6

En la abarrotada cafetería del club deportivo el ruido y las risas apenas dejaban escuchar las conversaciones, pero Genevieve no fue consciente de ello hasta que Lisa Hadley la hizo volver al presente con un chasquido de dedos.

—Despierta, Gen. Se te calienta el zumo de naranja.

—Lo siento. —Tomó el brik del zumo y se puso a jugar con la pajita.

—Llevas toda la tarde con la cabeza en otro sitio —comentó Lisa—. Desde luego no te has concentrado en el juego, o jamás te habría ganado. Si no te conociera bien diría que estás enamorada.

Ella sonrió. El amor no era la emoción que inundaba su mente en ese momento. El sexo sí, pero no el amor.

—No tengo tiempo para enamorarme —aseguró.

Un hombre muy grueso con la cara roja y brillante de sudor hizo que la mesa se tambalease al pasar junto a ellas. Lisa lo miró sin disimulo, divertida.

—Ese tipo estaba en la sala de pesas, ¿puedes creértelo? —le dijo—. Siempre había pensado que en esa sala solo encontraría jóvenes y duros cuerpos de músculos brillantes y, cuando me asomo, ¿qué encuentro? Un tipo bajo y gordo, resoplando como una locomotora. Un asco...

—Quizá elegiste el momento equivocado —sugirió.

—Créeme, me he asomado casi todos los días y siempre veo lo mismo. Gordos de edad madura intentando parecer Schwarzenegger en cinco sesiones.

—¿No has visto entonces a las dos mujeres que sí lo han conseguido?

—¿Mujeres? ¿Me tomas el pelo?

—No, no, para nada. Esas dos chicas tenían unos músculos que serían la envidia de la mayoría de los hombres.

—Suena horrible. ¿Son tan terribles como imagino?

—No —aseguró—. Lo cierto es que resulta agradable mirarlas.

—No te creo.

—Pues estoy diciéndolo en serio. Eché un vistazo durante la noche de damas. Compruébalo tú misma.

—Gracias, pero no pienso... —manifestó Lisa—. Me gusta mirar hombres. Aunque no me refiero a los que usan la sala de pesas. ¿Quieres que te confiese una cosa? Lo cierto es que pagaría algo por pasar unas horas de pasión con uno de esos tipos que salen en las fotos de las revistas de culturismo. Ojalá llegue a conocer a alguno. —La miró fijamente—. ¿A ti no te gustaría?

—No. —Los cuerpos supermusculosos con venas abultadas como cordones y la piel aceitada y depilada siempre le habían parecido antinaturales. Sin embargo, el de Sinclair era delgado y duro. Sus músculos eran los de un atleta, nervudos y fuertes bajo la piel.

Se dio cuenta con sorpresa de que, aunque era capaz de imaginar su cuerpo, jamás lo había visto desnudo. Él la obligaba a despojarse de la ropa pero se mantenía vestido, permitiéndole acariciar únicamente los testículos y el pene; como si esas fueran las únicas partes de sí mismo que estuviera dispuesto a compartir con ella.

—Lo vuelves a hacer —anunció Lisa—. Tus ojos muestran esa mirada perdida. Venga, cuéntame, ¿quién es él?

—¿No se te ha ocurrido que podría estar pensando en algo del trabajo?

—Conociéndote es lo más probable —convino su amiga—. ¿No te sientes nunca frustrada?

—Pues no.

—Eres rara. Yo sí me siento frustrada a veces.

—Pero tú tienes novio —se sorprendió.

—Mi querido y viejo Bart. —Lisa asintió con la cabeza—. Ese hombre tan original que lo hace una vez a la semana. Te aseguro que puedo contarte con pelos y señales cómo haremos el amor la próxima vez. Primero me tocará la oreja y la besará un par de veces. A continuación comenzará a bajar por mi cuello. Transcurrido un minuto, más o menos, me desabrochará la blusa, me levantará la camiseta o me quitará lo que sea que lleve puesto. Si no tengo los pezones lo suficientemente duros me preguntará «¿qué te pasa? ¿Es que no te apetece?», como si realmente me ocurriera algo raro. ¡Se piensa que tras dos minutos de estimulación debo ponerme a jadear como una perra en celo! —Lisa sonrió de medio lado—. Si estás diciéndome la verdad y no sales con nadie, quizá sea una suerte. Estoy segura de que con un vibrador te sentirás más satisfecha que yo.

—Hace mucho tiempo que estás con Bart —comentó.

—Lo sé. Eso es lo que no comprendo. Él me gusta; quizá lo amo. Algunas veces estoy segura de que es así. De hecho, me resulta imposible imaginar la vida sin él, pero me gustaría que me excitara más. Me gustaría que me sorprendiera aunque solo fuera una vez. Que vertiera una botella de chocolate líquido por mi cuerpo y lo lamiera... No sé, algo distinto.

—Eso suena asqueroso —se rió ella.

—Vale, quizá lo del chocolate no sea buena idea —reconoció. Meditó durante un momento—. ¿Y vino?

—Sigue pareciéndome asqueroso. No quiero ni pensar cómo quedarían las sábanas.

Lisa esbozó una amplia sonrisa.

—Eres demasiado convencional, Gen. Bart y tú haríais buena pareja.

Se preguntó qué diría Lisa si le explicara la verdadera razón por la que no se había concentrado durante el partido de squash: había llamado al Club Baco por teléfono para descubrir que existía realmente, aunque la reacción de la telefonista a su sugerencia de una función de striptease fue muy gélida. «El Club Baco», le había dicho la mujer, «es para expertos en vino y los asistentes entran solo con invitación».

Así que Sinclair no había sido completamente honesto con ella. Quizá el club fuera el punto de partida de su plan o quizá hubiera alquilado el local para una fiesta privada. ¿Esperaba que se desnudara delante de sus amigos? ¿Era esa su idea de un debut profesional? ¿Por eso le había dicho que debía llevar puesta una máscara?

Ya había recibido una elegante capucha de cuero procedente del taller de Georgie. Le cubría el pelo y le rodeaba el cuello, dejando libres solo la nariz y la boca. Los huecos para los ojos estaban ribeteados con diminutos diamantes. Le pareció una pieza exquisita y cómoda, que ocultaba su identidad por completo.

Había tenido ciertas dudas sobre si debía utilizar el atuendo que solía vestir para realizar striptease o buscar otro modelo, pero cuando se probó el conjunto completo, le sorprendió lo erótico que resultaba el contraste entre la capucha de bondage y el convencional vestido. Sospechó que Sinclair lo había anticipado. Para resaltar los diminutos diamantes que rodeaban los ojos decidió ponerse la gargantilla y tuvo que reconocer que el brillo de las piedras destacaba de una manera exquisita sobre el cuero.

Clavó la mirada en su reflejo en un espejo de cuerpo entero. Se suponía que desnudarse era un acto de sumisión, que las esclavas se desvestían para complacer a su amo, pero con aquel vestidito negro y la capucha cubriéndole el pelo y los ojos, distaba mucho de parecer una sumisa. Se movió para adoptar una pose más agresiva. Se imaginó con botas hasta el muslo y un látigo en la mano. ¿El Ama Genevieve? ¿Una estricta dominatrix? La idea le pareció divertida y excitante.

Se quitó la capucha y la guardó con el resto de la ropa que había recibido de Sinclair. ¿Qué haría con esas cosas cuando terminaran los noventa días? ¿Volvería a ponérselas? Se dio cuenta de que no podía imaginarse luciéndolas para nadie que no fuera Sinclair. Aquella certeza la asustó. ¿Cómo había permitido que llegara a significar tanto para ella? Era ridículo. Lo mejor sería que los noventa días tocaran pronto a su fin y terminara aquella extraña relación. Era posible que se sintiera mal durante algunas semanas, pero lo superaría. Todo acababa superándose tarde o temprano. Lo extrañaría durante un tiempo y después retomaría su vida otra vez.

—Pronto veremos la cara de ese minino en las pancartas publicitarias —comentó George Fullerton mientras ponía una taza de café sobre el escritorio de Genevieve—. La mayoría de la gente adora a las mascotas. Si la cara de ese gato no duplica la venta de Delicias Millford, les ofreceré una campaña gratis.

—¿Se lo has dicho? —preguntó ella, sonriente.

—No —admitió Fullerton—. Y si lo haces tú lo negaré. Pero debes reconocer que hemos tenido suerte al dar con ese animal. Tiene carácter. Si no fuera imposible, incluso te diría que sabe posar.

—Es una hembra —adujo ella.

—Ah, lo siento, todos me parecen iguales. —Fullerton tomó un sorbo de café—. Si es una gata no me extraña que disfrute recibiendo tanta atención.

—Ese ha sido un comentario sexista, George.

—Quizá —concedió él—. Y aquí va otro. ¿Cómo está funcionando tu encanto con James Sinclair?

—Nos hemos visto un par de veces —dijo ella con precaución—. Pero no ha mencionado nada sobre Japón.

—Bien, así que lo mantiene en secreto —meditó Fullerton—. Sé de buena tinta que va a ir allí. Ha estado comprando activos multimedia y tiene a su disposición a un interesante equipo de jóvenes talentos, de esos que cuando estudiaban en la universidad se pasaban el día escuchado música atroz y fumando porros. Gente inconformista que las firmas convencionales no quieren ver ni de lejos. Esas personas que parece que están perdiendo el tiempo ante el monitor del ordenador y de repente se les ocurre una idea que hace a alguien millonario. En este caso a Sinclair, si tiene suerte.

—Pensaba que ya era millonario.

—Estoy seguro de que lo es —dijo Fullerton—. Por lo menos sobre el papel. Aunque estoy convencido de que no se negará a duplicar sus ganancias. El asunto es que si esta visita a Japón tiene éxito, conllevará una campaña a nivel mundial. Y sería muy conveniente que Barringtons estuviera implicada.

—No hay razón para que no sea así.

—Eso es lo que yo he pensado. —Fullerton hizo una pausa—. Jade Chalfont se va a Japón con Sinclair.

—¿Se va con él? —repitió ella, incapaz de contener la sorpresa y la cólera que inundó su voz.

—Eso es lo que he oído.

—Quizá te equivoques.

—Quizá... —convino él—. Pero no olvides que será una acompañante muy útil, y a Sinclair le gusta utilizar a la gente. El hecho de que ella trabaje en Lucci’s podría ser una mera coincidencia.

—¿Lo crees de verdad, George? Bueno, quizá le hayan dado unos días libres.

—Podría estar de vacaciones, sí. —El tono de Fullerton fue de alivio.

—¿Quieres decir que van a viajar juntos?

—Lo cierto es que desconozco los detalles —confesó Fullerton—. Solo sé que Sinclair vuela a Tokio y que también lo hace la señorita Chalfont. Será a finales de la semana que viene y van en el mismo vuelo.

Esa noche, Genevieve no pudo reprimir la tentación de llamar a Sinclair, pero se dio cuenta de que no conocía su número privado. Llena de cólera, preguntó en la compañía telefónica, pero una voz grabada le confirmó lo que ya imaginaba: su número era privado. Se hundió deprimida en una silla, admitiendo para sus adentros que no iba a arreglar nada llamándolo por teléfono. ¿Qué iba a decirle?

«¿Cómo te atreves a volar a Japón con Jade Chalfont? ¿Cómo te atreves a marcharte con una empleada de Lucci’s? ¿Cómo te atreves a viajar con una mujer que no sea yo?».

Sabía que no podía decirle nada de eso. Sólo conseguiría que él pensara que estaba celosa, lo cual era cierto, y le demostraría el control que tenía sobre ella. No podía dejar que lo supiera; su orgullo no se lo permitía. Quizá hubiera sido un golpe de suerte no saber su número. Lo más probable era que él le hubiera respondido que se ocupara de sus asuntos y habría acabado pareciendo no solo celosa, sino estúpida, porque tenía que admitir que no era asunto suyo lo que él hiciera en su tiempo libre... ni con quién lo hiciera.

Sin embargo, odiaba la idea de que Jade Chalfont lo escoltara por Tokio, impresionando con sus conocimientos sobre el país, la comida, las costumbres y el idioma tanto a él como a sus contactos japoneses. Por otro lado era difícil que Sinclair viajara en el mismo avión que ella y no la viera durante toda la estancia, tuvieran reuniones de negocios o no.

¿Y qué otra cosa podrían hacer?, se preguntó furiosa. Jade Chalfont era una mujer atractiva. Si Ricky Croft había dicho la verdad, había comprado cuadros eróticos para ofrecérselos a Sinclair como regalo. ¿Haría el amor con él? Tamborileó los dedos llena de cólera en el brazo de la silla. ¡Claro que lo haría! Cualquiera lo haría. Una mujer tenía que estar ciega para no encontrar atractivo a James Sinclair.

Intentó no imaginarlos juntos. Había visto a Jade con un apretado maillot cubriendo su cuerpo, así que sabía que tenía buen tipo. Aunque jamás había disfrutado de la desnudez de Sinclair su imaginación y el recuerdo de las muchas veces que sus cuerpos habían estado en contacto se ocupaban de llenar cualquier laguna existente en su conocimiento. Podía imaginarlos juntos sin problemas. Por mucho que intentó que no fuera así, las imágenes aparecían en su mente y eran demasiado intensas para desecharlas. ¿Qué clase de fantasías pondrían en práctica? ¿Adoptaría Jade, la sensei kendo, el papel de sumisa? Por qué no, pensó. Ella lo hacía a pesar de que creía firmemente que hombres y mujeres eran iguales.

La cólera condujo a otra fantasía. De repente, la idea de ser una dominatrix no le pareció tan ridícula. Mentalmente se vistió con un corsé de cuero negro, botas de tacón de aguja, guantes y capucha. Acompañó todo con unos ceñidos pantalones de cuero. Estaba al mando. Sinclair sólo veía las partes de su cuerpo que ella había elegido mostrar.

Se armó también con un flexible látigo.

Lo imaginó esperándola en una habitación donde solo había una cama. Un lecho con una estructura metálica sobre la que reposaba un colchón cubierto por una simple sábana blanca. Él aguardaba que ella estuviera preparada y, cuando entraba, comenzaba a pedirle disculpas. No había sido su intención contrariarla, ofenderla. Ella interrumpía su diatriba con un imperioso golpe del látigo y le ordenaba que se desvistiera.

Y él lo hacía mientras ella lo observaba... Sí, aquel resultaría un cambio muy agradable.

Dado que era algo que en realidad nunca había ocurrido, se tomó su tiempo disfrutando de aquella imagen mental. Primero la corbata, luego la chaqueta. Tenía que doblarlo todo pulcramente, e imaginó una mesa sobre la que colocaba la ropa. Zapatos y calcetines fueron lo siguiente. Se quedó cubierto únicamente por unos calzoncillos ceñidos de color negro. Dejó que los mantuviera puestos... De momento.

Ella señaló la cama. Él se acercó, obediente, y se tumbó boca abajo. Ya lo había hecho antes; le había explicado muy bien lo que esperaba que hiciera. Se acercó para deslizar la punta del látigo por su columna, disfrutando de la reacción que provocaba. Le golpeó ligeramente las nalgas. Él sabía lo que eso significaba y comenzó a bajarse los calzoncillos sin despegar el estómago del lecho. Le resultó difícil; ya estaba duro. Por fin consiguió pasar la prenda por la creciente erección y la llevó hasta las rodillas, donde se quedó enganchada como una inhibidora banda negra.

Admiró los tensos músculos de su trasero. No había ni un gramo de grasa allí ni tampoco alrededor de su cintura. Los muslos también eran musculosos y elegantes. Ella lo aguijoneó, le acarició, le masajeó los hombros y le pasó las manos por las nalgas, amasándolas ligeramente. Escuchó su jadeante respiración y metió los dedos entre sus piernas para comprobar su erección. En cuanto lo tocó, él gimió de frustración.

—Creo que estás preparado —comentó—. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Él se estiró para agarrarse a los barrotes de la cama y ella se recreó en la satisfacción que le proporcionaba imaginar el látigo aterrizando en aquel prieto trasero. El primer golpe le dejó señal y le hizo gritar con aliviada sorpresa. Los siguientes no fueron tan fuertes, pero le hicieron hormiguear la piel. No estaba dispuesta a hacerle daño. Quería excitarlo, humillarlo un poco. Cada latigazo era un castigo por las mujeres con las que había estado antes que con ella; estaba segura de que habían sido muchas. Los últimos cinco impactos —más fuertes que los demás— fueron por Jade Chalfont.

A esas alturas, la fantasía la había excitado. Incluso se planteó utilizar el vibrador, pero no quería perder el hilo levantándose, así que se reclinó en la silla e imaginó que Sinclair se daba la vuelta. La engrosada erección apuntaba al aire, preparada para ella. Se sentó a horcajadas y lo albergó en su interior, controlando la profundidad de la penetración sin permitirle ejercer su voluntad. No le permitió tocarla. No se preocupaba por su placer. Y si no se corría a la vez que ella, se retiraría. Quizá después le permitiera obtener alivio con la mano, o quizá se lo facilitaría ella misma. O, tal vez impusiera una condición: solo para ver si era capaz de controlarse no podría correrse en su interior durante esas sesiones.

El alivio llegó más rápido de lo que esperaba. Apenas había comenzado a tocarse y se disponía a disfrutar tentándolo todavía más en su fantasía, cuando notó que su cuerpo se estremecía con los temblores del orgasmo. Dejó que las sensaciones crecieran y la inundaran. Se puso rígida y tembló. Gimió y cerró los ojos al tiempo que arqueaba las caderas sin poder impedirlo. Deseó que Sinclair estuviera allí con ella; que fuera su mano la que le diera placer. Se olvidó de que lo odiaba porque se iba a Japón con Jade Chalfont y no con ella; de que lo detestaba porque sospechaba que solo estaba usándola y no la veía más que como una pareja casual. Deseó que fuera su cara lo que viera cuando abriera los ojos.

—¡Cuánto tiempo sin vernos! —Genevieve alzó la mirada y vio a Ben Schneider frente a ella, con una lata de cerveza en cada mano. Puso una junto a su vaso de cola—. ¿Qué basura estás bebiendo? No es un cubata, ¿verdad?

—No. No bebo alcohol en el almuerzo.

—¿Desde cuándo? —Ben sumergió la punta del dedo en el vaso y lo saboreó—. ¡Oh, Dios! Es cierto. Es Pepsi o algo por el estilo. Mi estómago no lo soportaría. Sabía que te habías convertido en toda una dama desde que te uniste a Barringtons, pero no me estarás diciendo que también te has vuelto abstemia, ¿verdad?

—No. —Sonrió—. Solo a la hora del almuerzo.

Ben dio un toquecito a la lata de cerveza.

—Tienes suerte. No la he abierto. Llévatela y bébela por los viejos tiempos, cuando eras una viciosa y bebías con las clases obreras. —Se reclinó en la silla y sonrió—. Me gusta el peinado que llevas ahora. Sin embargo, te hace parecer mayor.

—Muchas gracias. Por lo que veo el tiempo no te ha hecho perder encanto. ¿Todavía te dedicas a dibujar tiras cómicas para ganarte la vida?

—El tiempo tampoco te ha hecho perder encanto a ti. Y no son tiras cómicas, son novelas gráficas. Arte.

—¿De verdad eso da para vivir? —bromeó ella.

—Apenas sobrevivo —admitió—. Pero confieso que jamás he sido más feliz. Dejar el mundo de la publicidad fue la mejor decisión que tomé en mi vida. —Paseó los profundos ojos castaños por su cuerpo—. Y a juzgar por ese traje tan caro y el bolso de marca intuyo que entrar en Barringtons fue la tuya. ¿Me equivoco?

—No —convino ella.

Él tomó un poco de cerveza.

—¿Todavía te reúnes con nuestro mutuo camarada, el frustrado genio Ricky Croft?

—Lo vi la semana pasada.

Ahora debía medir las palabras. Ben Schneider había sido un buen amigo de juergas cuando comenzó a dedicarse al mundo de la publicidad, y antes había asistido a la escuela de bellas artes. Sus caminos se habían cruzado en varias ocasiones desde entonces, pero tenía el presentimiento de que aquel encuentro en concreto no se debía a la casualidad. Jamás había coincidido con él en aquel pub a la hora del almuerzo.

—¿Le has encargado algún trabajo? —preguntó Ben.

—¡Estás de broma! Ya sabes cómo es. No se puede confiar en él.

—Me han contado cierta cosa... en privado. ¿Tú le has comprado alguna de sus pinturas?

—No, no lo he hecho —dijo ella—. ¿De qué va esto? —Apartó a un lado la lata cerrada de cerveza—. Si quieres que te cuente algo no es necesario que me sobornes con bebidas. Pero estoy segura de que no puedo contarte nada que no sepas sobre Ricky.

—Claro que puedes —afirmó él, inclinándose sobre la mesa—. ¿Quién fue a por él?

—¿A por él? —repitió ella—. ¿A qué te refieres?

—Alguien le ha dado una paliza.

—¿Cuándo?

Ben encogió los hombros.

—No estoy seguro. Hace un par de días. Tiene un bonito ojo a la funerala y unas menos bonitas magulladuras. Dice que lo asaltaron unos desconocidos, pero nadie se lo cree. Al parecer no ha denunciado los hechos a la policía, pero tampoco quiere hablar de ello; resulta bastante inusual en nuestro Ricky, ¿no crees?

—¿Qué te hace pensar que yo puedo saber algo? —preguntó.

Ben evitó mirarla a los ojos, lo que la hizo sospechar todavía más.

—Corre el rumor... de que James Sinclair está involucrado. Es solo un rumor, claro, pero es uno de tus clientes, ¿verdad?

—No, no lo es. —Iba a añadir «todavía», pero decidió que no era conveniente—. De todos modos esto no tiene sentido. ¿Por qué relacionan a ese hombre con Ricky?

—Ya conoces a Ricky. Ha estado haciendo la ronda, intentando vender cuadros un poco pornográficos.

—Sí, lo sé. Me mostró algunos.

—Se comenta por ahí que es posible que se los haya ofrecido también al señor Sinclair.

—¿Estás sugiriendo que eso ha ofendido tanto a Sinclair que le ha dado una paliza?

—No, no... —Ben sonrió ampliamente—. Por lo que he oído, sacó la chequera. El señor Sinclair posee lo que podríamos llamar «cierta reputación», aunque creo que en su mayor parte no son más que meras exageraciones. ¿No conoces su fama?

—Mi relación con James Sinclair es estrictamente profesional —replicó ella con timidez. Y lo era, pensó.

—Bueno, es probable que no seas su tipo... —intentó justificar Ben.

—¿Cuál es su tipo?

Ben se tomó su tiempo, meditando la respuesta.

—Mujeres agresivas y sexys, imagino. Ricas. Exóticas.

—¿Hijas de políticos? —le apremió.

Ben esbozó una amplia sonrisa.

—También has oído esa historia, ¿verdad? La conozco, pero no estoy seguro de si creerla o no. Bueno, de todas maneras, eso no es todo. —La miró con picardía—. Hubiera jurado que el señor Sinclair se sentiría atraído por alguien como... er... Jade Chalfont.

Ella sonrió.

—Puede que estés alejado del mundo de la publicidad, Ben, pero te mantienes al tanto de los rumores, ¿verdad?

—Bueno, lo intento. Pero sin embargo no tengo suerte contigo.

—De veras, no sé nada —afirmó—. No puedo imaginar a Sinclair golpeando a nadie, ni siquiera por una buena razón. Es probable que los rumores estén equivocados.

—Quizá —dijo él—. Pero la mayoría de la gente cree que son ciertos. No es que sientan lástima por Ricky, últimamente ha sido un coñazo. Se ha dedicado a asediar a todos en sus trabajos ofreciéndoles sus obras maestras.

Después de que Ben se fuera, ella se quedó sentada pensando en James Sinclair y en Ricky Croft. ¿Por qué le había facilitado esa información Ben Schneider? Era evidente que se mantenía al día de las últimas noticias en el mundo publicitario, y por tanto sabría que Sinclair todavía no era cliente de Barringtons. ¿Habría oído ciertas murmuraciones sobre sus disposiciones privadas? Si era así, ¿quién las habría iniciado? Podía haberlo hecho Ricky, pero no las conocía. ¿Podría, a pesar de ello, estar contando algo cercano a la verdad? Todo el mundo sabía que en una ocasión ella le había encargado un trabajo, aunque ahora lo lamentaba profundamente. ¿Habría mencionado su nombre como referencia, a pesar de su advertencia? Si lo había hecho, si Ricky les había dicho a posibles compradores de aquellas horribles pinturas que ella lo recomendaba, Genevieve no podía hacer nada al respecto.

Si abordó a Sinclair con tal proposición, y la utilizó como referencia, ¿habría sido Sinclair realmente capaz de darle una paliza? Era un pensamiento agradable, en especial cuando recordaba las sádicas ideas que reflejaban sus últimas pinturas. Era una buena medicina para aquel pequeño asqueroso, pero ¿sería cierto? Tenía que admitir que no lo creía. ¿Por qué iba a molestarle a Sinclair que ella aprobara aquellas pinturas? Por lo que él sabía, ella también estaba dispuesta a usar el sexo como herramienta para conseguir sus propósitos.

Quizá los rumores fueran totalmente infundados. Tal vez Ricky solo se había emborrachado y caído por las escaleras. Puede que fuera cierto que alguien le hubiera dado una paliza porque debía dinero, lo que conociendo su estilo de vida era muy probable. O quizá solo se trataba de un atraco o un asalto fortuito.

La idea de que Sinclair hubiera podido defender su honor era agradable, para qué negarlo. No dejaba de ser una ironía. Allí estaba ella, una moderna e independiente mujer profesional con un buen salario, encantada de que un caballero de brillante armadura librara una batalla por su honor. Se dio cuenta de que encontraba apasionante considerar a Sinclair un caballero de brillante armadura. Más tarde pensó en la idea y se desperezó en la cama, cada vez más divertida. Sonrió. Recordó a su pobre hermano Philip, que afirmaba que no había quien entendiera a las mujeres. Ni siquiera estaba segura de entenderse a sí misma.

Un seco mensaje en el contestador indicó a Genevieve que esperara el taxi que la llevaría al Club Baco. Le ordenaba que llevara puesta la máscara porque, probablemente, no le daría tiempo a ponérsela cuando llegara.

Se preguntó si iban a subirla directamente sobre un escenario. Imaginó un lugar abarrotado de hombres bebiendo, charlando y fumando. De repente, la idea de actuar en público no le pareció tan atractiva, pero recordó que el Club Baco no era un pub cualquiera a juzgar por la respuesta de su esnob telefonista.

Se vistió con cierta sensación de aprensión. Brillante ropa interior de seda negra, convencional vestido negro, zapatos de tacón de aguja y máscara de cuero. Se rodeó el cuello con la gargantilla de diamantes y se puso también los largos guantes negros. Quería confiar en Sinclair; y confiaba en él, aunque una extraña vocecita que no dejaba de resonar en su mente le sugería que quizá en esta ocasión pretendía obligarla a llevar a cabo una misión que no le iba a gustar. Una misión que tendría que negarse a ejecutar. Esa sería su victoria, y su excusa para transferir sus intereses a Jade Chalfont.

El taxista llegó a la hora prevista e hizo sonar el claxon. Ella se puso el abrigo de piel y bajó las escaleras, sintiéndose agradecida una vez más por vivir en un bloque de apartamentos donde rara vez coincidía con algún vecino al salir a la calle.

El conductor no se sorprendió de su apariencia. Era evidente que estaba acostumbrado a trasladar a gente vestida de maneras extrañas.

—Club Baco, ¿verdad? ¿Va a actuar o a mirar?

Ella sintió un mariposeo nervioso en el estómago.

—Voy a actuar.

—¿Quiere que la lleve entonces a la entrada de actores? —preguntó, alejándose de la acera.

Era evidente que sabía algo sobre el club que la telefonista no había admitido. Se preguntó si podría interrogarlo, pero su orgullo no se lo permitió.

Al final, el taxi se detuvo en una calle lateral. Previamente ella había vislumbrado por un instante la entrada principal del club, con un discreto letrero, antes de que el taxista se internara en un callejón oscuro.

—Espero que todo salga bien —le deseó el hombre.

No parecía esperar que le pagara, pero aguardó a que ella golpeara la anónima puerta que había enfrente y a que esta se abriera, dibujando un rayo de luz en el pavimento. Satisfecho de que no hubiera sufrido ningún daño, el taxista aceleró una vez más. Ella se enfrentó a un hombre rechoncho con un enorme tupé en el pelo negro que la observaba críticamente pero sin sorpresa.

—Muy bien —dijo el hombre—. ¿En qué número actúa? —Su voz era demasiado aguda.

— Striptease.

—No trae vestuario. Se lo facilitamos, ¿no es cierto?

—Lo llevo puesto —dijo. Abrió el abrigo pero el tipo no se molestó en mirar.

—Muy bien. De todas maneras tendrá que compartir camerino. No le importa, ¿verdad?

—No... —comenzó, pero él se dio la vuelta sin esperar a que terminara de hablar.

—De acuerdo. Sígame.

—Un momento. —Ella quería enterarse de qué ocurría allí.

El rechoncho hombrecillo se detuvo y se giró para mirarla.

—¿Podría explicarme qué va a pasar aquí?

Él la miró fijamente.

—Va a bailar un striptease —explicó—. Es lo que quiere, ¿no?

—Me han informado de que este es un club de expertos sumilleres —continuó ella—. Es evidente que no es cierto.

El hombre la miró asombrado, como si estuviera tratando de decidir si ella hablaba en serio.

—Es su primera vez, ¿verdad? ¿Ha hecho striptease antes?

—Por supuesto —repuso con prontitud—. Pero no en un club de vinos.

—Beberán algo más fuerte que vino esta noche —se burló él—. Esta noche el Club Baco se convierte en el Club de las Bacanales. ¿Entiende? Esta noche el señor Roccanski entretiene a sus amigos. Mejor dicho, lo hará usted. Usted y los demás; el resto de los actores. ¿Lo entiende ahora?

—¿Quién es el señor Roccanski?

—El dueño. La mayoría de los días este es un club serio. Solo pueden acceder los miembros y en él se disfruta del mejor vino de Londres. Pero de vez en cuando, al señor Roccanski le gusta preparar algo especial para invitados seleccionados. Solo se entra con invitación. Es algo estrictamente privado. —Sonrió por primera vez y le guiñó el ojo—. Sin censura. ¿Lo entiende ahora?

¡Muy bien!, pensó. Ya lo comprendía.

—¿Y los actores? —pregunto—. ¿Son profesionales?

—Algunos sí —confirmó—. Otros son aficionados, como usted. Lo único importante es que todo el mundo disfrute, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Lo siguió por un pasillo estrecho. Se oían a lo lejos los ahogados acordes de una orquesta de baile.

El hombre se detuvo junto a una puerta.

—Es aquí —anunció—. ¿Qué me dice de la música? ¿Quiere que toque la orquesta?

—Tengo una grabación —dijo ella.

Él le tendió la mano.

—Démela. Me aseguraré de que suena cuando sea oportuno. La avisarán cuando llegue el momento. Si quiere beber algo, llame al timbre, ¿de acuerdo?

Ella miró las distintas puertas que jalonaban el estrecho pasillo; aquello le recordaba demasiado los entresijos de un teatro.

—¿Esto es realmente un club de vinos? —preguntó.

—Ahora sí. Pero antes era un club nocturno. Un cabaret o algo así. El señor Roccanski no hizo grandes reformas. No se preocupe, contará con los complementos adecuados para su número.

El hombre le abrió la puerta; había dos individuos desnudos en el interior. Genevieve los miró sorprendida. Pensó que uno de ellos no estaba nada mal: era musculoso, se había afeitado la cabeza y, después de echar un rápido vistazo, tuvo que admitir que estaba bien dotado. El otro era muy delgado, tanto que parecía un palo de escoba con rizos. El resto del cuerpo aparecía desprovisto de pelo, lo que hacía que pareciera delicado y vulnerable.

—No se preocupe por Carl y JoJo —dijo el hombre rechoncho en tono burlón—, no sabrían cómo hacerlo con una mujer ni aunque les hicieran un croquis. —Brindó una sonrisa a los hombres—. ¿No estáis de acuerdo, chicos?

—Pues no —replicó el de los rizos—. Saber y hacer son cosas diferentes. Y yo no haría nada contigo, preciosa.

El portero le lanzó un beso y cerró la puerta.

—Soy Carl —se presentó el que tenía la cabeza rapada—. Esa cosa bonita es JoJo.

—Yo soy Marlene. —Utilizó el primer nombre que le pasó por la cabeza.

—¿Cuál es tu número? —preguntó JoJo.

—Un striptease. ¿Y el vuestro?

—Follamos —explicó JoJo—. Al ritmo de la música.

Carl introdujo su sexo en una pequeña bolsita negra que apretó hasta que apareció una protuberancia impresionante, y luego se ciñó unos zahones de cuero negro que mantuvo en su lugar con un cinturón ancho.

—Es muy artístico. Un número con mucha clase. —Recogió una bolsita de raso blanco y se la lanzó a JoJo—. Ten, vístete. Pronto será nuestro turno.

—¿Es así como os ganáis la vida? —preguntó ella.

Carl se rió.

—Así pagamos las cuentas. Yo soy actor, y se supone que JoJo es artista.

—No seas malo —intervino JoJo—. He vendido dos cuadros este año.

—A amigos —adujo Carl—. Eso no cuenta. —Se puso unas botas de motero y recogió una gorra de cuero adornada con cadenas—. Esta es la manera de ganar algo de dinero. Follar, follamos de todas maneras, así que pensamos que ¿por qué no cobrar por ello?

—A diferencia de ti y todos los aficionados con pasta que lo hacéis por diversión —añadió JoJo.

—¿Por qué piensas que soy una aficionada? —preguntó.

—Por la máscara —explicó JoJo—. No quieres que te reconozcan. Tu marido podría estar ahí fuera, entre el público.

—No estoy casada.

—Tu novio, entonces. —JoJo encogió los hombros—. ¿O eres tortillera?

—Ignóralo —le aconsejó Carl—. Solo envidia tu abrigo de piel.

—Conozco a un hombre que cualquier día de estos me comprará uno. —JoJo hizo un puchero—. Y si vas a portarte así conmigo, cielo, haré las maletas y me iré.

Comenzaron a reñir por tonterías, a insultarse con cariño mientras JoJo metía su pene y sus testículos en la bolsa blanca, cerrándola hasta que esta se hinchó como una bragueta acolchada.

—No hagas nudos —le advirtió Carl, que lo observaba—. Ya sabes que luego no puedo deshacerlos en el escenario.

—Desgárralos, macho mío —declamó JoJo teatralmente—. Pasas mucho tiempo en el gimnasio, usa los músculos para algo.

De repente, ella recordó la queja de Lisa sobre el tipo de hombres que veía en la sala de pesas. Carl habría satisfecho sus expectativas, al menos visualmente. Contuvo una risita; pobre Lisa, sus encantos no surtirían ningún efecto en Carl.

Carl se frotó la entrepierna con la mano.

—Ya verás lo que hace este músculo cuando estemos ahí fuera, bonita.

—¡Oh, promesas, promesas...! —se burló JoJo.

Un golpe seco en la puerta los interrumpió.

—Dos minutos —anunció una voz.

—Las candilejas nos esperan —dijo JoJo mientras la miraba—. Estoy seguro de que te tocará detrás de nosotros. Algo para los gais y luego algo para los más conservadores. Es la manera en la que suelen trabajar.

Abandonaron juntos el camerino. Ella oyó que la música se detenía. Hubo un breve silencio y luego un ritmo nuevo, más duro. Imaginó que era la música de Carl y JoJo. De repente sintió curiosidad. Jamás había visto hacer el amor a dos hombres.

Salió del camerino y se acercó a la música. Una vez que atravesó una contrapuerta se encontró al lado de un pequeño escenario redondo, oculto de la audiencia por pesadas cortinas. Un hombre revisaba una lista. La miró de reojo.

—¿Cuál es tu número? —preguntó.

—El striptease.

Consultó la lista.

—Te toca cuando acaben los muchachos.

Un foco barrió el escenario, atrapando a Carl y a JoJo en el círculo de luz. Los vio comenzar a bailar, moviéndose con confianza y gracia profesional. Carl se pavoneó y posó mientras que JoJo resultaba sinuoso y flexible.

El número se basaba en Carl intentando someter a JoJo para que lo obedeciera sexualmente. Mientras ella observaba, Carl rasgó la bolsa que contenía el sexo del hombre más pequeño y se la arrancó. Luego hizo girar a su compañero, exhibiéndolo. JoJo mostraba ahora una erección de considerable tamaño. Llegó entonces el turno de Carl, y su compañero también le rasgó la bolsa. La imagen de su impresionante erección entre las piernas cubiertas de cuero negro arrancó sonidos de deleite de la audiencia y algún que otro aplauso.

La acción adquirió un matiz más erótico cuando JoJo fue forzado a arrodillarse delante de Carl y utilizó la boca y las manos con su pareja hasta que Carl, que era quien al parecer llevaba la voz cantante, le apartó y se dispuso a poner punto final al asunto. Asiendo a JoJo por la cintura lo obligó a inclinarse hacia delante. El cuero oscuro ofrecía un sombrío contraste con la pálida piel de JoJo cuando fue penetrado por detrás. En el momento en que ambos hombres se estremecían en un intenso clímax, las luces se apagaron.

La función no la había excitado en absoluto, aunque admiró la habilidad de la pareja para el baile; sin embargo, la reacción del público indicaba que el respetable sí había disfrutado. La ovación se prolongó y las aclamaciones fueron muy ruidosas, haciendo que se pusiera muy nerviosa. ¿Considerarían que su striptease era demasiado inocente al lado de una escena de sexo explícito? El escenario seguía a oscuras cuando el hombre de la lista se acercó a ella.

—Deles un par de minutos —la instruyó—. Permita que los gais se recuperen y se vayan, luego le tocará a usted el turno. Concentraremos el foco en usted y luego daremos inicio a la música. ¿Le parece bien?

—Sí.

—Está nerviosa, ¿verdad? —Había un deje de compasión en su voz.

—¿Usted cree que habrá alguien interesado en un striptease después de lo que acaban de ver?

—Le apuesto lo que quiera a que sí. —se rió—. No todo el mundo disfruta de lo que acaban de hacer esos tipos. Yo, por ejemplo, prefiero verla a usted.

Con algo más de confianza en sí misma se subió al escenario en penumbra. Era una experiencia extraña. Mientras esperaba que la música comenzara a sonar, pudo escuchar los sonidos del público cambiando de posición en sus asientos, el tintineo de copas y los murmullos de las conversaciones. No se hizo ningún anuncio. Cada número era una sorpresa.

Cuando el foco la iluminó con brusca claridad, recordó la última función que había hecho para Sinclair. ¿Estaría él observándola? Imaginaba que sí, pero no podía verlo. Apenas tenía un breve atisbo de las caras que la rodeaban, eran más bien como informes y pálidos borrones en la oscuridad. De pronto comenzaron a sonar las primeras notas de la música en los altavoces y, sin pararse a pensar, comenzó a bailar.

Una vez más bendijo el día en que decidió acudir a recibir la lección de Thea. La profesora le había proporcionado la confianza que necesitaba. Su cuerpo se movía tentadoramente mientras ella se pavoneaba y giraba. El público guardaba silencio, pero la tensión era palpable según iba despojándose de las prendas y revelando más su figura.

Desnudarse delante de un grupo de auténticos desconocidos resultaba una sensación extraña. Sabía que la desnudez era considerada por lo general como un estado de fragilidad, pero ella se sentía poderosa. La idea de que todos aquellos ojos desconocidos la observaban era excitante. Los consideraba sus cautivos, ella ejercía de carcelera. Los controlaba, dominaba sus reacciones; lo que verían y cuándo.

Por primera vez comprendió realmente la esencia provocativa del striptease. Entendió lo que había querido decir Thea cuando le comentó que algunas mujeres se desnudaban para sí mismas y no para el público. Ella observaba qué era lo que más les provocaba y eso era lo que les ofrecía. Deseó poder prolongar el baile, pero debía ajustarse a la duración de la música. Cuando esta se detuvo, sintió una breve decepción. Permaneció desnuda en el escenario durante un instante, con los zapatos, la capucha de cuero y la gargantilla de diamantes, antes de que las luces se apagaran.

Notó que alguien la tocaba en el brazo y la guiaba fuera del escenario. Dos personas pasaron junto a ella en la oscuridad, resoplando como si transportaran una gran carga, que Genevieve pensó que podría ser un anticuado potro de salto. También vio a una pareja, el hombre vestido de traje y la mujer de criada. Curiosa, se quedó cerca del escenario aunque el hombre que la guiaba intentó meterle prisa.

—Espere —dijo. Reparó en que la mujer llevaba una máscara—. ¿Qué van a hacer?

—Una escena de azotes —aclaró el hombre—. La criada dejará caer un vaso, que se romperá, por lo que deberá recibir su castigo inclinada sobre el potro. Es una representación muy popular.

Recordó su experiencia como receptora de una zurra. El recuerdo la excitó. La idea de que fuera Sinclair quien administrara los azotes la estimuló todavía más.

—Vamos —la presionó el hombre—. Su cliente la está esperando.

—¿Mi cliente? —Se olvidó por completo de la actuación que estaba a punto de dar comienzo en el escenario—. ¿Qué cliente?

—¿Cómo voy a saberlo? —Ahora parecía irritado—. Fue usted quien hizo las disposiciones, no yo. Mesa cinco.

—No sé de lo que habla —aseguró con firmeza. De repente se dio cuenta de que el hombre no llevaba su ropa—. ¿Dónde están mi vestido y mi ropa interior?

—Las instrucciones dicen que vaya directamente a la mesa cinco. No hay ninguna indicación sobre su ropa. La recuperará más tarde. El cliente la quiere como está. —Sonrió ampliamente—. No lo culpo, ¿sabe?

—¿No sabe quién es ese cliente? —preguntó.

—No —dijo—. ¿No lo sabe usted?

¿Lo sabía? Imaginaba que sería Sinclair, pero ¿qué ocurriría si resultaba ser un desconocido? ¿Qué ocurriría si Sinclair había planeado algo más que un poco de voyerismo? ¿Le importaría? Ya había hecho el amor con Bridget mientras él las observaba, aunque había sido ajena a tal circunstancia en aquel momento. Además Bridget era una mujer, lo que hacía que la cuestión fuera diferente, y fue ella la que eligió seguir adelante. Podría haber hecho el amor con Zaid, si él lo hubiera querido, porque le recordaba mucho a Sinclair. Pero eso también habría sido elección suya.

¿Iba a poder elegir también en esta ocasión o se vería forzada a acabar en el regazo de cualquiera? ¿Sería capaz de acostarse con un desconocido mientras él observaba? ¿Era aquella cuenta tan importante para ella? Al principio de los noventa días habría dicho que sí, ahora no estaba tan segura.

Estaba tan abstraída en aquellos pensamientos que apenas notó la reacción del público mientras caminaba por el local. Sobre el escenario, los juegos eróticos apenas habían comenzado y la gente se volvía a mirarla cuando avanzó entre las mesas numeradas, aunque nadie intentó tocarla.

En esa parte del local las mesas estaban colocadas contra la pared, dentro de cubículos oscuros. Llegó al número cinco. Emitió un audible suspiro de alivio cuando vio a Sinclair.

—Eres sorprendente, ¿sabes? —le aseguró él con suavidad—. Te he desnudado muchas veces, pero ver cómo lo haces al compás de la música no deja de excitarme. —Se deslizó a un lado—. Ven, siéntate aquí.

Observó que el asiento contra la pared era lo suficientemente ancho para los dos. Cuando se sentó, notó la suave tela de la pernera del pantalón contra la piel desnuda. En el escenario, la criada había dejado caer el vaso y recibía instrucciones para el castigo. La pobre doncella protestó y forcejeó sin resultado, el vestido negro fue levantado para revelar unas medias de seda, ligueros y bragas de encaje que pronto tuvo por las rodillas. El hombre la obligó a inclinarse sobre el potro acolchado.

Encontró que el número era excitante. Se identificaba con la chica y sabía que ambos actores disfrutaban de la situación. La chica estaba allí por elección propia, la máscara lo probaba. Cuando la palma del hombre impactó en las nalgas, ella misma se estremeció presa de una evocadora emoción.

Sinclair se giró hacia ella al tiempo que le deslizaba la mano por el interior del muslo. La forzó a separar las piernas. Le acarició la carne con la palma, pero sus ojos no abandonaron el escenario.

—Podrías haberme dicho qué tenías planeado —le reprochó ella.

—¿Qué tenía planeado? —Movió la punta de los dedos por sus piernas—. ¿Esto? —Dibujó leves patrones en su piel.

—Que íbamos a reunirnos aquí —dijo. La última palabra terminó con un jadeo. Él había acariciado toda la curva superior de la pierna para terminar otra vez entre sus muslos.

—¿Por qué? —Le rodeó la espalda con el otro brazo hasta que pudo ahuecar la mano sobre el pecho para frotar el pulgar sobre el pezón, jugando con él breves instantes antes de retirar la mano—. ¿Esperabas reunirte con otra persona?

—Nunca sé qué esperar —confesó ella—. Eres tú el que dicta las reglas.

Él se inclinó y le apresó el pezón con los labios. Comenzó a golpearlo insistentemente con la lengua mientras con la otra mano continuaba explorando el cálido núcleo de placer entre las piernas.

—¿Hubieras acudido si pensaras que ibas a reunirte con un desconocido?

Ella se retorció sin poder evitarlo. Él comenzó a mover los dedos más rápido, expertamente.

—¿Acaso tengo otra opción?

—Siempre puedes elegir.

Ella se reclinó sobre el respaldo y estiró las piernas debajo de la mesa, con una rodilla doblada para que le fuera más fácil seguir moviendo la mano.

—No sabía lo que me encontraría hasta que llegué.

—Y ¿si hubiera sido así? ¿Si te hubiera dicho que vinieras y fuera un desconocido el que disfrutara de ti? —La penetró con un dedo y luego con dos, mientras excitaba el clítoris hinchado con el pulgar—. ¿Si te dijera que permitieras que fuera un extraño el que te hiciera esto?

No quería responder a esas preguntas. Quería abandonarse a las sensaciones que la reclamaban.

—¿Habrías venido en ese caso? —insistió él.

—Me corro... —gimió ella.

Se contorsionó en el asiento cuando el orgasmo la atravesó, impulsándose contra su mano al tiempo que intentaba reprimir los sonidos de placer que pugnaban por salir de su garganta. Luego se dio cuenta de que no tendría que haberse molestado en gozar en silencio, pues la actuación que se representaba en el escenario había terminado y el público aplaudía con entusiasmo. El ruido habría ahogado sus gemidos. Para cuando se recuperó, el escenario volvía a estar a oscuras y notaba las piernas pegajosas contra el cuero del asiento.

—Estoy empapada. —Tomó una servilleta de papel para secarse.

—No has respondido a mi pregunta —insistió él, cogiendo otra para limpiarse la mano.

—¿Qué me habías preguntado? —arrugó la servilleta.

—¿Te habría molestado que se hubiera tratado de un extraño? —preguntó.

De repente se sintió furiosa con él. Lo único que quería era relajarse después de un gratificante orgasmo, no necesitaba un interrogatorio de tercer grado.

—Por supuesto —repuso con agresividad—. Esto es un pacto, ¿recuerdas?

Hubo una pausa antes de que él sonriera.

—Sí, se trata estrictamente de negocios —convino—. Se me había olvidado.

—Has hecho que me perdiera ese número —añadió—. Quería verlo.

—¿Querías ver cómo azotaban a la señorita X? ¿Por qué?

—Pensé que sería excitante. —Volvió la cabeza y miró el escenario en penumbra—. ¿Sabes quién es la chica?

Él se rió.

—Sí.

—¡Dímelo!

Negó con la cabeza.

—De eso nada. Pero te sorprenderías si lo supieras.

—Si es tan secreto, ¿cómo lo sabes tú? —le desafió.

—Yo soy un cliente habitual —aclaró—. Saben que soy de confianza. Y puedo decirte que a la misteriosa señorita X le encanta este tipo de numeritos. ¿Por qué no va a pasar un buen rato?

—Todo el mundo debe tener un pasatiempo —convino ella.

—Aunque solo sea el squash —se burló él.

—O coleccionar pinturas —apuntó.

Él no pareció afectado por la referencia.

—Coleccionas cuadros, ¿verdad? —preguntó él.

—No —dijo ella—. Pensaba que lo hacías tú.

—¿Por qué piensas eso?

Tuvo la sensación de que él intentaba evadirse, y decidió ir al grano.

—Conozco a un artista llamado Ricky Croft. Dibuja escenas eróticas. —Esperó una respuesta que no llegó—. Siempre está buscando clientes. La última vez que lo vi parecía interesado en ponerse en contacto contigo.

—He oído hablar de él —dijo Sinclair con voz fría—. Ofrece pornografía. No me gusta ese tipo de pinturas. —Deslizó la mano entre sus muslos y la acarició entre las piernas, buscando sus mojados pliegues—. Prefiero la realidad.

—¿Así que no lo conoces?

Él tensó los dedos que mantenía sobre su pierna.

—¿Por qué estás tan interesada, Genevieve?

Estuvo tentada a decir «quiero saber si le has dado una paliza, y por qué». Pero sabía instintivamente que si le hacía la pregunta, él no respondería.

—Simple curiosidad —afirmó.

—Bien, pues deja de ser tan curiosa —dijo él—. No estás aquí para interrogarme. —Desplazó la mano de la pierna a un seno. Se lo acarició y apretó con suavidad—. Estás aquí para entretenerme. —Le clavó los dedos—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Sintió el calor de la piel de Sinclair contra la suya y que su pezón se endurecía en respuesta a sus movimientos. Él relajó los dedos y comenzó a masajear el seno con la palma. Ella se apoyó en el respaldo y cerró los ojos.

—¿Te excita? —preguntó él.

—Sí —murmuró.

Él le atrapó el pezón erecto entre los dedos y lo pellizcó con firmeza. Ella abrió los ojos alarmada.

—¿Y esto? —preguntó—. ¿Qué tal un poco de dolor erótico?

—Sí.

—Te gusta todo, ¿verdad? —dijo él. Retiró la mano—. Incluso que te azoten. Disfrutaste cuando te até a la moto. Te encantó. Te gustaría que ocurriera otra vez. ¿A que tengo razón?

—No saques conclusiones —protestó ella—. Solo he dicho que quería observar a la pareja que estaba actuando.

—Te he estropeado el número. Tranquila, te compensaré. Te llevaré a ver a auténticos expertos en la materia, gente que hará que esos dos parezcan simples aficionados.

—¿Cuándo? —preguntó casualmente—. ¿Cuándo vuelvas de Japón?

—Creí haberte dicho que dejaras de interrogarme.

—Podrías haberme contado algo sobre tu viaje.

—¿Por qué? Sabía que acabarías enterándote. No es un secreto. Solo serán unos días y no afecta a nuestras disposiciones.

—¿Así que se trata de un viaje de negocios?

—¿Qué otra cosa podría ser? —preguntó con ligereza.

—He oído que las mujeres japonesas son muy hermosas.

—Igual que las inglesas. ¿Estás tratando de enterarte de si voy a hacer algo con ellas mientras estoy allí?

—No, no es eso —mintió con rapidez.

Él se rió.

—Por un momento he llegado a pensar que podrías estar celosa. —Le pasó las manos por los pechos y las deslizó más abajo, entre sus piernas, tocándola con suma habilidad—. Qué tonto, ¿verdad? Para ti solo soy una oportunidad en tu carrera.

—Y para ti yo solo soy un entretenimiento —repuso.

—Cierto —convino él—. Y la velada no ha terminado todavía. Coge el abrigo. Tengo hambre.

—¿No podríamos comer aquí? —preguntó.

—Podríamos, pero no vamos a hacerlo. Tengo una buena botella de vino esperando en casa, y he encargado la comida. —El escenario se oscureció otra vez.

—Me gustaría ver el espectáculo —sugirió.

—Pues a mí no —dijo él—. Y soy el que manda, ¿recuerdas? Ve a buscar el abrigo, pero no te molestes en ponerte más ropa. Pronto volverás a actuar.

Cuando salió del coche y se dirigió a los escalones que conducían hasta la casa de Sinclair, Genevieve se preguntó por qué se sentía tan sexy al saber que estaba desnuda debajo del respetable abrigo. Se abrazó a la prenda, sintiendo la frialdad de la seda del forro contra la piel. Ya se había quitado la máscara y ahuecado el pelo.

En el vestíbulo notó un agradable calor cuando Sinclair abrió la puerta.

—Ve allí —ordenó él, señalando una estancia—. Sírvete una copa y quítate el abrigo. Estás demasiado tapada.

Se sintió todavía más sexy al estar desnuda en aquella habitación tan masculina, con aquel brillante suelo de madera y tapizados de cuero. Había dos grandes sillones y un taburete con asiento acolchado. Era una estancia más pequeña que la que habían utilizado en su visita anterior y se fijó en que la puerta no estaba taladrada con agujeros. Una de las paredes estaba cubierta por una estantería llena de libros.

Se sirvió una copa de vino y se acercó a examinarlos, buscando el tipo de título que la reputación de Sinclair la empujaba a pensar que encontraría. ¿Quizá el Kamasutra? ¿La historia de O? ¿Primeras ediciones de las novelas eróticas más conocidas? ¿Libros impresos en secreto sobre sexo especializado? Pero solo encontró poesía y astronomía. Había una estantería dedicada a historia antigua y un estante de novelas de bolsillo sobre ciencia ficción.

Se terminó el vino y se puso a mirar a su alrededor, contemplando los cuadros que colgaban de las paredes, principalmente escenas de caza y animales, salpicadas con algunos retratos de hombres sin identificar, con miradas sombrías, muchos años y pajaritas en el cuello. Se detuvo frente a uno y lo miró, preguntándose quién sería, cuando se dio cuenta de que estaba reflejada de cintura para arriba en el cristal del retrato. Se cubrió ambos pechos con las manos y los alzó hasta que los pezones quedaron a la altura de la desaprobadora boca del hombre. Se le escapó una risa nerviosa y se meneó de manera provocativa.

«Apuesto lo que sea a que jamás te ocurrió esto en tu vida», le dijo mentalmente al retrato.

—¿Qué demonios estás haciendo?

El sonido de la voz de Sinclair la hizo sobresaltarse. Se volvió, todavía con las manos bajo los pechos. Él estaba en la puerta. Se había quitado la chaqueta y la camisa blanca de vestir estaba ahora abierta en el cuello, medio desabrochada y remangada a la altura de los codos.

—Solo admiraba tus cuadros.

—Parecía como si estuvieras bailando.

Caminó hacia él cubriéndose los pechos con las manos en un gesto de fingida modestia.

—Pensé que ese viejo muchacho necesitaba un poco de animación.

—Oh, ¿de veras? —Ahora estaba muy cerca de ella. La tenue luz le oscurecía la cara y hacía brillar su pelo negro. Él alargó las manos y la cogió por las muñecas, obligándola a bajar los brazos. Se inclinó como si quisiera besarla; ella alzó la cara para salir a su encuentro, pero él bajó más la cabeza y cerró los labios en torno a un pezón. Le rodeó la punta brevemente con la lengua. Fue un gesto experto y ligero, aunque suficiente como para hacer que Genevieve se estremeciera de placer.

—Bien —comentó él, después de repetir la caricia—. No creo que los viejos y respetables victorianos apreciaran a una lasciva mujer haciendo ostentación de su desnudez.

—¿Lasciva mujer? —Volvió a reírse tontamente—. ¿De verdad?

—Sí. —De repente, la hizo girar entre sus brazos. Le sujetó las muñecas, manteniéndola cautiva con su fuerte agarre, mientras la guiaba hacia uno de los sillones.

—Le habrías parecido una amenaza; una mujer obsesionada con el sexo. Te habría castigado. Por tu bien, por supuesto.

Ahora estaban frente a uno de los sillones. Ella apoyó la espalda en su pecho, recreándose en el calor y la fuerza de su cuerpo, disfrutando de la sensación que provocaba la camisa contra su piel desnuda. Él se inclinó y acercó la boca a su oreja.

—Los victorianos eran firmes defensores del castigo. —Se movió para sujetarle ambas muñecas con una mano. La otra la deslizó por sus nalgas. Ella se estremeció—. Del castigo físico —añadió con suavidad.

De repente la hizo girar en redondo, se sentó en la silla y la puso boca abajo sobre sus rodillas. El movimiento fue tan inesperado que ella no se resistió.

—Esto le habría encantado al del retrato —aseguró Sinclair. Notó un indicio de diversión en su voz—. Habría pensado que es lo que merecías.

Dejó caer la mano con fuerza sobre su trasero y ella gritó sorprendida. Comenzó a dar patadas al aire, pero él se movió con agilidad y le atrapó las piernas entre las suyas. La mano aterrizó tres veces más en rápida sucesión. Fueron golpes contundentes y precisos que le provocaron un delicioso y doloroso hormigueo, lo que unido a la incómoda posición en que la había atrapado la excitó tanto como una suave caricia.

—Y yo estoy de acuerdo —añadió él.

Otro pequeño remolino de azotes aterrizó sobre su carne desnuda. Luchó sin resultado. Incluso aquellos movimientos contra los duros músculos de sus muslos la excitaban.

—Comienzo a entender por qué los victorianos disfrutaban con este juego —dijo Sinclair. La mano aterrizó otra vez, ahora con más dureza.

—¡Eres un cerdo! —gritó ella—. Me haces daño.

Él se inclinó y ella sintió su aliento contra el pelo revuelto.

—Y te encanta —le susurró al oído—. ¿Por qué no lo admites?

Su respuesta fue luchar con violencia.

—Admítelo —repitió él—. Te excita.

—No es cierto.

Sabía que era mentira. No esperaba que la creyera y acertó, no lo hizo. Sinclair se inclinó y buscó sus pechos, encontrando los pezones duros como bayas. La exploró a conciencia, friccionándolos con el pulgar, jugueteando con ellos hasta conseguir que ella se estremeciera convulsivamente. Cuando dejó de acariciarla, hizo una mueca de decepción.

La mano comenzó entonces a frotarle el trasero dolorido antes de deslizarse entre sus muslos. Ahora la mueca fue de deseo.

Él se puso en pie, llevándola consigo. Con un fuerte empujón, la hizo girar de nuevo y la sentó en el sillón, arrodillándose frente a ella, entre sus piernas abiertas. Sinclair le asió ambas muñecas y la obligó a colocar las manos sobre los pechos. Ella sintió los pezones duros, presionando contra las palmas.

—¿Ves? —dijo él—. El castigo corporal te excita, Genevieve. Te apuesto algo a que no lo sabías.

Tenía que admitir que era cierto, aunque con una puntualización: que dependía de quién le infligiera el castigo; pero eso último no se lo dijo.

Él le movió las manos poco a poco, obligándola a acariciarse a sí misma.

—Ahora, excítame a mí —le pidió él con suavidad—. Provócame un poco más.

Lo miró con los ojos entrecerrados, esperando que él comenzara a darle placer con la lengua, pero no se movió.

—Quiero mirarte —confesó él. Su voz resultó ronca por la excitación contenida. Ella estaba a punto de mover las manos de los pechos, pero él la detuvo—. Déjame verte —murmuró—. Déjame ver cómo lo haces cuando estás sola.

Ella se movió lentamente al principio y luego con creciente velocidad. Apretó los pezones entre los dedos. No se sentía avergonzada porque sabía que eso lo excitaba. Se relajó contra el respaldo del sillón.

—Córrete —le ordenó él—, estás casi a punto. Yo no voy a tocarte. Vas a hacerlo todo tú.

La excitación que percibió en su voz actuó como un potente afrodisíaco. Se sintió poderosa otra vez; tenía el control. Abrió las piernas perezosamente y se inclinó para masturbarse. El castigo que él le había administrado la había excitado más de lo que pensaba. Apenas había comenzado a frotarse el hinchado brote cuando sintió que las sensaciones crecían en su vientre.

—Que dure, cariño —murmuró él—. Despacio, despacio... Que dure.

Pero por una vez fue incapaz de obedecerlo. Quería correrse y el deseo borró todo lo demás. El orgasmo fue intenso y largo. Se contorsionó en el sillón, se puso rígida y se estremeció de placer. Cuando acabó, emitió un suspiro y se relajó.

Notó que Sinclair le ponía las manos debajo de los brazos y la levantaba para, presionándole la cabeza, obligarla a arrodillarse frente a él. Se abrió entonces la cremallera de los pantalones y la atrajo hacia su miembro. Estaba tan erecto y excitado que apenas llegó a tocarlo con la boca antes de que se corriera. Su liberación fue tan salvaje como la de ella.

Más tarde, cuando ya había tomado un baño y se había vestido otra vez, sentada frente a él y disfrutando de la deliciosa comida china que había encargado, pensó en lo civilizados que parecían: una mujer con un conveniente vestido gris y un hombre con pantalones de pinzas oscuros y una camisa formal, aunque descuidadamente abierta.

Se sintió cómoda y relajada. ¿Era eso lo que conseguía el buen sexo? Se preguntó si él se sentiría igual. Sin duda, Sinclair estaba haciendo un extraordinario esfuerzo para resultar encantador y entretenido durante la velada, y una vez más se sintió impresionada por lo culto que era sin llegar a resultar pedante. Su conversación probaba que sus intereses eran tan diversos como los libros que poseía.

Ella intentó sacar el tema de Japón una sola vez.

—¿Otra vez con eso? —preguntó él arqueando una ceja—. ¿Por qué estás tan fascinada por mi viaje al exótico Oriente?

No podía decírselo, claro, pero se moría por saber si iba a hacer el amor con Jade Chalfont mientras estaban allí.

—No estoy fascinada —mintió—, solo un poco interesada. Montar una campaña publicitaria para el mercado japonés sería todo un reto para nosotros.

—Siempre tan profesional, ¿verdad? —Su voz fue más dura—. ¿Qué te hace pensar que vas a tener la oportunidad de hacer una campaña en Japón?

—Si tus negociaciones tienen éxito...

—Todavía no soy tu cliente —la interrumpió.

—Creía que no cabía duda de que lo serías —dijo ella con voz calmada.

—Es evidente que no puedes asegurarlo, Genevieve. Nuestro acuerdo de noventa días todavía no ha terminado.

—Perdona que te lo diga, pero en estas ocasiones es cuando sospecho que solo me estás utilizando. —Su tono era frío y educado.

—Tienes razón. —La huella de una cínica sonrisa curvó su boca—. Y además a fondo.

—Quería decir que dudo que tengas intención de cumplir tu palabra.

Fue la primera vez que lo vio realmente enfadado. Notó la tensión en todo su cuerpo.

—Espero que no quieras decir lo que pienso, Genevieve. Tengo muchos defectos, pero romper mi palabra no es uno de ellos. —Había hielo en su voz y en sus ojos.

Supo en ese momento que sería muy peligroso enfrentarse a James Sinclair.

—Lo siento. —Y lo decía de verdad.

—Bien —añadió él lacónicamente—. Si alguno de los dos rompe el acuerdo, serás tú.

«Solo si tú me obligas», se dijo.

Y por la manera en que la miraba, Genevieve supo que, si se lo proponía, él sería más que capaz de obligarla.

Aquel pensamiento no fue nada reconfortante.

—¿Y si te ofrezco una libra?

Genevieve regresó al presente de golpe. George Fullerton estaba sentado delante del escritorio y se mostraba sonriente.

—Es que no parecías interesada en el penique que te había ofrecido antes —dijo él.

—¿Un penique? —repitió.

—Por tus pensamientos. Tenías la mente muy lejos. ¿Pensabas en algo referente al trabajo?

—Bueno, sí —replicó—, en cierto modo.

—¿Te has enterado de lo último sobre James Sinclair?

—¿El rumor que implica a Ricky Croft? Sí. —respondió Genevieve.

—¿Lo crees?

Recordó la breve y fría cólera que había invadido a Sinclair la noche anterior.

—Creo que el señor Sinclair sería muy capaz de golpear a alguien —afirmó—, pero no entiendo por qué iba a tomarla con Ricky Croft.

—Ni tú ni nadie —aseguró Fullerton—. ¿Has escuchado algo más sobre su viaje a Japón?

—Solo sé que es cierto.

Fullerton asintió con la cabeza.

—El señor Sinclair se está volviendo un cliente muy apetecible. Y a pesar de que sigue coqueteando con Lucci’s y su atractiva luchadora, estoy seguro de que serás tú la que se lleve el gato al agua.

Ella deseó mostrarse igual de confiada. Aquel breve atisbo de la cólera de Sinclair le había mostrado que había mucho en él que desconocía. ¿Sería realmente ese ser manipulador que afirmaba todo el mundo? ¿Un hombre que utilizaba a los demás por diversión? ¿La estaba utilizando a ella, confiando en que la obligaría a romper el pacto cuando él eligiera? Sin duda eso le había parecido.

Todavía seguía carcomida por la duda cuando recibió un paquete de servilletas de papel en el que aparecía escrito un breve mensaje.

Estoy seguro de que sabrás darles uso.

Sabía que se enteraría de qué quería decir y que resolvería todas sus dudas sin tardar demasiado. Se le estaba acabando el tiempo. Los noventa días pronto tocarían a su fin.