Capítulo 13

—No sabía que estuviera tan lejos —dijo Betsabé al pasar por el fielato de Walcot.

Aunque sabía que Rathbourne había conducido tan rápido como los caballos le permitían, hacía ya un buen rato que había anochecido. Frente a ellos se encontraba la ciudad de Bath, famosa por sus aguas medicinales. Bristol estaba a algo más de diez kilómetros al noroeste y Throgmorton «andaba algo más para adelante», en palabras del encargado del fielato. Por más que insistieron, el hombre fue incapaz de asegurarles si ese «más para adelante» quería decir diez kilómetros o veinte.

—Sea como sea, lo más seguro será añadirle otras dos horas a nuestro viaje, dependiendo del estado de los caminos —dijo Rathbourne—. Será mejor que nos detengamos en Bath. Así podremos disfrutar de una noche de descanso como Dios manda antes de reemprender la marcha por la mañana.

—Y cuando lleguemos a Throgmorton, ¿qué?

—Pregúntame mañana —contestó él.

—No puedo esperar a mañana —protestó—. Necesitamos un plan de acción. No podemos plantarnos a las puertas a esperar que aparezcan Olivia y lord Lisle. ¿Qué posibilidades hay de que entren por la vía habitual?

—Tenemos mucho tiempo para discutir lo que podemos hacer y lo que no —respondió Rathbourne.

—Ya lo he estado discutiendo conmigo misma —le aseguró ella—. Me he pasado las últimas horas contando los kilómetros y analizando distintos planes de acción de un modo ordenado, tal como tú haces.

—¿En eso te has estado entreteniendo? —le preguntó—. Qué forma más aburrida de viajar. Y qué pérdida de tiempo. ¿Por qué no me pediste ayuda?

Porque no quería caer en la costumbre de dejar que fuera él quien solucionara sus problemas, respondió para sus adentros.

—Parecías preocupado —dijo en voz alta—. No quería interrumpir tus meditaciones.

Su respuesta le valió una mirada sorprendida.

—No creí necesario distraerte —prosiguió—. Yo no necesito hablar constantemente. Me gusta disfrutar de un ratito de silencio para pensar. Y te aseguro que no tengo muchos ratos de esos. Además, quería ser yo quien encontrara la solución.

—Eres demasiado complaciente —dijo Rathbourne—. Y yo estoy acostumbrado a viajar solo. No estaba dándote de lado. Eso sería imposible. Es que se me fue el santo al cielo. Ojalá me hubieras recordado que debía darte conversación de tanto en tanto.

—No estaba aburrida —le aseguró—. Tenía mucho en que pensar.

Su comentario fue seguido de un breve silencio que él interrumpió.

—No se puede decir que sea el hombre más atento del mundo —dijo.

—Tienes muchas cosas en la cabeza —lo disculpó—. Sobre todo en estos momentos.

—No soy atento —repitió con impaciencia—. Por fin me he dado cuenta... aunque me ha costado lo mío. Una conclusión muy importante... que me ha servido de bien poco. He pasado todo este tiempo contigo, mucho más del que he estado en compañía de una mujer desde que era niño, y a pesar de que lo último que me apetece es malgastar las pocas horas que nos quedan para estar juntos, he vuelto a caer en mis antiguos hábitos.

—No tienes la obligación de entretenerme —insistió—. Tienes que estar atento al camino y...

—Me preguntaste cómo era posible que mi esposa fuera una desconocida para mí —la interrumpió él con voz tensa—. Por esto mismo. Por falta de conversación. Por falta de... ¡Dios, ni siquiera sé por qué! La traté como si fuera un mueble bonito. A ella... ¡a una Dalmay! A una mujer que necesitaba flotar en un mar de emociones. Que necesitaba atención. No es de extrañar que la buscara en otro lado.

Betsabé estaba demasiado sorprendida por el exabrupto como para hablar. Se limitó a mirarlo sin más. Su apuesto perfil parecía crispado.

—No me refiero a un hombre —explicó al cabo de un rato—. Al menos, no en el sentido en el que estás pensando. Cayó bajo el influjo de un predicador evangélico. La persuadió, al igual que hizo con muchas otras almas descarriadas, de que había que llevar la salvación a los pobres. Y lo hacían regalando Biblias y predicando a ciertas personas que lo veían como una burla o como un desprecio hacia ellos. He tenido tratos con los pobres, Betsabé. Necesitan muchísimas cosas, pero no creo que les haga mucha gracia escuchar que son orgullosos, vanos y licenciosos de boca de un puñado de aristócratas vestidas a la última moda.

La asaltó un intenso deseo de tocarlo, de ponerle la mano en el brazo. Pero no podía hacerlo. Sí, era de noche, pero no estaban en un tramo del camino especialmente solitario, sino en una de las vías más transitadas de Inglaterra que conducía a uno de los balnearios más famosos del país.

—Entonces yo estaba equivocada —admitió—. Tal vez fuera una mujer emocional, al fin y al cabo.

—Ojalá me hubiera tirado algo a la cabeza —siguió él—. Pero yo no tenía ni la menor idea del alcance ni de la intensidad de su... de su pasión por la causa. Ni siquiera sabía en qué andaba metida. No le pregunté. Le resté importancia pensando que se trataba del típico y absurdo antojo femenino. Debería haberle puesto fin. En cambio, me limité a soltarle algún que otro comentario mordaz que le entraba por un oído y le salía por el otro, y me olvidé del asunto para dedicarme a los míos, que consideraba muchísimo más importantes.

—No la amabas —le recordó.

—Eso no es ninguna excusa —replicó él con voz airada—. Me casé con ella. Era responsable de su bienestar. ¡Maldita sea era la hermana de mi mejor amigo y le di la espalda! Por culpa de mi negligencia, Ada siguió visitando los tugurios de los barrios bajos anunciando la condenación eterna y los fuegos del infierno, y acabó pillando una fiebre que la mató en tres días.

—Jack insistió en montar un caballo a pesar de que le advirtieron que no lo hiciera —confesó Betsabé—. El animal lo tiró al suelo. Tardó tres meses en morir.

—No es lo mismo —protestó él.

—¿Porque él era un hombre y tu esposa una mujer? —preguntó.

—Tu matrimonio fue un éxito, por mucho que lo condenara todo el mundo —respondió Rathbourne—. El mío fue un desastre, por mucho que lo aplaudiera todo el mundo.

—Pero hacen falta dos —repuso, recordándole las palabras que él había dicho después de que hicieran el amor por primera vez—. Algunos enlaces descabellados a priori acaban bien, para la pareja al menos. Igual que sucede con muchos matrimonios concertados. ¿Por qué no iba a hacerlo uno basado en el deber? ¿O en la conveniencia? ¿O en una alianza política? No eres un hombre inalcanzable, Rathbourne.

—No lo soy para ti —rezongó él—. Porque eres diferente.

—La diferencia estriba en que yo crecí aprendiendo a ponerle al mal tiempo buena cara —apostilló—. Lady Rathbourne y tú, no. Con esto no quiero decir que no tengas parte de culpa. Debiste poner más empeño, pero lo mismo se puede decir de ella. Los hombres sois criaturas complicadas, pero hay un gran número de mujeres (hasta las más tontas y carentes de voluntad) que acaban domesticándoos.

Un silencio breve y sorprendido siguió a sus palabras.

Después, Rathbourne soltó una carcajada y Betsabé sintió que la rabia y el dolor contenidos se evaporaban.

—Eres una mala pécora —la acusó—. Te abro mi corazón, te revelo mis secretos más vergonzosos y... tú te lo tomas a broma.

—Porque lo necesitabas —replicó—. Has pintado tu matrimonio de una forma muy negra. Muchas mujeres estarían encantadas de tener un marido que las dejara tranquilas. Es preferible que te den la espalda a que te humillen, te abandonen o te peguen. No fuiste el marido perfecto, pero estoy segura de que quedaste bien lejos de ser el peor.

—Simplemente mediocre —dijo él—. Menudo consuelo...

—Ese es el problema por creer que eres el centro del universo —soltó.

—Yo no...

—Eres como el rey de tu propio país, un país diminuto —lo interrumpió—. Como utilizas tu poder para hacer el bien, acabas sepultado en un mar de preocupaciones. Es duro ser un parangón. Y como eres perfecto, los errores que cometes te ocasionan más angustias de las que siente una persona normal, corriente e imperfecta. Necesitas bromas. Necesitas un Touchstone en tu vida.

—¿Un qué?

—El personaje de Como gustéis —le explicó—. El bufón.

Rathbourne la miró de reojo.

—Entiendo. Y has decidido que tú vas a ocupar el puesto.

«Ese y otros más —apostilló Betsabé para sus adentros—. Compañera, amante y bufón particular. ¡Sí! Sobre todo eso último.»

—Sí, milord —le aseguró—. Y debéis dejarme hablar con total libertad. Ese el privilegio especial del bufón de la corte, Majestad.

—Como si pudiera coartarte a la hora de hablar o de hacer lo que te apetezca —replicó él—. Sin embargo, debo pedirte que no me llames «Majestad». En esta ocasión no es necesario que me traten de milord. En esta ocasión necesito ser como cualquier otra persona. Debo encontrar un nuevo nombre para esta etapa del viaje. Seré... —Hizo una pausa para pensar—. El señor Dashwood.

—Y yo seré la señorita Dashwood —añadió Betsabé—. Tú hermana.

—No, ni hablar —se opuso él—. Porque en realidad no quieres que durmamos en habitaciones separadas.

—Tú no sabes lo que yo quiero —replicó.

—Sí que lo sé. Y todo el que te mire también lo sabrá. Nadie se tragará que somos hermanos.

—No sería la primera vez —le recordó.

Rathbourne hizo que los caballos enfilaran hacia el patio de una posada de aspecto humilde.

—Eso era antes —dijo—. Ahora es imposible que disimules los sentimientos lujuriosos que albergas por mi persona.

Si él supiera todo lo que estaba disimulando... La lujuria solo era una minúscula fracción del conjunto.

—Eso era antes —repitió—. Experimenté un aberrante momento de efímera emoción y...

—Eso está por verse —la interrumpió él.

«Espera y lo verás», refunfuñó para sus adentros. En solo dos días se había permitido encariñarse demasiado con él. Y Rathbourne podría convertirse en una adicción. Si quería tener una mínima posibilidad de apartarse de ese hombre, era imperativo que empezase ya. No le hacía ni pizca de gracia, cierto, pero había sido una necedad creer que Olivia y ella podían llegar a ser felices en Inglaterra.

¿Adónde podían ir sin que las persiguieran los fantasmas de su pasado?

Rathbourne detuvo el carruaje y un par de mozos de cuadra aparecieron en el iluminado patio.

—El Cisne dista mucho de ser una posada elegante —le explicó en voz baja mientras la ayudaba a apearse—. Seremos los únicos huéspedes que no se dediquen al comercio. Una circunstancia ideal para nosotros. Muchos de mis familiares de mayor edad residen en Bath y el resto de la familia los visita de vez en cuando. Por desgracia, ninguno está tan chocho como para no reconocerme.

«Familiares por todos lados», pensó ella. Aliados políticos y enemigos en cada recodo. Cada minuto que pasaba a su lado ponía en peligro su posición.

Rathbourne la invitó a pasar al interior de la posada.

Aunque no tan elegante como el establecimiento de Reading, El Cisne no estaba ni mucho menos destartalado ni era pequeño. Una doncella primorosamente ataviada les hizo una rápida reverencia antes de marcharse en busca del posadero.

—Tal vez sea más limpia, cómoda y esté mejor gestionada que las posadas de moda —comentó él—, pero los que quieren darse aires de grandeza jamás pondrían un pie aquí dentro. No querrían codearse con los comerciantes. Si es que saben que este lugar existe, porque está a las afueras de la ciudad y bastante lejos del camino a Bristol. Como ves, aprendí bien la lección en Reading.

Betsabé también había aprendido mucho desde entonces.

Había estado indecisa sobre lo que debía hacer hasta que él se sinceró y le habló de su esposa.

Lord Perfecto no era infalible. Cuando se casó, cometió un tremendo error de juicio que podría haber arruinado para siempre sus posibilidades de ser feliz.

Ella no sería otro error, uno muchísimo más grave que el primero, además.

Aunque Rathbourne no lo vería así, por supuesto. Estaba acostumbrado a tomar decisiones, a dar órdenes y a cargar con la responsabilidad. Era tan caballeroso como exigente.

Jamás la dejaría actuar como ella sabía que debía hacerlo.

El posadero se acercó y, tal como él había pronosticado, demostró ser un anfitrión impecable.

Sí, tenía una habitación apropiada para el señor y la señora Dashwood. El señor Dashwood tendría el fuego encendido en un momentito para combatir la humedad. ¿Les apetecería a los señores retirarse a un saloncito privado donde comer y beber algo mientras lo preparaban todo?

Y en ese momento Betsabé vio la solución a su dilema.

—Me encantaría —contestó, mirando a Rathbourne—. Estoy famélica... y muerta de sed.

* * *

Benedict no había previsto que la comida se prolongara tanto. Su idea era desnudar a Betsabé a las primeras de cambio.

Sin embargo, ella lo distrajo de su objetivo contándole historias de la vida que había llevado junto a sus errantes padres. En un principio le resultaron muy entretenidas, porque ella transformó las numerosas desventuras en cómicas farsas.

No obstante, el vino fue fluyendo al mismo ritmo que las anécdotas. Y a medida que le soltaba la lengua, el cuadro que pintaba sobre su infancia se tornó más oscuro y dejó de hacerle gracia. De repente se descubrió apretando los puños una y otra vez. Y tuvo que hacer continuos esfuerzos por relajarse.

—Es sorprendente que recibieras alguna educación —comentó en un momento dado—. Por lo que estás contando, parece que no vivisteis en un lugar concreto durante el tiempo suficiente como para asistir a clase, ni tampoco tuviste la tranquilidad necesaria para dedicarte a estudiar.

Tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para que su voz sonara tranquila y despreocupada. Los padres de Betsabé eran despreciables. ¡Semejante infancia era un delito! Habría dado lo mismo que viviera en un orfanato, a juzgar por el cariño con el que la criaron.

—Era todavía pequeña cuando comprendí que no podía depender de mis padres si quería recibir una educación, ya fuera académica o moral —confesó ella con una carcajada—. Siempre me buscaba un rincón tranquilo donde sentarme con un libro. Aprendí a hacerme invisible. Así me olvidaban y me dejaban tranquila... hasta que necesitaban ablandar la cabeza o el corazón de algún pobre desdichado. Y allí que me llevaban entonces, toda inocencia y ojos azules, para protagonizar una emotiva escena. Descubrieron que era especialmente útil para tranquilizar a los arrendadores enfadados. Yo lo odiaba, pero aprendí a no descubrir el juego. Porque si lo hacía, me veía obligada a soportar los interminables llantos de mi madre y el monólogo completo de El rey Lear sobre los hijos ingratos de labios de mi padre.

Se llevó una mano al corazón y declamó:

—«Ingratitud, demonio con el corazón de mármol más horrible que un monstruo de mar al mostrarte en una hija.» —Se llevó la copa a los labios y bebió.

El método no era muy distinto del que usaban los padres de Peregrine. Sin embargo y por muy desencaminados que estuvieran sus cuñados, al menos ellos siempre lo hacían pensando en el bien de su hijo. Dudada mucho que los padres de Betsabé hubieran tenido en cuenta otro bien que no fuese el propio.

Le rellenó la copa.

—Así memorizaste a Shakespeare, ¿no? —le preguntó.

—Estudié al Bardo como método de defensa propia —contestó—. Ellos solo utilizaban los versos que les convenían. Así que yo hice lo propio. Siempre estaban actuando. Nada era sincero. Cuando interpretaban el papel de padres cariñosos, era una farsa. —Sonrió sin apartar la mirada de la copa que tenía en la mano—. Pero mi institutriz sí era real. El único modelo genuino de comportamiento intachable. ¡Ah, y Jack! Él también era real. Muy real.

Benedict esperaba que Jack Wingate la hubiera apreciado tal como ella se merecía. Si no pudo darle riquezas, al menos debería haberle dado amor, devoción, ternura y gratitud. Sería tan fácil entregarle todo eso a esa mujer...

Para cualquiera, claro estaba, salvo para el primogénito del conde de Hargate, a quien solo se le permitía llevársela a la cama... siempre y cuando no tardara en darle la patada y olvidarla.

La vio ladear la cabeza como si estuviera reflexionando.

—Tal vez no habría valorado tanto a Jack ni a mi institutriz si mi vida anterior hubiera sido... menos imperfecta. —Se encogió de hombros, alzó la copa y bebió.

Benedict también bebió y pidió que les llevaran más vino.

Si él mismo hubiera sido menos imperfecto, no lo habría hecho. Si bien no era abstemio, rara vez bebía en exceso.

Betsabé, en cambio, estaba hecha para los excesos.

Y él no estaba tan libre de faltas como debería.

Cuanto más le contaba ella sobre su vida, más quería saber él. Tal vez esa fuera su última oportunidad para conocerla.

Aunque no era el conocimiento intelectual lo único que perseguía.

Era un hombre, a fin de cuentas, y sus motivos eran tan sórdidos como los de cualquiera de sus congéneres.

Si achispándola lograba acallar los remordimientos que sentía por haberse acostado con él y conseguía desnudarla pronto y sin que rechistara... Descubrió que no era tan perfecto como para no pedir otra botella. Y otra más.

Y las anécdotas continuaron. Pero cuando la vio escenificar la ira y el horror de sus padres al descubrir que Jack había sido desheredado, se descubrió presa del irrefrenable deseo de estampar algo contra la pared. O más bien a alguien. Al padre de Betsabé y a su suegro.

Al instante comprendió que ya habían bebido demasiado y que la noche ya no era muy joven. La quería relajada, se recordó. No inconsciente.

—Ya es suficiente... señora Dashwood —le dijo al tiempo que le quitaba la copa de vino de la mano. Apuró el contenido y se puso en pie. La habitación giró ligeramente a su alrededor—. Hora de irse a la cama. Día importante, mañana. Decisiones. —Y estampó la copa sobre la mesa.

Betsabé esbozó la misma sonrisa que debió de esbozar Calipso con Ulises para mantenerlo hechizado durante todos aquellos años.

—Eso es lo que me gusta de usted, señor Dashwood —replicó—. Su firmeza. Me ahorra la molestia de tener que pensar.

—Eso es lo que me gusta de usted, señora Dashwood —repitió él—. Su sarcasmo. Me ahorra la molestia de intentar ser educado y encantador.

La vio ponerse en pie. Y tambalearse.

—Estás borracha —le dijo—. Sabía que tenía que haberte parado en la última botella.

—Soy una DeLucey —replicó ella—. Sé aguantar muy bien el alcohol.

—Eso es discutible —repuso Benedict—. Pero, en cualquier caso, aquí estoy yo para sostenerte. —Rodeó la mesa y la cogió en brazos. Ella le arrojó los brazos al cuello y apoyó la cabeza en su hombro.

Como si ese fuera su sitio.

—Muy bien, pero solo un momento, mientras recobro la compostura —dijo—. Recuerdo que nuestros aposentos están en la planta alta. Si subes la escalera conmigo en brazos, puedes acabar haciéndote daño.

—Puedo subir la escalera contigo sin problemas —le aseguró— y todavía me quedarán fuerzas para cualquier otra tarea que me encomiendes.

—Mmmm —musitó ella—. Déjame pensar en alguna.

La sacó del saloncito... y a punto estuvieron de darse de bruces con Thomas, que los aguardaba en el pasillo.

—¡Ah, aquí estás! —exclamó Benedict—. La señora Dashwood está un poco achispada y me preocupa que pueda caerse o tropezarse con alguien. —Rió entre dientes al recordar la elegancia con la que se había arrojado a los sorprendidos (que no renuentes) brazos del alguacil Humber.

Ella le frotó el cuello con la nariz.

—La habitación —le dijo en un susurro—. Has prometido que me llevarías a la cama.

«¡Ah, sí! A la cama. Desnuda.»

—La habitación —repitió—. ¿Dónde está la puñetera habitación?

* * *

No era tan espaciosa como la de la posada de Reading y la cama solo tenía dos colchones en lugar de tres, pero estaba calentita, seca y ellos... a solas. Eso era lo único que le importaba a Benedict.

Soltó a Betsabé para echar un vistazo por la estancia y cuando comprobó que todo estaba en orden (salvo por la extraña tendencia del suelo a moverse bajo sus pies), le dijo a Thomas que se fuera a la cama. Ella cerró la puerta en cuanto salió el lacayo y le echó el pestillo.

Avanzó hacia él.

—Te deseo —dijo.

—Te lo dije —le recordó Benedict—. Pero ahora dirás que es una locura transitoria y que...

—Cállate —ordenó ella, agarrándolo por las solapas de la chaqueta—. Se me han ocurrido unas cuantas tareas que encomendarte.

Una de esas manos bajó hasta llegar a la parte frontal de sus pantalones y su miembro, ya excitado, acabó de ponerse firme. La vio esbozar la sonrisa de sirena.

De modo que la aferró por cintura, la alzó del suelo y acercó esa picara boca a la suya. La besó, pero no de forma delicada ni seductora. La besó con pasión. Ella se agarró a sus hombros, le metió la lengua en la boca y su sabor lo abrasó con más intensidad que el licor.

Betsabé se retorció y le frotó los pechos contra el torso en su afán de subir un poco más para rodearle la cintura con las piernas, obligándolo a buscar algo sólido que lo ayudara a seguir de pie. Una vez que lo encontró y apoyó la espalda, levantó las numerosas capas del vestido y de las enaguas y le plantó las manos en el trasero, cubierto tan solo por la delgada seda de los pololos.

Mientras tanto, siguieron besándose con tal ardor que ya no sabía ni cómo se llamaba. Ninguna poción amorosa sería capaz de igualar la pasión de esa mujer. Lo volvía loco, le hacía olvidar la razón, y se alegraba de que fuera así.

Betsabé le aflojó la corbata, le desabrochó la camisa e introdujo una mano bajo la prenda, deslizándola por su piel hasta dejarla sobre su corazón. Sobre su desbocado corazón.

La mano fue bajando por su torso y recorrió su abdomen hasta detenerse en la pretina de los pantalones. Y de repente se encontró atrapado sin poder hacer nada salvo sostenerla mientras ella se los desabrochaba y acariciaba su palpitante e hinchada verga por encima de los calzoncillos.

Gimió contra sus labios y ella interrumpió el beso.

—Ahora —dijo—. No puedo más. Bájame.

Él no tuvo nada que objetar al «ahora», de modo que la bajó y sufrió la tortura de su lento descenso por su cuerpo.

En cuanto estuvo en el suelo, Betsabé lo empujó hacia la cama y él se dejó caer en el colchón entre carcajadas, un poco desorientado y muy excitado. La observó mientras se alzaba las faldas y se desataba los pololos, que cayeron al suelo. Liberó los pies de la prenda, pasó sobre ella y se lanzó a por él.

Le bajó los pantalones y los calzoncillos hasta la altura de las rodillas.

Benedict alzó la cabeza para mirarse. Aquello era bochornoso. Su membrum virile se alzaba con orgullo, ajeno a consideraciones como la dignidad.

—Las botas —comentó, riéndose—. Deja que por lo menos me...

—No te muevas —lo interrumpió ella, que se colocó a horcajadas sobre sus caderas—. Déjame a mí.

Nunca dejaba que las mujeres hicieran nada, ni siquiera en ese ámbito, pero Betsabé era diferente, y él no podía pensar... ni quería hacerlo.

En ese instante notó que una mano suave se cerraba en torno a su miembro y lo acariciaba de arriba abajo. Creyó morir y supo que no iba a durar mucho.

—Vas a matarme, Betsabé —dijo.

—Y tú me estás matando a mí —replicó ella. Se alzó sobre su verga y de repente se encontró rodeado por esa carne húmeda y ardiente... y por unos músculos muy perversos que se contraían en torno a él.

Se oyó gritar, pero no articuló palabra alguna, sino algún sonido ininteligible, como el rugido de un animal. Betsabé se alzó y volvió a bajar. Sus movimientos fueron lentos al principio y provocaron unas voluptuosas oleadas de placer que lo recorrieron por entero. El ritmo fue aumentando por momentos hasta convertirse en una desenfrenada cadencia.

Observó ese hermoso rostro mientras ella reclamaba su cuerpo. Vio su propio deseo reflejado en él y el deleite que la embargaba, muy distinto a todo lo que había conocido hasta entonces. Betsabé siguió moviendo las caderas y el placer se apoderó de él y fluyó por sus venas para llegarle al corazón. Hasta que el ritmo se tornó frenético y Benedict perdió el control, limitándose a acompañarla allí donde quisiera llevarlo, sin importarle donde fuera. Llegaron a los confines del mundo, saltaron por el borde y allí flotaron, durante un rato, libres y eufóricos, antes de regresar y sumirse en el sueño.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, descubrió que Betsabé había desaparecido.

Al igual que su ropa y su monedero.