4
—¿Cuándo vas a volver a jugar la liguilla?
Genevieve se dio la vuelta y vio a Bill Hexley a su espalda. Sonrió.
—Bill, soy una mujer trabajadora. No tengo tiempo.
—Todos trabajamos —arguyó Bill— y encontramos tiempo.
—Quizá la próxima temporada —repuso.
Bill se puso a su lado.
—Es una lástima. Eres condenadamente buena al squash.
—¿Para ser una mujer? —bromeó.
Él se rió.
—Jamás te olvidarás de eso ¿verdad? Está bien, de acuerdo, hace unos años era un cerdo machista, pero he cambiado. Mi mujer me ha reformado. Lo sabe hasta el gato.
Ella recordó todas las sorprendidas murmuraciones que había generado el matrimonio de Bill. Para empezar, nadie comprendía lo que había visto una mujer hermosa como Jackie Harwood en un tipo panzudo como él. Era el típico solterón que jugaba al squash pero fumaba y bebía como un cosaco. Según le habían comentado, su casa parecía un estercolero; solo fregaba cuando se quedaba sin platos y pasaba la mayoría de las tardes en el pub, jactándose de que su deporte favorito era encender el televisor y ver la liga nacional de squash. Había sido en una de esas ocasiones cuando hizo aquel despectivo comentario sobre ella.
Unos meses después se casó con Jackie Harwood y, poco a poco, el empedernido bebedor de cerveza se convirtió en un vegetariano consciente de que la salud había que cuidarla y aburría a cualquier fumador que se le pusiera delante con la historia de que había dejado el tabaco de un día para otro sin ningún tipo de ayuda y que cualquiera con un poco de autocontrol podría conseguirlo también.
—Deberías casarte —aseguró Bill—. Trabajas demasiado, ¿sabes? Y es una lástima. Búscate a un tipo afortunado y hazle feliz.
—No es fácil. Jackie y tú habéis tenido mucha suerte.
De repente se dio cuenta de que, sumidos en la conversación, Bill y ella se habían equivocado de camino.
—Oye, no quiero ir a la pista de patinaje sobre hielo, sino a casa.
—Lo siento. Jackie está patinando, le dije que pasaría a recogerla. —Se detuvo cuando ella se dio la vuelta—. Ve por ahí, es un atajo, te llevará directo a la sala de fitness y desde allí puedes acceder al aparcamiento, pero no se lo cuentes a nadie.
—No lo sabía.
—Un legado de la pereza que dominaba mi pasado. —Bill sonrió ampliamente—. Conozco todos los atajos. Y de camino echa un vistazo en el cuarto de pesas. Es la noche de las damas, hay un par de mujeres allí dentro que me provocan complejo de inferioridad. —Imitó una pose de culturismo—. Apenas doy crédito.
De la sala de pesas salía una estruendosa música rock cuando ella se acercó. Curiosa, empujó las puertas. La mayoría de las mujeres estaban usando máquinas de fitness con expresión de intensa concentración. Dos charlaban en un rincón. En la pared de espejo vio reflejadas a otras dos mujeres que, si no fuera por la lycra que marcaba sus senos demostrando que los tenían, podrían haber sido confundidas con hombres; los músculos abultaban sus brazos y muslos cada vez que alzaban una pesa, las venas sobresalían como cordones y la piel brillaba por el sudor.
Era la primera vez que veía ejercitarse a mujeres culturistas. Le sorprendió darse cuenta de que ambas mujeres eran bastante atractivas. Puede que sus cuerpos fueran musculosos y fuertes, pero sus caras no estarían fuera de lugar en un anuncio de cosméticos. Las observó alzar pesas que incluso a algunos hombres les costaría trabajo levantar y se preguntó por qué querían que sus cuerpos resultaran tan poco femeninos.
—¿Son horribles, verdad? —preguntó una voz masculina.
Se dio la vuelta y vio a un joven que tenía la vista clavada en el espejo.
—¿Sabes por qué razón lo hacen?
—Imagino que por la misma razón que los hombres —replicó ella—, creen que las hace más atractivas.
—Pues yo pienso que resultan grotescas.
—Eso es porque tienes una idea estereotipada de cómo deben ser las mujeres —señaló.
El joven pareció horrorizado.
—¿A ti te gustaría estar así?
—No. Pero es mi elección, igual que ellas eligen desarrollar sus músculos.
—Tortilleras... —replicó el joven con desdén.
La mujer que estaba más cerca de la puerta había escuchado la conversación. Levantó la mirada y sonrió ampliamente.
—Que no te oiga el novio de Tess decir eso, también es culturista.
El tipo se encogió de hombros y se alejó con rapidez.
La mujer le sonrió.
—No son capaces de aceptarlo, ¿verdad? Si no te ajustas a lo que consideran que debe ser la mujer ideal no saben reaccionar. Tess ha ganado montones de certámenes, quiere competir en América; allí aprecian más el culturismo femenino y se puede ganar mucho dinero con ello. ¿Tú haces pesas?
—No —replicó.
La mujer lanzó una mirada a su bolsa de deporte y vio el mango de su raqueta de squash.
—¿Vas a hacerlas?
—No, no tengo tiempo.
Ella había seguido observando la sala de pesas mientras hablaba. Dos de las culturistas habían abandonado las máquinas. Una estaba ante el espejo, haciendo flexiones y estiramientos mientras la otra la miraba. Otra mujer se bajó de la cinta y se acercó a ellas. Había algo en su manera de moverse que provocó que la estudiara con más atención. Se dio cuenta, con sorpresa, de que era Jade Chalfont.
Con el brillante pelo oscuro recogido en la nuca y su cuerpo cubierto por un maillot negro muy femenino, parecía ágil y en forma. Comenzó a charlar con una de las culturistas. Mientras la observaba, Jade Chalfont echó la cabeza hacia atrás y se rió. El sonido provocó que todos la miraran con curiosidad.
«Venga, Jade, asegúrate de ser el centro de atención».
Tenía que admitir que estaba espectacular con aquella lycra negra y brillante que se ceñía a su cuerpo. De hecho, la indumentaria le recordó a uno de los trajes de cuero de Georgie, aunque carecía de las estratégicas cremalleras para fines sexuales que la diseñadora agregaba a sus creaciones.
¿Se pondría Jade Chalfont uno de aquellos monos de cuero? La miró de arriba abajo. Tenía cuerpo de atleta; hombros más anchos de lo normal, cintura estrecha y pechos pequeños. No pudo evitar preguntarse si ese sería el tipo de figura que atraería a James Sinclair. Era mucho más angulosa y dura que ella, que tenía una figura más suave. En su caso, el squash había fortalecido sus músculos, pero sin hacerle perder las curvas redondeadas. Quizá Sinclair encontraba atractiva aquella androginia. De pronto tuvo una repentina imagen no deseada de Jade Chalfont a cuatro patas mientras Sinclair la penetraba por detrás. La escena evocó los recuerdos de su sesión con el vibrador y aquel amago de penetración anal. ¿Sería eso lo que realmente le gustaba a él? Tenía la sensación de que no. Estaba casi segura de que todo aquello había sido un truco para complacer a Zaid.
Volvió a mirar a Jade, parecía una mujer dominante. Encontraba difícil que llegara a permitir que un hombre le diera órdenes, tanto dentro como fuera de la cama, aunque sabía que las apariencias podían engañar. Mucha gente que la hubiera conocido a ella, elegantemente vestida con los habituales trajes sastre que usaba en el trabajo, no se creería, no solo que se sometía, sino que además disfrutaba de los juegos sexuales que Sinclair le estaba enseñando.
Jade Chalfont seguía charlando con las culturistas y, mientras la observaba, la vio estirar la mano y pasar los dedos por el muslo de una de las mujeres. Esta dobló la pierna y el músculo se tensó, sobresaliendo. Jade asintió con la cabeza apreciativamente.
—¿Ves a la del pelo negro? —La mujer seguía junto a ella—. Practica algún tipo de arte marcial con una espada.
—Kendo —apuntó ella, distraída. Pensó que Jade deslizaba las manos por los músculos de la culturista más tiempo del necesario.
—Sí, algo así. —La mujer asintió con la cabeza—. No sé mucho de artes marciales. Solo sé que hay gritos y patadas. Yo me conformo con el aeróbic y la natación.
Genevieve no quería que Jade la viera, así que se alejó de la puerta de la sala de pesas al tiempo que brindaba una sonrisa a la mujer con la que había estado charlando y recorrió rápidamente el corredor hacia la salida.
Le molestó descubrir que no podía eliminar la imagen de Jade Chalfont de su cabeza. Había en ella una cierta dureza que podía resultar sexy para muchos hombres. Daba la impresión de que disfrutaría luchando por el poder. ¿Vería ella a Sinclair como un trofeo que conquistar, tanto a nivel personal como para Lucci’s?
Hasta ese momento se había sentido muy segura de sí misma, pero ahora comenzaba a tener dudas; sospechaba que Jade Chalfont era tan ambiciosa como ella. Estaba segura de que Jade aceptaría cualquier clase de contrato sexual que Sinclair le propusiera. ¿Lo habría hecho ya? ¿Estaría él jugando con ambas por sus propias razones? ¿O solo pretendía que Randle Mayne se arrastrara ante él y le ofrecieran pulir sus diferencias de criterios? La cuenta de Sinclair valía mucho dinero. Si una agencia grande como Randle Mayne la perdía, su asamblea de accionistas tomaría medidas.
¿Sería Jade Chalfont tan solo otro reto para Sinclair? ¿Un juego para descubrir lo que ella era capaz de hacer para conseguir sus fines? ¿Un avance en su carrera? ¿Era James Sinclair un obseso sexual que utilizaba a las mujeres como peones en sus fantasías? ¿Podría confiar en que mantendría su palabra? No estaba segura.
Pero había algo de lo que sí estaba segura: si retrocedía ahora, jamás lo sabría.
Genevieve estaba viendo un vídeo cuando sonó el teléfono. Había grabado aquel programa varias semanas atrás y no había tenido tiempo de verlo hasta ese momento. Era un documental sobre música pop con clips de grabaciones originales, y tanto la hipnótica fotografía como la banda sonora le hacían rememorar canciones de sus años universitarios.
Sin embargo, hacía rato que se había dejado arrastrar por una fantasía mucho más interesante: un Sinclair desnudo atado a un sofá victoriano de cuero verde, sometiéndose a un interrogatorio sobre su relación con Jade Chalfont. Ella movía las palancas para hacerle adoptar una serie de posiciones muy interesantes y cualquier respuesta que no le gustaba provocaba que le separara más las piernas. Y después, pensó con satisfacción, utilizaba un vibrador hasta que él le pedía clemencia.
Era una escena agradable y no se sintió demasiado feliz cuando el teléfono la interrumpió. Y menos aún cuando escuchó la voz de su hermano. A regañadientes borró la imagen mental del bronceado cuerpo de Sinclair y la impresionante erección que había decidido disfrutar después de una breve sesión con el vibrador.
—Hola, hermanita. —La voz de Philip resonó alegre en su oído—. ¿Te pillo en buen momento o interrumpo algo?
Ella detuvo el vídeo.
—¿Qué música era esa? —preguntó él—. No encaja en tus gustos.
—Un vídeo.
—Pensaba que habrías salido. —se rió para demostrarle que no creía que eso fuera posible y, por alguna extraña razón, aquello la molestó. Se llevaban diez años, pero eso no quería decir que fuera demasiado vieja o remilgada como para no saber pasárselo bien.
—¿Y por qué no podía haber salido? —preguntó con la voz más aguda de lo que pretendía.
—¡Eh! No me muerdas —se quejó Philip—. Eres tú la que no va nunca de juerga, la que dice que está demasiado ocupada trabajando.
Tuvo que admitir que tenía razón. Había sustituido la vida social por el trabajo.
—Solo quería decirte que he seguido tu consejo y, ¡ha funcionado!
Por un momento no logró recordar lo que le había dicho.
—De hecho —continuó su hermano—, me senté con Jan, mi nueva novia, y le dije exactamente lo que quería. Los dos estamos de acuerdo en que atar a alguien a la cama no es políticamente incorrecto siempre y cuando ambos miembros de la pareja estén de acuerdo y solo se usen bufandas, corbatas o pañuelos de seda, nunca cadenas. No es que se haya mostrado demasiado entusiasmada, pero considera que hay que ser ecuánime; si yo respeto sus deseos, ella respetará los míos. Es muy transigente. Hemos decidido que como máximo lo haremos dos veces por semana.
Hubo una larga pausa mientras ella lo asimilaba.
—Muy bien —dijo finalmente—, me alegro por los dos. ¿Redactaste un documento para que ambos lo firmarais después?
Ahora el que se quedó callado fue él.
—Me estás tomando el pelo, hermanita. Pensé que te alegrarías.
—¡Por Dios! Me resulta tan frío... Lo único que falta es que me digas que le has dibujado un esquema.
—Perdona si lo que he hecho te parece mal —se quejó él—, pero tú me dijiste que con mi siguiente novia me asegurara de que sabía exactamente lo que me gustaba.
—No esperaba que lo convirtieras en una negociación. Me refería a que le sugirieras el tema de manera... más romántica.
—No seas tan anticuada, hermanita. ¿Qué conseguiría con romanticismos?
—Estás enamorado de esta chica, ¿verdad?
—Claro que no —aseguró él—. No quiero ir en serio con nadie hasta que acabe la universidad y haya vivido un poco la vida. Me lo paso bien con ella, eso es todo. Y antes de que me eches la bronca otra vez, también se lo he explicado a ella. He sido honesto por completo. Quiero sexo y estoy dispuesto a salir por ahí de copas con ella, pero eso es todo. —Hizo una pausa antes de seguir hablando—. Mantenemos una relación sin esas tonterías de «se quisieron para siempre», ¿sabes? Las mujeres modernas es lo que quieren. Lamento decírtelo, pero los tiempos han cambiado.
«¿Estás sorprendida?», se preguntó. Sí, estaba sorprendida. Pero... ¿por qué?
¿Era solo porque no podía reconocer que Philip hubiera crecido? Todavía lo consideraba su hermano pequeño. Era difícil aceptar que ahora era un joven y saludable varón con necesidades sexuales. ¿Era, en realidad, tan diferente aquel acuerdo con su novia del que tenía ella con James Sinclair?
Después de colgar comenzó a reírse tontamente. ¿Qué pensaría Philip si se enterara de los detalles de sus recientes aventuras sexuales? Su querido Philip, tan políticamente correcto que pensaba que los pañuelos de seda eran adecuados, pero las cadenas no.
Pobrecillo, pensaba que la había escandalizado. Estiró sus largas piernas y las tensó antes de relajarse, recordando. «No me conoces en absoluto, hermanito. Y quizá sea lo mejor».
Igual que tampoco la conocía Sinclair, pensó perezosamente, reclinándose contra el respaldo del sofá y recuperando la anterior imagen en la que él estaba indefenso en el sofá de cuero verde. ¿Qué pensaría él si pudiera compartir esa fantasía? ¿Le gustaría? ¿Se quedaría horrorizado? ¿Se enfadaría? Se dio cuenta de que no lo sabía. Aceptó que ella tampoco sabía demasiado sobre él.
Lo conocía tan poco que ni siquiera estaba segura de si mantendría aquel acuerdo tan poco convencional que habían establecido. Tampoco es que pudiera emprender acciones legales en su contra si se echaba atrás. Todo aquello, de hecho, podría acabar siendo lo que él entendía por una broma cruel, un ejercicio de poder. Y ella no sabría la verdad hasta que hubieran finalizado los noventa días.
Cuando sonó el teléfono a primera hora de la mañana del miércoles, lo descolgó con una cierta expectación, sospechando que era Sinclair. Él la sorprendió al preguntarle cómo estaba y supuso que la estaba llamando desde un lugar más público de lo usual.
—¿Estás libre este sábado?
Aquello la dejó casi anonadada.
—¿Estás preguntándome?
—En efecto. Me había olvidado de que tenía una invitación para el Fennington y necesito una pareja. Es la fiesta anual, y si aparezco sin acompañante acabaré atrapado por una vieja arpía o una clienta aburrida. —Hizo una pausa—. Si me acompañas te prometo una cena espléndida y un baile tradicional.
—Bueno, vale —aceptó ella, intentando no parecer demasiado entusiasmada. ¿Una cena en el hotel Fennington? ¿Cómo iba a negarse? Tenía fama de ser excepcionalmente caro.
—Será una cena formal —añadió él—. Se espera que brilles. Sería de agradecer que te pusieras diamantes.
—Mi fondo de armario no es demasiado formal —dijo ella—, solo el clásico vestidito negro. Y tampoco tengo diamantes.
—Ya me ocupo yo —se ofreció él—. Se me da bien elegir ropa, ¿no te has fijado?
—Si estás pensando que voy a aparecer en el Fennington con una minifalda de cuero y un top escotado, ya puedes ir olvidándolo —advirtió con serenidad—. Tengamos un acuerdo o no, eso está descartado por completo.
Él se rió.
—No te preocupes. Si no te gusta mi elección puedes comprarte lo que quieras a mi cuenta. Te entregarán algo mañana por la tarde.
Le dio la impresión de que era sincero, pero ahora conocía a Sinclair algo mejor y lo primero que hizo fue llamar al hotel. Le sorprendió que confirmaran la historia; estaban completos porque se celebraba la cena y el baile anual de la Gran Orden de los Caballeros de la Bandera. Solo se podía asistir por invitación. Respondieron a todas sus preguntas y la informaron de que los Caballeros era una orden benéfica de rancio abolengo que llevaba más de cien años en activo.
Con la ropa prometida llegó la constatación de que la invitación era sincera. Era un diseño clásico de alta costura, confeccionado en pesado raso verde oscuro con una larga cremallera oculta en la espalda. Le recordó a los vestidos que llevaban las estrellas de cine en los años veinte y, aunque la falda caía hasta los tobillos y el escote no enseñaba mucho, se preguntó si algunos de los venerables miembros de la Orden de los Caballeros de la Bandera lo considerarían demasiado moderno. Dibujaba su figura sin ceñirla, por lo que no era provocativo ni marcaba la ropa interior. No disponía de ningún sujetador sin tirantes, pero el encorsetado corpiño lo hacía innecesario. Sinclair había enviado además guantes a juego, zapatos forrados de seda verde con un respetable tacón alto y un culotte suelto de seda. No había medias. Pensó que el culotte tenía una textura muy agradable que se correspondía perfectamente con el estilo del vestido.
El paquete contenía además otra caja más pequeña que encerraba una pesada gargantilla de diamantes y una pulsera a juego. Brillaban tan intensamente que supo que debían ser falsos; si fueran de verdad tendría una fortuna entre sus manos. La gargantilla se ceñía demasiado a la garganta y la obligaba a llevar la cabeza erguida; resultaba un poco incómoda. La pulsera era ancha, para usar por encima del guante y parecía una esposa.
Genevieve solo podía estar segura de una cosa: en esa fiesta iba a brillar.
Se admiró en un espejo de cuerpo entero y probó distintos peinados, decidiendo por fin recogerse el pelo en un moño de imitación estilo años veinte que complementaba el vestido. Giró sobre sí misma y alisó con las palmas de las manos el raso verde contra los muslos. No podía recordar cuándo había llevado por última vez un vestido tan exquisito. Se sentía sexy y elegante.
Y ese era exactamente su aspecto.
Cuando Sinclair llegó a recogerla, con un sobrio y formal traje negro, ella notó al instante la aprobación que brilló en sus ojos y se estremeció de placer. Posó para él, dándose lentamente la vuelta; majestuosa dentro de aquel diseño de raso brillante.
—Estás preciosa. Me encanta el peinado.
—Me alegro de que lo apruebes. ¿Quieres comprobar si me he puesto las bragas adecuadas?
—No. —Sonrió—. Creo que aprendiste la lección el primer día. —Hizo una pausa—. Pero quizá lo compruebe más tarde. —Se inclinó y rozó la pesada gargantilla—. No pude evitarlo, parece un selecto collar de perro, ¿verdad? Por eso lo compré. Quizá debería haber adquirido también la correa.
—Lo sabía —se quejó—. En realidad vamos a un club de bondage.
Sinclair se rió.
—Vamos al Fennington —la corrigió— y asistiremos a una cena de gala y a un baile.
El Fennington era como una brillante llama de luz. En el vestíbulo, decorado con hojas doradas y empapelado oscuro, un distinguido hombre de edad madura saludaba a los recién llegados y comprobaba de manera discreta las invitaciones.
Para Genevieve fue como retroceder al pasado. Le presentaron a una variada colección de mujeres maduras; invitadas embutidas en encorsetados vestidos exclusivos y hombres rebosantes de encanto del viejo mundo. Bailó con algunos de ellos en un majestuoso remolino. Era un espectáculo irreal. Se sintió de nuevo como si estuviera actuando en una representación teatral. El tiempo transcurrió velozmente y fue el roce de la mano de Sinclair en su brazo lo que la devolvió a la realidad.
—Vamos al piso de arriba —le ordenó.
Así que, después de todo, aquello no era exactamente una noche de diversión. Él había planeado algo más.
Experimentó un repentino escalofrío de anticipación. La formalidad de la velada la impulsaba a realizar algo realmente atrevido; algo que conmocionaría a todas esas personas convencionales, dignas y anticuadas, si llegaran a saberlo. Sinclair le sostuvo el codo con la mano mientras la guiaba. Se colaron entre la multitud y ella sintió que sus dedos se convertían en un férreo agarre cada vez que se detenían para intercambiar saludos.
Estaba perdiendo la paciencia. El supercontrolador señor Sinclair, maestro de las negociaciones, comenzaba a sentirse muy incómodo.
Aquel pensamiento la complació.
Estaban ya muy cerca de la puerta cuando una anciana los detuvo con un gesto imperioso. A juzgar por los marcados pómulos y los grandes ojos azules, todavía brillantes, había poseído una sensacional belleza en su juventud.
—James, ¡qué alegría verte aquí! —La evaluó a ella con la mirada—. Continuando la tradición, por lo que veo.
—Por supuesto —convino con calma antes de presentarla.
La anciana sonrió.
—Es agradable ver caras jóvenes. Espero que se esté divirtiendo, querida.
—Margaret es hija de uno de los fundadores de la Orden —explicó Sinclair cuando estuvieron a solas otra vez.
—¿Qué diría si supiera lo que estás planeando en ese momento? —preguntó.
Él le lanzó una mirada divertida.
—Quizá podría ponerse celosa —le murmuró al oído.
Una vez arriba, las anchas escaleras alfombradas se convirtieron en un largo corredor con puertas numeradas. Había espejos de marcos dorados en las paredes y sillas de diseño lujoso colocadas a intervalos regulares. Imaginó que para que se sentaran las viejecitas encantadoras que no podían hacer de un tirón todo el recorrido hasta sus habitaciones y necesitaban descansar.
Sinclair se detuvo en mitad del pasillo. Se volvió y le puso las manos en los hombros. Las dejó allí durante el tiempo suficiente como para que ella notara su calor. Esperó, expectante, deseando que la estrechara contra su cuerpo, preguntándose si tendría intención de besarla. Imaginó su boca en el cuello y la garganta, deslizándose más abajo, hasta el borde del vestido. Bueno, no es que le importase besarlo, pensó, siempre y cuando se diera prisa; podría verlos cualquiera.
Él le deslizó las manos por la espalda y bajó la cremallera del vestido. Antes de que fuera completamente consciente de lo que estaba ocurriendo, tenía la espalda al aire y la prenda se escurría. Cayó en un satinado charco a sus pies. Fue algo tan repentino e inesperado que se quedó paralizada. Se seguía escuchando el envolvente sonido de la orquesta subiendo por las escaleras.
—Sabía que te pondrías el culotte —aseguró él—. Es muy sexy, ¿verdad? —Enganchó los dedos en el elástico y tiró con fuerza hacia abajo al mismo tiempo que deslizaba los dedos pulgares por la cara interna de sus muslos—. Pero lo que hay debajo es todavía mejor. —El culotte acabó en el suelo, con el vestido—. Todavía te depilas —observó—. Bien, me gusta. Hace que sea más sencillo lo que tengo en mente.
Ella jadeó y se inclinó con rapidez para recoger frenéticamente su ropa. Él se movió con la misma velocidad, la atrapó por la muñeca y la obligó a levantarse. Se quedó allí, desnuda salvo por los diamantes, los guantes y los zapatos.
—Recoge la ropa si quieres. —él parecía divertido—. Pero no te cubras con ella.
—¿Te has vuelto loco? —Estaba furiosa y horrorizada—. Podría haber gente en esas habitaciones. Podrían salir. Alguien podría verme así.
Él se rió.
—Pero a ti te gusta que te miren, cielo. Te gusta ser observada. Desde luego te gustó que Zaid te mirara.
—Eso fue diferente —protestó—. Estábamos en una habitación privada, sabía que estábamos a salvo. —James sonreía con suficiencia y ella se revolvió contra él—. Sabes lo que intento decir; no quiero que me vea nadie. Me lo prometiste.
—Si tanto te preocupa eso —adujo él—, haz lo que te digo. Cuanto antes lo hagas, antes nos iremos.
Recogió el vestido, el culotte y se incorporó.
—Vamos —ordenó él.
—¿A qué habitación?
Si pudiera entrar en una, incluso podría comenzar a disfrutar de eso. Estaban junto a una de las sillas. Se apresuró a caminar arrastrando el vestido, desesperada por encontrar un refugio en aquel corredor tan expuesto.
—¿Quién ha hablado de una habitación?
Se giró y vio que se había sentado en la silla estirando las piernas. Parecía muy relajado.
—Ven aquí —le ordenó.
Valoró la posibilidad de correr hacia una de las puertas con la esperanza de que estuviera abierta y de que la habitación se encontrara vacía. Pero ¿y si no era así? Además, aunque él se había sentado y parecía tranquilo Genevieve estaba segura de que no la dejaría escapar. Paseó la mirada por las puertas, llena de nerviosismo. ¿Quién podría ayudarla? ¿Los huéspedes que estarían dormidos? ¿Los invitados al evento que se estaban cambiando de ropa para la cena? Invitados que de un momento a otro saldrían al pasillo y la verían allí, con tan solo una gargantilla, una pulsera, los guantes y los zapatos. ¿Serían capaces de reconocerla?
Se acercó y se detuvo frente a él, sintiéndose como una esclava en un mercado.
—Deja caer ese maldito vestido y date la vuelta. Lentamente.
Obedeció, sabiendo que si no hacía lo que ordenaba la retendría allí todavía más tiempo. A pesar de que él no parecía preocupado por la posibilidad de que los descubrieran, ella consideraba cada puerta un ojo a punto de abrirse. Pero, aunque temía que la descubrieran y reconocieran —¿cómo podría mirar a sus colegas a la cara si se enteraban?—, sentía que su cuerpo comenzaba a responder sexualmente al peligro de la situación. Estaba mojada y con los pezones erizados por completo cuando terminó el lento giro.
—Hay algo extraño en ver a una mujer desnuda cubierta de diamantes —filosofó él—. Algo muy sexy. Es como si fuera una puta y una dama a la vez.
—¿Podemos ir a una habitación, por favor? Haré lo que quieras, pero vámonos ya.
—Harás lo que yo quiera de todas maneras, cielo. Es el trato, ¿recuerdas? —él se enderezó en la silla—. Ven aquí. —Ella dio un paso adelante—. Más cerca. Pon una pierna a cada lado de las mías.
Sabía que no serviría de nada discutir. Se sentó sobre él a horcajadas, consciente de que la evidencia física de su excitación sería visible en cuanto ocupara su regazo. Él le deslizó una mano alrededor de la cintura y la acarició cada vez más abajo hasta comenzar a masajearle el trasero. La silla rechinó y ella se contoneó, nerviosa, al tiempo que recorría el largo corredor con la mirada.
—Relájate —dijo él mientras movía la otra mano por el interior de sus muslos y comenzaba a acariciarla íntimamente con un dedo—. Quédate quieta.
En esos momentos ella ya estaba muy excitada y solo necesitaba un leve roce para contener el aliento.
—No puedo estar quieta —masculló—. No puedo... cuando haces eso.
Él se rió entre dientes y comenzó a frotar el cada vez más hinchado clítoris, primero con suavidad y luego con más fuerza, intentando descubrir la velocidad y la presión que más la excitaban. Sus reacciones le enseñaban a complacerla. Las oleadas de placer la recorrían de pies a cabeza. El miedo a ser descubiertos comenzaba a ser ahogado por un intenso anhelo sexual.
Los largos dedos la estimulaban ahora con más conocimiento y comenzaron a jugar con ella. La hacían bailar al son de sus caricias. Dobló las piernas y separó más las rodillas, reclinándose hacia atrás para ser más accesible. Podía ver en la cara de Sinclair, que disfrutaba oyéndola gemir, que saboreaba la certeza de que estaba consiguiendo que perdiera el control.
Y una vez que descubrió exactamente cómo le gustaba ser tocada, se negó a complacerla, deteniéndose cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo. Prolongó su excitación deslizando el dedo por el clítoris con suavidad aunque ella ansiaba más presión.
Intentó contener los gemidos de deseo que pugnaban por salir de su garganta cuando se movió al ritmo de su mano. Deslizó los pies por el suelo al tiempo que se contorsionaba con pasión en su regazo. Sintió la suave tela de su traje contra la piel, haciéndole recordar que él estaba vestido y ella desnuda.
De alguna forma, aquella imagen incrementó su excitación. Estiró las manos hacia él y, sin pensar, atrajo su cabeza. Cuando la boca entró en contacto con un erizado pezón, él comenzó a succionar; al principio con ternura y luego con inesperada aspereza.
—Sí... —contuvo el aliento—. ¡Oh, sí...! Por favor, sí.
La mano correspondió a la urgencia de la boca y las sensaciones duales que provocaban sus labios y sus dedos la llevaron hasta el punto sin retorno. Alcanzó el clímax de repente, con un grito de alivio y placer.
En cuando se relajó, volvió a ser consciente de dónde se encontraban y de la estampa que ofrecería si alguien aparecía en el corredor. Considerando el ruido que había hecho le sorprendió que nadie hubiera acudido a ver lo que ocurría. Intentó recoger el vestido con intención de ponérselo tan rápido como fuera posible y buscar un cuarto de baño de señoras donde refrescarse.
Él se levantó con elegancia y sacó una llave del bolsillo.
—Por aquí. —Ella observó con cierta satisfacción que le temblaba un poco la voz—. Número treinta y dos.
Era una habitación doble, con flores frescas en las mesillas. La luz era tenue. Una puerta corredera conducía al cuarto de baño. Él la agarró del brazo y la hizo girar bruscamente antes de tirarla sobre la cama.
—Es mi turno —dijo con voz ronca.
Se arrodilló sobre ella al tiempo que se abría la cremallera de los pantalones. Su erección era tan inmensa que le sorprendió que se hubiera controlado durante tanto tiempo. Todavía estaba mojada y relajada tras el orgasmo y, cuando la penetró, se dio cuenta con profunda satisfacción de que podría alcanzar más placer. A pesar de su evidente necesidad, él embistió lentamente y ella se arqueó indolente.
—Así —murmuró Sinclair—. Despacio. Puedo conseguir que vuelvas a correrte. Esta vez será lento... y maravilloso.
Supo que esa era otra manera de demostrarle que él seguía al mando. Que todavía controlaba la situación y era el dueño, no el esclavo. Decidió cambiar las tornas. Contrajo los músculos internos y lo apresó intermitentemente. Él gimió.
Se aferró a él, puso las manos en sus prietas nalgas y sintió cómo los músculos se tensaban bajo sus dedos. Arqueó las caderas en una serie de envites cada vez más veloces cuando notó que él estaba a punto de perder el control. Sinclair alcanzó el clímax mucho más rápido de lo que ella esperaba y, probablemente, pensó, también más rápido de lo que él pretendía.
Cuando él se relajó y se retiró, sintió un delicioso ardor en su interior. Fue un orgasmo dócil pero tan satisfactorio como el violento éxtasis que había disfrutado en el pasillo. Se estiró en la cama y suspiró adormecida. Escuchó que el agua corría en el cuarto de baño y cerró los ojos. Lo siguiente que supo fue que él le sacudía el hombro con suavidad.
—Venga, date una ducha —le aconsejó—. Casi es la hora de la cena.
Había algunas caras más jóvenes en la mesa, iluminada con velas. Genevieve se sentó entre Sinclair y un hombre de porte militar de mediana edad, sorprendentemente ducho en rock moderno. Enfrente tenía a una mujer muy hermosa de unos treinta años, que la miró un par de veces y sonrió. Ella le correspondió.
—¿Quién es la mujer del vestido azul? —preguntó a Sinclair.
Él se encogió de hombros.
—Quizá alguien que te conoce porque, desde luego, no te quita la vista de encima —comentó un poco después.
—Tal vez porque tú le resultas atractivo —apuntó con timidez.
—No la culparía —se jactó—, pero sé cuándo atraigo a una mujer y este no es el caso. Parece más interesada en ti.
No volvió a pensar en la mujer ni en el comentario de Sinclair hasta después de que la cena acabara y las señoras comenzaran a salir del lugar.
—Esto es una pequeña tradición —le explicó Sinclair—. La mayoría de los caballeros se quedan para fumar un cigarro y tomar un brandy mientras esperan a que las mujeres se refresquen. Es anticuado, lo sé, pero así lo siguen haciendo año tras año.
—¿Vas a fumar un cigarro?
—No tardaré mucho —la tranquilizó—. Me da la oportunidad de hablar de la cena benéfica del año que viene.
Ella se dirigió al salón de baile, de donde llegaba una música suave. Las mujeres que se conocían formaban pequeños corrillos.
—Hola. —Sorprendida, se giró y se topó con la mujer que le había sonreído durante la cena—. ¿También estás sola?
—Sí —admitió—. Lo cierto es que no conozco a nadie. He venido por complacer a un amigo —explicó—, necesitaba que lo acompañara alguien.
—Me llamo Bridget —se presentó la chica.
Ella le dijo también su nombre. Bridget miró a su alrededor con cierto aire de desdén, como una princesa aburrida contemplando a sus súbditos.
—Estoy segura de que todas estas ancianitas son muy dignas, pero también terriblemente aburridas. ¿Por qué no me acompañas a mi habitación? Podremos relajarnos un rato y beber algo; ver la televisión o algo así.
Esa opción le pareció mejor que permanecer en el salón de baile como un florero y siguió a Bridget por las anchas escaleras hasta el primer piso. No pudo evitar mirar de reojo cierta silla al pasar de largo.
La habitación de Bridget era muy parecida a la que había visitado antes. Aunque también había una cama doble no vio por ningún lado ninguna prueba de que la joven compartiera la estancia con un amigo. Una vez allí dentro, Bridget perdió aquel aire arrogante. Abrió un mueble y sacó algunas botellas.
—Te serviré algo.
Ella aceptó la bebida. Era muy fuerte y la hizo sentir atrevida. Bridget se acercó y se sentó a su lado con otra copa. Charlaron de todo y de nada hasta que, finalmente, Bridget estiró el brazo y rozó la gargantilla de diamantes.
—Es preciosa...
—Es falsa —explicó ella—. Y me la han prestado.
—¿Puedo probármela?
Asintió con la cabeza. Toqueteó el broche para abrir el dispositivo de seguridad.
—A ver... —Bridget se inclinó hacia delante—. Déjame a mí.
Olía a perfume caro y de cerca su piel era lisa y sin defectos. Le desabrochó la gargantilla con soltura y se la puso alrededor de su propio cuello.
—No me va bien con el vestido —decidió.
Estaba de acuerdo. El vestido de Bridget era muy recatado y con el cuello alto.
—Necesitarías uno como el mío; con escote palabra de honor. —Hipó de repente y se rió tontamente—. ¿Me has echado algo en la bebida?
—No. —Bridget parecía ofendida—. Venga, déjame ver cómo me queda la gargantilla con tu vestido.
Genevieve se sentía complaciente. Se puso en pie. La pulsera fue más fácil de quitar que la gargantilla y la balanceó ante Bridget antes de dejarla caer en su regazo. Luego comenzó a quitarse los guantes poco a poco.
Bridget empuñó un mando a distancia y, de repente, la habitación se inundó con el lento fluir de una música suave.
—Es mejor que lo hagamos bien —se rió Bridget—. ¿Crees que podrías bailar como una stripper?
—Tú dirás.
Jamás se había desnudado antes al ritmo de la música y, sin duda, se hubiera avergonzado de intentarlo, pero en esos momentos estaba relajada y confiada. Dejó que la música hablara con ella y comenzó a moverse de manera sorprendente. Se sentía sexy y liberada. Llevó el brazo a la espalda y bajó la cremallera. El vestido se abrió y cayó hasta su cintura. Se cubrió los pechos con falsa modestia, pero los movimientos de sus caderas, girando al ritmo del tambor, hicieron que el vestido se deslizara hasta el suelo. Lo apartó con el pie y esperó un momento adecuado en la música para tenderle la mano a Bridget. El sonido se detuvo en ese preciso instante.
—¿Y bien? ¿Qué ha pasado con la música?
—Digamos que tienes cualidades. —Bridget se levantó—. Pero vas demasiado rápido. Si estuvieras delante de una audiencia masculina habrías acabado antes de que se excitaran. No has jugado. Tienes que provocarlos, hacerles esperar. Y nunca debes quedarte parada. Podrías haber hecho algo mejor también con los guantes. Una buena stripper usa todo lo que tiene a su favor para resultar sexy. No necesita aderezos, como serpientes o plátanos, para encender a la audiencia.
Ella no sabía si sentirse molesta o divertida por lo en serio que se había tomado Bridget la función.
—Está bien, experta —la desafió—. Enséñame.
Bridget presionó otra vez el mando a distancia. La música que salió ahora por los altavoces era más brusca y rítmica, mucho más apropiada para un espectáculo de striptease. De hecho, parecía tan apropiada que se preguntó si Bridget no habría preparado todo de antemano.
Y desde luego era una stripper estupenda. Apenas podía creer que aquella mujer que bailaba con gracia profesional fuera la misma belleza arrogante que le había sonreído desde el otro lado de la mesa un rato antes. Bridget conseguía que cada movimiento resultara sexy. Se quitó el vestido como si estuviera haciendo el amor con él; se pavoneó en ropa interior de encaje azul, y se enrolló las medias hasta las rodillas.
Sintió que su propio cuerpo respondía al sonido y se le iban los pies. Ver desnudarse a otra mujer no la había excitado nunca, pero ahora sentía una palpable tensión mientras esperaba que se quitara cada prenda y la dejara caer al suelo. Se dio cuenta de cómo debía sentirse un hombre; queriendo a la vez que siguiera y acabara.
Los pechos desnudos de Bridget eran redondos y firmes, y pensó sorprendida que resultaban, en realidad, muy atrayentes. La mujer se detuvo cerca de su silla y se bajó las bragas al tiempo que le daba la espalda y comenzaba a girar las caderas sugerentemente, bajando la prenda de encaje hasta las rodillas, sacó una pierna y luego la otra, para terminar lanzando la pieza de lencería al aire justo cuando sonaron unos platillos. Desnuda, excepto por las medias y los zapatos de tacón, le tendió una mano.
—Ven, querida, demuéstrame lo que has aprendido. Baila conmigo.
Fue cuando se dio cuenta de que podía decirle que no y marcharse, y allí acabaría todo, pero que si se quedaba estaba atrapada. En ese caso viviría lo que sería para ella una nueva experiencia sexual.
¿Quería quedarse? Bridget seguía contoneándose ante ella, sonriendo... atrayéndola a un terreno desconocido pero no amenazador.
Sí, decidió, quería saber lo que era sentir esas curvas suaves, conocer lo que sentía un hombre cuando acariciaba a una mujer. Saber lo que sentía James Sinclair cuando la recorría con las manos. Se levantó y comenzó a moverse al son de la música, cada vez más cerca. Estaban juntas pero separadas, evitando deliberadamente cualquier contacto, hasta que Bridget le puso las manos en los hombros, se inclinó hacia ella y la besó en los labios.
Fue un beso largo que dejó a las dos un poco jadeantes. Sus cuerpos se rozaban ahora en lugares inesperados. Sintió el duro roce de los pezones de Bridget contra su piel, percibió sus caricias. La joven le deslizó la boca por el cuello y siguió bajando. La música se interrumpió.
—Hagamos el amor —sugirió Bridget en voz baja.
Se inclinó para recuperar el mando a distancia y un suave sonido lleno de acordes lentos y música de saxofón flotó en el aire. Pensó que era demasiado conveniente para ser casualidad.
—Lo habías planeado —la acusó con una sonrisa.
—Bueno, sí —admitió—. Nunca puedes estar segura de si conocerás a alguien que te guste. ¿Te importa?
—Jamás había sido seducida por una mujer.
—Hay una primera vez para todo —dijo Bridget—. Y esta es la tuya, cariño.
Estirándose lánguidamente sobre la cama, hizo volar los zapatos. Bridget metió los dedos por debajo del elástico de su culotte y empezó a deslizarlo lentamente por las piernas antes de lanzarlo al suelo.
—Oh, te depilas —murmuró la otra mujer—. Es hermoso. Me gusta.
Bridget comenzó a dibujar patrones en su cuello, en sus pechos, recorriendo circularmente los endurecidos picos con la punta de la lengua y haciéndole sentir leves escalofríos por todo el cuerpo. Se recreó en todo su cuerpo, buscando aquellos lugares que las mujeres conocen pero que los hombres no suelen molestarse en descubrir, lamiendo y acariciando su piel muy despacio, pendiente de los signos de excitación que mostraba. Si gemía o suspiraba por algo que le hacía, la joven se demoraba allí más tiempo. Parecía contenta de darle placer en vez de recibirlo.
Pero ella también quería dar, y la gradual excitación de su cuerpo le impedía permanecer pasiva. Estiró la mano en busca de los tiernos pechos de Bridget. Cediendo a un deseo incontrolado, apresó un pezón en la boca y succionó con suavidad, convirtiendo la rosada punta en un pico todavía más duro con los movimientos de su lengua. Bridget gimió, ofreciéndose, y ella se sorprendió aceptando la invitación.
Se reconocieron la una a la otra en una desinhibida orgía de sensaciones. Ella celebró descubrir nuevos senderos eróticos en el flexible cuerpo de Bridget, deleitándose en los gemidos que le arrancó, al tiempo que se deleitaba cuando la boca y los dedos de la joven recorrían su piel hasta acariciarla con suavidad entre las piernas.
—Oh, cariño —murmuró Bridget—. Estás muy mojada.
Notó que la mujer se deslizaba hacia abajo y, de repente, una cálida lengua comenzó a acariciarla allí. El efecto fue instantáneo. Bridget sabía muy bien cómo estimular su clítoris para que se inflamara por completo, cómo prolongar el intenso y agónico placer y cómo llevarla al culmen. Ella arqueó la espalda cuando los deliciosos espasmos del orgasmo la estremecieron en un largo clímax antes de apaciguarse poco a poco.
Permaneció en la cama durante un instante, recuperándose, planteándose si debía o no proporcionar a Bridget el mismo placer, y por un indeciso momento se preguntó si realmente sería capaz de usar la boca en otra mujer. No tenía escrúpulos a la hora de hacerlo con un hombre; de hecho, tal y como se sentía, podría albergar el miembro de James Sinclair entre los labios y proporcionarle el mismo tratamiento, llevarlo al borde de la liberación y luego torturarlo negándose a complacerlo. Se preguntó cuánto tiempo sería capaz de controlarse antes de suplicar alivio. Aquel pensamiento la excitó. Su encuentro con Bridget la hacía sentir muy sexy.
Entonces se dio cuenta de que Bridget había tomado el asunto en sus manos, literalmente. Con los ojos cerrados y una expresión tensa de deleite, su nueva amiga se estaba proporcionando a sí misma un clímax que parecía tan satisfactorio y tumultuoso como el suyo. Cuando abrió los ojos otra vez, le sonrió.
—Lo siento, cariño. No podía esperar.
Tras diez minutos de somnoliento compañerismo, Bridget se incorporó.
—No podemos quedarnos más tiempo, el deber me llama. Voy a darme una ducha, a menos que quieras ducharte tú primero. Puedes usar lo que quieras. Prueba la loción corporal, es maravillosa.
Bridget se metió en el cuarto de baño y salió de nuevo convertida en una belleza glacial y arrogante. La ayudó a cerrarse la cremallera del vestido y la gargantilla.
—El descanso ha acabado. Volvamos con los hombres.
Encontraron a James Sinclair más rápido de lo que ella esperaba; estaba en el corredor, fumando un puro. Notó que su nueva amiga lo miraba con picardía.
—¿No baila, señor Sinclair? —le preguntó Bridget.
—Mi pareja estaba con usted —repuso él.
—Ya no.
Él sonrió.
—Así que el descanso ha acabado, ¿verdad? —dijo, arrastrando las palabras desde detrás de una cortina de humo.
—Por ahora —repuso Bridget antes de sonreírle a ella—. Puede que volvamos a vernos, cariño.
Recorrió el corredor con paso regio.
A ella le llevó un momento darse cuenta de lo que aquella breve conversación daba a entender.
—¡Eres un capullo! —Se volvió furiosa contra Sinclair—. Nos has estado espiando.
—Pues claro. ¿No lo esperabas?
—No, no lo hacía. —Ahora lo entendía todo. No era sorprendente que Bridget tuviera la música apropiada.
—Cuando pago por algo, espero recuperar mi inversión... —él permaneció un rato en silencio—. Y Bridget no es barata.
—¿Quieres decir que es... que es una profesional? —tartamudeó, con más incredulidad que vergüenza.
—¿Una puta? —Sinclair sonrió—. Por supuesto. Y una muy cara. Era bailarina, del Royal Ballet, creo, pero pagaban poco y decidió bailar desnuda. Más tarde se dio cuenta de que con el sexo se ganaba mucho más dinero y mucho más rápido, sin embargo, no seguirá haciendo esto durante mucho más tiempo; está ahorrando para abrir una escuela de equitación.
—¿Qué clase de hotel es este? —exigió—. ¿Hay espejos de doble cara en las habitaciones.
—No se trata de eso. Hay otras formas menos evidentes de satisfacer a la gente lasciva y curiosa. Es un hotel victoriano, y ya sabes que en esa época eran muy sutiles con los agujeros que utilizaban para espiar. —Dio una calada al puro y lanzó al aire una nube de humo pálido—. Espero que recuerdes los consejos que te dio Bridget sobre cómo hacer un striptease. No se ha tratado solo de placer, me gusta recuperar mis inversiones. Practica en casa. Dentro de no mucho tiempo me harás un pase privado, y espero que sea bueno. —Apagó el puro en un cenicero—. Vamos, pongamos a prueba tus cualidades como bailarina.
Disfrutó del resto de la velada. La formalidad contrastaba de manera extraña con las aventuras sexuales en las que había participado, pero en el fondo de su ser seguía ardiendo a fuego lento. No estaba preocupada por Bridget, una profesional de esa categoría sería discreta, pero Sinclair la había puesto en una posición peligrosa en el corredor. Si alguien la hubiera visto y reconocido, el escándalo la hubiera arruinado. él había quebrantado las reglas de su contrato y estaba decidida a dejarle las cosas muy claras.
Después del último vals, Sinclair la guio por la pista de baile. Una majestuosa Margaret se aproximó a ellos con un brillo inquisidor en sus ojos azules.
—¿Has disfrutado, querida?
—Mucho, gracias —admitió, preguntándose qué diría la anciana si supiera la clase de placer que había experimentado esa noche.
—Todo ha salido muy bien —aseguró Sinclair—. Gracias por todo, Margaret.
—Puedo ser vieja, pero no he perdido mi habilidad.
Los dos se rieron y ella sospechó que compartían una broma privada, pero no supo de qué se trataba. Esperó a estar en el coche antes de enfrentarse a él.
—Has roto las reglas de nuestro acuerdo.
Él quitó la marcha y se detuvo en un semáforo.
—Jamás rompo un acuerdo.
—Me prometiste que cualquiera que fuese la situación en la que me metieras, nadie me reconocería —le recordó—. Y hoy me has desnudado en un pasillo público y luego... —Vaciló, sabiendo que había alcanzado un punto en el que ser descubierta había sido lo que menos le importaba—. Ya sabes lo que has hecho —terminó con voz débil.
—Te hice alcanzar uno de los mejores orgasmos que hayas disfrutado nunca —se jactó él—. Y fue todavía mejor por esa razón, porque estabas tensa por si te descubrían, pero en secreto querías que lo hicieran.
—No es cierto —repuso llena de cólera.
—Oh, no lo reconoces, pero es así. Es lo que realmente te excita. Admítelo.
No iba a admitir nada, aunque sabía que era cierto.
—Me prometiste que jamás me vería en esa situación.
—Y he cumplido mi promesa. —Ella comenzó a protestar pero él la silenció—. No era posible que te vieran ni te reconocieran. El primer piso está ocupado solo por los miembros de la Orden y sus invitados.
—¿Y les pediste personalmente, uno por uno, que no aparecieran por el corredor mientras estábamos allí?
—No, no lo hice. Margaret lo arregló todo y se aseguró de que nadie subiera las escaleras hasta que estuviéramos dentro de la habitación.
—¿Margaret? —No se lo podía creer.
Él sonrió.
—¿No has oído su referencia a seguir las tradiciones?
Lo miró fijamente.
—¿A qué se dedica exactamente esta Gran Orden de Caballeros de la Bandera, James? —preguntó en su tono de sala de juntas.
Él redujo la velocidad en un cruce y se detuvo.
—Es una organización benéfica auténtica, que hace piadosas obras de caridad —explicó—. La historia dice que cuando se fundó la orden, el noventa por ciento de sus miembros eran tan rígidos y convencionales que podrías haber dibujado cuadrados con sus cabezas. El resto lo eran un poco menos. —Arrancó el Mercedes—. Cuando estos victorianos en particular se aburrieron de las largas reuniones, idearon la manera de esfumarse en busca de diversión y juegos al piso de arriba. Todo muy discreto; las chicas estaban bien pagadas y no les importaba pasar un buen rato. A lo largo de los años se convirtió en una tradición. Todavía lo es. Siempre acostumbramos a usar el primer piso y aprovechamos todas esas pequeñas ideas que los aventureros victorianos arreglaron para su entretenimiento personal.
—¿Como agujeros para espiar? —Mantuvo la voz calmada y desaprobadora—. No me puedo creer que Margaret apruebe esto y menos que te haya ayudado.
—La has juzgado mal —aseguró él—. Le gustan estos juegos. Fue ella quien me recomendó a Bridget. —Giró la cabeza hacia ella y sonrió de oreja a oreja—. Margaret también piensa que podrías llegar a ser una buena stripper, solo tienes que practicar. Le gustó vuestro numerito tanto como a mí. Y no te preocupes —añadió con rapidez al ver que ella iba a protestar—, es la discreción personificada. Lleva toda la vida siéndolo. Fue una de las rutilantes protagonistas del primer piso en su juventud.
El paquete que encontró en el buzón a la mañana siguiente solo contenía una grabación y una nota con tres palabras impresas.
Música para ensayar.
Cuando se puso a escucharla en la cadena de alta fidelidad el clásico de David Rose, The Stripper, irrumpió en los altavoces.