muy avergonzada. No solo he atacado, y posiblemente mutilado, a un inocente, sino que además he puesto en evidencia a mi madre. Todo es por culpa de mi incontrolable genio, ¿sabe? Una aflicción que sufro desde mi nacimiento. —Se postró de rodillas y agarró una de las manos de Peregrine—. Señor, ¿sería tan bueno, tan generoso, tan amable de perdonarme?
Peregrine, que hasta ese momento había escuchado el discurso con creciente asombro, pareció quedarse totalmente anonadado quizá por primera vez en toda su vida.
La madre de la niña puso en blanco esos ojos tan sorprendentemente azules.
—Levántate, Olivia.
La niña siguió aferrada a la mano de Peregrine con la cabeza gacha.
Peregrine lo miró con el pánico pintado en el rostro.
—Tal vez ahora comprendas el desatino que supone contrariar a una dama —le dijo él—. No me mires en busca de ayuda. Espero que te sirva de lección.
Puesto que la mudez era un mal del todo ajeno al carácter de su sobrino, este se recobró en un santiamén.
—¡Vamos, ponte en pie! —le ordenó a la niña con voz malhumorada—. Solo era un cuaderno de dibujo. —Ella no se movió. Con un tono de voz más moderado, Peregrine añadió—: Mi tío tiene razón. Yo también debería pedir disculpas. Sé que se supone que debo estar de acuerdo con todo lo que diga una dama y con lo que digan mis mayores, por alguna razón que se me escapa. Si es que la hay, claro. En realidad, nadie me ha explicado la lógica de esta regla. De cualquier forma, apenas me has rozado. Me he caído porque perdí el equilibrio al agacharme. Aunque da igual. De todos modos, una chica es incapaz de hacer mucho daño.
La cabeza de Olivia se alzó al punto y sus ojos miraron a Peregrine echando chispas... mortales.
Él siguió con lo suyo sin darse ni cuenta, como de costumbre.
—Requiere práctica, ¿sabes? Y las chicas no practican nunca. Si practicaras, al menos lograrías fortalecer el brazo. Por eso los profesores son tan buenos.
La expresión de la niña se suavizó. Se puso en pie, claramente distraída por el nuevo tema de conversación.
—Mi padre me contó muchas cosas sobre los profesores ingleses —dijo—. ¿Te han golpeado a menudo?
—¡Caray, todos los días! —exclamó Peregrine.
Olivia pidió detalles. Él se los ofreció.
A esas alturas, Benedict había recobrado la compostura. O eso creía. Mientras los niños hacían las paces, permitió que su atención se trasladara a la arrebatadora mamá.
—Su disculpa no era necesaria —le dijo—. No obstante, ha sido de lo más... esto... conmovedora.
—Es una niña horrible —confesó la dama—. He intentado vendérsela a los gitanos en varias ocasiones, pero no la quieren ni regalada.
Sus palabras lo sorprendieron. La belleza rara vez iba de la mano del ingenio. Cualquier otro hombre habría dado media vuelta en ese mismo momento. Benedict se limitó a hacer una brevísima pausa antes de decir:
—En ese caso, me temo que no haya la más mínima posibilidad de que lo quieran a él. Aunque en realidad no es mío para venderlo o no. Es mi sobrino. El único hijo de Atherton. Yo soy Rathbourne.
Algo cambió. Una especie de sombra que no había estado antes allí veló su expresión.
Tal vez se hubiera tomado demasiadas libertades. La dama podía quitar el hipo y tener cierto sentido del humor, pero eso no quería decir que tuviera por costumbre saltarse ciertas normas sociales.
—Tal vez haya algún conocido mutuo en el museo que pueda presentarnos como es debido —dijo al tiempo que echaba un vistazo por el salón. En ese instante había dos o tres personas, a quienes no conocía ni tenía el menor deseo de conocer. Cuando miró en su dirección, apartaron la mirada al punto.
Sin embargo, el sentido común hizo acto de presencia y Benedict se preguntó qué podría aportar una presentación formal. Ella era una mujer casada y él tenía ciertas reglas referentes a las mujeres casadas. Si intentaba ahondar en la relación, acabaría violando dichas reglas.
—Dudo muchísimo que tengamos algún conocido común —replicó ella—. Usted y yo nos movemos en círculos distintos, milord.
—Ambos estamos aquí —puntualizó él, confirmando de ese modo que su lengua se había impuesto a las Reglas Referentes a las Mujeres Casadas.
—Al igual que lo está Olivia —añadió la dama—. Salta a la vista por su expresión que en menos de nueve minutos y medio tendrá una de sus ideas, lo que nos sitúa a unos once minutos de vernos en medio del caos. Me veo en la obligación de llevármela de aquí.
Y con eso, se dio media vuelta.
El mensaje fue suficientemente claro. Tan claro como si le hubiera arrojado un cubo de agua helada a la cara.
—Por lo que veo, acaba usted de despacharme —dijo—. Una reacción adecuada para mi impertinencia.
—Esto no tiene nada que ver con las impertinencias —aclaró ella sin darse la vuelta siquiera—, sino con la supervivencia. Agarró a su hija y se marchó.
* * *
Estuvo a punto de seguirla.
Impensable.
Pero cierto.
Incluso había dado un paso para salir en pos de la dama con el corazón desbocado cuando lady Ordway salió en tromba por una puerta y se precipitó hacia él en un torbellino de lazos, volantes y plumas. Estas últimas, debido a su avanzado estado de gestación, creaban la ilusión de una airada gallina clueca.
—Dígame que no estoy viendo un... un como se llame —dijo la dama—. Esas cosas que se ven en el desierto. No en los oasis, Rathbourne, sino esas cosas que se ven cuando no hay oasis.
Benedict lanzó una mirada impasible a ese hermoso rostro de expresión entrañablemente bobalicona.
—Creo que la palabra que está buscando es «espejismo».
Ella asintió y los volantes, los lazos y las plumas que adornaban su bonete se agitaron con alegría en torno a su cabeza.
Tenía la sensación de que conocía a lady Ordway desde siempre. La dama era siete años más joven que él y ocho años antes había estado a punto de casarse con ella en lugar de hacerlo con Ada, la hermana de Atherton. No estaba seguro de que las cosas hubieran tenido un final más feliz de haberlo hecho. Ambas se equiparaban en belleza, educación, dote e inteligencia. Y ambas estaban mucho mejor dotadas en las tres primeras categorías que en la última.
Claro que había poquísimas mujeres dotadas con lo necesario para ofrecer una verdadera estimulación intelectual. Además, era muy consciente de que había sido él quien le fallara a su difunta esposa y no al contrario.
—Creía que era un espejismo —dijo lady Ordway—. O un sueño. Con todas estas extrañas criaturas alrededor, es muy fácil creerse en mitad de un sueño. —Señaló los objetos expuestos en el salón—. Pero era Betsabé DeLucey de verdad. O ese era su apellido de soltera, porque se casó antes que yo. Aunque los Wingate jamás lo reconocerán. Para ellos no existe.
—Qué aburrido —replicó él mientras le daba vueltas a unos apellidos que le resultaban conocidos—. Una antigua rencilla familiar ocasionada por alguna tontería, no me cabe la menor duda.
Estaba seguro de que había conocido a algún Wingate en el colegio. Ese era el apellido del conde de Fosbury, ¿no? En cuanto a los DeLucey, no recordaba haber conocido a ninguno. Aunque sabía que su padre tenía amistad con el cabeza de familia, el conde de Mandeville. Lord Hargate conocía a todo aquel que merecía la pena conocer, así como todo lo que merecía la pena saberse sobre ellos.
—No son tonterías ni mucho menos —lo corrigió lady Ordway—. Y por favor, le ruego que no me diga que no es de buenos cristianos culpar a los hijos de los pecados de los padres. En este caso, si se acepta a los hijos, llegarán acompañados de los padres. Y, como muy bien sabrá usted, son atroces.
—Hasta este momento no había visto nunca a la dama —le dijo él—. No sé nada sobre ella. Los niños estaban discutiendo y nos vimos obligados a intervenir. —Miró de reojo a Peregrine, que había retomado el dibujo y parecía totalmente recuperado del incidente. La resistencia de la juventud...
Él, por su parte, todavía no había recobrado el aliento.
Betsabé. Se llamaba Betsabé.
Qué apropiado.
Lady Ordway también miró de reojo a su sobrino. Bajó la voz y le explicó:
—Proviene de la rama malograda de los DeLucey.
—Todas las familias tienen una —le aseguró él—. Los Carsington tenemos a Rupert, por ejemplo.
—¡Ah, ese bribón! —exclamó, con la misma sonrisa y el mismo tono indulgente que adoptaban casi todas las mujeres al hablar de Rupert—. Los Atroces DeLucey son totalmente distintos a su hermano. Tienen una pésima reputación. Imagínese la reacción de lord Fosbury cuando su segundo hijo, Jack, anunció que iba a casarse con una de ellos. Habría sido semejante a la reacción de lord Hargate si usted le anunciara su inminente boda con una gitana. Lo cual, en realidad, es lo que Betsabé era, por mucho que intentaran convertirla en una dama.
Quienquiera que hubiese intentado convertir en una dama a Betsabé Wingate lo había logrado. Él no había detectado el menor indicio de vulgaridad en su forma de hablar ni en sus modales, y eso que tenía un oído muy fino para captar los matices que delataban a los impostores más cultivados y a los imitadores.
Había supuesto que estaba hablando con alguien perteneciente a su misma clase social. Con una dama.
—Qué duda cabe de que fue así como le pusieron al pobre Jack los grilletes del matrimonio —prosiguió lady Ordway—. Pero el matrimonio no llenó las arcas de la familia, como ellos esperaban. Cuando Jack se casó con ella, lord Fosbury lo desheredó. Jack y su esposa acabaron en Dublín. Allí fue donde los vi por última vez, poco antes de que él muriera. La niña se parece a él.
A esas alturas, la dama se vio en la necesidad de tomar aliento y abanicarse el rostro. Cuando ambas medidas demostraron ser insuficientes, lady Ordway se apropió del banco más cercano y lo invitó a acercarse, invitación que Benedict aceptó sin demora.
La dama era tonta, se emperifollaba demasiado y rara vez decía algo que mereciera la pena escuchar... y había que escucharla, porque era una de tantas personas que equiparaban monólogo a conversación. No obstante, era una antigua conocida que formaba parte de su círculo social y que estaba casada con uno de sus aliados políticos.
Además, su aparición había evitado que cometiera una espantosa infracción del sentido común y las normas sociales.
Había estado a punto de salir en pos de Betsabé Wingate.
Y después...
Y después no tenía la menor idea de lo que habría podido hacer, habida cuenta de lo ofuscado que se encontraba en aquel momento.
¿Se habría rebajado a tomarle el pelo hasta que ella le hubiera confiado su nombre y su dirección?
¿Habría caído en la ignominia de seguirla en secreto?
Una hora antes jamás se habría creído capaz de un comportamiento tan inaceptable. Esa sería la típica reacción de un jovenzuelo enamorado. Naturalmente, había experimentado todo el abanico de enamoramientos propios de la juventud y había cometido las estupideces consecuentes a semejante estado, pero hacía muchísimo tiempo que había superado ese atolondramiento.
O eso creía hasta entonces.
Porque en esos momentos se preguntaba cuántas reglas básicas habría infringido. Que fuese una viuda en lugar de una mujer casada no cambiaba las cosas. Durante un buen rato se había comportado como si no estuviera en sus cabales, como si estuviera loco o hechizado.
Regla: «El comportamiento impetuoso es propio de poetas, de artistas y de aquellas personas incapaces de controlar sus pasiones», se recordó.
De modo que se armó de paciencia, siguió sentado junto a lady Ordway y la escuchó mientras ella sacaba otro tema de conversación, en absoluto interesante, y luego otro más, aún menos interesante que el anterior, y se dijo que debía dar gracias por que la dama hubiera roto el hechizo y hubiera evitado que cometiera una escandalosa estupidez.