5
A solas, en casa, Genevieve practicaba su baile de striptease con la cabeza llena de imágenes de Sinclair cuando comenzó a sonar el teléfono. Tuvo la certeza de que se trataba de él. Pensar en hablarle mientras se desnudaba la hizo sentir sexy. Tomó el móvil bruscamente mientras llevaba la otra mano a la espalda para desabrochar el sujetador.
—Hola, hermanita. ¿Cómo te va la vida?
—La vida me va bien —repuso, apartando la mano de la espalda e intentando que su voz no revelara la decepción que sentía—. ¿Qué te ha pasado ahora?
Hubo una pausa.
—¿Por qué piensas que me pasa algo?
—Porque solo me llamas cuando tienes problemas.
—Ah, muy bien. Entonces será mejor que cuelgue.
—De acuerdo —contestó. Y esperó.
—Se trata de mi novia. Me ha dejado.
—¿Esa con la que me dijiste que habías llegado a un maravilloso acuerdo sexual?
—Bueno, yo no lo llamaría así, pero pensé que era mejor dejar las cosas claras.
—¿Qué ha ocurrido en esta ocasión? ¿También te dijo que eras políticamente incorrecto?
—Peor. —Su hermano hizo una dramática pausa—. Me dijo que se aburría.
—Pero ¿no habías acordado con ella un fabuloso programa de diversión y juegos variados?
—Por eso dijo que se aburría. Se quejaba de que era como tener un horario para el sexo. Que no era espontáneo. —Philip parecía realmente dolido—. Pensé que eso era lo que ella quería; que le preguntara, que respetara sus opiniones. ¿Qué es lo que queréis exactamente las mujeres de los hombres? —añadió en tono acusador—. Eres una mujer. Cuéntame el secreto.
—Si supiera la respuesta a esa pregunta escribiría un libro y me haría de oro —se rió—. Todas somos diferentes, hermanito. Tienes que ir tanteando.
—Pues menuda ayuda. Lo único que quiero saber es qué puedo hacer para conseguir tener sexo satisfactorio.
—Paga por él.
—¡Estás de broma!
—Lo siento —se disculpó en tono inocente—. ¿También es políticamente incorrecto?
—Es asqueroso. Eso es lo que hacen los viejos verdes, o los culturetas que no consiguen ligar.
—No es cierto. A menudo recurren a ello hombres con necesidades especiales que no consiguen que nadie satisfaga —explicó—. Y me parece que es tu caso.
—Estás haciendo que parezca un pervertido —dijo él—. Lo único que quiero es mantener una relación sexual con una chica que permita que la ate para hacerle cosas mientras está indefensa. O, más bien, fingiendo estar indefensa. Incluso le ataría las manos con la holgura suficiente como para que se liberara si quisiera. Y no me gustaría que lo estuviera haciendo por dinero, aunque sepa fingir muy bien. Lo cierto es que deseo que ella también disfrute. Lamento que te parezca chocante, pero no creo que sea tan raro.
—No me resulta chocante el hecho en sí —repuso ella—, sino que pareces más interesado en el sexo que en mantener una relación amorosa.
—No seas carca, hermanita. Sé de sobra que las mujeres tienen cerebro y sentimientos. Me paso el día rodeado de mujeres universitarias, por el amor de Dios, la mayoría de ellas feministas, pero no quiero discutir de política o medioambiente. Ni ser un paño de lágrimas o un buen amigo. La verdad es que lo único que me interesa es... bueno... follar.
—Quizá tengas mejor suerte cuando quieras hacer el amor.
—Has sido de mucha ayuda. —Philip colgó.
Ella dejó el móvil en la mesita al tiempo que esbozaba una sonrisa, pero se preguntó si no estaría siendo un poco hipócrita al sermonear a su hermano sobre el amor. ¿Qué diría si supiera el tipo de relación que mantenía en ese momento? Sinclair la acusaba de venderse, e imaginaba que Philip pensaría lo mismo. Lo cierto era que se sentía muy a gusto con James Sinclair y no creía que esas aventuras sexuales que él arreglaba resultaran tan excitantes con cualquier otro hombre. Había tenido suerte. Su pacto de negocios se había convertido en una placentera aventura.
Pero ¿duraría más de noventa días?
La mañana se le hizo más larga de lo normal. Había estado encerrada con un cliente particularmente rebelde, que se mostraba en desacuerdo con todo lo que le sugería y cuyas ideas parecían más propias de los años cincuenta. Suspiró aliviada cuando por fin se fue y pudo acudir a tomar una taza de café.
Cuando regresaba al despacho pasó junto a dos compañeras que hablaban sobre sus vacaciones. La siguieron algunos retazos de su conversación.
—... Había tetas por todas partes... así que pensé, ¿por qué no? Me sentía tonta con la parte superior del bikini.
—¡Mi novio no quería que me desnudara con todos esos latinos guapísimos alrededor! Por supuesto, lo hice...
Continuó recorriendo el pasillo intentando no derramar el café. ¿Sería capaz de hacer topless? Antes de conocer a Sinclair hubiera tenido clara la respuesta, pero ahora tenía más confianza en su cuerpo. Gracias a él se sentía sexy y poderosa.
Cuando llegó al despacho se sentó otra vez y se dejó llevar por la imaginación. Estaba en una playa dorada, cubierta tan solo por un indecente triángulo blanco sujeto por estrechos cordones, uno alrededor de las caderas y otro se perdía entre las nalgas. Caminaba con paso firme y sus pies se hundían en la arena caliente mientras sus pechos al aire se bamboleaban provocativamente. Se dirigía hacia Sinclair.
Él estaba tumbado, observándola, con un sedoso bañador negro corto que marcaba la forma de sus testículos y de su miembro semierecto. La prenda estaba sujeta a ambos lados por unas hebillas plateadas. Cuando ella se acercó, notó que el pene se movía e hinchaba, intentando liberarse.
Había más hombres en la playa, todos con bañadores ceñidos aunque no tan bien dotados como Sinclair. Le silbaron en el momento en que pasó ante ellos, gritándole detalles de lo que les gustaría hacerle mientras intentaban detenerla. Ella los ignoró; sabía muy bien adónde se dirigía. Cuando llegó junto a Sinclair —tras haberse tomado su tiempo para ello— pasó una pierna sobre su cuerpo y se sentó a horcajadas. Los demás hombres se mantuvieron en silencio, pero se habían acercado y los observaban.
Ella se incorporó para soltar los cordones y se quitó el tanga, que lanzó a un lado descuidadamente. Se pasó las manos por los muslos y luego por las nalgas. Debajo de ella, Sinclair soltó las hebillas de su bañador y liberó una erección tan firme y dura como ella recordaba. Él se arrodilló lentamente, flexionando todos los músculos del cuerpo bajo aquella piel bronceada. Se colocó frente a ella y alargó la mano para tocarla. Ella apartó sus dedos bruscamente; quería su boca, sus labios, su lengua. Estiró el brazo y le asió de la cabeza, obligándolo a inclinarse.
La imagen en su mente era tan excitante que casi gimió en voz alta. Estaba muy mojada y resultaba muy incómodo. Siguiendo un impulso, se levantó y cerró la puerta del despacho.
De regreso a la silla, permitió que su mente se recreara en la fantasía. Se deslizó la mano por el muslo; siempre había preferido las medias a los pantis y ahora eso le permitió mover los dedos por la sedosa suavidad de su piel caliente hasta debajo del elástico de las bragas. Se masturbó. Primero con suavidad, luego con frenesí, restregándose el sexo mojado e imprimiendo a sus yemas el ritmo que quería. No era tan bueno como la lengua de Sinclair, pero resultaba satisfactorio. Gimió.
La imagen cambió en su mente. Ahora Sinclair se cernía sobre ella. La observaba y esbozaba aquella excitante y posesiva sonrisa suya mientras deslizaba la mirada por su cuerpo, tomándose su tiempo, hasta detenerla en los muslos abiertos. Ella se frotó con más rapidez cuando imaginó la excitación que reflejarían sus pupilas. Se acarició el clítoris hinchado hasta que su cuerpo comenzó a estremecerse con fuertes espasmos al alcanzar el clímax; el placer la reclamó, haciendo que por un momento se detuviera el tiempo.
Después se relajó, exhausta, en la silla, deseando que Sinclair estuviera con ella y preguntándose dónde y con quién estaría exactamente. No quiso pensar en Jade Chalfont, pero le resultó tan difícil como no pensar en un elefante rosa cuando te prohibían hacerlo.
Imaginó a Sinclair con otras mujeres. Las visualizó danzando para él, desnudándose. Las recreó en su mente atadas a una puerta mientras él las torturaba con la lengua y las manos. Fantaseó con mujeres encima y debajo de él; ellas gemían de deleite, perdidas en las sensaciones, cuando el flexible y delgado cuerpo masculino las condujo a nuevas cotas de placer. Gimió con suavidad. Aquellas escenas eran desesperantes, pero excitantes.
Se dijo que no estaba celosa. No tenía futuro con un hombre como James Sinclair, así que era ridículo estar celosa. Sabía que podía complacerlo sexualmente, pero su relación estaba basada en un pacto comercial y, si era sensata, dejaría que siguiera siendo solo eso. Como él supiera que comenzaba a ver el asunto de una manera más personal la dejaría de lado o se aprovecharía de ella. Cualquiera de las dos situaciones le haría daño... Y perdería el control.
Se levantó, se alisó la falda y bajó al cuarto de baño. Cuando regresó, George Fullerton la esperaba sentado en el borde del escritorio.
—Te he traído un café —explicó él.
—Gracias, pero acabo de tomar uno.
—No, no lo has tomado. —Tocó la taza—. Está frío.
Sintió que se sonrojaba.
—Oh, parece que se me ha olvidado.
—¿Absorta en el trabajo? —preguntó Fullerton.
—Es una manera de decirlo.
—¿Pensabas en el señor Sinclair?
Una alarma comenzó a sonar en su mente. Conocía a George demasiado bien como para no darse cuenta de que estaba allí con una finalidad oculta.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa?
—He oído por ahí que te vieron con él —explicó—. En sociedad, me refiero. —Hizo una pausa—. ¿Puede ser en una feria de antigüedades? En una un tanto especial, imagino que sería idea de uno de los exclusivos y ricos amigos de Sinclair. ¿Estoy en lo cierto?
—Sabes más que yo, George —replicó ella—. Sinclair me presentó al hombre que organizaba la feria, pero no sabía que era amigo suyo. No hablamos demasiado. Lo cierto es que pasé una tarde muy agradable.
—¿Te comentó Sinclair que va a ir a Japón?
En esta ocasión estaba realmente sorprendida.
—No, no lo hizo. Pero tampoco hablamos de negocios.
—Bueno, podría tratarse de un rumor —admitió Fullerton—, pero se oyen comentarios de que Sinclair piensa expandirse en Japón. Si así fuera y obtenemos su cuenta, nos expandiríamos con él.
—George, estoy segura de que Sinclair nos va a dar su cuenta. Si en realidad le ha echado el ojo al mercado japonés probablemente esperará a analizarlo todo antes de efectuar alguna maniobra.
—Estoy de acuerdo —convino Fullerton—. Y eso explicaría por qué se está tomando tanto tiempo. —Hizo una pausa y le sonrió, pero sus ojos eran sagaces y fríos—. No olvides que Lucci’s tiene a Jade Chalfont y ella es experta en Japón.
—Solo practica kendo. No creo que eso la convierta en una experta.
—Ha vivido en Japón, ha entrenado allí e incluso habla el idioma. Eso la convierte en un contacto muy útil.
—Pareces saber mucho sobre ella.
—Es parte de mi trabajo —repuso Fullerton.
—¿El qué?
—Recabar información. —Sonrió al tiempo que se dirigía a la puerta—. La gente habla y hace tiempo que me di cuenta de que siempre hay algo de verdad en los rumores. Si yo fuera tú me informaría sobre el tema ese de Japón. Si es cierto, la señorita Chalfont podría estar un paso por delante de ti.
Genevieve se relajó en el baño mientras pensaba sobre Japón. La idea evocaba imágenes de suites a oscuras con hombres de negocios inclinándose formalmente unos ante otros. Hombres que más tarde se relajarían en la íntima privacidad de las casas de geishas, bebiendo sake y disfrutando de los placeres que les proporcionarían las hermosas y bien adiestradas mujeres que allí trabajaban.
Sabía que las geishas afirmaban no ser prostitutas y quizá fuera cierto en algunos casos, pero estaba segura de que en otros el entretenimiento que facilitaban a los clientes más ricos no consistía únicamente en tocar el koto y cantar. Recordaba haber leído en algún sitio que el cuello del kimono tradicional de las geishas estaba diseñado para que, cuando las mujeres se arrodillaban sumisamente ante su amo y señor, la prenda se ahuecara a la altura de la nuca formando un túnel que le facilitaba al hombre una vista de toda la columna vertebral hasta la hendidura entre las nalgas y el indicio oscuro que había más allá.
Probablemente en ese instante, él se inclinaría para acariciar la blanca suavidad del cuello de la chica. O quizá la obligara a ponerse derecha para abrir la parte delantera del kimono e inspeccionarle los pechos. O tal vez desenrollaría la banda que lo cerraba y la desnudaría. Ella inclinaría la cabeza y sonreiría. Quizá la geisha agradecería que el caballero la acariciara sin cesar. Una resignada y perfecta hembra, preparada y dispuesta para jugar. ¿Disfrutaría Sinclair de esa clase de hospitalidad si fuera a Japón? ¿Se asegurarían sus socios japoneses de que experimentase todas las tradiciones del país? ¿Lo agasajarían con una visita a un monasterio zen o a un altar sintoísta durante el día y a una casa de geishas por la noche?
Pensar en Sinclair disfrutando con una sumisa y hermosa mujer japonesa la puso furiosa. ¿A las geishas las adiestraban para que supieran utilizar trucos eróticos especiales? ¿Podrían ellas encontrar excitante practicarlos con Sinclair? Imaginó el contraste entre el delgado y musculoso cuerpo de Sinclair y una delicada joven japonesa. Imaginó la experta boca y las manos de la geisha excitándolo. Había oído decir que las japonesas no encontraban a los occidentales demasiado atractivos, aunque estaba segura de que una geisha escondería sus sentimientos personales y valoraría el dinero. ¿Encontraría Sinclair deseable a una geisha? Suponía que sí. Había algo sutilmente erótico en sus pálidas caras, su pelo brillante, sus trajes tradicionales y en la idea de que su propósito en la vida era satisfacer a los hombres.
Pensó de mal humor que a Sinclair le encantaría aquello. A cualquier hombre le gustaría. La idea era atractiva y excitante en sí misma. Por eso les gustaba observar un striptease, ¿verdad? Imaginaban que la bailarina lo hacía solo para ellos. Ella había escuchado muchas veces la grabación que él le envió, incluso había ensayado siguiendo el ritmo, pero siempre se sentía torpe. Ni siquiera beber varias copas de vino y pensar que Sinclair la observaba la ayudaba a relajarse.
En su fantasía podía actuar como una desvergonzada pícara sexual, posar, arrancarse el vestido y la ropa interior, exhibir su cuerpo casi desnudo, contorsionarse siguiendo el ritmo de la música. En su imaginación, Sinclair la observaba con creciente incomodidad hasta que al final tenía que bajarse la cremallera de los pantalones y sentarla en su regazo antes de que el baile terminara.
Pero cuando intentaba trasladar lo que soñaba a la vida real su cuerpo se negaba a comportarse como quería que lo hiciera. Sus movimientos eran torpes, arrítmicos, muy alejados del fluido erotismo que había transmitido Bridget cuando se desnudó. Una representación que él había encontrado muy excitante.
Se dio cuenta de que quería complacer a Sinclair. Sospechaba que él no la consideraba capaz de actuar con el aplomo profesional de Bridget. Quería demostrarle que se equivocaba, que la encontrara sexy... Al menos, más sexy que a Jade Chalfont o que a cualquier otra mujer que conociera.
La idea de recibir lecciones de baile inundó su mente mientras picoteaba el almuerzo al día siguiente. Era evidente que no podía esperar competir con una bailarina bien entrenada, pero sí podía seguir los consejos de un maestro. El problema era que los profesores de baile no ofrecían sus servicios como instructores de striptease. Decidió que podía hacerse pasar por una actriz amateur que quisiera recibir clases particulares con el objeto de preparar un papel como stripper para su próxima función. Dando un nombre falso, llamó a varias academias por teléfono y recibió una variada serie de aturdidas pero bondadosas respuestas, que incluyeron desde disculpas tipo «aunque la escuela no imparte clases de striptease, podemos arreglar algo»; pasando por un esnob «aquí solo enseñamos ballet» o un codicioso «seguro que podemos enseñarle, pero no forma parte del programa, así que será caro».
Al final se decidió por la Academia de Baile y Mímica, donde le habían respondido que preferían hacerle previamente algunas preguntas sobre su edad y experiencia antes de sugerirle que aunque allí no impartían clases de striptease, era probable que pudieran trabajar alguna rutina que se aproximara o la ayudara a pulir los movimientos que ya realizaba.
Así que guardó su ropa de baile en una bolsa y, vestida desenfadadamente, con vaqueros, una camisa floja y el pelo recogido, recorrió en coche el extrarradio en dirección a la academia que había elegido. Resultó ser una enorme casa de la época victoriana, una edificación que una vez había sido grandiosa y ahora presentaba un estado un tanto deslucido. La fachada necesitaba con urgencia una capa de pintura, pero el camino de acceso estaba bien cuidado. Cuando se abrió la puerta principal, se sorprendió al ver a una sonriente mujer de edad madura.
—¿Señorita Jones? Por favor, adelante.
La mujer tenía un algo de acento extranjero y, aunque era mayor de lo que esperaba, el ceñido vestido negro que llevaba revelaba una figura ágil y elegante. Genevieve pensó que quizás esa mujer ya no bailara mucho, pero era evidente que lo había hecho en el pasado. Llevaba el pelo recogido en la coronilla en un apretado moño, estilo bailarina.
La condujo a un estudio que se había reformado para impartir danza. Había barras de ballet y espejos, y el suelo era de madera pulida. También había un piano en un extremo.
—Me llamo Theodosia Solinski, pero por favor llámame simplemente Thea. Debes decirme cómo puedo ayudarte. —Sonrió—. Por lo general me dedico a enseñar a niñas cuyas madres están convencidas de que pueden llegar a ser bailarinas de renombre mundial.
Le devolvió la sonrisa.
—Imagino que para la mayoría no es más que un sueño.
—Para todas —afirmó Thea con cruel sinceridad—. Pero no me compadezcas, incluso yo soy como ellas. Por eso me dedico a enseñar. De todas formas, es bueno soñar.
—Lo único que quiero —explicó, ciñéndose a la historia que había inventado—, es resultar convincente cuando interprete el papel de artista de striptease en una obra de teatro en la que participo. He probado a bailar al son de la música que vamos a usar, pero no acabo de hacerlo bien.
—Desnudarse es un arte —repuso Thea, sorprendiéndola. Había imaginado que una profesora tan tradicional como aparentaba ser esa mujer podría haber considerado su petición con cierto desdén—. Muchas mujeres, incluso las que se llaman profesionales, lo hacen mal. Están enamoradas de sí mismas y se desnudan para ellas. No les importa la audiencia, por lo que a su función le falta pasión. Por eso van pasando de un club de striptease a otro y actúan durante diez minutos mientras piensan en la lista de la compra. ¿Cuál es tu objetivo?
Se sintió alarmada durante un momento. Luego recordó su tapadera.
—Oh, ¿te refieres en la obra? Pues tengo que desnudarme para el hombre que amo, mejor dicho, el hombre del que creo estar enamorada.
—Una seducción... —Thea asintió con la cabeza—. ¿Has traído la música? —Ella le entregó la grabación—. Voy a escucharla. Mientras, ¿podrías enseñarme lo que has preparado ya? No es necesario que te quites... la ropa. Solo quiero observar cómo te mueves.
Cuando la música comenzó, intentó soltarse, pero se sentía coartada y torpe al saber que Thea la observaba.
—Más despacio, por favor —instruyó la profesora—. ¿Preferirías hacerlo con la ropa adecuada? ¿Has traído contigo el vestuario?
De pronto sintió vergüenza al pensar en desvestirse delante de aquella elegante mujer.
—Er... bueno... quizá más tarde —murmuró entre dientes, sonrojándose—. En realidad mi objetivo es aprender los pasos.
Thea le dirigió una inflexible mirada.
—Creo que lo que te molesta es la idea de actuar ante otra mujer, pero también habrá mujeres entre los espectadores cuando realices la función. Y no se trata de un striptease auténtico, no espero verte desnuda. Solo se trata de danza. ¡Danza!
Thea subió la música y el sensual ritmo flotó en el aire. Ella intentó obedecer, pero no entendía lo que le pasaba, se sentía torpe y agarrotada. Quizá recibir lecciones de baile no había sido tan buena idea después de todo. Thea detuvo la música.
—Creo que será mejor que te pongas el vestuario —sugirió—. Hará que te metas más en el papel. Es muy difícil sentirse sexy con vaqueros. Te mostraré dónde puedes cambiarte.
Pero regresar al estudio con el vestido, las medias con costura y los zapatos de tacón alto no hizo que se sintiera mejor. Todavía tenía que actuar ante los profesionales y afilados ojos de Thea Solinski. Era eso lo que le molestaba, no la ropa. Intentó bailar una vez más y se tropezó.
—Quizá los tacones son demasiado altos —se disculpó.
—A los zapatos no les pasa nada —aseguró Thea. Volvió a detener la música—. El problema es tu actitud. ¿Has hecho el amor alguna vez con una mujer?
Conmocionada por la pregunta, solo atinó a tartamudear.
—No..., claro que no. —Supo que estaba sonrojándose.
Thea sonrió.
—Eso responde a mi pregunta. Has echado una cana al aire, quizá una sola vez, y te avergüenzas de ello. ¿Por qué?
—No me avergüenzo de nada —se defendió ella—. Fue solo algo que pasó. Prefiero a los hombres.
—También yo. —Thea meneó la cabeza—. Pero he tenido un par de encuentros con mujeres; enriquecieron mi vida. —Sonrió—. Sobre todo mi vida sexual. Creo que temes relajarte ante mí porque te acuerdas de ese affaire y te remuerde la conciencia. Quizá piensas que alentaste a la otra mujer o quizá solo estés avergonzada por haber disfrutado de ello, pero esto es parte de la vida. No creo que nadie sea heterosexual al cien por cien. Muchas personas ignoran esos deseos, y puede que alguien no los tenga, pero todo el mundo es capaz de apreciar la belleza de un miembro de su mismo sexo. ¿Acaso eso avergüenza a alguien? No. Es natural. —Volvió a poner la música—. Olvídate de mí. Piensa en tu hombre, y si no tienes, en alguno que te guste; un actor, un cantante famoso, lo que sea. Imagina que está observándote. Actúa para él.
Genevieve se preguntó si realmente le remordía la conciencia. Antes de su encuentro con Bridget siempre había pensado que las relaciones lésbicas eran más bien absurdas; algo muy inferior al sexo con un hombre. Ahora sabía que las mujeres podían proporcionarse entre sí un intenso deleite sexual y eso hacía que fuera diferente desnudarse delante de esa elegante mujer o de cualquier otra. Jamás volvería a estar segura de si la estaban observando con secreta lujuria. Ni tampoco tendría la certeza de que no daba la bienvenida a esos pensamientos.
De pronto sus inhibiciones la abandonaron. ¿Por qué no deberían disfrutar las mujeres de sus cuerpos? Bridget hizo que se sintiera deseable. ¿Acaso era tan terrible? Sinclair había conseguido lo mismo. Como Thea, sabía que siempre preferiría el sexo con un hombre, pero decidió que no iba a pasarse el resto de su vida albergando una culpa secreta por haber disfrutado de una aventura erótica con una mujer. ¿Sería posible que Thea encontrara excitante ver cómo se desnudaba? ¿Importaría que así fuera? En realidad sería un cumplido. Debería sentirse orgullosa, no avergonzada.
Se relajó y bailó. Imaginó a Sinclair observándola, pero estaba al tanto de la presencia de la profesora de danza. A ratos se bajaba las medias o se desabrochaba el sujetador para Sinclair, a ratos para Thea. No parecía importar. La música terminó y se detuvo sobre los altos tacones; solo le quedaba encima un liguero de encaje.
Hubo un largo silencio.
—Bien —intervino finalmente Thea—. Tienes más talento del que esperaba.
—He pensado en mi novio. —Se preguntó si la profesora se creería aquella verdad a medias.
—Envidio a tu novio. —Los ojos de Thea vagaron por su cuerpo con franca admiración—. ¿No pensarás terminar así encima del escenario?
Durante un momento, concentrada en la caricia visual de Thea, se había olvidado de la historia que se había inventado.
—¿Escenario? —regresó al presente—. Oh, sí... Digo no. Me dejaré puesto el tanga, o daré la espalda al público o algo por el estilo. Pero tengo que bailar correctamente, es decir con evidente sexualidad. Debo resultar profesional.
—Bueno, no podrás engañar a un verdadero profesional —anunció Thea con brutal honradez—. Es evidente que no eres bailarina, pero es probable que te cameles a la mayoría de los espectadores. Desde luego, los hombres no serán críticos; solo disfrutarán. Sin embargo eres demasiado impaciente y no jugueteas lo suficiente. Deja que te haga una demostración.
Se desabrochó los botones del vestido y lo dejó caer. Debajo llevaba mallas y maillot. Genevieve deseó tener una figura tan magnífica como la de su profesora cuando alcanzara su edad. La vio comenzar a bailar al son de la música. Con sus movimientos le demostró de lo que hablaba. No se desnudó, no fue necesario. Hizo gestos provocativos, y su bien entrenado cuerpo habló el lenguaje de la seducción con cada gesto, con cada paso.
—¿Lo has entendido? Cuando te bajes las medias no te las quites de inmediato. Aléjate, regresa al mismo lugar. Enseña tu trasero; menéalo. Lo tienes muy bonito, así que exhíbelo. Luego levanta la rodilla, dobla la pierna. Permite que imaginen lo que podrían ver si se lo permitieras. —La música acabó. Thea le hizo señas de que se acercara—. Ahora, inténtalo tú.
Genevieve volvió a bailar mientras Thea la corregía. Sus manos fueron ligeras y suaves cuando la tocó con el brazo o los dedos —en ocasiones de manera muy íntima— para corregirle la posición. Una hora antes aquello la habría avergonzado, pero ahora lo aceptó, incluso disfrutó con ello. También sabía, instintivamente, que no daría como resultado nada más íntimo a menos que se ofreciera abiertamente.
Cuando la lección terminó, sugirió recibir otra sesión, pero Thea le aseguró con sincera honradez que no creía que fuera necesario.
—Lo único que necesitabas era relajarte. Olvidarte de tus inhibiciones. Y creo que ya lo has hecho. Ahora se trata de acostumbrarte. —La mujer sonrió y sus ojos oscuros se clavaron en ella durante un momento—. Sin embargo, si quieres regresar, no te lo impediré. ¿Como amiga la próxima vez? Podemos compartir un té ruso.
Era más que una invitación y las dos eran conscientes de ello. Pero sabía que no podía aceptar. Habría sido deshonesta con Thea si lo hiciera. No se sentía capaz de alentar una relación que la otra mujer quería que se convirtiera en algo físico. No podría enfrentarse a dos canas al aire.
No. De pronto se dijo que no consideraba su relación con Sinclair como una simple cana al aire.
—Tengo novio —se disculpó—. Pero te lo agradezco.
—Así que esto es la despedida. —Había una nota de pesar en la voz de Thea—. Pero siempre estaré aquí para ti como profesora, no lo olvides.
—¿Te has enterado de la última? —Genevieve se dio la vuelta y se encontró cara a cara con la amplia sonrisa de Ricky Croft. Enseguida vio el pequeño portafolios que llevaba bajo el brazo.
—Aunque lo hubiera hecho estoy segura de que me lo repetirías. —Pasó junto a él con los bollitos en una mano y un vaso de cola en la otra. El pub estaba medio vacío y encontró mesa con facilidad. Ricky se sentó justo enfrente de ella.
—Oriente es Oriente, ¿hay un lugar mejor? —dijo él con aire satisfecho.
—Si te refieres al señor Sinclair, se trata de un rumor, eso es todo. —Dio un mordisco al bollito.
—Viajará allí muy pronto —repuso Ricky en tono confidencial—. Y te aseguro que cuando lo haga dedicará tiempo al placer. —Las elegantes manos del artista acariciaron el portafolio—. Los japoneses saben disfrutar del sexo. ¿Has visto alguna de sus estampas eróticas?
—No. Pero tengo el presentimiento de que tú vas a enseñarme algunas.
—¿No quieres ver cómo disfrutará el señor Sinclair con sus nuevas amigas? —Ricky abrió la carpeta—. Son copias, pero conseguirán que te hagas una idea.
A pesar de sí misma, miró las páginas mientras Ricky las iba pasando lentamente, y tuvo que admirar una vez más su habilidad como dibujante. Los trazos negros a plumilla imitaban el estilo japonés. Eran bocetos muy explícitos. Había mujeres vestidas con kimono y otras medio desnudas en multitud de posiciones —de pie, tumbadas, a cuatro patas, incluso haciendo el pino—, penetradas por cada orificio disponible por hombres con penes enormes. Las caras de las mujeres resultaban inexpresivas y despreocupadas mientras que las de los hombres parecían inescrutables. No encontró las imágenes particularmente excitantes.
—¿Te gustan? —preguntó Ricky.
—No.
—Las mujeres no aprecian el arte erótico.
—Todos los modelos parecen aburridos —explicó ella.
—Es la tradición japonesa. Quizá piensen que es descortés mostrarse entusiasmados cuando mantienen relaciones sexuales. He copiado las caras de impresiones originales.
—¿Por qué molestarse? —preguntó—. Es como llevar agua al mar
—Bueno, mis dibujos son más imaginativos —se jactó Ricky—. Apuesto lo que quieras a que reflejo un montón de posturas que los japoneses jamás se han planteado. Pero estos son para los más tradicionales. —Pasó las páginas otra vez—. Tengo otras muestras menos... er... convencionales.
Exhibió más páginas. Dibujadas con un estilo realista que las hacía parecer fotografías en blanco y negro, aquellas imágenes mostraban a hombres japoneses, vestidos con ropa actual, con mujeres occidentales; a menudo dos o tres hombres con una mujer. Aunque las expresiones de las caras femeninas indicaban excitación sexual, no transmitían demasiado deseo, sino intensidad. Había algo enfermizo en los excesos allí esbozados y en las afectadas sonrisas en las caras de los hombres. Pensó que aquellos hombres disfrutaban humillando a esas mujeres en vez de proporcionándoles placer, y que continuarían persiguiendo sus fantasías incluso aunque sus parejas se negaran.
En la segunda serie de dibujos se veía con claridad que las mujeres no disfrutaban en absoluto. Había repulsión y horror en sus rostros cuando los hombres —algunos con uniformes militares japoneses de la Segunda Guerra Mundial, otros con trajes— las ataban y las sometían sobre diversos potros de tortura y bancos de azotes donde las zurraban hasta hacerles sangre, asaltándolas con una variada colección de instrumentos sexuales de escabrosos diseños.
Ella estiró el brazo y cerró el portafolio de golpe antes de que Ricky siguiera mostrándole su extensa colección.
—Estás enfermo —le dijo con frialdad.
Él sonrió de medio lado.
—Los japoneses adoran estos dibujos. En especial la serie con las mujeres occidentales.
—Hay pervertidos en todas partes —comentó ella—. Me gustaría que te largaras a venderlos a otra parte.
—Claro, claro —se burló—. Pero tengo dificultades para encontrar clientes que paguen lo que pido. Eso los hace especiales. Son realmente artículos de coleccionista.
Pensar en Ricky encerrado en su estudio dedicado a realizar aquellas sádicas imágenes la conmocionaba.
—Entonces ve por ahí a buscar a algún coleccionista. Y hazlo ya. Me gustaría almorzar en paz.
—¿Quieres decir que no me ayudarás?
—¿Ayudarte? —Estaba furiosa—. ¿Qué demonios quieres decir con «ayudarte»?
—Quiero que le sugieras mi nombre a Sinclair.
—Eso es lo último que haría. Ya te lo he dicho.
—Solo quiero que menciones mi nombre. —él se inclinó sobre la mesa hacia ella—. Ni siquiera tienes que decirle que conoces mi trabajo, no es necesario. únicamente que le des a entender que conoces a un artista que puede realizar cuadros muy especiales. Sinclair sabrá lo que quieres decir.
—¿Por qué estás tan seguro de eso? —preguntó, controlando la cólera.
—Es un pervertido; lo sabe todo el mundo. A la gente así le encanta esta clase de arte.
—Bueno, no sé quién es tu fuente informativa —se burló ella—, pero me parece que el pervertido eres tú.
La expresión de Ricky cambió.
—Tengo cuentas que pagar. Nadie me da trabajo.
—Es culpa tuya.
La miró lleno de cólera.
—Contrátame en Barringtons, así no tendré que dibujar cuadros eróticos.
—No. Ya te di una oportunidad y no te daré otra. No eres de fiar. No cumples los plazos. Responsabilidad y fecha de entrega son palabras que no entran en tu vocabulario. Es más... —añadió cuando él ya se ponía en pie, furioso—, si relacionas mi nombre con esos dibujos delante de cualquiera, James Sinclair incluido, enviaré a la Brigada Antivicio a tu puerta antes de que cuentes tres.
Ricky se apartó de la mesa.
—Se reirían de ti. No he hecho nada ilegal. —Pero no parecía muy seguro de sí mismo y ella se preguntó si no tendría algún otro cuadro más sabroso guardado en el estudio.
—Mantente alejado de mí —le advirtió—. No quiero verte, ni a ti ni a esos ejemplos que llamas arte.
—Eres una furcia, Loften —la insultó entre dientes—. Una furcia de primera.
—Vete —repitió en tono helado.
Y se marchó, mascullando improperios. El encuentro había consumido el tiempo de que disponía para el almuerzo. El recuerdo de las imágenes permaneció mucho tiempo en su mente. Encontró repugnante y triste que hubiera personas que disfrutaran viendo cómo lastimaban a una mujer, que obtuvieran placer con la certeza de que otros seres humanos estaban siendo sometidos por la fuerza, sufriendo dolor y humillación sexual contra su voluntad. Y estaba muy enfadada por la sugerencia de Ricky de que Sinclair era uno de esos hombres.
Se preguntó otra vez si Jade Chalfont habría llegado a regalarle algunos de los dibujos de Ricky. Al menos en los bocetos ambientados en la Regencia los protagonistas pasaban un buen rato. Recordó que los había encontrado excitantes y era posible que a Sinclair también le hubieran agradado, pero se negaba a creer que quisiera ver aquellas imágenes que reflejaban unas torturas sexuales tan gráficas.
Estaba sorprendida por la facilidad con que había aceptado la dominación de Sinclair durante sus encuentros eróticos, aunque a veces pensaba que podría ser entretenido invertir los papeles. Admitía que había gozado de la sensación de estar atada, fantaseando con que él la poseía... mientras duraba su juego erótico. Incluso había disfrutado de la zurra que había recibido sobre la motocicleta. Pero también tenía la certeza de que ambos sabían que esos encuentros pertenecían a un mundo de fantasía, con sus propias reglas tácitas. Por más que protestara superficialmente, le entusiasmaba ceder el poder. Era entretenido.
No había sentido esa sensación de diversión en los últimos dibujos que Ricky le mostró. Dudaba incluso que el tipo de hombres que pagaría por ellos supiera el significado de la palabra «diversión». Meneó la cabeza para acabar de borrarlos de su memoria, recogió su bolso y salió del pub.
—Quiero verte en mi casa esta noche a las ocho. Enviaré un taxi.
Genevieve sintió una intensa emoción al escuchar la voz de James Sinclair, pero se aseguró de que no se reflejara en su voz.
—¿Debo ponerme algo especial?
—Puedes ponerte lo que quieras, siempre y cuando incluyas el abrigo que te regalé. De todas maneras te cambiarás de ropa cuando llegues.
—¿Qué tienes preparado para mí?
Supo que él estaba sonriendo aunque su voz no se alteró.
—Lo que yo quiera, cariño. Puedes traer tus cosas si quieres, pero recuerda que el plato fuerte de esta noche será despojarte de la ropa. Quiero comprobar si has estado practicando tus habilidades.
—¿Y si no lo he hecho?
—Te mandaré a casa —amenazó él—, y te perderás una excelente cena.
—¿Vas a cocinar? —Estaba realmente sorprendida.
Él se rió.
—No cocinaría ni para mi peor enemigo. Llamaré para que nos traigan la comida, si te lo mereces.
—Luces. —Sinclair presionó un interruptor y tres focos iluminaron el suelo desnudo—. Música. —Otro clic y comenzaron a sonar los familiares acordes de The Stripper por los altavoces ocultos—. ¿Necesitas alguna otra cosa? ¿Una silla tal vez? ¿Un espejo? Te sorprenderían los accesorios que puedo ofrecerte.
Ella estuvo tentada a pedirle una pitón, pero no estaba segura de que eso le arrancara una sonrisa. Aunque había sido muy amable por el teléfono, no la saludó con demasiado entusiasmo al llegar, lo que la hizo sospechar que Sinclair no contaba con que ella cumpliera sus expectativas.
Cuando lo vio vestido de traje oscuro con una camisa blanca pensó que había cambiado de idea y pretendía que salieran por ahí. Sin embargo, una rápida mirada a su alrededor hizo que se diera cuenta de que estaba equivocada. La habitación estaba preparada para una función. Los tres focos no eran parte de la decoración habitual, ni tampoco el enorme sillón de piel que aguardaba entre las sombras. En la pequeña mesa que había al lado vio una botella de brandy y un vaso. Sinclair apagó los focos, dejando que la iluminación recayera en una lámpara de pie que conseguía ofrecer una sensación de confort y bienestar.
—Ve arriba —ordenó—. Verás una habitación con la puerta ya abierta. Puedes usar cualquier prenda que creas necesaria. Incluso las de lencería.
—He traído el atuendo con el que he estado ensayando. Estoy acostumbrada a trabajar con él.
Iba a decir «bailar», pero cambió de idea. Quizá aquello iba a ser realmente un trabajo. Daba la impresión de que Sinclair iba ser muy difícil de contentar.
—Bien, suenas muy profesional —dijo él—. Esperemos que siga siendo así una vez que empiece a sonar la música.
—Tú, en cambio, pareces muy escéptico —replicó ella.
—No estoy de acuerdo con Margaret en que puedas ser una buena stripper, Genevieve.
—¿Y qué tengo que hacer para convencerte, señor Sinclair?
—Realizar un striptease decente desde el principio.
—Bueno, ya viste uno en el Fennington, ¿no es cierto? Desde ese agujero en la pared por el que me espiaste, o lo que fuera.
—Sí, vi uno. Pero lo ofreció Bridget —contraatacó él—. No tú.
No era precisamente estimulante, pero en lugar de considerarlo un insulto se lo tomó como un desafío. Él le dio la espalda y se dirigió al sillón; se sirvió una copa antes de sentarse. La tenue luz dejaba en sombras su cara bronceada mientras la observaba por encima del borde del vaso.
—No tardes demasiado en cambiarte.
Una vez arriba se vio tentada por un corsé con un exótico liguero de encaje rojo y el sujetador a juego, brillantes zapatos rojos y una amplia elección de excitantes vestidos —todos ellos con cremalleras convenientemente situadas—, pero al final decidió utilizar su propia ropa. Se sentía a gusto con ella. Sabía cómo respondería a sus movimientos. El vestido negro podría incluso ser adecuado para cualquier acto social y le sentaba como un guante. Daba al acto un poco de clase; cierta sensación de estar al mando.
Mantuvo ese sentimiento cuando bajó de nuevo la escalera. Sinclair había vuelto a cambiar de idea y ahora resplandecían los focos. Se sintió como si estuviera subiéndose a un escenario aunque su audiencia estuviera compuesta por una sola persona.
—Empieza. —La voz masculina surgió de improviso de las sombras y al instante comenzó a sonar la música.
Las luces la cegaban y le resultó difícil no parecer deslumbrada. De repente, se alegró de haber recibido aquella lección de Thea; si no hubiera sido así se habría sentido muy desorientada e, incluso, avergonzada. La actitud de Sinclair era agresiva; casi como si deseara que fallara, pero Thea había conseguido que tuviera confianza en sí misma. En lugar de sentirse intimidada dejó que la música la envolviera y que su cuerpo se identificara con el ritmo, moviéndose al compás.
Con las piernas separadas, deslizó las manos por su cuerpo. No pensaba darse prisa. Aquel no iba a ser un rápido espectáculo amateur en el que girara torpemente hasta acabar desnuda y expuesta bajo los focos, iba a tomarse su tiempo. Se quitaría la ropa a su ritmo y mostraría su cuerpo cuando ella lo creyera oportuno. Sabía cómo se sucedían los fragmentos en la grabación y cómo reaccionar a cada uno de ellos. Se desabrochó el vestido lentamente, guiándose por los acordes de The Stripper con movimientos pausados, sin apresurarse.
Una vez que se despojó de la prenda, se sintió liberada. Se contoneó con su lencería de encaje. Dejó caer las bragas, pero llevaba un tanga diminuto debajo. Las tiras dibujaban eróticas líneas alrededor de su vientre y se perdían tentadoramente en la hendidura entre sus nalgas.
Se acercó a Sinclair. Él se había recostado en el respaldo y estirado las piernas, algo separadas. Ella observó la luz reflejada en el vaso de brandy cuando él movió la mano. Estaba tan cerca como podía, sin llegar a abandonar el círculo de luz que formaban los focos. Se tomó su tiempo con el sujetador, aflojando los tirantes, bajándolos poco a poco como finas telarañas de encaje negro para, finalmente, cubrirse los pechos en un gesto de fingida modestia, separando los dedos para permitir que se entrevieran los pezones.
Se recreó todavía durante más tiempo con el liguero, dándole la espalda mientras lo soltaba. Luego se inclinó y enrolló las medias hasta las rodillas antes de volverse de nuevo hacia él. Se dio cuenta de que tenía las piernas más separadas y que movía las manos, pero ya no sostenía entre ellas el vaso de brandy.
Abandonó el círculo de luz y se acercó al sillón. Pasó una pierna por encima de las de él en una posición que le recordó su último encuentro en el pasillo del hotel. La diferencia estribaba en que ahora era ella la que tenía el mando. Puso un pie en el brazo del sillón, contoneando las caderas sinuosamente al ritmo de la música, al tiempo que deslizaba la mano a lo largo del muslo hasta juguetear con las tiras que mantenían el tanga en su lugar pero sin llegar a soltarlas. Movió un poco el triángulo de seda negra hasta que apenas cubrió el rubio vello púbico, que ya había comenzado a crecer. Cuando quiso retroceder, notó que él cerraba los dedos en torno a su muñeca, deteniéndola.
—Ya basta —dijo él, severamente.
Ella tiró de la mano.
—La música no ha terminado todavía.
—Has terminado de bailar —indicó él—. De rodillas.
—He practicado durante mucho tiempo —objetó—, y ni siquiera deseas ver...
—Hablas demasiado. —él le soltó la muñeca y estiró la mano hacia sus caderas, metiendo los dedos debajo de las tiras de seda para romperlas antes de empujarla de rodillas. El tanga cayó al suelo. Estaba desnuda, salvo por las medias y los zapatos de tacón de aguja, cuando se arrodilló entre sus piernas. Sinclair bajó la cremallera de los pantalones y ella observó que ya estaba totalmente excitado. Alzó la mirada hacia él.
—Creo que esto quiere decir que lo consideras un buen espectáculo.
—No pierdas el tiempo admirándola —dijo él—. Haz algo.
Ella rodeó la erección con los dedos, esperando tentarlo un poco más antes de ofrecerle alivio.
Él le apartó la mano.
—Usa la boca —ordenó con voz ronca—. Quiero sentirla. Y hazlo despacio.
Giró la cabeza y siguió con los labios la longitud, de abajo arriba, antes de lamer el redondeado glande con la lengua. Chupó primero con suavidad y luego con más fuerza hasta que él respondió. Sinclair gimió y cambió de posición en el sillón, abriendo más las piernas y presionándole la cabeza con la mano, como si quisiera asegurarse de que no se retiraba dejándole insatisfecho. Ella se introdujo un poco más la erección en la boca, al tiempo que la acariciaba con el borde de los dientes; jugueteando, observando su respuesta, esperando que le dejara utilizar también las manos. Él gimió otra vez y Genevieve movió la cabeza para acariciarle los testículos con los labios y la lengua.
De repente, él le puso las manos debajo de los brazos para alzarla y sentarla a horcajadas sobre su regazo. Proporcionarle placer la había excitado y estaba mojada cuando él exploró entre sus piernas.
—Ya estás preparada, ¿verdad? —Su voz era todavía más ronca por la excitación—. Realmente te excita que alguien te mire, ¿eh? Te mueres porque te folle, ¿a que sí?
Ella tomó el pene con la mano y lo sintió duro y palpitante bajo los dedos.
—¿Cuánto tiempo crees que podrás contenerte? —le preguntó.
Él permitió que lo acariciara durante un rato más, pero ella notaba que comenzaba a estremecerse sin control.
—Poco —admitió—. ¡Oh, Dios! ¡Deja de hacer eso! No quiero correrme todavía.
Lo soltó y esperó a que su respiración se estabilizara. Él le puso las manos en el trasero y la acercó, guiándola sobre su miembro al tiempo que arqueaba las caderas. No era la posición más cómoda, pero se movió en contrapunto con él.
—Qué bueno —apreció él con suavidad—. Sí, me gusta mucho.
Tenía los ojos entrecerrados y su cara reflejaba un profundo placer, el placer que ella le daba. Se sintió como una stripper de verdad, complaciendo a un espectador. En su mente la observaban más hombres que no podían apartar la mirada de ella. Que estuviera desnuda y él vestido dotaba a la escena de mayor erotismo.
—Despacio —murmuró él—. Haz que dure.
Estaba dispuesta a intentar prolongar su placer, pero notó que el cuerpo masculino comenzaba a agitarse. De repente él gritó y la estrechó con fuerza. Por una vez, James no había tenido en cuenta las necesidades de ella y embestía en su interior intentando alcanzar el éxtasis. Pero Genevieve encontró que esa falta de control era muy excitante, que completaba su fantasía; su trabajo era satisfacer, no recibir placer.
No obstante, también ella estaba a punto de alcanzar el orgasmo cuando él se corrió. Sinclair gritó otra vez antes de que lo sintiera todavía más profundamente en su interior mientras se estremecía con espasmos de placer. Tras alcanzar el clímax, las sensaciones decrecieron lentamente mientras él recobraba el aliento poco a poco, con la cara brillante de sudor.
Ella se levantó. Sinclair se subió la cremallera y se puso en pie.
—Espero que le haya resultado satisfactorio, señor —dijo en tono burlón.
—¿Y si no es así? —preguntó él—. ¿Vas a volver a ponerme duro? ¿A comenzar una vez más?
—Su deseo es mi deseo. —Se inclinó en una reverencia fingida que provocó que él esbozara una amplia sonrisa.
—Ten cuidado con tus promesas, me recupero rápido. Pero no te preocupes, lo que necesito ahora mismo es una copa. —Señaló un mueble bar—. Puedes servirme otro brandy y tomar tú algo.
Ella obedeció y regresó con una botella de vino y una copa para sí misma. Él la observó mientras se sentaba en una silla, justo enfrente. Clavaba los ojos en ella con una intensidad que la hizo sentir extrañamente desconcertada, hasta el punto de llegar a preguntarse qué se le estaría pasando por la cabeza.
—Creo que te retendré aquí —comentó al fin, deslizando la mirada por su cuerpo—, desnuda y preparada para mí. Y mientras esperas que yo vuelva a casa y te folle puedes hacer las labores del hogar. ¿Qué te parece la idea?
Se dio cuenta, con sorpresa, de que le parecía maravilloso, al menos como fantasía. La idea de pertenecerle era cada vez más atractiva y aquella repentina certeza la desorientó. Aquellos juegos podían ser entretenidos, pero su relación con él era estrictamente profesional. Comenzaba a correr el peligro de que sus emociones le nublaran el sentido común. Si no tenía cuidado, podría acabar aquellos noventa días muy herida.
James Sinclair no era un hombre que estuviera dispuesto a iniciar una relación seria con una mujer. Tenía dinero, contactos y tiempo para superar su propio récord particular de relaciones sexuales. Era posible que hubiera arreglado antes aventuras del tipo de la que mantenía con ella; no cabía duda de que lo hacía cada vez que una mujer lo atraía o necesitaba algo de él. No tenía ningún motivo para suponer que ella era especial. Cuando terminaran no debía esperar de él nada más que lo que habían acordado: una firma. Luego James Sinclair saldría de su vida sin mirar atrás.
Era ridículo que anhelara otra cosa. Él era lo suficientemente educado para mantener encuentros civilizados, pero ella tenía que aceptar que para ese hombre no era más que un juguete erótico, alguien que se desnudaba para darle placer y que él usaba para satisfacer sus fantasías.
Algunas veces, cuando la miraba, creía ver en sus ojos algo más que mera lujuria, pero ahora, al observarlo, reposando con la espalda apoyada en el respaldo del sillón de cuero, decidió que tenía que ser cosa de su imaginación.
—Odio hacer tareas domésticas —replicó.
Él se rió.
—Vale, está bien, olvídate de las tareas domésticas, puedes cocinar.
—¿Acaso te gustan las tostadas quemadas? —se burló.
—¿Es que no eres buena en nada, Genevieve? —El tono de su voz era levemente retador—. Me refiero en algo que no sea darme placer.
Era tentador pensar que estaba interesado en saber más sobre ella, pero descartó la idea; a Sinclair le gustaban los juegos. Mantuvo la voz calmada, decidida a recordarle que no se le había olvidado por qué estaban juntos. A recordarle que no eran amantes ni novios intentando saber más el uno del otro; aquello era un pacto comercial.
—Me han dicho que soy muy hábil en mi trabajo —adujo. Vio cómo cambiaba su expresión y supo que había conseguido su propósito.
—Por supuesto —convino él con suavidad—, tu trabajo. A eso se reduce todo, ¿verdad?
—En eso se basa el trato —le recordó.
—En efecto. Supongo que no debería quejarme, somos tal para cual. Los dos sabemos lo que queremos y estamos dispuestos a pagar lo que sea necesario para obtenerlo. —Hizo una pausa—. O eso es lo que quieres que yo crea, ¿verdad?
—Lo haré sin importar lo que cueste —afirmó.
—¿Es realmente cierto? —La miró con palpable intriga—. ¿Harías de verdad cualquier cosa que te pidiera?
La expresión de su cara la puso nerviosa. ¿Pensaba retarla? ¿Buscar algo que ella se negara a realizar? Sabía que existían muchos juegos sexuales que no disfrutaría. Recordó algunas prácticas de las que le había hablado en una ocasión una amiga, actividades que se permitía realizar con su novio y que, eufemísticamente, describía como «deporte acuático». Ella, inocente, había creído que implicaba sexo en una piscina o incluso en la bañera, pero se había sentido asqueada cuando su amiga le contó sin ápice de vergüenza los detalles reales. No lo había encontrado erótico, aunque a su amiga sí se lo parecía, e incluso había llegado a sugerirle que podían hacer un trío.
¿Cómo respondería si Sinclair le pedía que hiciera algo parecido? Lo miró, relajado en el sillón, elegante con su traje negro. Él parecía irritantemente seguro de sí mismo. Hasta ese momento ella había disfrutado de todo lo que le había sugerido, pero ¿qué ocurriría si le pidiera que hiciera algo que encontrara, si no repugnante por completo, al menos desagradable? ¿Accedería si él insistía? ¿Conseguir aquella cuenta significaba tanto para ella? ¿Hasta dónde era capaz de llegar para conseguir lo que quería?
Sinclair era ajeno a su lucha interior. La examinó durante breves segundos antes de sonreír.
—Te prometí una cena, ¿verdad? ¿Te gusta la comida china?
—Me gusta mucho —repuso con entusiasmo.
—Bien. —Miró a su alrededor—. Creo que cenaremos aquí.
Ella se inclinó para recoger su ropa.
—Voy a vestirme.
—No —la detuvo—. Te quedarás tal cual estás. —Sonrió de repente—. Pero será mejor que te escondas cuando llegue el catering. No me gustaría que el señor Ho y sus hombres se escandalizaran.
Ella esperó arriba mientras entregaban la cena, escuchando el ambiguo zumbido de voces en la otra estancia. El pasillo del piso superior de la casa de Sinclair estaba alfombrado y hacía un agradable calor. Caminó de aquí para allá, empujando puertas abiertas y curioseando en el interior de las habitaciones. Resultaba evidente que dos eran dormitorios de invitados y que el resto no se utilizaban. Dondequiera que durmiera Sinclair, no era en ese piso.
Se preguntó cómo sería su dormitorio. ¿Una cama enorme con colchón de agua? ¿Una cama de postes? ¿Tendría espejos en el techo? ¿Pinturas eróticas en las paredes? Su imaginación comenzó a desbocarse. ¿Tendría una cama con estructura metálica donde pudiera encadenar a la que fuera su novia en ese momento con idea de darle una buena zurra en el transcurso de la representación de no importa qué fantasía sexual que hubiera ideado? Aún no había olvidado lo mucho que disfrutó de la sensación de desamparo cuando la amarró a la puerta en su primer encuentro. ¿Qué sentiría atada a la cama? ¿Qué le haría él? ¿Poseería una exótica colección de juguetes eróticos? ¿Quizá una colección de látigos?
Cuando Sinclair la llamó para que bajara las escaleras otra vez, volvía a estar excitada. Se encontró varias mesitas con una serie de cuencos que contenían delicadezas chinas. Él había colocado dos sillones enfrentados y le indicó que debía sentarse en uno de ellos.
El hecho de comer sin otra cosa encima que unos zapatos con tacón de aguja le resultó inesperadamente erótico, y mucho más porque Sinclair la contemplaba con un apenas disimulado placer mientras se servía de los diversos platos y la entretenía con historias y chismes sobre personalidades de la televisión y el cine que conocía.
Ella intentó tentarlo adoptando seductoras poses, cruzando y descruzando las piernas, apretando los brazos contra el cuerpo con el fin de que sus pechos se hincharan de manera provocativa, esperando excitarlo y que perdiera aquel estudiado autocontrol.
No tuvo éxito. Sinclair fue el anfitrión perfecto y no la tocó hasta que llegó el momento de marcharse; cuando ya volvía a estar vestida. Al ayudarla a ponerse el abrigo desvió la mano hasta su trasero y lo acarició con un insistente movimiento circular.
—He disfrutado de la función —aseguró—. De todo. Tienes talento. Me parece una lástima no compartirlo. Creo que arreglaré una exhibición profesional donde puedas lucirte. Sigue ensayando.
No creyó que él hablara en serio, aunque la idea la intrigó. Pensó en ello durante el trayecto en taxi hasta su casa, recordando el calor y el resplandor de las luces, el embriagador poder que le había proporcionado el striptease. ¿Qué sentiría si la observaban docenas de ojos mientras lo hacía? Reconoció que disfrutaría.
Se preguntó qué pensaban las strippers profesionales cuando estaban en el escenario. ¿Revisarían la lista de la compra mientras se contoneaban al compás de la música? ¿Imaginarían que bailaban para su marido, o su novio, o incluso —como Thea había sugerido— para su actor favorito o una estrella de la canción?
¿En qué pensaría ella? Conocía muy bien la respuesta. Recordó la erótica emoción que le había proporcionado la certeza de que James Sinclair observaba cada uno de sus movimientos, disfrutando de la lenta exposición de su cuerpo. Lo imaginó relajado en el sillón de cuero, con la protuberante erección presionando la cremallera de los pantalones. Recordó su sabor llenando su boca. Pensó en lo que él le haría después de que el baile terminara.
Sí, definitivamente pensaría en Sinclair.
Al día siguiente, cuando regresó a casa del trabajo, había un enorme sobre color café sobre el felpudo. Dentro había una tarjeta del Club Baco, con una dirección en Londres, en la que le confirmaban que actuaría allí el décimo día del mes en curso.
Además había una carta de Sinclair.
Como ves, he arreglado tu debut profesional. El taxi te recogerá a las siete. Trae la grabación con la música.
Georgie te hará una máscara .