8
Genevieve puso la invitación en el estante de la alacena estilo galés que tenía en la cocina. La leía cada mañana y cada vez que lo hacía se deprimía. Era terriblemente concluyente. ¿Sería de verdad su última sesión privada con Sinclair? Estaba convencida de que lo sería. Él no había mostrado ninguna señal de querer continuar la relación. ¿Disfrutaría más de la compañía de Jade Chalfont que de la suya? ¿Añadiría Marsha un poco más de alegría a su relación? Quizá Marsha y Jade estaban dispuestas a mantener relaciones delante de él, ofreciéndole variaciones que Bridget y ella no habían tenido tiempo —ni en su caso, inclinación— de probar.
No quería imaginarlas juntas, pero las imágenes bombardeaban su mente. Jade Chalfont, alta y delgada como una modelo, con aquellos suaves músculos perfilados por las artes marciales, y Marsha, con curvas más redondeadas y aquel espectacular pelo rojo. ¿Qué harían? ¿Usarían látigos y cadenas? ¿Un consolador con forma de pene? ¿Un arnés con un vibrador incorporado? ¿Encontraría Sinclair atractivas aquel tipo de cosas?
Ella pensaba que sí, aunque no lo conocía en absoluto. Él no había mostrado particular interés por los decadentes placeres que ofrecían los artefactos de la mazmorra, pero ¿había sido solo porque a ella no le llamaron tampoco la atención? Era evidente que parte del placer de Sinclair provenía de despertar en su pareja necesidades sexuales que esta desconocía —o que se había negado a reconocer a propósito— y no parecía dispuesto a forzar a una mujer a participar en juegos sexuales que no disfrutaba.
Aun así estaba segura de que él sería igual de hábil en mostrar lo que aquellos juegos podían proporcionar. ¿Estaría pensando en obligarla a renunciar el último día de vigencia de su inusual contrato? ¿Le divertiría intentarlo? Recordaba muy bien sus palabras «si alguien rompe nuestro acuerdo serás tú». No cabía duda de que él disfrutaba teniendo el mando y esa sería la última prueba.
¿Intentaría él provocar tal consecuencia? No estaba segura.
—¿Cómo van las cosas?
Genevieve apenas había tenido tiempo de repasar la agenda del día antes de que George Fullerton entrara en su oficina intentando aparentar que era una casualidad y no que estaba esperando a que llegara para abordarla.
—¿Te refieres a cómo van las negociaciones con el señor Sinclair? —replicó.
—Eso también —reconoció Fullerton—. Entiendo que el viaje a Japón ha tenido éxito, pero los rumores dicen que Barringtons no tiene posibilidades de hacerse con su cuenta de publicidad.
—Ese es un rumor antiguo.
—Y nada lo ha desmentido —comentó Fullerton en voz baja.
—Ya te lo dije, George —intervino ella con algo de irritación, pues ya no estaba segura de si decía la verdad—. Sinclair solo ha estado haciendo tiempo. Ahora que ha dado los últimos toques al contrato de Japón comenzará a reorganizar su campaña. Con nosotros.
—Me gustaría compartir tu confianza —repuso Fullerton en un arranque de sinceridad—. Y lo haría si los rumores no afirmaran también que está saliendo con Jade Chalfont. Quizá se trate solo de sexo, conociendo la reputación de Sinclair no me sorprendería, pero me niego a creer que no hayan hablado de negocios en ninguno de esos encuentros. Después de todo, Chalfont es una de las gerentes de cuentas de Lucci’s.
—Ahora se llaman representantes —corrigió ella.
—Me da igual cómo se llamen —replicó él con voz aguda—. Esa Chalfont ha ido a por Sinclair desde el momento en que entró en Lucci’s. Es probable que se metiera en su cama después de la primera reunión.
—Eso no quiere decir que vaya a conseguir formalizar el acuerdo —dijo ella.
—Es evidente —convino él—. Pero si realmente han echado una cana al aire la señorita Chalfont nos lleva cierta ventaja, digo yo. No quiero decir con esto que espere que uses las mismas tácticas, pero me diste la impresión de que las cosas se movían en esa dirección antes de que Chalfont apareciera en escena. Si mal no recuerdo, intercambiasteis cumplidos y todo, pero después de eso las negociaciones parecieron quedarse paradas. —Hizo una pausa y sonrió para demostrar a Genevieve que aquello era solo una leve crítica.
—Ya te lo he dicho, George —repuso pacientemente—. Sinclair quería tiempo.
—Y lo ha tenido. ¿Cuánto más tiempo piensas que quiere?
—¡Oh, por Dios, George! —Le costó contenerse—. No puedo presionarlo más.
—Dime una fecha, aunque sea a ojo —ordenó Fullerton.
—Yo te diría que la semana que viene sabremos algo. Sea positivo o negativo.
¿Sería positivo o negativo?, se preguntó ese mismo día mientras volvía a casa del trabajo. Cuanto más pensaba sobre ello menos segura estaba de que Sinclair elegiría los servicios de Barringtons. Lo había creído al principio, ¿pero habría sido solo porque se sentía atraída por él y quería creerlo?
¿Se arriesgaría él en realidad apostando por las ideas que le ofrecía un equipo joven y casi inexperto, en vez de confiar en la trayectoria internacional de alguien como Lucci’s; una agencia que también resultaba muy prometedora? ¿Se quedaría finalmente con Randle Mayne? Solo poseía su palabra sobre las diferencias creativas que tenía con ellos.
¿Qué le ocurriría a su carrera si sus predicciones resultaban estar equivocadas? Sabía que, por lo pronto, perdería credibilidad. En especial después de haber insistido hasta la extenuación en que Sinclair acabaría eligiendo a Barringtons.
«¡Maldito seas, Sinclair!», pensó llena de cólera. «Has puesto mi vida patas arriba».
Esa misma noche hizo una búsqueda en Internet sobre Hilton Hall y descubrió que era una mansión privada, propiedad de un importante hombre de negocios londinense cuyo nombre solía aparecer a menudo en los periódicos. Una respetable figura que jamás se había visto relacionada con ningún tipo de escándalo. Pero recordó que también la Orden de los Caballeros de la Bandera era una reputada organización benéfica. Sospechó que la celebración en el Hilton Hall no sería tan convencional como parecía.
La semana transcurrió lentamente. El jueves apareció un pequeño sobre blanco sobre su felpudo. Dentro había una tarjeta de visita; Disfraces para todos, leyó. El número de teléfono y la dirección estaban impresos más abajo, pero había sido añadida a mano una cita que esperaba confirmación. La fecha indicaba que tenía que presentarse en la tienda la tarde anterior a la invitación de Sinclair. Lo que presuponía que él era tan arrogante que pensaba que no importaba el disfraz que ella quisiera, ese proveedor lo tendría disponible. Llamó por teléfono y una chica con voz de pija pareció muy ansiosa por asegurarle que la cita era correcta y preguntarle si tenía alguna idea. Ella, muy confundida, le respondió que en absoluto. ¿Qué sugeriría la joven?
—¿La fiesta tiene un tema?
—No lo sé —confesó—. Creo que no. Mi invitación indica tan solo que se trata de una celebración.
—Bien, tiene suerte —le informó la alegre voz—, puede ir como le dé la gana.
Lo que, de alguna manera, la hizo sentir deprimida de nuevo. Por lo general era Sinclair el que determinaba qué llevaría puesto. Parecía que ahora ya no le interesaba lo suficiente como para molestarse en elegir su atuendo.
Disfraces para todos era un almacén caótico y desordenado, al menos eso le pareció a Genevieve al entrar, pero pronto se percató de que los dependientes sabían con exactitud dónde se encontraba cada artículo. Vestidos, abrigos, sombreros, zapatos y accesorios estaban etiquetados y catalogados. Un dependiente utilizaba un ordenador y cuando un cliente pedía un atavío en particular buscaba en la base de datos la referencia y otro dependiente iba a por la prenda para que el cliente se lo probara.
Lo que había a su alrededor era de tanta calidad que le resultaba imposible tomar una decisión. Podía ser una exótica bailarina india o una criada con su vestido negro cubierto por un delantal blanco y cofia. Envolverse en pieles y joyas o acudir semidesnuda como una bailarina árabe. Disfrazarse de payasa —algo que estaba muy tentada de hacer— o de una dama con cintura de avispa, blusa de encaje con el cuello alto y pamela cubierta de flores y plumas de colores.
De pronto vio un sombrero de copa y se lo probó impulsivamente. La dependienta le indicó que se mirara al espejo.
—Le queda realmente bien, ¿sabe? ¿Qué le parecería disfrazarse de Marlene Dietrich? Siguiendo el estilo de El ángel azul, ya sabe. Podría llevar un frac masculino y zapatos de tacón alto. Tiene el pelo del color adecuado y, si se maquilla siguiendo el estilo de la época, dará el golpe.
Aunque hasta ese momento había pensado en un encantador traje de corte histórico, encontró interesante la idea. Sabía que tenía buenas piernas y que se verían estupendas con medias negras y tacones altos. Si lo combinaba con una chaqueta masculina y un sombrero de copa, el efecto podía ser sexy y original. Aunque Sinclair no lo apreciara, estaba segura de que se sentiría atractiva.
Cuando se probó el atuendo completo supo que había hecho la elección adecuada. La franja de piel blanca visible entre el borde de las medias y el de las bragas negras de seda ayudaba a crear la imagen erótica. El frac negro, corto por delante, y la camisa blanca debajo disfrazaban sus formas femeninas, pero de alguna manera conseguían que resultara más sexy que si hubiera elegido un escotado vestido de noche. Aquel disfraz prometía y tentaba en vez de excitar. Se puso el sombrero y lo inclinó de manera casual hacia un lado, consiguiendo que la dependienta sonriera con entusiasta aprobación.
—Está genial. A su marido le encantará.
—No estoy casada.
—Bueno, pues a su novio.
—Tampoco tengo novio —confesó ella, y antes de que la mujer pudiera decir nada más, añadió—: necesitaré una máscara.
La dependienta sonrió.
—Tengo justo lo que necesita. Se lo enseñaré.
Ella se miró en el espejo con aire crítico. Quizá a Sinclair le llamaría la atención ese atuendo. Resultaba extraño constatar que la combinación correcta de accesorios femeninos con ropa masculina sugería todavía mucha más feminidad. Aquel estilo de El ángel azul prometía algo poco convencional, una mirada a lo prohibido, a lo inusual. La dependienta regresó con una máscara que parecía salida de una brillante tarjeta navideña.
—Aquí tiene —dijo la mujer—. Irá perfecta con su disfraz. Un gran contraste con todo ese negro.
Tuvo que admitir que estaba en lo cierto. Aquella máscara que brillaba bajo el ala del sombrero de copa la ocultaba por completo. Cuando salió de la tienda estaba muy satisfecha con sus adquisiciones.
Genevieve se puso el abrigo de piel ecológica sobre el disfraz antes de bajar a la acera. El taxi que llegó a recogerla no llevaba más pasajeros que ella y el taxista era alegre y hablador, por lo que la mantuvo entretenida durante el trayecto desde Londres hasta el corazón de la campiña, en Essex.
Ya oscurecía cuando salieron de la autopista y se internaron por carreteras cada vez más estrechas y sin tráfico. El conductor parecía conocer el camino, ya que rara vez vaciló o consultó los carteles de señalización en los cruces. Finalmente redujo la velocidad frente a una imponente verja que daba paso a un camino de acceso. Los árboles que lo flanqueaban estaban llenos de luces de colores y, al fondo, resaltaba Hilton Hall, envuelta en la iluminación de unos focos. La música flotaba a través de las puertas abiertas.
La acogedora atmósfera se veía algo empañada por los dos corpulentos guardias de seguridad que comprobaron su invitación con un dispositivo electrónico. Sin embargo, una vez que atravesó las puertas, un sonriente miembro del personal le tomó el abrigo, le ofreció una selección de bebidas y le explicó que en el salón azul había un bufet permanente, en la sala de cine se mostraba un programa continuo y en el salón de baile la música sonaría durante toda la noche. Además, la piscina cubierta de agua caliente estaba a su disposición y si quería una habitación privada, en el primer piso había varias disponibles. Una vez solventada esa parte, le indicó que si no conocía el lugar, cualquier miembro del personal —los pajes vestidos con uniforme azul marino— estaría encantado de ayudarla.
Ella no logró asimilarlo todo de golpe. Deambuló por el vestíbulo, preguntándose si Sinclair estaría buscándola. Se cruzó con una pareja; él vestido de vicario y ella como una antigua egipcia con el pecho descubierto. Vio a otra subiendo la escalera, que estaba segura de que habían entrado con un disfraz estilo eduardiano, pero que ahora solo llevaban ropa interior. Pensó que resultaba muy evidente que se dirigían hacia las habitaciones privadas.
Comenzaba a sentirse desubicada. Los invitados llegaban en parejas o grupos, en diversos grados de desnudez. Le sonreían y luego variaban el rumbo, hablando y bromeando entre sí. ¿Dónde se había metido Sinclair? ¿La reconocería? Claro que sí, incluso a pesar de la máscara. Estaba convencida de que se habría puesto en contacto con Disfraces para todos para informarse de cuál había elegido. Asistiría a la fiesta, sin duda. Si no lo hacía, ¿para qué iba a enviarla a ella allí?
Decidió que parecería menos un florero si seguía caminando por la mansión. Traspasó la puerta que rezaba Sala de cine y entró, más para confirmar sus sospechas sobre el tipo de película que estaría proyectándose que por un deseo particular de verla.
Se dio cuenta al instante de que había imaginado correctamente. En la enorme pantalla se veían cuerpos humanos contorsionándose. El zoom de la cámara se aproximó justo en ese momento para mostrar la boca de un hombre acariciando un pecho femenino, recorriendo con la punta de la lengua una línea bajo la curva hasta terminar en el pezón, que rodeó también. El suspiro de placer de la mujer cuando comenzó a succionarla se vio amplificado por los altavoces. El recuerdo de la boca de Sinclair realizando aquel mismo acto hizo que se tensara de frustración. La cámara se desplazó a otra pareja, a otra boca y a un par de manos que acariciaban un pene en erección.
Era una película elegante, con colores suaves y excelente calidad fotográfica. Mientras ella miraba, la cámara enfocó a otra pareja; tenían las piernas entrelazadas, uno alrededor del otro, y sus cuerpos se mecían. Los altavoces magnificaban una vez más el sonido de la pasión.
—Parece que le gusta la diversión. —Una voz inesperada la hizo sobresaltarse y se giró con rapidez. El hombre que se había parado junto a ella era alto, con una constitución poderosa y estaba vestido de policía americano. Tenía un suave acento yanqui que ella pensó que era genuino y no solo una imitación por su atuendo—. Pero la realidad es mejor.
Había una sugerente invitación en su voz que no le gustó.
—Eso depende de con quién la compartas —repuso ella con calma.
Percibió el brillo de sus dientes bajo la intermitente luz de la pantalla.
—No estaría aquí si la estuviera compartiendo con la persona correcta —aseguró él.
—Me invitó un amigo —replicó ella.
—¿Sí? ¿Y dónde está ahora?
—Me está esperando en la piscina —improvisó—. Así que, si me disculpa...
Empujó a su inoportuno compañero, pero él parecía decidido a intentar detenerla. Sintió la dura masa muscular del extraño y olió el aroma apenas perceptible de una valiosa loción para después del afeitado.
—Disculpe, pero deseo que me deje pasar —dijo bruscamente.
Él se rió y dio un paso atrás, dejándola salir. Decidió que iría a la piscina de cualquier manera. Quizá podría pedir prestado un bañador y nadar un poco. Pidió indicaciones a uno de los miembros del servicio y se dirigió por un largo pasillo. Un arlequín de brillante atavío pasó junto a ella seguido por una mujer vestida con un revelador uniforme escolar de gimnasia y un sombrero de paja.
Intentó imaginar el disfraz que habría elegido Sinclair. Solo le había visto una vez sin traje, cuando llevó el mono de cuero en la motocicleta. Lo imaginó con diversos uniformes, siendo el favorito el de húsar. Apretados pantalones blancos y botas brillantes, chaqueta ajustada adornada con entorchados. Le sentaría muy bien a su alta y atlética figura. Guardó la imagen en su memoria, intentando sustituir la del americano.
Cuando llegó a la piscina, se encontró con una multitud de nadadores riéndose y gritando. Notó sorprendida que ninguno de ellos llevaba máscara, y cuando algunos salieron del agua, se percató de que tampoco llevaban bañador. Un miembro del servicio se acercó a ella.
—Si quiere ver mejor, le sugiero que baje a la sala de observación. —Le señaló una puerta.
Ella bajó unos escalones y se encontró una habitación bajo la piscina en la que sonaba una música de ambiente por unos altavoces ocultos. Había grupos de hombres y mujeres observando la acción en el líquido elemento a través de una gruesa pared de vidrio. Los cuerpos quedaban desdibujados por acuosos y surrealistas reflejos que hacían que parecieran extrañas formas. Mientras seguía allí parada, observando, los nadadores comenzaron a moverse frente al panel. Antes de que pudiera alejarse, escuchó una voz detrás de ella.
—¿Reconoces a alguien?
El ya familiar olor a loción para el afeitado inundó sus fosas nasales y se dio la vuelta. El policía americano la miraba sonriente. Notó la barba incipiente que le sombreaba la barbilla bajo la máscara negra.
—Por favor, deje de seguirme —le pidió con frialdad.
—No estoy siguiéndola —dijo—. He venido a observar el espectáculo.
Señaló la pared de cristal. Ella se percató de que en ese momento solo quedaban dos nadadores en la piscina. Los cuerpos desnudos de un hombre y una mujer agitaban el agua mientras intentaban alcanzarse. Siguió observando y vio que comenzaban a acariciarse al ritmo de la música; ambos cuerpos flotaban en una serie de ingrávidos y eróticos movimientos. Con la piel en sombras parecían extraños flotando en el espacio exterior. Incluso cuando se enredaron en el coito final, sus empujes de caderas parecieron discurrir a cámara lenta, lo que dotó sus movimientos de cierto matiz inocente. Consideró que era como contemplar un baile ritual y no un acto sexual.
—Todavía sigo diciendo que la realidad es mejor —aseguró el policía, cubriéndole el trasero con la mano antes de palmearlo—. ¿Qué te parece, nena? ¿Hacemos tú y yo un numerito sin ropa?
Ella se alejó y dirigió sus pasos hacia la puerta.
—Ya se lo he dicho, estoy esperando a un amigo.
Él la siguió.
—¿Y qué? Déjale un mensaje. Si llega a aparecer puede sumarse al grupo.
—No creo que eso le gustara —replicó, apurando el paso.
—¡Eh, escucha! —gritó el policía—. Estoy acostumbrado a obtener lo que quiero y ahora mismo te quiero a ti.
—Qué pena... —replicó—, porque yo tengo la noche ocupada.
Él esbozó una amplia sonrisa.
—¿Me prometes una cosa? Preséntame a ese novio tuyo y haré un trato con él. Le propondré que te cambie por dos morenas muy flexibles.
—¿Y por qué no se entretiene usted con las morenas? —dijo con fingida dulzura—, y me deja a mí en paz.
—Porque ya no me sorprenden —se rió—. Y creo que tú sí lo harás. Busco a alguien con un poco más de clase y tú la tienes.
—La tengo, pero mantengo lo dicho —afirmó—. Así que, por favor, váyase.
Él se rió.
—Odio a las mujeres que se rinden con facilidad. Pero, como dicen, la noche es joven. Voy a poseerte y te aseguro que te encantará. —Llevó la mano a la gorra con gesto burlón—. Hasta la vista, nena.
A pesar de su evidente desencanto, sentía poca pena por él. Creía lo que le había dicho, era evidente que estaba acostumbrado a salirse con la suya. Una vez más deseó que Sinclair apareciera. ¿Dónde se había metido? La inundó una repentina cólera. ¿A qué estaba jugando? No entendía que la dejara sola en una fiesta de ese tipo, convirtiéndola en el blanco de hombres sin compromiso. ¿Sería eso lo que quería? ¿Esperaba que un desconocido la llevara a una de las habitaciones privadas del primer piso con el fin de que él les pudiera seguir discretamente y mirar?
No quería creer eso de él. Sabía que la consideraba una exhibicionista y aceptaba que en parte era cierto. Pero se dio cuenta de que aunque tuviera que mostrarse en público, ella solo quería actuar para él, no para ningún otro hombre. Recordó el interludio con Bridget, pero le parecía que era diferente con otra mujer, casi como hacer el amor con uno mismo. Agradable, pero sin ningún tipo de compromiso emocional.
¿Se negaría si la intención de él fuera que se acostara con otro hombre? Se enorgullecía de ser una mujer moderna. ¿Una canita al aire con un hombre que no le gustaba era un precio imposible a cambio de un impulso en su carrera? ¿O no lo era? No quería tener que tomar esa decisión. Ya no podía ofrecer una confiada respuesta afirmativa, Sinclair había hecho que sus valores cambiaran.
Se abrió paso hasta el bufet, pero la comida, a pesar de ser deliciosa, le supo a serrín. Comenzó a observar a aquellos hombres disfrazados que pudieran ser Sinclair por su tamaño y altura, pero evitó mirar fijamente a cualquier invitado por temor a que lo tomaran como una invitación. Incluso se le acercaron hombres sin que ella los alentara de ninguna manera... y también mujeres. Por suerte parecieron tomar su negativa con resignación y siguieron su camino en pos de algún compañero de juegos más complaciente.
Estaba tratando de dilucidar si ocultarse en la sala de cine o marcharse sin más miramientos, cuando sintió un leve golpe en el brazo. Se dio la vuelta y se topó con uno de los lacayos uniformados. Le tendía un sobre blanco con unas letras escritas en el frente: De parte de JS.
—Creo que es para usted, señora. ¿Significan algo para usted esas siglas?
—Sí, en efecto —confirmó.
—Recibí instrucciones de dar con la doble de Marlene Dietrich, señora —explicó—. Aunque a mí me parece usted más hermosa que la original.
Ella le agradeció el cumplido con una sonrisa. Al abrir el sobre reconoció la letra de Sinclair. El mensaje era muy sencillo:
Participa en la subasta.
El hombre se había dado ya la vuelta cuando ella se apresuró para alcanzarle.
—¿Dónde es la subasta? ¿Adónde tengo que dirigirme?
—¿Se refiere a la subasta benéfica? —Se detuvo y la miró—. ¿Quiere ofrecerse como voluntaria?
—Eso creo. Pero no tengo nada que subastar.
El hombre se rió. Deslizó los ojos por su cuerpo en una rápida valoración, pero en esta ocasión fue una mirada apreciativa, no lasciva, y ella se sintió adulada otra vez.
—Yo creo que sí lo tiene, señora.
—De acuerdo. —Le respondió a la sonrisa—. Explíquemelo.
—Las subastas son el acontecimiento principal de las fiestas en Hilton Hall, señora. Los voluntarios suben al escenario, y los pujadores pagan por que se quiten la prenda de ropa que ellos eligen. Puede detener la puja cada vez que desee, pero si lo hace deberá pagar una multa. Si el voluntario está de acuerdo, el comprador puede ofrecer dinero también por cierta cantidad de su tiempo, que disfrutará al final de la subasta en una de las habitaciones privadas. Por supuesto, esa es una elección personal. No la penalizarán con una multa si se niega. —Sonrió—. Si le soy sincero, estoy seguro de que los voluntarios saben siempre quién va a pujar por ellos; las disposiciones se establecen por adelantado.
Genevieve pensó que aquel parecía el tipo de juego del que Sinclair disfrutaría, y si él formaba parte del público, ella también lo haría. Comenzó a sentirse mucho más feliz; no le cabía la menor duda de que sería Sinclair quien pujaría por ella.
—¿Adónde va el dinero? —preguntó.
—A la obra benéfica que usted elija, señora. Deberá comunicar sus datos al subastador antes de que comience la licitación.
¡Genial!, pensó. Conocía una organización que abogaba por la investigación médica sin usar animales. El señor James Sinclair podría colaborar con una buena causa.
Se hallaba en el bufet, en esta ocasión disfrutando de la comida, cuando dio comienzo la subasta. Siguió a la marea de gente a una suite junto al salón de baile, se acercó para facilitar el nombre de la obra benéfica de su elección y recibir un número de participación. Los voluntarios reían y bromeaban entre sí. La mayoría ocultaba su identidad pero, a pesar de ello, parecían conocerse.
Observó a una mujer que lucía un vestido medieval, bromeando con un hombre disfrazado de samurái.
—No puedes resistirte a enseñar los pectorales, ¿verdad, Miles? ¡Mira que eres exhibicionista!
El samurái esbozó una amplia sonrisa.
—Tengo intención de enseñar mucho más que los pectorales si Amanda puja por mí. Suponiendo que pueda recordar cómo se quita esta ropa tan extraña.
—Deberías haber elegido algo más sencillo —se rió la dama medieval—. Con un cuerpo como ese deberías haberte disfrazado de socorrista o algo por el estilo.
—No se ve mi cuerpo —objetó él—. ¡Llevo falda!
—Pero tengo memoria fotográfica, cielo. Recuerdo la forma de todos mis hombres.
—No se lo digas a Amanda. Podrías asustarla —se jactó el samurái.
—¿Acaso piensas que no lo sabe? Ya hemos intercambiado información.
—¡Mujeres! —El hombre rio—. ¡No tenéis vergüenza!
Se veía el oscuro salón de baile a través de una puerta abierta. Los músicos comenzaron a tocar una marcha y una chica disfrazada de gata, la primera en apuntarse a la subasta, recorrió el pasillo que formaban los pujadores y subió al escenario. Un foco la iluminó mientras ella permanecía erguida, sosteniendo un número por encima de la cabeza. El estrado comenzó a girar lentamente mientras la orquesta tocaba. Por el altavoz surgió la licitación inaugural y una persona del público contribuyó de manera entusiasta.
La joven se quitó el disfraz de gata, pero dado que debajo solo llevaba la ropa interior, no permaneció en el escenario demasiado tiempo. Poseía una figura ágil y delgada, con los pechos pequeños. Posó para el público, que la ovacionó, mientras la voz en off anunciaba la suma de dinero que finalmente había logrado.
«Puedo desnudarme con mucha más gracia», pensó Genevieve con satisfacción. «Si Sinclair quiere un buen show, yo se lo daré».
Cuando por fin entró en el salón de baile, el resplandor del foco la siguió. Deslumbrada, no pudo identificar ninguna cara entre el público. Permaneció de pie, sobre el escenario giratorio y notó que su cuerpo respondía a los marcados acordes de la música. Iba a ser fácil; disfrutaría de aquello. Estaba segura de que Sinclair la observaba, pero cuando surgió la primera puja de aquella masa oscura, no reconoció la voz. Había sonado demasiado confusa.
—Veinticinco por el sombrero.
—Veinticinco libras para que la dama se quite el sombrero —anunció el maestro de ceremonias por el altavoz.
Ella sonrió. Si la subasta iba a discurrir de esa manera, tenía muchas posibilidades de conseguir una suma saludable para la obra benéfica que había elegido. Se quitó el sombrero de copa con un floreo.
—¡Quiero que se suelte el pelo! —añadió el apostador.
—¿Cinco libras más para que se suelte el pelo? —preguntó el subastador.
—¿Cinco libras? ¡No puedo permitirme esa suma!
Hubo un montón de risas, abucheos y silbidos.
—Hasta que no pague cinco libras más, el pelo se queda donde está —aseguró el maestro de ceremonias.
Ella no podía ver ningún intercambio de dinero desde donde estaba, solo seguir las instrucciones del subastador. Mientras esperaba a que aquella amable discusión terminara, se movió sinuosamente por el escenario.
—¡Cien libras por la chaqueta!
Se la quitó sin apurarse, deslizándola por los hombros, contoneándose mientras la bajaba por los brazos hasta que, finalmente, se inclinó y atrapó los faldones entre las piernas, llevando consigo la prenda cuando se irguió de nuevo.
—¡Cien por la camisa!
—¿Quién da más por la camisa? —exigió el subastador.
—¡Ciento cincuenta!
Ella alzó los bordes de la camisa de manera provocativa, llegando a mostrar la curva inferior de los pechos. Los alzó lo suficiente para que los presentes se dieran cuenta de que no llevaba sujetador. Y se quedó allí, esperando.
—¿Quién da más por la camisa? —repitió el maestro de ceremonias.
—¡Doscientas libras!
—Doscientas por la camisa —aceptó el subastador.
Ella se tomó su tiempo, jugueteando con los botones, alzando el borde con una pícara sonrisa antes de volver a dejarlo caer. Por fin, pasó la prenda por los hombros mientras la sujetaba cerrada en el frente con las manos, cubriéndose los pechos con las palmas mientras se movía al compás de la música. Era consciente de que el público permanecía ahora en silencio; lo había encandilado. Cuando por fin dejó caer la camisa, sonó una gran ovación y varios agudos silbidos.
Siguieron haciendo pujas por el resto de su ropa. Ninguna de las voces parecía de Sinclair. Cien libras por el liguero; cien por cada media; trescientas por las bragas de seda... Se quedó en el escenario cubierta tan solo por un minúsculo tanga, la brillante máscara y los zapatos. ¿Cuánto por el tanga?, se preguntó.
—¡Quinientas libras!
Una voz entre el público respondió a la pregunta. Llevó las manos a las estrechas correas de seda que sostenían la prenda en su lugar.
—¡Mil libras por una hora con la dama!
Aquella voz era diferente. El público contuvo la respiración al unísono y luego comenzó a aplaudir. Luego resonó otra vez la primera voz.
—¡Mil libras por el tanga!
La respuesta fue otra ovación.
—¡Dos mil por dos horas de su tiempo! —La segunda voz interrumpió los aplausos.
Aquella voz sí parecía la de Sinclair, aunque los chillidos de los presentes dificultaban la audición. ¿Quién, si no, pagaría tanto dinero por su tiempo? La nota que había recibido estaba escrita por él y era el único que sabía de qué iba disfrazada.
—La dama tiene la palabra —explicó el subastador—. De cualquiera de las dos maneras, la obra benéfica elegida saldrá beneficiada, pero ¿recibirá mil o dos mil libras?
Estaba tan convencida de que era Sinclair el que había pujado por ella que no vaciló.
—Vendo dos horas de mi tiempo —dijo.
Hubo aclamaciones, palmas y silbidos. Se dio la vuelta una vez más en el estrado, agradeciendo y disfrutando de los aplausos. Cuando bajó del escenario, alguien le devolvió la ropa y se puso la chaqueta del frac, percibiendo la frialdad de la seda del forro contra la piel.
—Habitación treinta y dos —le informó un miembro del personal—. Es una suite preciosa.
Atravesó el bien iluminado vestíbulo y se dirigió a las anchas escaleras, cubiertas por una larga alfombra granate. Las subió, segura de que Sinclair la esperaba en la habitación 32. Se detuvo ante la puerta, vacilando, asustada de entrar. Aquel podría ser su último encuentro y tenía que estar preparada para aceptar que él no era el tipo de hombre que buscara una relación permanente o, si lo hacía, no era con ella. Cuando volviera a verle otra vez sería en un plano laboral y probablemente se tratarían como si solo fueran educados profesionales. Apartó el pensamiento de su cabeza; era demasiado deprimente.
Cuando empujó la puerta, lo primero en lo que se fijó fueron los espejos. Había un brillante laberinto de reflejos, fruto de las posiciones enfrentadas de las láminas, que conseguían que la habitación pareciera más grande de lo que realmente era. Después fue la cama lo que reclamó su atención. Era un enorme lecho con dosel y cuatro postes acanalados con adornos dorados. Unos querubines, también dorados, sostenían las blancas cortinas, tan ligeras que se movieron y ondularon con la corriente de aire que se creó al abrir la puerta.
Fue entonces cuando percibió el familiar aroma de cierta loción para después del afeitado.
—Dos horas —dijo una voz—. Y pienso gozar de cada minuto.
Ella se dio la vuelta. Un hombre alto y musculoso, vestido de policía americano, apareció en el umbral que comunicaba el dormitorio con el cuarto de baño. Ya no llevaba puesta la máscara.
—¿Sorprendida? —se burló—. ¿Esperabas a otra persona? Bien, lamento decepcionarte, pero has acabado conmigo, como te dije.
Tras un conmocionado momento, ella pensó que había entrado en la habitación equivocada.
—No seas tímida —dijo arrastrando las palabras—. Quítate el frac, siéntete como en casa.
Como única respuesta, juntó más los bordes de la prenda. Lo vio deslizar los ojos más abajo, hasta el triángulo de seda negra que apenas cubría su vello púbico, y demorarse allí.
—Me han dicho que eres rubia natural —comentó él—. ¿Me dejas comprobarlo?
Ella se quedó helada, incapaz de creer lo que veía y oía. ¿Había confundido la voz de Sinclair durante la puja? No podía ser posible. La de ese hombre era más profunda, y su acento americano era demasiado característico para poder disimularlo.
—No sé quién puede haberle dicho eso —aseguró con helado desdén.
—Pues el mismo amigo que pujó en mi lugar —se rió él.
Ella lo miró fijamente; no quería creerlo. Él se dirigió a una mesita, abrió una caja, tomó un cigarrillo y lo encendió.
—Es uno de mis vicios —explicó sonriendo—. Tengo bastantes. Es posible que no te guste alguno de ellos. —Una nube de humo cubrió su cara—. No te molesta, ¿verdad? Ya sé que no fumas, en realidad sé muchas cosas sobre ti, Genevieve —aseguró cambiando el cigarro de posición.
No se molestó en preguntarle cómo sabía su nombre. A pesar del calor que hacía en la estancia sintió frío. Su mente seguía negándose a aceptar que había sido Sinclair el que pujó por ella, seguro de que ella aceptaría y se dirigiría allí para descubrir... a ese desconocido.
—Me llamo Bradford Franklin. —El americano se sentó en la cama—. Pero mis amigos me llaman Brad. Si lo deseas puedes llamarme así, aunque no me molestaré si no lo haces. Pero vas a hacer algo ya —palmeó la cama con la mano—. A mil libras por hora, estoy pagando, aproximadamente, dieciséis por minuto y no me gusta perder dinero; ven y acuéstate.
Ella se quedó donde estaba, pegada a la puerta. Podía verse reflejada en los espejos, tan inteligentemente situados; una figura de largas piernas con el cabello rubio y suelto envuelta en una masculina chaqueta de frac.
—Ha habido un error —aseguró.
Brad negó con la cabeza.
—No hay ningún error. Accediste a la subasta.
—Pero pensaba que...
—¿Pensabas que era otra persona la que estaba pujando? —se rió—. Bueno, tienes razón. Mi gran amigo James me debía un favor, en realidad me debe bastantes favores, y le sugerí la manera de pagar alguno de ellos. Estuvo de acuerdo en que era una idea fantástica. ¿No opinas lo mismo?
—Ha sido ruin —dijo ella enfadada—. Ruin y solapado.
Pero también era así la realidad, pensó con desolación. Había accedido desde el principio a los términos del acuerdo con Sinclair, y si él pensaba que conseguir que se acostara con otro hombre formaba parte de su idea de diversión erótica, tenía derecho a intentarlo.
Bradford Franklin parecía pensar igual.
—¡Oh, venga! —él se tendió en la cama—. Ni se te ocurra intentar convencerme de que eres una mujercita tímida e inocente. Conozco el acuerdo al que has llegado con James. Eres una chica lista que sabe muy bien lo que quiere. Eso me gusta. —Volvió a dar una palmada en la cama—. Vamos, nena, será muy bueno. James y tú habéis pasado buenos ratos juntos y ahora todo acaba. —Se quitó el cigarro de la boca mientras la observaba—. Pero ¿cuánto más alto puedes llegar en una agencia como Barringtons? Yo tengo buenos contactos; América, Canadá, Europa... lo que quieras. Te puedo ayudar a llegar a alturas a las que nunca habrías soñado y no hablo solo de sexo. Ya has demostrado que estás abierta a las sugerencias, así que aquí va una. Otros noventa días... conmigo. Jugamos a lo que se nos ocurra y a cambio impulsaré tu carrera de una manera que jamás hubieras creído. —Se quitó el cigarro de la boca y emitió un anillo perfecto de humo—. ¿Qué te parece, nena? ¿A que suena bien?
—No me interesa.
—¿Ni siquiera quieres pensarlo?
No. Ni siquiera quería pensarlo.
Antes de conocer a James Sinclair, quizá lo habría considerado. Simplemente quizá. Pero ahora no. Le daba igual el espaldarazo que pudiera suponer para su carrera; no aceptaría bajo ningún concepto. Sinclair le había mostrado fantasías sexuales con las que disfrutaba, pero sabía que disfrutaba de ellas porque eran con él. Le había resultado fácil olvidarse de que en realidad no eran amantes. Pero ¿hubiera disfrutado igual con cualquier otro hombre? Lo dudaba mucho.
—No hay nada que pensar —aseguró.
—Me habían dicho que eras una profesional muy dura. —Meneó la cabeza con fingido reproche.
Y lo era, pensó para sus adentros. Lo había sido hasta que conoció a James Sinclair.
—Bueno, pues tendré que conformarme con mis dos horas. —Apagó el cigarrillo—. Acércate y enséñame lo que sabes hacer con esa boquita tan bonita que tienes.
—Lo siento. Eso también es imposible.
Él clavó los ojos en ella durante un buen rato, luego esbozó una perezosa sonrisa.
—¿Estás segura de lo que dices? ¿Quieres perder todo lo que has conseguido? James quiere que folles conmigo, nena. Y yo también quiero. Incluso me he mostrado de acuerdo en pagar dos mil libras para una obra benéfica con tal de poder disfrutar del privilegio.
—Lo siento. Estoy dispuesta a abonar yo la cantidad, pero no estoy en venta. —Brad se levantó y enganchó los pulgares en el cinturón.
—«Lo siento» no es suficiente. ¿Qué demonios te pasa conmigo? Quizá no sea una de esas estrellas de cine, pero tampoco estoy tan mal.
—A usted no le pasa nada —aseguró ella. Ahora que había tomado una decisión, sintió como si le quitaran un peso de encima. Casi sentía compasión por Brad Franklin—. Creo que a quien le pasa es a mí.
Él la contempló despacio, de una manera que le hizo recordar cómo la miraba Sinclair.
—Pues a mí me pareces muy bien. ¿Qué te ocurre?
—Creo que estoy enamorada —dijo vacilante.
Brad la miró fijamente durante un momento, luego soltó una carcajada.
—¿De quién? ¿De Sinclair? —Como ella no le respondió, continuó presionándola—. ¿Hablas en serio? Esto es la vida real, nena. Te has involucrado con él por interés; por tu carrera.
—Eso creía yo, al menos al principio —admitió—. Pero ya no opino igual. Quizá estoy enamorada o quizá estoy enamorándome. Sea como sea, el trato queda roto, no puedo seguir adelante.
—¡Bien! ¡Por fin, por el amor de Dios! —exclamó una voz ronca a su espalda—. ¡Sí que te ha llevado tiempo admitirlo!
Se dio la vuelta. James Sinclair estaba apoyado en el marco de la puerta del cuarto de baño, elegantemente vestido con un traje a medida. Ella sintió un fuerte alivio, que se convirtió en cólera casi al instante.
—¿Dónde demonios estabas? —exigió.
—Por ahí —explicó Sinclair, con una irritante sonrisa—. Observándote. Esperando. Escuchando.
—¿Qué quieres decir exactamente con eso?
—Quiere decir que te ha puesto una trampa, nena. —Brad le dirigió una amplia sonrisa—. Con mi ayuda, te hizo caer en una trampa y luego se quedó al margen, observando la función. Suena un poco cruel, pero fue por una buena causa.
—¿Me has puesto una trampa? —Paseó la mirada de un hombre a otro—. No lo creo. ¡Confié en ti, Sinclair!
—No seas demasiado dura con él, nena —intercedió Brad—. Quería oírte decir esas palabras, ya sabes: te amo. Encantador, ¿verdad? —Se puso la mano en el pecho—. Te lleva... aquí mismo. —Ella lo miró fijamente, todavía sin creer lo que estaba oyendo—. Desde luego a mí me habéis llegado al corazón, pero lo cierto es que yo soy muy romántico. —Se dirigió a la puerta—. Ya he realizado mi buena acción del día: ayudar a dos tortolitos a darse cuenta de sus sentimientos. Ahora comienzo a sentirme de más. —Le lanzó a ella un beso—. Ha sido un placer conocerte, nena, y no te preocupes «discreción» es mi segundo nombre.
La puerta se cerró tras Brad y ella se giró sobre sí misma para mirar a Sinclair.
—Tortolito no es la palabra que utilizaría en este momento —le espetó furiosa.
—Espero que nunca —dijo él—. Aceptaré atractivo; irresistible, sexy... Pero ¿tortolito? Nunca.
—Me has hecho parecer una idiota.
Él se rió.
—Lo único que he hecho ha sido obligarte a admitir un montón de cosas sobre ti misma que no sabías. Incluyendo tus sentimientos por mí.
—¡Pero bueno...! ¡Es lo más prepotente que he escuchado en mi vida! —Todavía estaba furiosa. Y tan aliviada como enfadada—. Estás equivocado, Sinclair. En este momento lo único que siento por ti es un enorme deseo de darte un puñetazo.
—Lo superarás —aseguró él con una amplia sonrisa—. Sabes que no lo merezco.
—Claro que lo mereces. ¡Me has chantajeado!
—No he chantajeado a nadie en mi vida.
—Noventa días de sumisión sexual a cambio de una firma —expuso ella—, si eso no es chantaje, ya me dirás lo que es.
Él clavó los ojos en ella durante un buen rato y luego comenzó a reírse.
—No te lo habrás tomado en serio, ¿verdad?
—¡Claro que sí! —Ya se había calmado, pero sus carcajadas la enfurecieron de nuevo—. ¿Estás tratando de decirme que era una broma?
—Soy un hombre de negocios —dijo él—. ¿Dónde crees que estaría si realmente me dedicara a hacer ese tipo de tratos?
—¿Nunca has tenido intención de darnos tu cuenta?
—Al revés, siempre ha sido esa mi intención —aseguró él—. En Randle Mayne ya no tienen ideas nuevas; quería innovación para mis empresas. Me gusta mucho el trabajo que está realizando el equipo creativo de Barringtons y estoy interesado en invertir en un futuro próximo en una agencia publicitaria. Una agencia pequeña y con mucho talento. Barringtons ha sido mi elección desde el principio. —Hizo una pausa y se acercó a ella—. Venga, Genevieve, reconócelo; me deseabas. Estabas atrapada desde el momento en que te dije que te desnudaras en tu despacho. No podías esperar a ver qué más podía proponerte. El acuerdo de noventa días no ha sido más que una excusa para los dos. No intentes decirme que no lo imaginabas.
—No, no lo sabía —aseguró—. ¿Por qué ibas a interesarte por mí? Ni siquiera soy tu tipo. Con el dinero que tienes podrías conseguir a la mujer que quisieras.
—Gracias por ese ambiguo cumplido —repuso él secamente—. ¿Por qué estás tan segura de que no eres mi tipo?
—Porque sé qué mujeres te gustan.
—Sabes el tipo de mujeres que otras personas creen que me gustan —explicó él—. Es cierto que he estado con muchas mujeres, pero si una mujer es demasiado descarada me repele; si es una chica guapa, pero tonta, que me quiere solo como símbolo de prestigio, puede que me la lleve a la cama, pero no quiero tener que ver nada más con ella. —Sonrió—. Me gustan las mujeres independientes, no me siento amenazado por las que tienen materia gris. Me atrae la combinación de hielo y llamas. —Hizo una pausa—. Por eso me gustas tú. Eres una intrigante mezcla de inteligencia y sexualidad. Un iceberg lleno de fuego. Una irresistible atracción. ¿No lo sabías?
—No —confesó ella—. Ni siquiera sabía que te atrajera.
Aunque quizá sí lo sabía, pensó. «Tú me atraías a mí. ¿Lo leíste en mis ojos? ¿En el lenguaje de mi cuerpo?».
Sinclair le puso las manos en los hombros y ella sintió su calor.
—Has intentando actuar como una distante mujer de negocios desde la primera vez que nos vimos —explicó él con suavidad—, pero me temo que no resultaste demasiado convincente. Tu aparente indiferencia me pareció muy atractiva, sin embargo, estaba convencido de que fingías. —Le clavó los dedos en los hombros—. Te calé en cuanto te vi. Aparentas ser una tranquila damita, una mujer remilgada y educada, siempre correctamente vestida. Supe que te sentías atraída por mí y me divertía imaginando cómo serías cuando te desnudara.
—Me dijiste que me desnudara —le recordó ella—. Y me tocaste como si fuera una esclava en venta.
—Y te encantó —convino él—. El problema era que no estabas dispuesta a reconocerlo ni siquiera ante ti misma. Lo único que hacías era insistir en que se trataba de negocios y que no estabas interesada en mí, sino en nuestro acuerdo.
Ella puso las manos sobre las de él.
—Pensaba que eso era lo que querías —confesó—, y estaba de acuerdo. Imagino que intentaba desconectar mis sentimientos, no quería resultar herida. Estaba segura de que me utilizabas; tienes reputación de hacerlo.
—Imagino que lo merezco —dijo él—. Para ser honesto, te diré que he alentado a la gente a creerlo; me ha resultado muy útil. Así los que no me conocen jamás saben qué esperar de mí.
—¿No utilizas a la gente? —le preguntó con leve sarcasmo.
—Claro que lo hago —se rió—. Si me dejan. Todo el mundo lo hace, incluyéndote a ti. Pero suele ser un proceso bidireccional. —Sonrió—. Por ejemplo, utilicé a Jade Chalfont. —Ella cambió la expresión y la sonrisa de él se ensanchó—. Un caso clásico —explicó—. Ella quería que yo fuera su primer éxito en Lucci’s y yo sabía que me resultaría útil en Japón. Ella lo facilitó todo cuando hizo los arreglos necesarios para que nuestros viajes coincidieran; incluso consiguió una reserva en el mismo vuelo.
—Pero pensé que... —Se interrumpió.
—¿Pensaste que la había invitado para que fuera un conveniente entretenimiento? —se rió—. Eso pensó mucha gente. Como te digo, no hace daño a mi reputación. Ni aquí ni en Japón; de hecho, los japoneses sintieron una profunda admiración por ella, la sensei inglesa. Desde luego se le da bien manejar esa espada.
—¿Y qué tal es en la cama?
Él volvió a reírse.
—No te rindes nunca, ¿verdad? No lo sé. Lo cierto es que no me la imagino en la cama. Su actitud es demasiado masculina. Estoy seguro de que tampoco ella me desea, y por las mismas razones. Aunque estoy seguro de que no me hubiera rechazado si pensara que podría sacar beneficio.
—¿Crees que es lesbiana? —pregunto con curiosidad.
—Creo que le pega a todo —aseguró él—, pero prefiere a las mujeres.
—Bueno, por lo menos tenéis algo en común —comentó con sequedad.
—Y a ambos nos gusta manipular a la gente —explicó él—. Y los dos lo sabemos. —Esbozó una mueca—. Pero yo gané. Yo conseguí mi contrato en Japón y ella no tendrá el cliente que esperaba. Así son las cosas.
—¿Ni siquiera te has preguntado cómo sería irte a la cama con ella? —insistió.
—No. Estaba demasiado ocupado recordando cómo es irme a la cama contigo.
—¿A la cama? —Ella casi sonrió—. Que yo recuerde apenas hemos hecho el amor en una cama.
—Podemos cambiar esa situación cuando quieras —insinuó con suavidad.
Se acercó y ella notó que su cuerpo respondía a su proximidad. Sinclair la tomó entre sus brazos y la besó. Estuvieron besándose durante un buen rato y, cuando se separaron, ella estaba jadeante y sin aliento.
—¿Por qué no has hecho eso antes? —murmuró.
—Porque necesitaba un poco de aliento. —Ella notó su cálida respiración contra la mejilla—. He llegado a pensar que jamás lo conseguiría. La última vez que estuvimos juntos, en el coche, tuve la sensación de que querías poner fin al acuerdo. Que querías alejarte de mí. No podía permitirlo. Cada vez que conseguía una respuesta positiva de ti, intentaba obligarte a admitir tus sentimientos, pero siempre te resistías. Decías que se trataba de negocios y volvías a sacar a colación ese maldito acuerdo. He llegado a lamentar mucho la idea de los noventa días.
—En ese momento en concreto estaba preocupada —confesó ella—. Pensaba que ibas a obligarme a hacer algo que me resultara desagradable.
—Desde luego... siempre piensas lo peor de mí, ¿verdad? —murmuró.
En esa ocasión, ella se relajó por completo cuando la besó. Sinclair le rozó la boca suavemente, indagando con la punta de la lengua entre sus labios, forzándola a separarlos al tiempo que le acariciaba la nuca para que echara la cabeza hacia atrás. Cuando lo hizo, le besó la curva de la garganta, trazando un húmedo camino de besos hasta su oreja hasta conseguir que le hormigueara la piel.
—¿Chantajista? —La besó en el cuello otra vez—. ¿Mujeriego? —Volvió a besarla—. Es sorprendente que me dejes hacer esto.
—Y bruto —añadió ella.
Él se retiró, sorprendido.
—Eso es nuevo. Jamás me habían dicho eso.
—¿Qué me dices de Ricky Croft?
Sinclair arqueó una ceja.
—¿Qué pasa con él?
—Los rumores dicen que le diste una paliza.
—Por una vez, los rumores aciertan —confesó.
—¿Por qué le pegaste?
—No preguntes.
—Pero quiero saberlo —insistió—. ¿Tiene algo que ver con esos soeces dibujos que hace?
—Como ya te he dicho —explicó Sinclair—, no me interesa ese tema; prefiero la realidad.
—Ricky me contó que Jade Chalfont le había comprado algunos cuadros para regalártelos.
—Sueña... —dijo Sinclair—. Es imposible que Jade Chalfont le haya comprado ni uno solo de esos cuadros, antes le habría dado un puñetazo en la boca.
—Tú lo has hecho. Me gustaría saber por qué, no creo que sea porque te haya escandalizado.
—A mí me enseñó otros cuadros distintos —explicó antes de permanecer en silencio unos momentos—. Sin entrar en detalles, en los que yo vi salías tú. El señor Croft consideró que me resultaría divertido verte... en algunas posiciones más bien extrañas.
Ella recordó brevemente algunos de los dibujos de Ricky. Sabiendo lo que él pensaba de ella, imaginaba a la perfección el tipo de indignidades sexuales en las que la habría reflejado. No quería pensar en ello, pero su imaginación parecía obligarla a hacerlo.
—¡Lo mataré! —Estaba furiosa.
—Eso es lo que yo sentí —dijo él—. Pero no vale la pena acabar en la cárcel por ese tipo. Así que destrocé los cuadros, le pegué un par de veces y le avisé de que si volvía a hacerlo de nuevo, o si comentaba lo ocurrido, sería la última vez que pintaba algo en mucho tiempo, porque pensaba romperle los dedos uno a uno. Muy lentamente.
—Imagino que te creyó —aseguró ella. Viendo la expresión de Sinclair en esos momentos, también ella lo creía—. ¿Por qué me ha hecho eso Ricky?
—Venganza. —Sinclair se encogió de hombros—. No era tu amigo; de hecho, te echaba la culpa por no conseguir trabajo. Ya estuvo intentando iniciar algunos rumores sobre ti, relacionándote conmigo y hablando mal de nosotros. Por desgracia, hay gente que se cree todo lo que escucha sin tener en cuenta quién lo dice. Incluso llegó a sugerirme que podía gustarte que te diera una zurra.
Ella lo miró, horrorizada.
—¿Por qué diría tal cosa?
—Quizá esperaba poder intentarlo él mismo. Se equivocó porque lo que hice fue pegarle a él. De todas maneras, siempre lo he considerado un mentiroso. Nunca he creído que te gustara el sado, y cuando te enseñé la mazmorra, lo comprobé. Olvídalo. No creo que vuelva a molestarnos.
—Ricky podría ganar mucho dinero —aseguró ella—, pero no se puede confiar en él; jamás podré recomendarlo. —De pronto sonrió—. Ha debido de ser una nueva experiencia para ti, ser un caballero de brillante armadura.
—Surgió de forma natural —aseguró él con modestia—. Odio que presionen de manera sexual a las mujeres. —Hizo una pausa antes de esbozar una leve sonrisa—. Desde luego, no cabe duda de que el señor Croft tiene una imaginación muy fértil. Algunas de las posiciones en las que te dibujó eran muy interesantes... por no decir otra cosa. —él bajó las manos por su espalda y las ahuecó sobre sus nalgas—. Hay un par de ellas que no me importaría poner en práctica.
—Pensaba que odiabas el abuso sexual —se sorprendió ella.
—En este caso se trataría más bien de experimentación sexual —explicó al tiempo que le masajeaba el trasero—. Una investigación.
Ella notó que su cuerpo respondía a sus avances, pero lo empujó hacia atrás.
—No pienso desperdiciar esa cama —susurró.
—Ni yo —aseguró él—. Esta habitación me cuesta dos mil libras, ¿recuerdas? —Dio un paso atrás y la observó de arriba abajo—. Y voy a sacar provecho de ello —comenzó a quitarse la chaqueta—, desde ahora mismo.
Pero ella lo detuvo.
—No, quiero hacerlo yo. Tú ya me has desnudado, ahora es mi turno.
Él esbozó una amplia sonrisa.
—Me parece bien. Pero antes quítate el frac, pareces un chico.
Ella abrió el frente de la prenda y dejó que resbalara por sus brazos hasta el suelo, quedándose ante él con tan solo un minúsculo tanga negro y los zapatos de tacón de aguja.
—¿De verdad has visto a algún chico así?
—Sí, en Tailandia. Allí pagan auténticas fortunas a los cirujanos para lograr tener una figura como la tuya.
Él intentó acariciarle los pechos, pero ella lo esquivó.
—A la cama —le ordenó.
Ella se sentó en el borde de la cama y rodó hacia el lado contrario antes de arrodillarse sobre el colchón. Sinclair se tendió a su lado. Se inclinó sobre él y comenzó a desabrocharle la camisa. Sinclair aprovechó la posición para estirar los brazos y rozarle los pezones con la punta de los dedos.
—Pórtate bien —le pidió.
—¿Sabías que tienes el mejor culo del mundo? —murmuró él.
Se dio cuenta de que Sinclair estaba mirando el techo; giró la cabeza y se percató de que había un espejo dentro del dosel donde se reflejaba todo lo que ocurría en la cama. Sus redondeadas nalgas quedaban exhibidas al estar arrodillada.
—Se ven las cosas desde un nuevo ángulo, ¿verdad? —Estiró la mano y apretó un botón oculto. Las cortinas de la cabecera se separaron, revelando otro espejo detrás de las almohadas—. ¿Qué te parece esto? ¿Quieres protagonizar tu propio ángel azul?
Se contempló abriendo los botones de la camisa de Sinclair, revelando los duros músculos de su pecho y las tetillas, que estaban tan enhiestas como sus pezones. Se recostó sobre él para cerrar la boca sobre la más cercana y le sintió estremecerse cuando comenzó a succionar y a pellizcarla con los dientes. Al mismo tiempo, buscó la otra, que frotó y acarició como tantas veces le había hecho él a ella. Le escuchó gemir y vio cómo llevaba los dedos a la cremallera del pantalón, pero le apartó el brazo.
—No te apresures tanto.
—No tengo tanto autocontrol como tú —aseguró él.
Se sentó a horcajadas sobre él, apretándose contra la aprisionada erección, sujetándole las manos por encima de la cabeza mientras lo atormentaba con la boca, besándolo, deslizándole la lengua por la oreja, jugueteando con las tetillas para ponerlas todavía más duras. Sabía que Sinclair observaba el espejo, que contemplaba cómo se movía sobre él al tiempo que sentía lo que le hacía, y que ambas sensaciones duplicaban su placer.
Le dijo que se sentara y le bajó la camisa por los brazos, retorciéndola a su espalda, alrededor de las muñecas, y empujándolo de nuevo sobre la espalda. Mientras él intentaba liberarse, le bajó la cremallera de los pantalones y deslizó la mano entre sus piernas.
—Eres mi prisionero —dijo—. Disfruta la experiencia.
Lo masajeó con suavidad y observó con placer cómo reaccionaba ante sus caricias, arqueando las caderas hacia arriba al compás de sus movimientos. Notó cómo se hinchaba entre sus manos hasta que estuvo duro como una piedra. Solo entonces le bajó los pantalones por completo y le despojó de los apretados calzoncillos que apresaban su miembro, liberándolo y haciéndole gemir de alivio. Le quitó los zapatos y los calcetines para desnudarlo por completo.
Entonces se sentó en los talones y lo miró. Era la primera vez que lo veía totalmente desnudo. Admiró la pesadez de sus testículos y la longitud de su pene, que surgía entre el oscuro vello púbico, del mismo color del que le cubría el pecho. Era delgado y bronceado, con largos muslos y estrechas caderas. Se podían apreciar las depresiones y concavidades de sus músculos abdominales. Estiró la mano y le rodeó una erecta tetilla con un dedo, y luego repitió la acción en la otra. En cada ocasión, él contuvo el aliento.
—¿Sientes lo mismo que cuando me lo haces a mí? —susurró.
—Si es así —aseguró él con voz ronca—, no me extraña que te guste tanto.
—Date la vuelta —le ordenó.
—¿Por qué? —preguntó con los ojos entrecerrados—. Estoy bien así.
—Porque tú ya has visto mi trasero, ahora quiero ver el tuyo.
Él esbozó una amplia y perezosa sonrisa antes de ponerse boca abajo con lenta elegancia. Ella admiró sus músculos cuando se movió, la prieta curva de sus nalgas. Lo miró en la cama y luego en el espejo; su cuerpo parecía dorado contra la blanca sábana. Tumbado sobre el colchón con las piernas algo separadas y las muñecas todavía enredadas en la camisa daba la impresión de estar indefenso. Sabía que era una fantasía, pero resultaba muy agradable; parecía como si pudiera hacer lo que quisiera con él.
Le pasó la lengua por la columna, donde dibujó pequeños círculos, deleitándose con la manera en que reaccionaba. Deslizó la punta de los dedos sobre sus tensas nalgas, recreándose en erráticos patrones; notó que se estremecía cada vez que le tocaba determinados lugares. Se deslizó lentamente hacia arriba y por fin le besó en la nuca, justo debajo del nacimiento del pelo negro. Él volvió a temblar sin control cuando le acarició el interior de los muslos, rozando con la yema de un dedo la sensible piel de los testículos.
—Ya me has reconocido de pies a cabeza —comentó con la boca contra la almohada—. ¿Me das tu aprobación?
De repente, ella adelantó un poco más la mano y se apoderó de los testículos.
—¿Marsha también te dio su aprobación? —susurró con voz sedosa en su oído.
Él giró la cabeza y la miró de reojo; ella cerró la mano.
—Ten cuidado —le dijo él con un jadeo—. Eso puede doler.
—¿Marsha? —insistió ella—. Una pelirroja bisexual con cuerpo escultural. Es imposible que la hayas olvidado.
—No recuerdo a nadie llamada Marsha —aseguró él.
Sinclair intentó ponerse de rodillas para escapar, pero ella lo empujó contra la cama sin soltarle los testículos.
—Le tocabas el culo a fondo en el club de Goldie —le recordó—. Os largasteis juntos como si fuerais mucho más que buenos amigos. —Apretó los dedos un poco, lo suficiente para que jadeara de sorpresa—. Cuéntamelo todo sobre ella y no te atrevas a decirme que no sabes quién es.
Lo masajeó con los dedos, disfrutando de su reacción.
—¡Oh! —contuvo el aliento—. Esa Marsha...
—¿Oh? —repitió, imitándolo. Comenzó a acariciarlo con menos fuerza—. Sí, esa Marsha.
Notó que se agitaba y se dio cuenta de que estaba riéndose.
—Te pusiste celosa, ¿verdad?
Solo había una manera de que supiera eso.
—¿También lo preparaste tú? —acusó—. ¿Te ayudó Georgie?
—Por supuesto —confesó—. Si no hubieras reaccionado con tanta intensidad, no le habría pedido a Brad que me ayudara hoy. —La miró—. Me preocupaba que pudieras aceptar su oferta. No me hubiera gustado nada.
Ella se sentó de nuevo en los talones.
—Has dicho antes que sabías lo que sentía —le recordó—. Deberías saber que jamás hubiera aceptado.
Él seguía mirándola, pero ahora no sonreía.
—Siempre existió un elemento de duda, lo admito. Alguna vez llegué a preguntarme si solo veía lo que quería ver. Tú siempre te mostrabas fría y contenida. Y seguías insistiendo en que se trataba de un trato. No quería quedar como un idiota.
«¡Fría y contenida!», pensó. «¡Si tú supieras!».
—Venga, suéltame —le pidió—. O no voy a estar en condiciones de darte lo que quieres.
—¿Y qué quiero?
—Follar, o eso espero —dijo él—. Me parece una pena desperdiciar esta habitación y esta cama. También debería gustarte mirar los espejos; puedes observarte desde todos los ángulos.
Sinclair liberó las manos sin que ella se diera cuenta y se movió de repente para asirla de las muñecas y tirar hasta que la tuvo tumbada sobre la espalda. Tras una veloz maniobra fue él quien estuvo a horcajadas sobre su cuerpo, manteniéndola presa con las rodillas. Le besó un lado del cuello antes de apoderarse de su boca, introduciéndole la lengua entre los labios con suavidad primero y con insistencia después. Buscó sus pechos y comenzó a acariciarlos, moviendo los pulgares sobre los pezones.
Ella movió la cabeza hasta que pudo mirar por encima de su hombro. En el espejo vio a una mujer con el pelo rubio esparcido de manera salvaje y a un hombre, ágil y elegante de piel bronceada, reteniéndola en deliciosa cautividad. Observó que el hombre se erguía. Como si se tratara de un sueño vio moverse a la mujer y al hombre con ella.
—¿Cómo quieres hacerlo? —murmuró Sinclair bajito en su oído al tiempo que le lamía la oreja con tentadores movimientos—. ¿De frente o por detrás? Tú eliges.
—Pensaba que eras tú el que daba las órdenes —dijo ella.
—Esta noche no. Bueno, quizá dentro de un rato...
—De frente —pidió.
Quería sentirse avasallada por él. Quería ver su cara sobre ella y observar su expresión cuando se corriera. Quería mirar por encima de su hombro y disfrutar del reflejo de sus movimientos en el espejo.
Cuando la penetró ya estaba empapada de deseo y, en el momento en que sintió la erección en su interior, tensó los músculos internos. Él le apresó los pechos al tiempo que ella le rodeaba con las piernas con firmeza. Era como si no pudiera estar todo lo cerca que quería; anhelaba compartir el latido de su corazón, su aliento, su vida. Perdió la noción del tiempo y se abandonó a aquellas sensaciones puras. Por fin, bajó la mano entre sus piernas y comenzó a acariciarse el clítoris.
Sinclair emitió un profundo gemido de placer y empezó a estremecerse con convulsiones de éxtasis. Su orgasmo surgió poco después. No resultó tan intenso como otros que él le había proporcionado, pero atesoraría ese con especial placer porque, por primera vez, se habían abandonado en un nudo que no resultaría fácil de desatar. Él se relajó sobre ella durante un momento, calentándola con su cuerpo antes de retirarse poco a poco y yacer a su lado.
—Ha estado bien —aseguró con sencillez. La miró—. ¿Para ti también?
—Siempre es bueno contigo —confesó—. Incluso cuando estoy apresada en un corsé de bondage; incluso si estoy atada a una puerta o al manillar de una motocicleta.
—Sabía que te gustarían los juegos —dijo él—. Soy muy intuitivo.
—Entonces no te sorprenderá si comenzamos a hablar de negocios —bromeó ella—. Ya sabes lo testaruda que soy. —Señaló el pequeño reloj blanco y dorado que había sobre el tocador—. Ya es medianoche. Nuestro acuerdo ha acabado; me debes una firma.
—Y la tendrás —le prometió—. No lo dudes. Y después, cuando discutamos mi posible inversión financiera en Barringtons, podrás obtener mucho más que eso. —Le atrapó la muñeca y la atrajo hacia él—. Y ahora deja de mezclar negocios y placer, ¿vale? He pagado dos mil libras por tu compañía... Se trata de dos horas, ¿verdad? ¿Cuántos orgasmos crees que puedes tener en dos horas?
—No lo sé. —Descansó sobre la cama y lo miró de reojo, admirando la poderosa fuerza latente en su cuerpo. El simple hecho de mirarlo la excitaba—. Pero tengo el presentimiento de que estoy a punto de averiguarlo.
Londres, pensó Genevieve, jamás le había resultado tan hermoso. De pronto supo por qué iban allí personas de todo el mundo y sacaban fotos de los autobuses, de las palomas, del Támesis. Jamás tenían en cuenta que los autobuses solían retrasarse ni veían el tráfico como un caos, no pensaban en que las palomas destrozaban los edificios y el Támesis estaba asqueroso. Londres era hermoso. Había decidido ir caminando al trabajo; en parte porque hacía sol y en parte porque tenía más ganas de bailar que de sentarse detrás de un escritorio.
Cruzó la calle y vio a una figura familiar caminando delante de ella, con una chica enlazada por la cintura para poder hablarle al oído. La mano reposaba, suave pero posesiva, en la espalda femenina.
Corrió un poco.
—¡Philip!
Su hermano giró la cabeza con rapidez.
—¿Gen? —Mostraba una expresión culpable—. ¿Qué haces aquí?
—Voy al trabajo —explicó—. Ya sabes, es lo que se hace cuando se termina en la universidad.
—No sabía que ibas andando.
Miró a la acompañante de su hermano y luego otra vez a él.
—Y yo no sabía que tú...
—Te presento a Ingrid —la interrumpió—. Mi novia. —La chica le sonrió—. Está estudiando Económicas. Ingrid, esta es mi hermana, Genevieve. Es mucho mayor que yo.
—No lo parece —aseguró Ingrid.
—Y tiene prisa por irse a trabajar —añadió Philip—. A todo esto, ¿qué tal el trabajo?
—Estupendo —afirmó—. Hace poco he captado a un buen cliente. Incluso piensa invertir dinero en la agencia; eso me ha hecho muy popular.
—¡Genial! —Se alegró Philip—. Ahora solo necesitas un buen hombre y tu vida será completa.
—Creo que haré voto de castidad —dijo ella con dulce sarcasmo—. Así se resolverá el problema.
Ingrid la miró sorprendida.
—¡Qué idea más rara! —se extrañó—. ¿De qué iba a servir eso?
Ella sonrió.
—Pregúntale a Philip.
A mediados de semana llegó un mensajero con un pequeño paquete.
—De parte del señor Sinclair —dijo con alegría—. Firme aquí, por favor.
Cuando abrió la caja, había un anillo con un solitario que brillaba bajo la luz. Venía acompañado de una pequeña tarjeta. Solo ponía:
¿Quieres casarte conmigo?