Capítulo 10
Betsabé también se había acicalado en la medida de lo posible, pero de una forma mucho más adecuada para una dama: con la palangana y el aguamanil que la señora Edkins le había proporcionado.
Sin embargo, la mujer no le había dado ni espejo ni horquillas, de modo que estaba intentando arreglarse el cabello con la dificultad que ese detalle conllevaba cuando la puerta del saloncito privado se abrió de par en par.
—Ha corrompido a mi lacayo —la acusó lord Rathbourne. Se había anudado la corbata empapada sin prestarle mucha atención al resultado final. El cuello de la camisa colgaba sin apresto alguno. Tenía la chaqueta y el chaleco desabrochados.
Sobre las cejas le caía una lustrosa profusión de rizos negros, mientras que el resto de su cabeza aparecía cubierto por lo que parecían ser auténticos tirabuzones.
No se había limitado a lavarse la cara, sino que había metido la cabeza bajo el caño de la fuente, concluyó con desesperación. ¡Estaba empapado!
Sintió el arrollador deseo de pasar los dedos por esa desordenada mata de rizos negros. De arrancarle la ropa húmeda para acariciar ciertas partes que sus manos no deberían tocar.
Y la culpa la tenía la puñetera pelea en Colnbrook. La reacción de lord Rathbourne cuando la tocó el borracho... El modo en el que se había defendido del ataque en masa de los hombres, lanzándolos a diestro y siniestro como si fuera coser y cantar... El peligro...
Le había encantado.
Lo había encontrado excitante.
La típica reacción de un DeLucey.
Se clavó una horquilla en el desastroso moño que había logrado hacerse.
—Soy una DeLucey —replicó con voz fría—. Corrompemos a todo el mundo.
—Pues a mí no va a corromperme —le aseguró él—. Tendrá que conformarse con esclavizar a Thomas y verlo corretear de un lado a otro para obedecer cada una de sus locuras. Porque yo no soy Thomas y no estoy acostumbrado a que me den órdenes. Vamos, tenemos que irnos.
Eso la enfureció.
—Pues yo tampoco estoy acostumbrada a que me den órdenes —repuso—. Me niego a moverme de aquí hasta asegurarme de que no tiene una costilla rota.
—No me he roto ninguna costilla —dijo él.
—No puede saberlo con seguridad —lo corrigió—. Lo he visto caminar por el pasillo procurando protegerse el costado derecho.
—Intentaba no reírme —le explicó.
—Y después siguió caminando de un modo extraño —insistió Betsabé.
—Estaba un poco mareado por el ataque de risa —replicó.
Verlo y escucharlo también había tenido un efecto mareante en ella. Sus carcajadas le habían provocado un extraño vuelco en el corazón porque le habían mostrado su faceta de niño y de libertino, una faceta de lo más imperfecta y humana.
Porque era humano, tan vulnerable como los demás. Y los espasmos podían haber empeorado sus heridas.
—Solo será un momento —insistió—. ¿No puede usted complacer a una...?
—No soy idiota, señora Win... señora Woodhouse —se corrigió—. Si tuviera una costilla rota, lo sabría. Solo por el dolor, evidentemente. Por muy viril y estoico que sea, también siento dolor. Y soy lo bastante inteligente como para saber cuándo no me duele. Ahora mismo no me duele nada.
—La reacción a la fractura suele demorarse —insistió ella—. En ocasiones pasan horas antes de que la impresión o el nerviosismo desaparezcan y el dolor...
—No estoy impresionado ni nervioso, y no vamos a pasar horas en este lugar —la interrumpió—. Yo me voy, señora. Puede venir conmigo o quedarse aquí, como guste. —Dio media vuelta y salió por la puerta.
Esperaba que lo siguiera, como si fuera un borrego.
Betsabé cruzó los brazos y fulminó el vano de la puerta con la mirada.
Su Ilustrísima regresó un momento después.
—Está siendo terca solo para llevarme la contraria —la acusó—. Está decidida a desafiarme a la menor oportunidad. Exactamente igual que hizo en Londres. Pues no va a salirse siempre con la suya.
—¿Y usted sí? —le preguntó.
—Me niego a quedarme aquí, discutiendo con usted —respondió él—. Es absurdo.
—No permitiré que me trate como a una niña —le advirtió Betsabé—. Será mejor que no emplee ese tono conmigo. No va a mofarse de mí por mostrarme razonablemente preocupada. Las costillas rotas pueden ser mortales.
La expresión de lord Rathbourne se suavizó al punto.
—Sí, por supuesto que es razonable que se muestre preocupada. No debería tomármelo a la ligera.
Ella se relajó y descruzó los brazos.
Su Ilustrísima se acercó con una expresión contrita en el rostro.
—Puede decirme todo lo que quiera —dijo al tiempo que la cogía de la mano—. En el carruaje.
Betsabé retrocedió al punto, pero él se movió demasiado rápido y la alzó en brazos.
—No, no y no —dijo—. No va a utilizar estas tácticas de cavernícola conmigo. No va a llevarme de un lado para otro como si fuera un saco de patatas. Bájeme. —Le asestó un puñetazo en el pecho.
—Ten cuidado con mis costillas rotas, encanto —le dijo con una carcajada.
—No soy su encanto, bruto troglodita —replicó mientras intentaba zafarse—. No es mi amo y señor. No me...
—Estás haciendo una bonita escena —le recordó lord Rathbourne.
—Ni siquiera he empezado —dijo cuando llegaron a la puerta—. Si da un solo paso más...
Su Ilustrísima se apoderó de sus labios.
El mundo se salió de su órbita y se oscureció. Benedict cerró de un portazo y se apoyó en la puerta sin interrumpir el beso.
«¡No! ¡No!», rugió una voz en su cabeza. Demasiado tarde.
Porque notó que ella se rendía al instante. Lo notó en sus labios y en las manos que lo agarraron con fuerza por los hombros.
Se rindió al beso y se entregó a manos llenas, si bien lo hizo con una nota desafiante. La misma que antes había iluminado esos ojos azules y que ahora le derretía los labios.
La sintió retorcerse entre sus brazos hasta que la dejó en el suelo, pero no hizo el menor ademán de separarse de él. Benedict siguió saboreando la ardiente humedad del beso mientras ella se deslizaba por su cuerpo y el roce de esas voluptuosas curvas sobre sus tensos músculos lo enardeció.
Tenía que soltarla. Ya.
Solo tenía que apartarle el brazo de la cintura. Pero no lo hizo. La mantuvo pegada a él mientras el beso adquiría un tinte erótico y se convertía en un juego, incitante, atrevido, exigente... Pasión.
La pasión no estaba permitida. Jamás. La pasión era la locura, el caos. Tenía cientos de reglas contra la pasión.
«No. Dame una patada. Un pisotón. Sabes cómo defenderte», pensó.
Pero ella siguió pegada a su cuerpo, aferrada a su brazo con una delicada mano que bien podría ser un grillete.
Escuchó las voces de la Razón y del Deber gritándole las reglas, pero ella las acalló con el simple roce de sus dedos sobre el dorso de una mano; la mano que había colocado contra la puerta con la intención de inmovilizarla hasta encontrar la fuerza suficiente para hacer lo mismo con la otra.
Sin embargo, ella solo tuvo que rodearle la muñeca para que girara la mano y sus dedos acabaran entrelazados. La intimidad de la caricia hizo que le diera un vuelco el corazón, y eso a su vez lo enfureció. Esa mujer estaba hecha para él. ¿Por qué no podía hacerla suya?
Puso fin al beso y enterró el rostro en su cuello. Saboreó su piel e inhaló su aroma, el mismo que con tanto ahínco había intentado olvidar... en vano.
A partir de ese momento le resultó imposible dejar las manos quietas. Se las llevó a la espalda y comenzó a explorar las curvas de su cintura y de sus caderas. Su reacción fue como un desafío para ella, o tal vez se viera invadida de repente por el mismo deseo arrollador que lo invadió a él, porque sus manos comenzaron a moverse, desatando el caos allí por donde pasaban. Se deslizaron bajo su chaqueta y su chaleco, atormentándolo por encima de la liviana camisa a pesar de saber, porque estaba convencido de que ella lo sabía, que necesitaba sentirlas sobre la piel desnuda.
Tanteó la espalda del vestido, pero allí no había botones. Estaban delante. Tardó apenas un instante en desabrocharlos, apartar la delgada tela de la camisola y meter las manos bajo el corsé para acariciarle los pechos, piel contra piel. La escuchó jadear.
«Dime que pare... No me lo digas», rogó en silencio.
Ella se apartó un poco y le dio unos tironcitos al corsé para aflojarlo, tras lo cual lo miró a los ojos con expresión desafiante y seductora. Acto seguido alzó las manos, le aferró la cabeza y tiró de él hacia abajo. Solo tuvo que rozar la delicada curva de esos pechos con los labios para arrancarle un gemido de placer.
Hasta ahí llegaron sus pensamientos.
A partir de ese momento se impuso una frase: «la deseo», seguida de «tengo que poseerla», ambas acompañadas de una letanía de «mía, mía, mía».
La parte animal estaba al mando.
Le subió las faldas y el frufrú de las enaguas al rozar las mangas de su chaqueta lo acompañó hasta que por fin encontró una liga; desde ahí siguió ascendiendo sobre una piel extremadamente suave y se detuvo al llegar a su parte más femenina, cálida y húmeda.
Con la otra mano hizo el gesto de desabrocharse los pantalones, pero ella se adelantó. El roce de esa palma contra su palpitante miembro lo llevó a enterrar la cara en el hombro para contener un gemido, como si fuera un colegial en su primer encuentro con el placer.
Lo consumía la impaciencia y era incapaz de razonar; pero, por muy impaciente que estuviera, las juguetonas caricias de esa mano resultaban demasiado placenteras como para apartarla. Notó cómo le desabrochaba un botón y luego otro. Su verga se tensó aún más contra la tela, en busca de su mano, y ya estaba haciendo ademán de ayudarla (y de ayudarse a sí mismo) cuando la escuchó gritar y se apartó de él mientras echaba pestes en francés.
Un doloroso pinchazo, eso fue lo único que le hizo falta a Betsabé para recuperar el sentido común.
Se apartó de lord Rathbourne con la mano dolorida. Y le dio la espalda, porque se había puesto colorada.
—¿Qué pasa? —preguntó él con voz muy ronca—. ¿Qué pasa?
Betsabé se habría echado a llorar de buena gana. O a reír.
—La mano —contestó—. La mano, gracias a Dios. ¡Me cago en tus muelas, Rathbourne! Sabes que no podemos hacer esto.
—¿En mis muelas? —repitió otra vez—. ¿En mis muelas? —Después, en tono más calmado, añadió—: ¿Qué te pasa en la mano?
—Creo que le rompí la nariz a alguien —explicó—. Y ahora me duele horrores.
—Déjame ver.
Quería alejarse de él con la intención de recomponerse la ropa y darle tiempo para hacer lo mismo. Tenía el pecho a la vista, por encima del corsé, las enaguas sujetas en la cintura y las faldas hechas un higo.
Sin embargo, jamás se había avergonzado de su cuerpo ni había sido tímida a la hora de mostrarlo, y en ese preciso momento le importaba muy poco lo que él pudiera ver. Le habría dejado mirarla a placer y hacerle todo lo que quisiera. Lo habría hecho de buena gana... «¡Anda ya! —exclamó la voz de su conciencia—. ¡Habrías estado encantada!»
Porque estaba enamorada de ese hombre y no podía luchar contra eso. No podía luchar contra sí misma, una DeLucey de la cabeza a los pies, por mucho que le pesara.
Permitió que Rathbourne le cogiera la mano para examinarla.
—Tienes los dedos hinchados —dijo él—. ¿Has dicho que le pegaste a alguien en la nariz?
—Sí —respondió.
—Por culpa mía —añadió él.
—Sí, por supuesto que ha sido por culpa tuya —afirmó—. No iba a permitir que te enfrentaras a ellos solo. Ya que estamos, ni siquiera deberías haberte molestado. Ha sido una ridiculez que montaras semejante escándalo porque un borracho me cogiera el tobillo. Era perfectamente capaz de atizarle una patada si se ponía demasiado pesado. Aun así, fue un gesto encantador por tu parte. Muy caballeroso.
—No fue nada encantador —la corrigió Rathbourne—. Fue totalmente ridículo. Si no me hubiera comportado de una manera tan estúpida, al más puro estilo de Rupert, a estas alturas habríamos reemprendido el camino y no estaríamos ni doloridos ni preocupados por las posibles heridas del otro. Y, sobre todo, no habríamos estado en un tris de hacer algo que ambos sabemos muy bien que no debemos hacer.
—Bueno, pero no lo hemos hecho —lo tranquilizó. No intentó sonar aliviada. Ni siquiera tenía el control suficiente para que su voz no sonase decepcionada.
—No, no lo hicimos. —Rathbourne tenía la vista clavada en su mano. Tras inclinar la cabeza, se la llevó a los labios y le besó los nudillos, uno a uno. Cuando la soltó, la examinó de los pies a la cabeza. Dejó escapar un largo suspiro—. La culpa de que estés casi desnuda es mía. Así que me toca vestirte de nuevo.
—Puedo hacerlo yo —le aseguró.
—Has gritado de dolor intentando desabrochar un simple botón —le recordó él—. ¿Crees que serás capaz de apretarte las cintas del corsé y de abrocharte el vestido?
Buena pregunta.
Tal como había vaticinado, la pelea había tenido unos efectos retardados. Pero sobre sí misma, no sobre él. Qué lástima que no hubiera empezado a dolerle unos minutos antes. Así no tendría que enfrentarse al descubrimiento de que solo era una pelandusca más, de las muchas que abundaban entre los Atroces DeLucey.
—Supongo que tardaría horas y me costaría un buen número de gritos y maldiciones —contestó—. Tal vez sea mejor que lo hagas tú.
Clavó la vista en su cuello mientras él le enderezaba el corsé con eficiencia, le alisaba la camisola, le cubría los pechos y ataba las cintas.
Mientras le colocaba las enaguas, tuvo que tragar saliva para decir:
—Supongo que una verdadera dama no va por ahí desabrochándole los pantalones a los hombres.
—No lo hacen... —convino él al tiempo que le alisaba el vestido—, con tanta frecuencia como les gustaría.
* * *
Aunque habían pagado el trayecto hasta Twyford, Peregrine y Olivia no llegaron tan lejos.
En Maidenhead, localidad donde el coche de postas se detuvo para cambiar el tiro, Peregrine se bajó como pudo del asiento que ocupaba entre dos pasajeros bastante gordos y desaseados. Dichos pasajeros habían estado dormidos casi todo el tiempo sobre él. Llevaba casi diez kilómetros soportando su asqueroso olor y sus ensordecedores ronquidos. Si hubiera tenido algo interesante que hacer o a lo que mirar, no le habría importado tanto. Pero, como no había sido así, estaba aburrido y furioso, además de cansado y hambriento.
—Yo me bajo aquí —le dijo a Olivia—. Tú puedes quedarte conmigo o seguir adelante. Me da exactamente igual.
Se apeó del carruaje, salió del patio de la posada a la calle y tomó una buena bocanada de aire nocturno.
Después echó un vistazo a su alrededor. Jamás había estado en la calle tan tarde, solo y en un pueblo desconocido. Salvo por el murmullo procedente del patio de la posada, el lugar estaba en silencio. Era muy tarde y todos estaban dormidos.
Le apetecía estar en silencio para pensar. En realidad, lo que más le apetecía era irse a dormir, como el resto del mundo.
Había pasado toda la tarde y parte de la noche en un estado de nervios constante, sin saber qué haría Olivia a continuación y preguntándose cuándo los asaltaría otra calamidad.
En ese momento se dio cuenta de que ya los había asaltado. Fugarse con Olivia Wingate, sin importar cuán nobles fueran sus motivos, iba a acarrearle unas consecuencias muy desagradables.
Si lord Rathbourne ya los hubiera encontrado, tal como él suponía en un principio que iba a suceder, tal vez el asunto se habría acabado sin más. Habría bastado una explicación para que su tío comprendiera por qué había hecho lo que había hecho. El tío Benedict era un hombre razonable y racional.
No obstante, ya había pasado un día. Era sábado, el día supuestamente fijado para que Su Ilustrísima y él partieran hacia Escocia. Dudaba mucho de ser capaz de llegar a Londres con tiempo para evitar el desastre aunque pudiera permitirse alquilar un coche privado, cosa que no podía hacer. A esas alturas la servidumbre de su tío al completo sabría que algo andaba mal. Y en cuanto los criados se enterasen, todo el mundo lo sabría.
Debería haber comprendido que relacionarse con Olivia Wingate le acarrearía un desastre tras otro. Debería haberla dejado sola con Nat Diggerby.
Claro que en ese caso se habría perdido la aventura.
Y la verdad era que no tenía ninguna prisa por llegar a Edimburgo para aburrirse y desesperarse en otro colegio, del que no tardarían en expulsarlo.
Lo que le preocupaba era la posibilidad de que lord Rathbourne se enfadara, porque podría llegar a la conclusión de que causaba demasiados problemas, y de que sus padres se inquietaran, porque cabía la posibilidad de que en un arrebato de histeria le prohibieran las visitas a casa de su tío. Si no fuera por eso, no le habría importado continuar con Olivia en pos de su loca Cruzada. Para un joven que planeaba navegar por el Nilo, recorrer de ese modo el camino de Bristol sería una experiencia muy útil.
Sin embargo, tenía que pensar en lord Rathbourne, y dado que aún no los había alcanzado, decidió que debía detenerse y dejar que lo atraparan.
Mientras tanto, quería comida. Y una cama.
Maidenhead, un pueblo de considerable tamaño con mercado propio, poseía un buen número de posadas. Regresó a El Oso, la más grande y bulliciosa. Cuando se acercó a la entrada, vio a Olivia, que lo esperaba con los brazos cruzados.
—Se supone que eres mi escudero —le dijo—. Los escuderos son fieles y leales. No abandonan a sus caballeros.
—Tengo hambre —replicó—. Y quiero dormir.
—Pues no puedes hacer nada de eso aquí —dijo ella—. Esta es la mayor posada de Maidenhead. Costará una fortuna y sabes que sin pagar no conseguiremos una de sus costosas habitaciones. —Observó los alrededores con detenimiento—. A estas horas de la noche no puedo ganar dinero, ¿no crees?
—¿Ganar? —preguntó—. Querrás decir estafar, ¿no?
La vio encogerse de hombros.
—Tu padre te da dinero. Y yo tengo que trabajar para conseguir el mío.
Peregrine no tenía nada claro que las astutas artimañas y los descarados timos que practicaba pudieran considerarse «trabajo», pero estaba demasiado cansado como para enzarzarse en un debate semántico.
—Pues la verdad es que mi padre sí me da dinero —replicó—. Y llevo algo encima.
Olivia lo miró con los ojos entrecerrados.
—En primer lugar, no es demasiado —aclaró—. Y en segundo, no sé a qué viene esa mirada porque nunca te he mentido al respecto.
—No has mencionado que tenías dinero —dijo ella.
—No me lo has preguntado —repuso Peregrine—. ¿Me has pedido consejo, ayuda u opinión en algún momento? —En lugar de esperar a que le contestara, prosiguió—: Te pagaré la cena y tal vez una cama si tenemos suerte, pero solo si me prometes no contarle a nadie más la historia de nuestra madre moribunda... ni la historia de toda esa gente que no existe.
—¿Por qué? —quiso saber ella.
—Porque es injusto.
—¿Cómo?
—Que es injusto —repitió.
—Te refieres a que es indecente —lo corrigió con un cierto deje burlón.
Peregrine abrió la puerta de un tirón.
—Me refiero a que es como el grandullón que se mete con el débil —puntualizó—. A eso me refiero. —La invitó a pasar.
—¡Caray! —exclamó ella mientras entraba.
A partir de ese momento Olivia se mantuvo en silencio, cosa que a Peregrine le pareció estupenda. Quería comer y quería dormir. Cuando hubiera descansado un poco, estaría listo para hablar... o no.
Y descansó, con bastante comodidad, si bien la posada resultó ser muy cara y acabaron en un cuchitril tan pequeño como un armario, en unos jergones destinados a la servidumbre.
Aunque era mucho más espartano que cualquier otro sitio conocido, colegios incluidos, lord Lisle estaba profundamente dormido mientras lord Rathbourne atravesaba Maidenhead a las tres y media de la madrugada.
* * *
Benedict apenas se fijó en Maidenhead.
Aprovechó el tenso silencio que se apoderó de ellos cuando reemprendieron el viaje para recuperar su famoso autocontrol, reunir su deshilachada moralidad y expulsar ese extraño espíritu que se había apoderado de él y que incluso lo había llevado a tutearla.
Sin embargo, le bastó escucharla hablar para que todos sus esfuerzos cayeran en saco roto.
—Creo que lo mejor sería que nos separásemos en Twyford —dijo—. Me llevaré a Olivia a Bristol e intentaré zanjar esta tontería del tesoro de una vez por todas.
—¿A Bristol? —repitió con incredulidad—. ¿Es que en Colnbrook se golpeó la cabeza además de la mano?
—No podemos regresar a Londres juntos —explicó ella—, y sabe muy bien que debe volver sin pérdida de tiempo para evitar un escándalo. Tenía pensado partir hoy hacia Escocia, ¿no es así?
—Esa no es la cuestión —contestó Benedict—. La cuestión es que no puede viajar hasta Bristol sola.
—Olivia irá conmigo —dijo.
—No tiene dinero —replicó.
—Me queda un poco.
—Pues debe de ser poquísimo —apostilló—. Cuando fui a buscarla a casa de la señora Briggs, planeaba llevar sus pertenencias a un prestamista.
—Olivia y yo siempre hemos viajado con muy poco dinero —le aseguró—. No pienso alquilar un carruaje privado. Podemos ir andando.
—¿A Bristol? ¿Se ha vuelto loca? Está a más de cien kilómetros de aquí. —Recordó la reacción que incitó el provocativo contoneo de sus caderas en los hombres con los que se cruzaron en el fielato de Kensington. Se proponía recorrer más de cien kilómetros contoneando esas caderas por un camino transitado mayoritariamente por hombres—. Ni hablar —dijo—. No lo permitiré.
Ella se giró para mirarlo a la cara y le golpeó el muslo con la rodilla. Benedict apretó los dientes.
—¿Por qué narices tiene la absurda convicción de que puede decidir sobre mis asuntos? —le preguntó—. No, no me conteste. Se me había olvidado. Es una costumbre suya la de ir soltando órdenes a diestro y siniestro. Muy bien, milord. Explíqueme de forma detallada lo que puedo y no puedo hacer. Prefiero pasarme los próximos kilómetros riéndome en lugar de preocuparme por mi insufrible hija.
—Dice que es insufrible y aun así tiene la intención de complacerla —dijo Benedict—. ¿Qué es lo que ha planeado exactamente? ¿Una visita al mausoleo de sus familiares en mitad de la noche? Se me ocurre una interesante imagen en la que las veo cubiertas por una capucha; Olivia lleva un farol en una mano y usted, una pala al hombro.
—Al igual que muchas otras propiedades, Throgmorton está abierta al público varios días a la semana —precisó ella—. La llevaré al mausoleo y la dejaré que vea por sí misma lo cuidada que está la zona. Así comprenderá que si allí hubiera habido algún tesoro enterrado, los jardineros o los jornaleros lo habrían encontrado hace años. Después, tal vez nos divirtamos buscando cuevas de contrabandistas.
—En otras palabras, de momento no tiene intención de regresar a Londres. —Debería alegrarse. Así no le tentaría la idea de ir a buscarla cuando regresara de Escocia y, con el tiempo, se le pasaría ese puñetero encaprichamiento.
—Por supuesto que no —confirmó ella—. Usted estará en Edimburgo con su sobrino. ¿Qué podría hacer yo (o cualquier otra persona) en Londres si lord Rathbourne no está presente?
Benedict la miró de reojo. Ella se giró de nuevo hacia el frente con el semblante serio, si bien alcanzó a atisbar el brillo travieso de sus ojos.
—Se está riendo de mí —la acusó.
—Todo lo contrario, milord —lo contradijo—. Estoy intentando por todos los medios reprimir el sufrimiento que me ocasiona su inminente partida. Estoy sonriendo con valentía, no me estoy riendo de usted. Bueno... no demasiado.
Pese a la preocupación, Benedict fue incapaz de contener la sonrisa. Al fin y al cabo, estaba hechizado.
La vio clavar la mirada al frente y su expresión se tornó más seria.
—No nos reiremos mucho como no tengamos cuidado —dijo ella—. Sabe que debemos separarnos en cuanto encontremos a los niños. Y debe llevar a Peregrine a Escocia sin demora. Si se retrasa un par de días a lo sumo, sus padres no pondrán el grito en el cielo.
—Sus padres siempre ponen el grito en el cielo —le aseguró—. Aunque ese es el menor de nuestros problemas. A estas alturas mis criados sabrán que pasa algo. Alguien se irá de la lengua y el rumor comenzará a circular. Necesito una buena mentira.
—Yo también necesitaré una para la señora Briggs —dijo ella—. Algo que explique mi prolongada ausencia.
—Mándele una nota cuando lleguemos a Twyford —sugirió Benedict—. Un pariente enfermo la necesita. Me encargaré de que le llegue sin demora. En cuanto a mí... tal vez alegue que a Peregrine se le metió en la cabeza unirse a una compañía de actores itinerantes o a una caravana de gitanos. O tal vez que fue víctima de los encantos de la hija de un buhonero y que se fue tras ella. Es el tipo de estupidez romántica que sus padres aceptarían sin pestañear.
—No conocen en absoluto a lord Lisle, ¿verdad? —preguntó ella—. Ni yo, que lo conozco desde hace apenas unas semanas, me creería jamás algo así.
—Yo tampoco me creo que sus padres tuvieran algo que ver con su concepción —añadió Benedict—. Todos los Dalmay son propensos a los excesos emocionales y tienden a casarse con personas de temperamento similar.
—Lord Lisle no es una aberración —concluyó ella—. Es de lo más normal. Ojalá hubiera sucedido lo mismo en el caso de Olivia.
—Entonces Peregrine se habría perdido esta aventura —protestó él.
«Y yo también», pensó.
El final se estaba acercando demasiado rápido.
—Ojalá solo fuera eso —replicó ella—. Pero no lo es, y no voy a dejar que se vaya de rositas. —Tras una pausa, añadió—: ¿Qué vamos a hacer si se descubre que hemos estado viajando juntos?
Semejante posibilidad no era tan descabellada. Sabía que la oscuridad no les proporcionaba una protección absoluta. También era plenamente consciente de que alguien podía haberlo reconocido en algún punto de esos últimos veinticinco o treinta kilómetros.
Al igual que lo era de la rapidez con la que se extendían los rumores.
Recordaba todo lo que se había dicho de Jack Wingate en su club. El desdén y la compasión de las críticas. La repugnancia que teñía la voz de su padre cuando hablaba de los Atroces DeLucey.
Había visto en incontables ocasiones lo que sucedía cuando algún pobre desdichado se convertía en la comidilla de todo el mundo: las risillas y los susurros tras los abanicos; las muecas de desdén; las indirectas no demasiado sensibles; las caricaturas en absoluto sutiles que colgaban de los escaparates de las tiendas o de los paraguas para que todos las vieran...
La posibilidad de convertirse en la comidilla de todo el mundo no era agradable. La posibilidad de que se rieran de ella, de que la criticaran a sus espaldas y de que la ridiculizaran con las caricaturas era intolerable.
—Negarlo es la única respuesta sensata —contestó.
—¿De verdad cree que sería tan sencillo? —le preguntó ella—. ¿Que solo tendríamos que decir «No es verdad»?
—No —respondió—. Fingiremos que han metido la pata. Enarcaremos una ceja. Nos permitiremos alguna sonrisilla lastimera. Asimismo, si la gente sigue en sus trece, compondremos una expresión de soberano aburrimiento y seremos también muy educados con respuestas como «Ciertamente» o «Qué interesante». —Compuso la expresión adecuada para que ella la viera.
—Eso está muy bien. Pero ¿está seguro de que bastará?
—Más nos vale —contestó. Distinguió un débil resplandor a lo lejos, cerca de la orilla del camino—. Eso debe de ser Twyford —dijo—. Será mejor que decidamos cómo vamos a proceder una vez que encontremos a los niños.
Dedicaron esos últimos minutos a planear los detalles de su inminente separación.
Fue una experiencia muy melancólica para la que no estaba preparado.
Sin embargo, la melancolía no le duró mucho porque en Twyford les dijeron que nadie (ya fuera hombre, mujer o niño) se había apeado del Expreso.
Reemprendieron la marcha, en dirección a Reading.