3
Genevieve vio que Mike Keel, el subgerente del centro deportivo, se acercaba a ella y caminó más rápido. Mike comenzó a correr. Sabiendo que si se apuraba más su huida sería demasiado evidente, se detuvo y se dio la vuelta.
—No —dijo ella.
Mike esbozó una amplia sonrisa.
—Eso es lo que dicen todas.
—No tengo tiempo.
—Podrías sacarlo de algún sitio —bromeó él—. Venga, hazlo por mí, no lo lamentarás. Te prometo una experiencia sin igual.
Genevieve lo dudaba mucho. Pero ¿en qué estaba pensando?, se preguntó enfadada. El hombre se refería solo al squash.
—No es justo para el resto de los que participan en la liguilla —adujo ella—. No puedo evitar faltar a los partidos cuando estoy ocupada.
—¿Quién está hablando de la liguilla? —preguntó Mike con expresión inocente—. ¿Estás tratando de decirme que no dispones de una simple hora el sábado por la tarde? ¿Ni siquiera para una obra de caridad?
—¿Te refieres a uno de esos espectáculos de exhibición que organizáis? Haré un donativo, pero no pienso hacer ni una sola flexión.
—No habrá nada de eso.
—Ni tampoco participaré en una carrera de parejas a tres patas por la pista —añadió, recordando un acontecimiento previo en el que había visto a una variada colección de personas tropezándose unas con otras y cayendo al suelo sin control.
—¡Por Dios! —explotó Mike—. Lo único que quiero es que hagas una demostración de algunas jugadas de squash mientras te admira una audiencia de hombres babeantes.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Estás de broma?
—No, no lo estoy. ¿Es que no lees los correos electrónicos que te mando?
—Bueno... a veces.
—Eso quiere decir que no. No sé por qué me molesto en mandarte información. Si hubieras dedicado unos minutos en algún momento a leer mis correos sabrías que tenemos un día de puertas abiertas dentro de un par de semanas. Básicamente queremos que cada uno hable de su deporte favorito para que cualquier persona interesada se haga una idea de qué va, y en algunos casos se anime a intentar probar. El dinero que recaudemos con las entradas irá para una fundación local.
—¿Qué decías de una audiencia babeante? ¿Me la garantizas?
—Si estás dispuesta a ponerte bikini...
—¡Ni hablar!
—Bueno, yo asistiré y te admiraré, te lo aseguro —se ofreció Mike galantemente.
—¿Qué tendría que hacer?
—Lo que quieras, lo que te guste más —explicó Mike—. Solo quiero que los que te vean entiendan por qué te gusta el squash. Puedes entrenar un poco y luego responder preguntas. John Oldham me dijo que se ofrecía a ayudarte. Tampoco te llevará mucho tiempo. Nos gustaría poder hacer una pequeña exhibición de cada deporte, así atraeremos a más gente.
—¿En qué habías pensado?
—En chicas con maillot de licra haciendo aeróbic. Camas elásticas. Niños haciendo gimnasia. Y kárate, aikido e incluso kendo. Eso estaría bien.
—No sabía que también impartíais clases de kendo.
—No lo hacemos —indicó Mike—. Pero una de nuestras nuevas incorporaciones lo practica. Al parecer le encanta. Da clases en Londres y se ha ofrecido a hacer una pequeña exhibición. Si despertara el interés de la gente podríamos comenzar a impartir esa disciplina. Creo que se llama Chalfont.
—¿No será Jade Chalfont? —preguntó ella.
— Sensei Chalfont —confirmó Mike—. Eso es. ¿La conoces?
—No. Bueno, en persona no.
—¿La conoces pero no te cae bien? —elucubró Mike—. Estoy de acuerdo, es un poco... prepotente.
—No la conozco personalmente —se defendió ella—. Trabaja en publicidad, pero no en la misma agencia que yo.
—¿Es una rival?
—Eso es. —Se encogió de hombros—. Pero cualquiera que no trabaje en mi agencia es un rival. El mundo de la publicidad es muy competitivo.
Al final aceptó echarle una mano el día de puertas abiertas mientras se preguntaba en qué consistiría la exhibición de Jade Chalfont. El kendo era un deporte bastante inusual, pero extrañamente adecuado para la autosuficiente Jade. Era fácil imaginarla como a una guerrera.
Sensei Chalfont. Una mujer a la que le encantaba pavonearse blandiendo una espada y excitando a todos los tipos a los que les gustaran las mujeres autoritarias.
¿Y a James Sinclair? Lo excitaría ver a una mujer comportándose como una samurái. ¿La habría visto ya? ¿Practicaría kendo él mismo? Se percató de que no sabía a qué se dedicaba en su tiempo libre... salvo que preparaba fantasías sexuales con un gran despliegue de medios. ¿Usaría el sexo como pasatiempo? Sin duda se le daba bien.
Intentó imaginarlo esgrimiendo una espada. No le resultó difícil; poseía la elegancia de una pantera, lo que le facilitaría practicar cualquier deporte. Lo imaginó con una serie de atuendos deportivos. El de polo, con aquellos pantalones blancos ceñidos y lustrosas botas negras, permaneció mucho tiempo en su mente. Ya sabía el aspecto que tenía embutido en cuero de motorista.
Pensó en él nadando, saliendo de la piscina con el cuerpo bronceado y brillante por el agua. Sabía que tenía los hombros anchos y el estómago plano, que poseía prietas nalgas y que no tenía ni un gramo de grasa alrededor de la cintura y las caderas. Jamás lo había visto desnudo, pero estaba segura de que sería impresionante. Supuso que verlo en bañador sería casi lo mismo. Resultaba una imagen atractiva.
Se quedaría con ella.
Lo vio con las manos en las caderas, deslizándolas más abajo, abriendo la bragueta. De pronto lo imaginó desnudo. Ella estaba vestida y él desnudo. Eso lo hacía vulnerable y a ella le proporcionaba cierta ventaja que pensaba aprovechar para recorrer su cuerpo con las manos, para explorarlo a placer. Le acariciaba el pecho y el vientre, sopesaba sus testículos. Sentía cómo crecía su polla al jugar con ella, al frotarla y acariciarla. Escuchaba los gemidos que emitía mientras lo estimulaba. Sentía los estremecimientos de su cuerpo al perder el control.
Igual que lo perdía ella.
«¡Maldición!», se lamentó, «me excita incluso pensar en él».
Pero dudaba que él sintiera lo mismo. Cuando más lo pensaba, más convencida estaba de que Sinclair no tenía prevista ninguna relación seria en un futuro próximo. Noventa días era todo lo que iba a conseguir... y un empujón en su carrera cuando contratara los servicios de su agencia.
Aunque, se preguntó, ¿llegaría alguna vez a contratarlos?
Aunque estaba segura de que él la consideraba una pareja casual, experimentó una fuerte y excitante emoción cuando respondió al teléfono y escuchó su voz.
—¿Qué te parece pasar una tarde en el campo?
Sexo al aire libre, elucubró. Sexo en un pajar. ¿Existían todavía los pajares?
—¿Quieres que me vista de lechera? —preguntó.
—Muy graciosa, pero no es necesario —replicó él—. Hay una sola regla: aféitate.
Eso le sorprendió. Si quería que se depilara, ¿por qué no le preguntaba antes?
—¿No te gusta que sea rubia natural? —inquirió con dulzura.
—Me gusta la variedad —aseguró él.
—¿No vas a enviarme ningún atuendo especial?
—Esta vez no. —Parecía relajado. Una cierta autoridad sexual había inundado su voz en las otras ocasiones, pero en esa ocasión no. Podría ser cualquier tipo atractivo intentando concertar una cita por teléfono—. Confío en tu buen gusto. Ponte algo que creas que podría gustarle a un millonario árabe.
—¿Pantalones de harén? —sugirió, sin tomarle en serio.
—No vas a hacer una prueba para un musical de Hollywood —la reprendió—. Este árabe en concreto estudió en Eton. Le gustan las mujeres hermosas y tiene un gusto exquisito.
—¿Por qué tengo que resultarle atractiva?
—No he dicho que tuvieras que atraerlo. Solo que te pongas algo que creas que puede gustarle.
—Es lo mismo —replicó. Tenía la sensación de que él estaba jugando con ella y eso le molestaba. No quería vestirse para atraer a otro hombre—. Si pretendes que me desnude ante ese árabe o que me acueste con él, no me gusta la idea.
—¿Quieres romper el pacto?
La pregunta surgió demasiado rápido para su tranquilidad de espíritu. ¿Era eso lo que él planeaba, forzarla a romper su acuerdo? Si lo hacía, sin duda su conciencia —si es que Sinclair tenía conciencia— no le remordería. Genevieve tenía muy claro lo que él haría en ese caso: le ofrecería su cuenta a Lucci’s y a Jade Chalfont. ¿Estaba volviéndose paranoica? ¿Celosa? ¿Insegura?
—Será mejor que me lo expliques —le pidió.
La voz de Sinclair se transformó.
—Ya sabes cómo son las cosas; yo no doy explicaciones, solo órdenes. Y tú estuviste de acuerdo, ¿recuerdas?
—Bueno, está bien —cedió—. Pero al menos dime adónde vamos a ir, si no ¿cómo podré elegir la ropa adecuada?
—Nos han invitado a una feria de antigüedades. —Su voz volvía a ser educada y encantadora, el gentleman perfecto—. ¿Te gustan las antigüedades?
—No soy coleccionista, si es eso lo que quieres saber.
—No, no me refería a eso —se apresuró a decir él—. Lo que quiero saber es si crees que te aburrirás.
—No. Lo que quieres saber es si voy a rendirme... —replicó con voz aguda—, pero no pienso hacerlo. Me gustan los museos, así que disfrutaré en una de esas ferias de antigüedades.
—Es posible —repuso él con suavidad.
—¿Cuándo será?
—El sábado. Pasaré a recogerte a la una y media.
Entonces Genevieve recordó la promesa que le había hecho a Mike Keel.
—No será este sábado, ¿verdad?
—¿Por qué? ¿Tienes una cita?
—Sí —confesó. él se quedó callado y ella se vio obligada a explicarse—. Voy a colaborar en el día de puertas abiertas del centro deportivo. La recaudación es para una obra benéfica.
«¿Por qué le das explicaciones?», se recriminó. «¿Por qué no permites que piense que vas a salir con otro hombre?».
¿Le importaría si fuera así? ¿La imaginaría en la cama con otro hombre, igual que ella fantaseaba con él? Lo dudaba mucho. ¿Pensaría alguna vez en ella cuando no estaban juntos? Y si lo hacía, ¿sería una más en la larga lista de féminas que podía usar a su antojo para satisfacer sus fantasías sexuales? ¿Necesitaría siquiera usar la imaginación cuando le resultaba tan fácil tener a su disposición a una mujer que hiciera realidad todas sus fantasías?
—Por suerte para ti —dijo él—, es el sábado siguiente. El veinticuatro. —Hizo una pausa—. ¿Hubieras renunciado a tu compromiso?
—Por supuesto —replicó ella.
—¿Los negocios primero? —Su voz era levemente burlona.
Pensó que estaba siendo injusto. Ya le había recordado que se arriesgaba a que pusiera fin a su acuerdo si se negaba a cumplir sus órdenes. El centro deportivo no iba a perder dinero si ella no aparecía, pero se alegró de poder cumplir su promesa a Mike Keel.
—Tenemos un acuerdo, ¿recuerdas? —Resultó un placer arrojarle sus propias palabras.
—Sí —convino él con voz neutra—. Lo tenemos.
No lograba decidir qué ponerse para la exhibición en el centro deportivo. No era como si fuera a jugar un partido en serio, así que pensó que podría ponerse algo más atractivo que la ropa de entrenamiento que utilizaba habitualmente aunque, desde luego, no pensaba seguir la sugerencia de Mike y ponerse un bikini. Al final eligió un ceñido top blanco y una faldita de tenis. Se recogió el pelo y se aplicó un poco más de maquillaje del usual. Se negó a admitir que estaba arreglándose para alguien que no fuera ella misma. Aun así, quería aparecer presentable ante la gente que fuera a verla. Si entre esas personas se encontraba Jade Chalfont, mejor que mejor.
Mike se reunió con ella en el vestíbulo del centro.
—Han venido también John y Frank Bernson. Si juegas un partido de demostración contra Frank, John ejercerá de comentarista. Después cualquiera puede hacer preguntas, o incluso abrir un debate. Si hay suficiente gente interesada en aprender podemos pensar en impartir clases para principiantes.
Las gradas sobre la pista estaban abarrotadas, pero ella estaba acostumbrada a que la observaran mientras jugaba. Una vez que John comenzó las explicaciones, Genevieve se concentró en realizar los movimientos que él explicaba, manteniendo un ritmo lento hasta que, por fin, oyó que John aseguraba que el squash era el juego de raqueta más rápido del mundo, como Frank y ella iban a demostrar. Durante breves momentos le complacieron, recreándose en el juego, y la pelota rebotó en las paredes como una ruidosa bala que cada uno intentaba alcanzar. Cuando terminaron, le sorprendieron los aplausos de la multitud.
Bajaron de las gradas más personas de las que esperaba, respondió a sus preguntas e incluso los animó a probar.
Algunos aducían que habían jugado al squash en el colegio o en la universidad y se preguntaban si eran demasiado viejos para retomar la actividad. Cuando Frank y ella hubieron respondido a todas las dudas y dado todas las explicaciones, se dio cuenta de que llevaba en el centro deportivo más tiempo del que pensaba.
—¿Quieres beber algo? —dijo Frank, pasándose una toalla por la cara.
—Quería asistir a la exhibición de artes marciales. Espero que no haya terminado.
—No creo... —Frank miró su reloj—. Solo son las cuatro menos cuarto. Creo que la demostración de kárate comenzaba a las tres. Era en el polideportivo. Si cambias de idea sobre la bebida, estaré en la cafetería.
Escuchó gritos desde el vestíbulo cuando se acercó. El centro se había convertido en un auditorio y había mucha gente observando la exhibición de los miembros más jóvenes del club. El comentarista explicaba que el kárate era un deporte disciplinado que ayudaba a mejorar coordinación, fuerza y flexibilidad.
Los niños mostraban los movimientos básicos: llaves, bloqueos y patadas; aquello que todo el mundo debía aprender antes de progresar hacia estilos libres y más espectaculares de lucha. Parecían muy serios y decididos mientras efectuaban los pasos, gritando con entusiasmo marcial cada vez que completaban una maniobra. Después de que abandonaran el área en medio de una salva de aplausos, un joven cinturón negro efectuó un kata. Según explicó el locutor, aquello podía parecer un elegante ejercicio de gimnasia, pero en realidad era una coreografía con movimientos de defensa y ataque, que seguía un patrón y se utilizaba con el único propósito de entrenar.
Aunque no sabía nada de kárate se quedó impresionada por la velocidad y la certera fuerza del jovencito, por la intensidad de sus movimientos. Cuando prosiguió con la demostración aplicando cada uno de los movimientos del kata contra cuatro adversarios que lo atacaron desde todos los frentes, se sorprendió todavía más. Los asaltantes —todos adolescentes de su mismo tamaño— se lo estaban pasando en grande interpretando su papel y cayendo al suelo con ficticia agonía, según iban siendo despachados. Comenzó a aplaudir cuando terminó la exhibición.
—Si ese pequeño cabrón vapuleara así a uno de mis niños, le partiría la cabeza y... —decía agresivamente un hombre a su espalda.
—Jamás haría eso —repuso llena de cólera una mujer a su izquierda—, a menos que sus niños lo atacaran.
—Mi hijo jamás atacaría a nadie —refutó el hombre—. Pero este... este deporte, solo anima a los niños a convertirse en matones.
—Para nada —protestó la mujer—. Mis hijos se entrenan en este club y son modelos de respeto y autocontrol.
—¿Pegando a la gente? —El hombre hablaba con desprecio—. Mira que enseñar a los niños la mejor manera de patear la cabeza a alguien... Prefiero que mi hijo juegue al fútbol. No necesitamos todas esas cosas del kung-fu por aquí.
El hombre se alejó y la mujer miró a Genevieve al tiempo que arqueaba las cejas en una muestra de fingida exasperación.
—Algunas personas no entienden bien las artes marciales.
—¿Sus hijos practican kárate? —preguntó ella.
—Mis hijas —especificó la mujer—. No han venido porque este fin de semana les toca estar con mi ex, pero esforzarse por alcanzar el cinturón negro les sirvió para orientarse. Les ha dado fuerza e incluso han mejorado su rendimiento escolar; pero no son tan estúpidas como para pensar que tener un cinturón negro las convierte en algo especial.
La multitud al otro lado del recinto se dividió y pudo ver que seis adultos —cinco hombres y una mujer— salían a la pista. Todos llevaban una elaborada armadura estilo samurái protegiéndoles el pecho y las piernas, así como cascos en la cabeza y sables de bambú.
—La siguiente demostración nos mostrará las excelencias del kendo —anunció una fría voz—. El camino del sable.
Jade Chalfont estaba casi enfrente de ella con un micrófono en la mano. Le favorecía la chaqueta blanca de estilo marcial oriental que cubría un hakama negro —el pantalón ancho con pliegues japonés— generalmente usado por los varones. Tenía el pelo tirante, recogido en la coronilla. Su piel pálida y los labios rojos la hacían parecer una combinación entre samurái y geisha. Estaba segura de que había elegido con cuidado la imagen que ofrecía, sexy y agresiva al mismo tiempo. Jade Chalfont, pensó, sería una dominatrix temible si se vistiera con cuero negro.
Mientras Jade describía las diferentes partes de la armadura protectora y explicaba que los sables de bambú eran utilizados para los entrenamientos, sus seis alumnos se rodearon la cabeza con unas cintas y se pusieron los cascos. Se inclinaron en una reverencia y empuñaron las armas. Todas las maniobras mostraban una lentitud ritual que a ella le dio la impresión de control contenido. Demostraron diversos movimientos de ataque y defensa, y luego la mujer y uno de los hombres se separaron para escenificar los métodos que Jade explicaba con voz fría.
Se estaba preguntando por qué Jade no demostraba su propia habilidad, cuando notó que uno de los estudiantes se hacía cargo del micrófono y ella se inclinaba para recoger un sable que Genevieve no había visto que llevaba. Tenía un largo filo que brilló bajo las luces del polideportivo.
—Han podido apreciar a un joven karateca efectuando un kata —anunció el chico—. Nosotros les mostraremos un kata de kendo. Sensei Chalfont, como pueden observar, utilizará una verdadera espada japonesa. En la mano de un experto, esta katana puede seccionar el cuello de un hombre de un solo golpe.
No necesitó agregar que sensei Chalfont era una experta. Fue evidente desde el primer movimiento, cuando se arqueó y se puso en posición de defensa. Sus gestos eran tranquilos y medidos, pero llevaban implícita cierta arrogancia calmada. Al dar comienzo el kata, se desplazó con fluida gracia y velocidad. Parecía casual, pero hacía sentir el poder oculto de aquellos movimientos rituales. No dudó en ningún momento que la espada de Jade podría cortar carne y hueso con suma facilidad.
Sensei Chalfont completó su demostración fluctuando durante un breve instante antes de realizar una reverencia. Cuando vio que la multitud aplaudía y se acercaba a ella, Genevieve se dio la vuelta. No quería que Jade Chalfont supiera que había estado observándola.
—¿Piensas apuntarte a clases de kendo?
Se volvió alarmada. James Sinclair estaba en la puerta de entrada.
—¿Y tú? —respondió, disimulando la sorpresa.
él sonrió ampliamente. Llevaba una luminosa camisa blanca remangada hasta los codos y zapatillas. Presentaba una elegante imagen deportiva.
—Es posible. ¿No te ha impresionado?
Decidió que era absurdo mentir.
—Sí, la señorita Chalfont es muy buena.
«Eso te demuestra que sé perfectamente a quién has venido a ver. Pero que me condenen si la llamo sensei».
—Lleva mucho tiempo practicando —afirmó él.
«Muy bien. Ahora que sabes que sé por qué estoy aquí y ya hemos hablado de nimiedades, ¿sobre qué más podemos intercambiar opiniones? ¿De si vas a ofrecerle tu cuenta publicitaria a Lucci’s? ¿De si le has sugerido también a la señorita Chalfont que se desnude para que la ates a una puerta especialmente adaptada? ¿De si la has hecho alcanzar el mismo tipo de clímax que me proporcionaste a mí?».
Aquel pensamiento la enfureció y la hizo hervir de celos. Notó que los botones superiores de la camisa de James Sinclair estaban abiertos y que el algodón blanco contrastaba con su intenso bronceado. Llevaba un reloj metálico que supuso que era de platino. Resultaba innegablemente atractivo, pero no más que otros hombres. ¿Qué era lo que hacía que ella solo pudiera pensar en el sexo —en mantener relaciones sexuales— cada vez que lo veía? Al menos solo era sexo, se aseguró a sí misma. No estaba enamorada de él. Era pura atracción física. Una obsesión. Cuando su acuerdo de noventa días acabara se olvidaría de él por completo.
Entonces ¿por qué le molestaba tanto la idea de que pasara el tiempo con Jade Chalfont? Aquella mujer era una rival comercial, eso era todo. Una adversaria en una competición que iba a perder. Lanzó una mirada a la pista para observarla; Jade Chalfont estaba en el centro de un grupo de personas que le hacían preguntas. Notó que Sinclair seguía la dirección de su mirada. Luego la observó a ella.
—¿Puedo invitarte a tomar algo?
Le encantaría beber algo con él, pero tenía el presentimiento de que Sinclair invitaría a Jade Chalfont a que se uniera a ellos.
—¿Es una orden? —preguntó en voz baja.
—No. Solo una petición civilizada. Te daré órdenes la semana que viene.
—Tengo que irme a casa. Necesito terminar un trabajo.
—¿Quehaceres domésticos? ¿No pueden esperar?
—Negocios —mintió.
La expresión de Sinclair cambió.
—Es lo único que te importa, ¿verdad?
—Es la base de nuestra relación —repuso ella.
Él esbozó una sonrisa de medio lado.
—Si usted lo dice, señorita Loften... Nos veremos el sábado que viene.
A pesar de su apariencia tranquila, Genevieve se pasó el resto del sábado preguntándose si Sinclair habría invitado a Jade Chalfont a tomar algo y luego la habría llevado a casa, o si la habría invitado a cenar en un restaurante y la habría llevado de paquete en su moto. Lo cierto era que no lograba imaginarse a la superfría sensei montada en una moto y vestida con una minifalda y sin bragas tan solo para complacer a un hombre.
Pero entonces tuvo que admitir que jamás hubiera pensado que ella misma hubiera estado de acuerdo en adoptar ese papel. En realidad no lo hacía por complacer a Sinclair, se dijo a sí misma; era por el trato. Y si tenía la suerte de disfrutar, pues mejor para ella. Y allí estaba, tratando de pensar cómo complacerlo una vez más. ¿Qué podía ponerse para asistir a una feria de antigüedades cuyo maestro de ceremonias era un millonario árabe? Eso suponiendo que realmente fueran a asistir a tal evento.
Decidió que, dado que se suponía que a los árabes les gustaban las mujeres tímidas y femeninas —por lo menos en público—, se vestiría de la manera más convencional posible. Se recogió el pelo en un moño no demasiado severo, pero sí formal. Eligió un traje de chaqueta gris pálido, muy femenino, que no resaltaba demasiado su figura, con la falda justo por encima de la rodilla. Combinado con una sencilla blusa de seda, daba una atractiva impresión de casta feminidad.
Dado que el árabe no vería su ropa interior —y Sinclair por el contrario sí— se puso un corsé con liguero de encaje blanco y sujetador desmontable, culotte a juego y unas medias transparentes que daban a sus piernas un discreto matiz sedoso. Había elegido ya un par de zapatos de salón absolutamente convencionales, pero vaciló cuando empezó a ponérselos. Sentía que necesitaba un toque más atrevido. Tras meditarlo un momento los descartó y eligió otros con el tacón mucho más alto, que resultaban muy sexys con aquellos estiletes de aguja. Eran el resultado de una compra impulsiva y solo los había usado en contadas ocasiones; no porque no le gustasen, sino porque rara vez le parecían adecuados para los pocos acontecimientos sociales a los que asistía.
Ahora, al combinarlos con aquel traje tan respetable y aquella provocativa ropa interior de encaje, se sentía perfectamente vestida para asistir a un evento organizado por un tradicional millonario árabe, educado en Eton, que poseía un gusto exquisito, y también para cualquier actividad posterior —esperaba que mucho menos tradicional— con, el vete a saber dónde había sido educado, James Sinclair.
Él llegó temprano, tocó el claxon y esperó junto a la acera. Vestía un traje oscuro hecho a medida y una corbata de seda. Notó que le lanzaba una rápida inspección visual y le brindó una gélida sonrisa mientras le abría la puerta del copiloto.
—¿Me das un aprobado o prefieres que suba a cambiarme?
—Estás impecable —aseguró él—. Como siempre —añadió, sorprendiéndola.
—¿No crees que mis zapatos sorprenderán a tu amigo árabe?
Él se rió.
—A Zaid ya no le sorprende nada. Le encantarán.
Se acomodó en el asiento del copiloto y se puso el cinturón de seguridad. Sinclair se sentó al lado y arrancó el coche con suavidad.
—¿Pongo música? —Ella asintió con la cabeza. Él apretó un botón y apareció un pequeño cajón lleno de CD—. Elige uno.
Eligió un recopilatorio de bandas sonoras de películas y los acordes de la Hugo Montenegro Orchestra inundaron el vehículo. Sinclair le permitió disfrutar de la música, haciendo ocasionales comentarios sobre algunas de las canciones y las películas en las que sonaban. Pronto dejaron atrás el extrarradio y se dirigieron a la M25 donde el Mercedes enfiló la vía rápida, que recorrieron hasta que Sinclair realizó un cambio de sentido para tomar la salida 8, rumbo al sur.
Después ella perdió la orientación. Sinclair conducía con confianza. Las carreteras principales se convirtieron en secundarias y estas en caminos vecinales. Atravesaron pequeños pueblos hasta que el Mercedes viró bruscamente y frenó ante un portalón enorme.
El edificio resultó toda una sorpresa. Parecía como si varios arquitectos victorianos hubieran creado un comité para discutir el diseño y jamás hubieran llegado a un acuerdo unánime. Las paredes y los balcones estaban cubiertos de hiedra; las macizas puertas de entrada parecían más adecuadas para un castillo y se accedía a ellas por una impresionante escalinata de piedra; en una esquina había una esbelta torre que desequilibraba la imagen de la mansión.
—¿Aquí vive un millonario? —se sorprendió—. Si yo tuviera todo el dinero del mundo no lo gastaría precisamente en esto.
—Zaid no es el dueño, solo lo ha alquilado —explicó Sinclair—. Creo que demuestra su sentido del humor, es más que adecuado para una feria de antigüedades. Espera a ver el interior.
Había más vehículos aparcados cerca de la escalinata de entrada, todos de superlujo. Contó tres Rolls Royce, uno de ellos un destellante modelo Silver Cloud con un chófer uniformado sentado en el asiento del conductor leyendo una revista.
Un caballero enorme, que no parecía muy cómodo de uniforme, los detuvo en la puerta. Sinclair le mostró una pequeña tarjeta. El guarda de seguridad los miró brevemente antes de presionar un botón y aguardar. Tras un momento, las puertas se abrieron y entraron; primero Sinclair y detrás ella.
El vestíbulo estaba revestido con paneles de roble y en las paredes colgaban un buen surtido de trofeos de caza. Ciervos muertos y zorros amenazadores clavaron en ella los ojos. Había una chimenea de piedra y una escalera central que conducía a una galería y se desdoblaba a derecha e izquierda tras el primer tramo de escalones. Varias personas hablaban en corrillos. Un camarero se movía de un lado a otro con una bandeja llena de copas.
—James, estoy encantado de que hayas podido venir. Pensaba que al final te echarías atrás aduciendo mucho trabajo.
El hombre que se adelantó era algo más alto que Sinclair y unos años mayor, pero igual de atractivo y elegante. Llevaba el pelo, negro como el azabache, cortado a la moda y una barba pulcramente recortada que, combinada con la piel bronceada, conseguía que su mirada resultara un poco satánica. Vestía con desenfado una chaqueta con un inmaculado corte a medida, lo mismo que los pantalones, y una corbata de seda con el nudo flojo sobre el cuello abierto de la camisa.
Clavó los ojos en ella. Eran oscuros, mucho más oscuros que los de Sinclair, y en su mirada había cierta diversión y un evidente aprecio. Él le tendió la mano.
—Soy Anwar Zaid ben Mahmoud ben Hazrain, pero por favor, llámame simplemente Zaid. Tú debes ser la señorita Genevieve Loften. —Ella le estrechó la mano; era cálida y firme. Él sonrió y, de nuevo, le recordó a Sinclair—. James me ha hablado mucho de ti —añadió Zaid.
Ella miró de reojo a Sinclair. Él alzó una ceja y se encogió de hombros, pero tenía el sesgo de una sonrisa en los labios que le hizo sospechar al instante. ¿Por qué había tenido que contarle a aquel hombre, innegablemente atractivo, cualquier cosa sobre ella? Se suponía que sería solo una acompañante que admiraría sus antigüedades.
—James te enseñará todo el lugar —dijo Zaid—. Espero que nos veamos después. —Se volvió hacia Sinclair—. Y me refiero a que puedes enseñarle todo, James, ¿has entendido?
—Estás diciendo que sí... —Sinclair sonrió—. Lo suponía.
Zaid se rió.
—Me conoces demasiado bien. Mejor que mi propio hermano y, sin duda, mejor que mi mujer. —Le brindó a ella otra encantadora sonrisa y se concentró en otro invitado.
Sinclair la tomó del brazo.
—¿Qué te gustaría ver primero? ¿La sala china? ¿Cristalerías? ¿Cuadros? ¿Juguetes?
—Es evidente que voy a verlo todo —repuso ella con mordacidad—, signifique lo que signifique ese todo.
—Ya sabrás lo que significa —replicó—. Después.
—¿Dónde está la mujer de Zaid?
—Donde deberían estar todas las buenas esposas... —Sonrió ampliamente—. En casa.
—Así que tu amigo tiene educación occidental e ideas medievales.
—Es probable que Zaid opine que nuestra idea de casarse por amor es medieval. Él ve el matrimonio como un compromiso para el futuro. Sus hijos se encargarán de la fortuna familiar y su esposa se asegura de que se educan de la manera correcta para ocupar su lugar en el mundo. A cambio, ella disfruta de un lujoso estilo de vida. Es respetada, tiene hijos y sabe que su marido jamás haría nada que deshonrara el apellido familiar; significa demasiado para él. Un arreglo que satisface a ambos.
Ella recordó el obvio aprecio que había leído en los ojos de Zaid cuando la vio por primera vez.
—Sí, y estoy segura de que le es completamente fiel —dijo con mordacidad.
—Zaid no es célibe cuando está en el extranjero —explicó Sinclair—. Su esposa no lo espera; le permite que eche una cana al aire, después de todo es un hombre. —La miró fijamente—. Y uno muy atractivo, ¿no opinas igual?
—Sí —convino ella con voz neutra—. Es agradable.
Se parecía mucho a él. Pero no se lo diría. «Antes muerta que decírtelo», pensó
Recordó el breve apretón de la mano del árabe. Sabía que él también la había encontrado atractiva. ¿Qué planearía Sinclair? ¿Pensaría... ofrecer sus servicios a su amigo? Y si lo hiciera, ¿estaría ella de acuerdo?
—No te compadezcas de la esposa de Zaid —dijo él—. La suya fue una boda concertada, pero los dos se mostraron de acuerdo y dudo mucho que los presionaran. Podrías considerarlo un trato de negocios. —Sonrió, recordándole de nuevo la sonrisa de Zaid—. Entenderás perfectamente la cuestión.
Estaba segura de que Zaid también lo entendía; esa situación le otorgaba una cierta respetabilidad y seriedad ante el mundo.
Siguió a Sinclair por las anchas escaleras. Una sonriente pareja pasó junto a ellos. La mujer iba cargada de joyas que supo que eran auténticas. También sabía que Sinclair planeaba algo e intuía que su amigo árabe tenía algo que ver en todo aquello. Pero ¿qué sería? ¿Y qué había querido decir Zaid cuando insistió en que Sinclair le enseñara todo?
Pronto entendió por qué le había dicho Sinclair que la casa era el escenario perfecto para hacer justicia a las antigüedades. Cada estancia estaba decorada en un estilo diferente y las obras que se exhibían habían sido elegidas para complementar a la decoración. En cada habitación había compradores elegantemente vestidos discutiendo términos comerciales o cumplimentando cheques.
La habitación infantil victoriana alojaba una extensa colección de juguetes. En la sala de ambientación china se podía ver un gran despliegue de sedas, abanicos y biombos. En el cuarto dedicado a la Regencia había muebles. Cuando entraron en la sala dedicada a los años veinte se encontró con una inusual colección de instrumentos y cajas de música. Al abrir la tapa de una hermosa caja de madera brillante resonó Danny Boy.
—Es preciosa —comentó. Buscó sin éxito la etiqueta con el precio; solo había un número junto a la caja—. Creo que la compraré. ¿Cuánto cuesta?
—Ve y pregunta —aconsejó Sinclair—. El caballero sentado en esa mesa te facilitará todos los detalles.
—¿Esta caja de música? —El discreto marchante miró el número—. Lo siento, señora, creo que ya ha sido vendida. —Lo verificó en un portátil—. Sí, en efecto. Mil disculpas. Debería haber retirado el número.
Ella se sintió realmente molesta. Estaba a punto de ponerse a discutir cuando la sorprendió escuchar una voz ronca que le resultó familiar.
—James, cielo, no sabía que estuvieras interesado en la música.
Se volvió a tiempo de ver a Jade Chalfont besando, extasiada, la mejilla de Sinclair, apartándole de paso un mechón de pelo oscuro de la frente. Iba embutida en un ceñido vestido negro con su usual despliegue de joyas, por lo que parecía una vez más una supermodelo posando en una pasarela. Su boca, roja y sensual, esbozó una hipócrita sonrisa al verla.
—James, estás acompañado... No me había dado cuenta.
—La señorita Genevieve Loften —presentó Sinclair.
La sonrisa de Jade Chalfont se congeló.
—Oh, sí. Es usted la representante de Barringtons, ¿verdad?
—Gerente de cuentas —repuso ella en el mismo tono helado.
—¿En Barringtons todavía se llama así? Qué arcaico y curioso. —Jade Chalfont mantuvo la sonrisa en aquellos labios rojos y brillantes—. También le gustan las antigüedades, ¿verdad? —Clavó los ojos en la caja de música que ella todavía sostenía entre las manos—. Ah, colecciona cajas de música. ¡Qué dulce!
El tono prepotente de Jade Chalfont y la certeza de que Sinclair era consciente de todo, la hicieron caer en la trampa que Jade le tendía.
—¿Qué colecciona usted, señorita Chalfont? —Se sintió tentada a añadir «además de hombres, claro».
—Espadas japonesas —repuso Jade Chalfont—. Vengo a ver algunas. —Miró a Sinclair—. ¿Vamos juntos?
—Buena idea —aceptó él. A ella le dieron ganas de abofetearlo, pero se limitó a lanzarle una mirada airada cuando pasó junto a ella camino de la puerta, desde donde la invitó con su sonrisa más encantadora—. Jade es experta en armas orientales. Y también una sensei kendo de alto rango.
—Ya lo sé —replicó con ironía—. Estaba el otro día en el centro deportivo, ¿recuerdas?
—Oh, es cierto —dijo él sin dejar de sonreír—. Tú hiciste una exhibición de squash.
—¿Squash? —repitió Jade Chalfont—. Intenté jugar cuando estaba en la universidad, pero no llegó a convencerme; no tiene profundidad. Las artes marciales requieren una gran disciplina mental y física. Las encuentro mucho más estimulantes.
Hirviendo por dentro, los siguió al cuarto donde se exhibían piezas japonesas. Contenía una amplia muestra de armas, armaduras, piezas de cerámica y pinturas. Genevieve se detuvo a admirar los netsuke, pequeñas miniaturas japonesas talladas en marfil, y tomó uno con forma de gato con los ojos cerrados.
—Preciosos, ¿a que sí? —La voz de Jade Chalfont resonó ronca en su oído—. Tengo mi propia colección. Los japoneses convierten incluso las cosas más simples en obras de arte.
—¿Y las espadas? —intervino Sinclair—. Una vez dijiste que, para ti, las espadas eran el súmmum del arte japonés.
Jade se rió con deleite.
—Cielo, recuerdas esa conferencia. Pensaba que te habías aburrido como un hongo.
—No olvido nada —repuso él con voz suave.
Genevieve pensó que estaba muy claro el significado de ese «no olvido nada». Esos dos ya habían mantenido un tétè à tétè y ahora estaban coqueteando de la manera más desvergonzada. Jade estaba encantada con Sinclair, se veía claramente que pensaba que era un hombre maravilloso... «Que es más de lo que yo pienso en este momento», se dijo.
—Ven y mira estas. —Jade se acercó a unas espadas y comenzó a ilustrar a Sinclair sobre sus méritos. Él se inclinó sobre ella al tiempo que asentía con la cabeza; parecía fascinado por su monólogo.
Genevieve se concentró en el netsuke antes de ponerlo en su lugar. Examinó las cajitas que los samuráis colgaban de sus anchos pantalones y cerraban con un cordel a cuyos extremos se hallaban las diminutas borlas que eran los netsuke.
—Puedo enseñarte algo mucho más interesante que eso. —Dio un brinco al escuchar la voz de Sinclair. Lo miró; estaba más cerca de lo que esperaba. Por encima del hombro vio a Jade Chalfont discutiendo animadamente con el vendedor.
—¿A las dos? —preguntó con voz gélida.
—Solo a ti —repuso él.
—No puedes dejar tirada a tu amiga —le dijo con frialdad—. No es de buena educación.
—Jade seguirá aquí dentro de unas horas —aseguró él.
—Y regresará a casa con una espada nueva. ¡Qué dulce!
Él se rió entre dientes.
—No lo hará, a menos que Zaid se la compre. No puede permitirse ninguna de estas.
¿Estaba insinuando que Jade y Zaid eran amantes?
—¿Quieres decir que Jade es una de las canas al aire de Zaid...?
—Zaid es uno de los alumnos de Jade —la corrigió él—. Está aprendiendo kendo. Según parece, se le da muy bien.
La tomó del brazo y la guio fuera de la estancia hacia unas estrechas escaleras que los llevaron al piso superior. En el pasillo había dos guardias de seguridad intentando, sin éxito, pasar inadvertidos. Se acercaron a ellos cuando los vieron. Sinclair les mostró una pequeña tarjeta que uno de los hombres escaneó con un dispositivo electrónico que llevaba en el cinturón.
—Adelante, señor —indicó el guardia con educación, al tiempo que le devolvía la tarjeta.
—¡Qué agradable es tener contactos cuando se necesitan! —murmuró ella mientras recorrían el pasillo y subían otro pequeño tramo de escaleras—. ¿Qué vamos a ver aquí que precisa de guardias adicionales?
—Esos guardias están para proteger nuestra privacidad no por las antigüedades —explicó—, aunque muchas de ellas son valiosas, al menos para los coleccionistas especializados.
Empujó una puerta y entraron en un dormitorio victoriano tenuemente iluminado. Las lámparas arrojaban sombras rojizas. En el lavabo, sobre la cómoda y sobre algunas mesitas había variados artículos desplegados. La cama estaba abierta y había un camisón bordado encima. Ella se acercó a inspeccionarlo mientras él la observaba.
—Cógelo —la animó—. Puedes tocar la mercancía.
Ella lo hizo y sostuvo la prenda contra su cuerpo.
—Dale la vuelta —le ordenó él.
Había un corte circular en la espalda de la prenda que, probablemente, dejaría el culo al aire.
—Está roto —señaló ella.
Para su sorpresa, Sinclair comenzó a reírse.
—Fíjate bien.
Lo hizo y se dio cuenta de que el agujero estaba ribeteado. Sinclair se acercó a ella.
—Es un regalo de un marido victoriano para su nueva esposa —aleccionó con suavidad—, para asegurarse de que ella comprendía en qué posición la quería poseer.
Ella miró el camisón con mucho menos entusiasmo que antes y lo volvió a dejar sobre la cama.
—No estoy segura de que me guste la idea. ¿Acaso esa mujer no tenía ninguna elección?
Sinclair se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Es posible que ella estuviera de acuerdo, pero por lo que he leído sobre los matrimonios victorianos, lo más seguro es que se viera obligada a hacer lo que le ordenaban. —Se acercó a un rincón donde había una serie de bastones en un cubo alto. Sacó uno y cortó el aire con él un par de veces—. Quizá el marido tuviera una idea diferente. En especial si pensaba que su esposa se había comportado mal durante el día. —Se golpeó la pierna con el palo—. También son auténticos. —Pasó un dedo por la caña—. A los coleccionistas les da mucho morbo especular sobre cómo los usaban sus dueños.
—¿Esto es lo que le gusta a Zaid? —preguntó ella—. Las antigüedades pornográficas.
—Es una colección especializada —la corrigió él—, para compradores expertos.
—No parece haber demasiados compradores —comentó ella.
—Esta es una visita privada —explicó él.
La guio a la siguiente habitación. Le sorprendió ver que estaba amueblada como un aula. Había pupitres, una pizarra en un atril y algo que parecía un pequeño potro con la parte superior acolchada.
Se fijó en uno de los pupitres. Su superficie estaba manchada de tinta y tenía nombres grabados; lo abrió y observó que dentro había libros. Tomó uno y miró el título La historia de Elizabeth, leyó. Echó una breve mirada al texto y a las imágenes; narraba una historia, la de Elizabeth, y se componía de un montón de situaciones en las que la protagonista acababa inclinada sobre cualquier mueble disponible y recibía un castigo por su desobediencia. Maestros y maestras, e incluso otros alumnos, administraban la zurra. Devolvió el libro a su lugar y cerró el pupitre.
Se acercó al potro acolchado. Al acercarse notó que había anclajes para tobillos y muñecas a ambos lados.
—Es auténtico —aseguró él—. Muchos victorianos estaban convencidos de que el castigo era bueno para el alma y cuanto antes se empezara mejor.
—Muchas personas deben pensar todavía así, si compran esta clase de objetos.
—Estoy convencido de que las personas que los compran los usan solo con adultos que están de acuerdo en sufrir la experiencia. Hay gente a la que saber que es un artículo auténtico le proporciona emociones intensas.
Ella se acercó a una mesa donde se exhibía un álbum lleno de postales. Pasó las páginas. Eran bellezas victorianas, rechonchas para los estándares modernos, con sonrisas fingidas posando en una variada colección de acrobáticas poses sexuales. Los hombres, con bigotes rizados en las puntas y a menudo con zapatos y calcetines, parecían serios y poco excitados. Las fotos en sepia parecían haber sido diseñadas por alguien que quería asegurarse de que todo el mundo exhibiera sus órganos genitales y poseían una calidad estática, casi clínica. Las encontró aburridas en vez de estimulantes. Así lo comentó.
Sinclair miró por encima de su hombro.
—Estoy de acuerdo. Me recuerdan viejas estampas del Windmill Theatre, no son excitantes. Esas mujeres no están interesadas en esos hombres, solo cumplen con su obligación; se quitan la ropa, esbozan una sonrisa y cobran al final de la semana. —Ahora él estaba tan cerca de ella que notaba el calor de su cuerpo—. Si una mujer no disfruta —añadió él con suavidad—, yo tampoco.
—¿Cómo puedes estar seguro de que tu pareja disfruta? —preguntó—. Hay mujeres que saben fingir muy bien.
—¿Como tú? —preguntó él.
—En efecto.
—¿Me has engañado hasta ahora? —se burló con una sonrisa, dirigiéndose hacia la puerta—. Vamos; si estas no te gustan, quizá te guste la otra colección.
La siguiente estancia estaba llena de cuadros. Pinturas, dibujos, grabados con y sin marco. Los que colgaban de las paredes tenían pesadas molduras doradas y eran, en su mayor parte, escenas clásicas con cierta depravación: sátiros con pezuñas, dioses borrachos intentando dar caza a ninfas regordetas... Podrían haber sido atrevidas en la era victoriana, pero en la época actual nadie arquearía siquiera una ceja. Algunas eran algo más explícitas y mostraban penes erectos y parejas acoplándose, pero Genevieve no encontró excitante ninguna de ellas.
Se preguntó por qué y tuvo que admitir que el comentario de Sinclair, sobre los participantes que no disfrutaban, también era válido para ella. Recordó los dibujos de Ricky Croft. Había palpable placer sexual en los rostros que había plasmado. La mayoría de aquellas pinturas victorianas mostraban a personas con miradas inexpresivas. Los artistas se habían centrado en mostrar posiciones pícaras en vez de placer físico.
La imagen que más le gustó fue una que reflejaba a Leda y el cisne, en la que una desmayada Leda entrelazaba los brazos en torno al cuello del ave. La pintura era erótica por lo que insinuaba y no por lo que mostraba. La joven parecía feliz y exhausta después de una enérgica sesión sexual. El cisne tenía un aspecto enigmático. Sin embargo, pensó que la premisa era ridícula; no existía cisne capaz de complacer a una mujer, aunque la propia ambigüedad lo hacía resultar interesante.
—Muy clásico —comentó Sinclair.
Ella estudió el precio, marcado en la parte de atrás.
—Y ridículamente caro. ¿La gente paga realmente estos precios tan absurdos por esta clase de cosas?
—Claro que lo hacen. Es original.
—¿Tú lo harías?
—No —repuso él—. Yo no colecciono arte victoriano. —Hizo una pausa—. Ni estampas eróticas.
Genevieve se preguntó si sería una referencia a los dibujos de Ricky Croft.
—Pero ¿las aceptarías como regalo?
Él se encogió de hombros y se volvió hacia la puerta. Ella lo siguió.
—Quizá. Depende de por qué me las regalen o de lo que esperen a cambio. —Deslizó la mirada por ella y sonrió—. ¿Piensas comprarme un regalo?
—No. No necesito ofrecerte cuadros, me entrego yo misma.
—Tienes razón. Gracias por recordármelo —añadió con frialdad.
Una vez que estuvieron de regreso en el pasillo, Sinclair señaló otra puerta.
—Ahí.
Era una suite enorme con un mueble en el centro. Primero pensó que se trataba de un sofá acolchado de cuero verde, pero luego se dio cuenta de que tenía palancas y anclajes almohadillados a ambos lados, aunque no logró imaginar su propósito. Unas gruesas cortinas cubrían las ventanas. También había un enorme sillón victoriano cerca del sofá.
—Dame tu chaqueta —ordenó Sinclair.
Ella se la quitó lentamente.
—Y la blusa.
Se la desabrochó todavía con más lentitud hasta que por fin se la deslizó por los hombros. Él no apartó sus oscuras pupilas de ella en ningún momento.
—La falda... —continuó con voz monocorde.
Genevieve se quitó la prenda y se quedó con la ropa interior blanca de encaje, el culotte, el liguero, las pálidas medias de seda y los tacones de aguja.
Sinclair la examinó muy despacio y ella volvió a sentir que una oleada de emociones encontradas atravesaba su cuerpo. Los pezones se tensaron bajo la fina seda, erizados. Ningún otro hombre había sido capaz de excitarla con solo una mirada. El hecho de que ese pudiera hacerlo le gustaba e irritaba a la vez; le daba un poder sobre ella que no quería que tuviera. Por fortuna, pensó, él no lo sabía.
Pero el atisbo de diversión que brillaba en sus ojos mientras la observaba la llevó a preguntarse si no lo habría juzgado mal. Sinclair se acercó, deteniéndose frente a ella y clavando sus ojos, ilegibles y oscuros, en los de ella. Estiró el brazo para quitarle las horquillas del pelo y se lo esparció sobre los hombros antes de entrelazar los dedos entre los mechones y despeinarlos. El leve roce de las yemas en su cuero cabelludo hizo que Genevieve se estremeciera de placer.
Él estaba tan cerca que pensó que la besaría en la boca, pero solo le rozó la oreja con los labios mientras deslizaba los dedos por el borde del sujetador hasta llevarlos al punto en que la pieza de lencería se unía al corsé; entonces tiró con fuerza. El sostén se abrió y él cerró las manos sobre sus pechos, comenzando a masajearlos suavemente sin apartar los labios de su oreja. Ella se balanceó y gimió. Arqueó las caderas hacia él cuando notó que su clítoris comenzaba a palpitar.
Tenía el presentimiento de que la alzaría en brazos y la llevaría al sofá de cuero, pero, de repente, Sinclair dio un paso atrás y dejó de acariciarla. El gemido se convirtió en un suspiro de frustración que logró disimular con una tosecilla; un subterfugio con el que no creía haberle engañado ni por un momento.
—Apriétatelo —ordenó él. Por un segundo, no comprendió a qué se refería—. El corsé —explicó—, apriétatelo. Puedes conseguir reducir la cintura en unos centímetros.
—No es un corsé de bondage.
—Pero puede apretarse más —adujo él—. Así que hazlo.
Ella luchó contra los cordones mientras él observaba. Al apretarlo conseguía que los duros alambres de la parte superior le empujaran los pechos, exhibiéndolos en una provocativa plenitud.
Él esbozó una lenta sonrisa.
—Mucho mejor. ¿No te sientes mejor?
—Estoy más incómoda —explicó ella.
Él se acercó otra vez y le acarició los pezones.
—Mientes —dijo con suavidad—. Te gusta, admítelo. Te sientes más sexy, mejor. —Movió la punta de los dedos de un lado a otro con suavidad—. Quiero oírtelo decir —murmuró—, venga... dilo... me-gus-ta.
Ella cerró los ojos y se rindió a las sensaciones.
—Me gusta —repitió, obediente.
Él apartó las manos.
—Te gusta ser observada, ¿verdad?
El brusco cambio de tono la sorprendió.
—¿Observada?
—Disfrutaste con ello cuando fuiste una putilla en la moto. Disfrutaste con la idea de que los hombres se excitaran observándote.
—No tenía más opción... —comenzó a decir.
—Quiero que dejes de hacer eso —dijo él—. Deja de disculparte. ¿Te gustó o no?
—Bueno... sí —admitió.
—Pero no podían verte la cara —alegó él—. ¿Te resultó más fácil gracias a eso?
—Tal vez. —Pensó sobre ello—. Me sentiría avergonzada si pensara que me podían reconocer. No creo que pudiera soportarlo... —Se interrumpió—. Está bien, es más que eso. Me quedaría petrificada si pensara que alguien me reconocería. Me prometiste que no ocurriría —le recordó con rapidez—, tengo que pensar en mi carrera.
—¿Por qué siempre todo se reduce a tu puta carrera? —estalló él—. Si supieras que quien te viera sería discreto, ¿te importaría que te mirara?
Ella se apartó el pelo de la cara y clavó los ojos en Sinclair.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Sabes por qué lo hago —contraatacó—. Y creo que sabes quién quiero que te mire.
Ella asintió con la cabeza.
Quería hacer el amor con ella delante de Zaid... ¿O quizá lo que quería era que Zaid se uniera a ellos?
—Me interesa saber por qué quieres conocer mi respuesta a esa pregunta —dijo ella—. Pensaba que tú dabas las órdenes y yo las obedecía.
—Zaid quiere que tú estés de acuerdo —explicó él—. No quiere una mujer reticente, tienes que estar conforme con lo que dispongamos. Y en lo referente a la discreción, quizá la reputación de Zaid saliera más perjudicada que la tuya si lo contaras.
—No voy a hacerlo, es evidente. Pero ¿por qué yo? Sin duda alguna Zaid tiene dinero para comprar a las mejores profesionales. Mujeres con mucha más experiencia.
Sinclair sonrió.
—Claro que puede, pero no es lo que quiere.
—Entonces, ¿qué quiere?
—¿Por qué no dejas que te lo diga él?
Asintió con la cabeza.
—De acuerdo. —Tenía que admitir que estaba intrigada y que la idea de que Zaid quisiera su aprobación le ofrecía la sensación de tener el mando. Era casi como si esos hombres le pidieran permiso para hacer el amor con ella—. Escucho.
Zaid entró en la estancia casi al instante. Llevaba una pequeña caja de cuero negro. Ella sospechó que había estado esperando junto a la puerta y que probablemente habría escuchado toda la conversación con Sinclair. Sus primeras palabras lo confirmaron.
—Es cierto que puedo comprar las putas más hermosas del mundo —dijo—. Puedo pagarle a una mujer para que haga lo que yo quiera. —Deslizó la mirada por su cuerpo y ella volvió a pensar en lo mucho que le recordaba a Sinclair—. Pero ¿te haces una idea de lo aburrido que es eso? —Se dio la vuelta, se acercó al sillón y se sentó, poniendo la caja en el suelo, a su lado—. Esas mujeres pueden estar actuando como si interpretaran un papel, pero mientras las observo sé que su placer es falso. Están pensando en el dinero que les pago, o en su siguiente cliente, o en sus parejas. Si hago el amor con ellas sé que sus gemidos y gritos son de mentira; incluso que fingirán los orgasmos. Y hacer el amor tampoco me atrae tanto; me gusta observar. Me gusta ver cómo las mujeres hermosas llegan lentamente a ese punto en el que pierden el control. Pero quiero que sea real; las profesionales me aburren. Y tú no eres una profesional. —Aquellos ojos negros recorrieron poco a poco su cuerpo semidesnudo—. Quiero observarte. Quiero ver cómo hace James el amor contigo.
—¿Cómo sabes que yo no voy a fingir? —preguntó.
—Confío en James —aseguró Zaid con una rápida sonrisa.
Sinclair estaba ahora detrás de ella. Notó sus manos en la cintura.
—Bueno, por supuesto; James es un experto —comentó ella con sarcasmo.
Zaid se rió entre dientes.
—Eso creo. —Se recostó en el sillón, recordándole la manera en que Sinclair se había sentado y observado durante su primera sesión—. Está muy segura de sí misma, James. Haz que pierda el control, pero tómate tu tiempo.
Sinclair la empujó hacia delante hasta que estuvo al lado del sillón de Zaid. La presión de sus manos la hizo darse la vuelta para quedar de espaldas al árabe.
—¿No te dije que te traería a una mujer con un culo de infarto? ¿Tenía razón o no?
—Todavía tiene demasiada ropa encima para saberlo, James.
Sinclair se rió. Ella notó que deslizaba la mano bajo el culotte de encaje y que lo bajaba, siguiéndolo con la boca, hasta los tobillos, rozándole los muslos con los labios mientras lo hacía. Ella dio un paso para salir de la prenda y Sinclair se puso en pie lentamente al tiempo que le acariciaba las piernas hasta las nalgas.
—Date la vuelta —ordenó Zaid.
Sinclair la obligó a volverse poco a poco, separando a la vez los pliegues de su sexo. Ella observó que Zaid deslizaba los ojos por su cara y sus pechos hasta llegar al clítoris, ahora excitado.
—Qué hermosa —dijo—. ¿Por qué no se depilarán todas las mujeres? Eres muy hermosa.
Sintió que las manos de Sinclair se desplazaban a la parte superior del corsé para capturar los pechos entre sus dedos. Comenzó a frotarle los pezones suavemente con las yemas, rozándolos con los pulgares. Ella se apoyó contra él con las piernas separadas, disfrutando de las sensaciones que le proporcionaba.
—¿Quieres que la desnude? —preguntó Sinclair.
—Sí. —Se quedó pensativo un rato—. Déjale los zapatos y bájale las medias hasta las rodillas. —Sinclair tiró de los cordones del corsé, pero Zaid añadió de repente—. No, espera. Deja que lo haga ella, James. Tú sigue estimulándola. Tiene unos pezones preciosos, quiero que continúen erguidos y duros.
Ella logró desatarse el corsé, pero le llevó algún tiempo; las caricias de James la distraían. Quitarse el liguero fue más fácil. Cuando se inclinó hacia delante para hacer rodar las medias, él acompañó el movimiento, con los dedos todavía ocupados.
—Ahora —ordenó Zaid con voz suave—, tiéndela en el sofá.
Antes de que ella supiera lo que ocurría, Sinclair la había alzado en brazos y la había tumbado en el sofá. Notó el cuero frío contra su piel.
—átale las muñecas —continuó instruyendo Zaid—. Y los tobillos. —Se inclinó hacia la caja—. He traído algunos pañuelos, seda nada menos. Solo lo mejor para una mujer hermosa.
Sinclair las recogió.
—¿Boca arriba o boca abajo?
—Sobre la espalda —pidió Zaid—. Por ahora.
Ella cerró los ojos, adormecida por el placer. Dejó que Sinclair le alzara los brazos por encima de la cabeza para atarle las muñecas a los anclajes acolchados del sofá. Le rodeó los tobillos con los pañuelos y ella se retorció envuelta en el placer. Notó que le separaba las piernas y abrió los ojos, sorprendida.
—¿Te gusta este sofá, Genevieve? —preguntó Zaid con suavidad—. Es una antigüedad genuina. Procede de la casa de un renombrado lord que vivió en la época victoriana. Lo mandó construir con palancas que podemos mover para que quien esté atado a él adopte la posición que queramos. James, demuéstraselo, por favor.
Sinclair accionó una de las palancas y ella sintió que sus piernas se levantaban hasta que formaron una V en el aire. Otro toque y se vio obligada a doblar las rodillas cuando sintió el tirón de los soportes de cuero. Luego el sofá se reclinó hacia atrás y su espalda con él. A continuación la obligó a sentarse, de manera que se balanceó sobre el trasero con las piernas en alto.
—Pareces un poco incómoda, Genevieve —dijo Zaid—. Los victorianos tenían extrañas ideas. Es evidente que el dueño del sofá encontraba satisfacción en doblegar a mujeres indefensas en extrañas posiciones, pero creo que es mucho mejor que una dama esté cómoda cuando abre las piernas. James, acomoda lo mejor posible a Genevieve. Pero en esta ocasión boca abajo.
Sinclair adaptó el sofá y le soltó las muñecas y los tobillos para darle la vuelta.
—Solo un leve ajuste, James —le indicó Zaid—, haz que alce un poco el culo.
Una vez que la puso en la posición correcta, Zaid acercó el sillón hasta colocarlo junto a su cabeza.
—Muy bien, James —animó con suavidad—. Obtén una reacción genuina. Quiero escuchar cómo gime de placer esta mujer. Déjame escuchar cómo suplica que la dejes alcanzar el orgasmo.
Sinclair la miró y sonrió.
—No tardará en hacerlo.
—Quizá tenga más autocontrol del que tú piensas.
—No posee ni un gramo de autocontrol —aseguró Sinclair. Le deslizó los dedos por los hombros y bajó por la suave piel del interior de los brazos. Ella se estremeció—. No es algo que me preocupe.
Zaid la miró.
—¿Qué piensas de tal alarde, Genevieve?
Ella pensó que era mucho más certero de lo que quería admitir.
—James tiene una gran opinión de sus habilidades —dijo, esperando que su voz sonara tranquila.
El árabe se rió.
—Vamos a concederle una ventaja. O quizá sea una desventaja. —Se inclinó hacia la caja, la abrió y le lanzó algo a Sinclair—. Usa eso, James. Puedes enchufarlo ahí al lado.
Ella vio que Sinclair examinaba lo que Zaid le había dado. Era un vibrador. Cuando lo conectó, un sordo zumbido resonó en la estancia. A diferencia de algunas versiones más vulgares de ese juguete sexual, aquel no estaba diseñado para parecerse a un pene. Era color marfil, con la punta roma.
Ella solo había visto vibradores en la publicidad y jamás había usado uno. Recordó con vergüenza el día que salió el tema en los vestuarios del centro deportivo y ella aseguró que eso era algo que solo usaban las mujeres frustradas. Dos de las socias más jóvenes se habían vuelto hacia ella llenas de cólera y le habían dejado muy claro que utilizaban el vibrador para jugar con sus parejas mientras hacían el amor. Cuando terminaron de sermonearla se sentía como una abuelita victoriana que se hubiera dado de bruces contra la realidad.
Ahora sintió el hormigueo que provocaba la vibración en la piel de sus muslos. Era ligera y agradable sin ser demasiado excitante. Se contoneó para acomodarse y suspiró. Sinclair le acarició las corvas justo por encima del borde de las medias enrolladas, le pasó el vibrador por las pantorrillas hasta los pies. Le quitó los zapatos y la rozó levemente con el aparato hasta que comprobó que no tenía cosquillas y entonces incrementó la presión, dibujando los dedos uno a uno, sin apresurarse. El vibrador recorrió las medias de seda. Ella volvió a suspirar, se estiró y se relajó por completo.
Sinclair deslizó el instrumento de arriba abajo por sus piernas, tomándose su tiempo en las corvas, y luego se dirigió a las nalgas. Ahora la sensación era más erótica. Le rozó las curvas gemelas, metiendo la punta del aparato entre ellas cada vez más profundamente, antes de volver a dirigirla hacia la columna.
Ella giró la cabeza y vio que Zaid la observaba. Sonrió relajada cuando Sinclair llegó a su cuello, que acarició con ternura antes de peinarla con el juguete. Era una sensación extraña y excitante.
—Tiene el pelo dorado —murmuró Zaid—. Me encanta, pero no quiero que Genevieve se duerma, James. Todavía no.
Sinclair se rió.
—Se despertará de golpe.
El vibrador comenzó a zumbar más rápido. La punta recorrió su nuca y después de demorarse un momento allí, lo dirigió hacia la base de la columna. Notó un agradable calor y le dio la impresión de que el aparato era como un grueso dedo. Comenzó a responder. Con el trasero elevado, a Sinclair le resultó fácil insertar el vibrador entre sus muslos.
Ahora sus movimientos eran más insistentes y eróticos. La excitó de manera magistral y ella gimió sin poder evitarlo. Sinclair le separó las nalgas y ella sintió la punta del aparato entre ellas, cada vez más abajo, buscando el clítoris; tocándola levemente y luego retirándose. Tras recibir ese tratamiento durante unos minutos, ella comenzó a arquear las caderas en un vano intento de prolongar el contacto.
—Despacio, James —advirtió Zaid—. Se va a correr.
—No te preocupes —intervino Sinclair—. Te he prometido una función, y eso tendrás. Genevieve va a tener que esperar aún un rato. —Le puso la mano en la espalda. Ella percibió el calor de su palma y la presión constante—. Todavía no hemos probado esto —dijo con suavidad—. Veamos si también te gusta.
Empujó el vibrador entre sus nalgas, buscando el ano. Ella jamás había sido penetrada por allí; durante un momento sintió pánico e intentó apartarse. Notó que Sinclair vacilaba.
—No hagas nada que a ella no le guste, James —recordó Zaid—. Quiero ver placer, no miedo.
La punta del aparato se desplazó a su espalda donde dibujó distintos patrones antes de regresar a las nalgas. Ella se relajó. Cuando Sinclair comenzó a atormentarla de nuevo en el ano, se dejó llevar por el hormigueo. Él fue muy suave y ella separó las piernas para permitirle mejor acceso. Era una sensación extraña, menos placentera que la estimulación del clítoris que había disfrutado antes, pero cuando abrió los ojos y vio a Zaid contemplándola extasiado, sintió que valía la pena. Su reacción fue más excitante que la constante presión del vibrador, pero Sinclair no continuó. Debió de darse cuenta de que su respuesta no era demasiado entusiasta y se retiró lentamente.
—¿Te detienes, James? —Zaid parecía decepcionado.
—Genevieve no ha disfrutado todavía de este tratamiento —se justificó—, y ahora no es el momento de enseñarle a apreciarlo. Ella notó que su cuerpo volvía a la posición horizontal original y que tenía los pies y las manos sueltos—. Sé muy bien lo que ella quiere, Zaid. Confía en mí.
—Quiero que esta hermosa mujer suplique por alcanzar un orgasmo —recordó Zaid en voz baja—. Es la imagen más excitante del mundo. Las mujeres inglesas suelen ser muy frías y contenidas, me gusta verlas perder el control. Enséñamelo, James. Enséñamelo ahora.
Ella sintió que unas firmes manos le daban la vuelta y volvían a atarle muñecas y tobillos. El sofá estaba ajustado de tal manera que tenía el cuerpo casi tumbado y las piernas dobladas y separadas, con los talones clavados en el cuero verde oscuro.
Con los ojos entreabiertos miró fijamente a Sinclair. Era imposible no sentirse excitada al ver su expresión: posesiva, algo burlona y muy segura de sí misma. Incluso antes de que la tocara, notó su contacto en todo el cuerpo. Cuando él llevó las manos a sus pechos y apretó los pezones erectos entre los dedos, la combinación dual de placer erótico e incomodidad le hizo soltar un jadeo.
Él la estimuló en silencio, utilizando los dedos, las palmas de las manos, los labios y la lengua. Se movió entre sus pechos, por su estómago, rodeando el ombligo y luego se dirigió a sus muslos. Una mano se apoderó de una palanca y la accionó para que el sofá la forzara a abrir las piernas todavía más, permitiéndole arrodillarse entre ellas. Le deslizó las manos debajo de las nalgas para alzarlas hacia él. Su lengua encontró el hinchado brote entre sus pliegues y comenzó a succionarlo con los labios.
Mirar hacia abajo y ver su cabeza moviéndose entre sus muslos fue casi tan excitante como las sensaciones que le estaba proporcionando. Ella tensó los pañuelos de seda, no porque quisiera liberarse sino porque era imposible permanecer inmóvil mientras él la llevaba con tanta seguridad al borde del éxtasis. Arqueó las caderas hacia su cara, pero él se retiró al tiempo que le clavaba los dedos con más fuerza en las nalgas y jugaba con ella, moviendo la lengua con ligereza.
Ella gimió de frustración y ladeó la cabeza hacia Zaid. Se dio cuenta con sorpresa de que él no miraba lo que hacía Sinclair. Estaba observando su expresión mientras ella intentaba recuperar un poco de control, disfrutando de sus ahogados sonidos mientras Sinclair continuaba con aquel delicioso tormento.
Sinclair imprimió más ritmo a su lengua. Ella arqueó el cuerpo intentando presionarle para que aplicara la fuerza necesaria para provocar la respuesta final. Cuando comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, vio que Zaid sonreía.
—Suplícale. —La voz del árabe estaba ronca de excitación—. Ruégale. Déjame escucharte.
—Por favor —gimió ella, tanto para complacerle a él como a sí misma—. Deja... que me corra... por favor.
Ella sintió que su cuerpo se estremecía y perdía el control. Supo que iba a correrse, fuera eso lo que Sinclair pretendía o no. Arqueó la espalda y tiró de las correas que la retenían.
—¡Oh... sí! —gimió—. ¡Oh... sí! ¡Por favor, ahora...!
El orgasmo fue intenso y prolongado, y decreció muy poco a poco mientras seguía jadeando y estremeciéndose. Continuó envuelta en el placer durante mucho rato después de que Sinclair se hubiera alejado de ella. Con los ojos medio cerrados observó su alta figura cerniéndose sobre ella y luego giró la cabeza a un lado para mirar a Zaid.
Estaba relajado contra el respaldo de la silla y sonreía satisfecho. Genevieve se dio cuenta de que no sabía si se había masturbado al observarla, pero tenía el presentimiento de que no lo había hecho. Su placer parecía provenir, como había asegurado, de contemplar su expresión; de ver cómo se transformaba una mujer tranquila y dueña de sí misma en una frenética criatura que se moría por alcanzar la liberación que supondría el orgasmo.
¡Qué extraño! Cualquiera pensaría que esa sería la fantasía erótica más fácil de conseguir, pero era, probablemente, la más difícil. El dinero podía comprar una función vacía por parte de una profesional pero, ¿cuántas mujeres podrían comportarse tan natural y desinhibidamente como ella acababa de hacer? Era evidente que Zaid debía tener cuidado al escoger sus relaciones; necesitaba discreción, quizá mucho más que ella. Y tenía que estar seguro de que confiaba tanto en el hombre como en la mujer que le ofrecieran la función.
Apenas fue consciente de que Sinclair le desataba las manos y los pies. Reposó somnolienta sobre el sofá, relajada, casi ignorante de su desnudez hasta que se dio cuenta de que Zaid la miraba fijamente.
—¿Eres consciente de lo hermosa que eres, Genevieve? —le preguntó con dulzura.
Le brindó una sonrisa.
—Jamás lo había pensado.
—¿No te gusta ver cómo un hombre pierde el control? ¿No gozas con la certeza de que le has hecho alcanzar el placer?
Miró a Zaid, de pie junto a Sinclair.
—Algunas veces —repuso. Mantuvo los ojos fijos en Sinclair durante un instante—. Depende de por qué hago el amor con él.
—Una mujer como tú solo hace el amor porque quiere —aseguró Zaid—. Por eso me resulta tan placentero observarte, sé que es genuino. Créeme, soy un experto y sé que no fingías. —Sonrió y de nuevo le recordó a Sinclair—. No lo olvidaré. Si alguna vez necesitas algo de mí, solo tienes que pedirlo. James te explicará cómo ponerte en contacto conmigo. No voy a fingir ser más importante de lo que soy, pero poseo cierta influencia en determinadas esferas. ¿De acuerdo? Y esta promesa no tiene caducidad. —Se pasó la mano por el pelo, negro como el azabache, y se recolocó la inmaculada chaqueta—. Ahora debo volver con mis invitados. Puedes disponer del cuarto de baño y también de comida y vino si así lo deseas. —Volvió a mirarla a la cara un momento más—. No lo olvides, hermosa dama, cualquier cosa que esté a mi alcance. En cualquier momento.
Después de una ducha rápida, se vistió y siguió a Sinclair a la habitación contigua, donde habían provisto para ellos un bufet gastronómico. Mientras ella picoteaba las distintas delicias, Sinclair le sirvió una copa de vino.
—Has impresionado a Zaid —le aseguró—. Pero sabía que sería así, conozco sus gustos.
—¿Habías hecho esto antes? —indagó.
—No —dijo él—. Sin embargo, Zaid y yo habíamos hablado mucho sobre ello. —La miró de arriba abajo—. No es fácil dar con la mujer adecuada.
—Pensaba que bajo ciertas circunstancias sería más difícil dar con el hombre adecuado. Sé que tú permaneciste vestido pero ¿qué hubiera ocurrido si tu amigo te hubiera pedido que me excitaras de una manera más básica?
Sinclair se encogió de hombros.
—¿Te refieres a si me hubiera pedido que follara contigo en su presencia? Lo habría hecho. —Sonrió de medio lado—. Podría haberlo hecho y lo sabes.
—Pensaba que a los hombres no les gustaba actuar delante de otro hombre.
—¿Quién te ha dicho tal cosa?
—Lo leí en algún sitio. Tiene algo que ver con el orgullo viril. —Bebió un poco de vino—. Me refiero a que podrías avergonzarte de no tenerla tan grande como él. —Notó que Sinclair sonreía de oreja a oreja—. Cosas de ese tipo —añadió.
La amplia sonrisa de Sinclair se convirtió en genuina diversión.
—No muchos hombres la tienen tan grande como yo —se jactó con aire satisfecho—. Deberías saberlo.
—Resultas bastante engreído ¿sabes?
—Pero es cierto, ¿verdad?
—No sabría decirlo. No soy una experta.
—¿Una mujer moderna como tú? —se burló él con ternura.
—Yo solo soy una anticuada chica trabajadora —se defendió ella—. Y no lo hago por placer.
La sonrisa desapareció.
—Es cierto, se me había olvidado. Se tienen que apretar los botones correctos para obtener una reacción. O ¿debería decir que hay que ofrecerte a cambio un lucrativo negocio?
Ella contuvo su genio. No pensaba admitir que nadie le había proporcionado tanto placer como él. ¿Cómo reaccionaría Sinclair ante semejante confesión? Estaba segura de que ni siquiera la creería.
—Fuiste tú quien sugirió el pacto —repuso con forzada serenidad.
—Y tú aceptaste. —Volvió a sonreír—. No me quejo, hasta ahora has cumplido todas mis expectativas. Esperemos que sigas haciéndolo en el futuro.
Unos días más tarde recibió dos paquetes con una carta. Abrió primero el de mayor tamaño. Contenía la caja de música que había admirado en la feria de antigüedades. Alzó la tapa y escuchó las delicadas notas musicales de la alegre Danny Boy.
La carta rezaba:
¡Lo confieso! Cuando supe que te gustaba la caja de música le hice señas al marchante para que te dijera que ya estaba vendida. Pero Zaid insistió en pagarla él. Mi regalo es mucho más pequeño, pero te proporcionará también mucho placer.
Abrió el segundo paquete. Contenía el vibrador de color marfil.