7

Aunque sabía que Sinclair no la llamaría desde Japón, Genevieve seguía esperando escuchar su voz cada vez que cogía el teléfono. Pero las llamadas eran siempre de amigos, salvo una de Philip para confesarle que pensaba permanecer célibe mientras estuviera en la universidad.

—Nos hemos puesto de acuerdo un buen número de chicos —aseguró—. Las mujeres no valen la pena.

—Primero te frustras porque tus novias no dejan que las ates —se burló ella— y luego quieres convertirte en monje. Es lo más estúpido que he oído jamás.

—¿Acaso piensas que no lo conseguiré?

—Sí, creo que no podrás conseguirlo.

—Desde luego, hermanita —dijo él de mal humor—. Ni que fuera un obseso sexual.

—No. Solo un varón normal. Tendrás novia nueva dentro de una semana.

—¿Te apuestas algo a que no la tengo? —preguntó él.

—Claro que no —se apresuró a decir—. Además daría igual, aunque ganara la apuesta tú nunca pagas cuando pierdes.

—Esto voy a tomármelo muy en serio. Ya verás.

Cuando Sinclair finalmente la llamó, parecía amigable y relajado. A Genevieve le sorprendió que le preguntara cómo estaba en vez de darle las consabidas instrucciones.

—Estoy bien, gracias —repuso, esperando haber logrado disfrazar el placer que sintió al escuchar otra vez su voz—. ¿Qué te han parecido los japoneses?

—Muy cooperativos, la verdad —respondió él.

—¿Y las geishas? —inquirió dulcemente.

—Lo mismo —aseguró.

Se sintió tentada a preguntarle si Jade Chalfont había disfrutado de su visita, pero el orgullo le impidió incluso admitir que sabía —o le importaba— que Jade hubiera ido con él.

—Jade también se lo ha pasado muy bien —añadió él alegremente mientras ella seguía tratando de pensar cómo sacar el tema desde un punto de vista neutral—.Te acuerdas de Jade Chalfont, ¿verdad? La conociste en la feria de antigüedades.

—Por supuesto que la recuerdo —repuso con frialdad—. La señorita Chalfont hace judo, kárate o algo por el estilo.

Él se rió.

—Sí, algo por el estilo. Trabaja en Lucci’s. ¿O lo has olvidado? Me resultó muy útil en Japón.

—Es evidente que llevas fraguando este trato con los japoneses algún tiempo —dedujo—. ¿Por qué no me dijiste nada cuando discutimos sobre tus futuros requisitos publicitarios?

—No había nada en firme —dijo él—. No me gusta aventurar posibilidades. Sin embargo, ahora el tema va viento en popa.

De repente, se sintió aprensiva; sabía que Lucci’s era solo una más de las agencias que lo cortejaban. ¿Se atendría en realidad a ese poco ortodoxo acuerdo que tenía con ella? ¿Era una ingenua al creerlo cuando insistía en que siempre mantenía su palabra? Si Sinclair quería salir de su vida después de esos noventa días y no contratar a Barringtons, le resultaría fácil hacerlo. Ella no estaba en posición de ofrecer objeciones públicas.

—Bien, estamos deseando enfrentarnos al reto que supone una campaña de publicidad internacional —dijo.

—La cuenta todavía no es vuestra —replicó él con suavidad.

—¿Cabe alguna duda?

—Aún quedan dos semanas para poner fin a nuestro acuerdo —le recordó él—. ¿O se te ha olvidado?

Una vez más se encontró preguntándose si a él le haría gracia presionarla. Intentar dar con alguna actividad que no estuviera dispuesta a hacer. Cuando comenzó aquel inusual acuerdo ella creyó honestamente que se enfrentaría a cualquier reto sexual que él planteara —y no era necesario que fuera con él— a cambio de esa cuenta. Estaba dispuesta a complacerlo, aunque alguna de sus proposiciones le resultara odiosa. Pero ahora las cosas habían cambiado. Ella había cambiado. Él la había cambiado. Había cambiado su vida y su manera de pensar.

—Espero que recuerdes la dirección de Georgie.

—Por supuesto —repuso.

—Le he pedido que te haga un vestido —comentó él—. Pero necesita tus medidas. Te he concertado una cita para mañana a la hora del almuerzo. Espero que te vaya bien.

—Eres tú quien da las órdenes —replicó con una indiferencia que no sentía—. Al menos durante dos semanas más.

Estuvo segura de que él sonreía.

—Sí, así es, ¿verdad? Procura no olvidarlo.

Genevieve estaba más que dispuesta a salir de las oficinas al día siguiente. Varios compañeros habían comenzado a expresar sus reservas sobre las posibilidades que tenía Barringtons de hacerse finalmente con la cuenta publicitaria de Sinclair.

—¿Por qué iba a dárnosla a nosotros? Esa operación en Japón va a meterlo en la primera división. —Martin Ingrave, uno de los gerentes de cuentas, la miró por encima del escritorio—. Cuando nos tanteó en primer lugar pensé que habíamos tenido muchísima suerte. Somos una agencia pequeña comparada con Randle Mayne, incluso lo somos si nos comparamos con Lucci’s.

—A Sinclair le gusta Barringtons —contestó.

—Me da la impresión de que Lucci’s también le gusta —aseguró Martin—. Sin duda le gusta Jade Chalfont. ¡Incluso la llevó a Japón con él!

—Martin —intervino ella, irritada—, ya lo sé.

Martin se inclinó hacia delante como si fuera a hacerle una confidencia.

—Jade practica eso del kendo. Estoy seguro de que a Sinclair le resulta interesante. He oído decir que le gustan las mujeres autoritarias. El tipo de mujeres que tratan a los hombres a patadas. Tías salvajes, ya sabes.

Ella miró a Martin con sorpresa.

—Bueno, desde luego no es lo que yo he oído.

—Hay un montón de gente que piensa que está liado con Chalfont —explicó Martin—. Y no existe mujer más dominante que una que sepa manejar una espada, ¿verdad?

—Yo creo que hay un montón de gente que no sabe lo que dice —comentó.

—¿Detecto algo de celos? —Martin sonrió de oreja a oreja—. Me parece que te habías hecho ilusiones con él.

—Es solo un futuro cliente —aseguró—, y yo no mezclo negocios y placer —mintió.

—Pues a mí me parece que él te gusta.

—Y a mí me parece que deberías meter las narices en tus asuntos y salir de mi despacho.

—¡Guau! —Martin le lanzó un beso burlón—. ¿Sabes que te pones muy guapa cuando te enfadas? ¿Por qué no pruebas esa táctica para ligarte a Sinclair? Quizá si le pusieras esa carita...

«No tenía ninguna necesidad de poner cara de enfado para acostarse con Sinclair», pensó Genevieve mientras se dirigía al taller de confección de Georgie en taxi. Pero para lo que le servía. Ella no se parecía nada a las mujeres que lo atraían. ¿Por qué la había elegido?

Se acordó de que él le había comentado en una ocasión que ella era una mujer muy apasionada esperando ser liberada. Volviendo la vista atrás, a los últimos dos meses, no le quedaba más remedio que estar de acuerdo; él tenía razón. Pero ¿cómo había estado tan seguro si ni siquiera ella misma lo sabía?

Fue la propia Georgie quien le abrió la puerta. En esta ocasión en su camiseta había un eslogan que decía: Rescatar las calles. ¡árboles y no asfalto! El taller seguía tan desordenado como recordaba y todavía flotaba en el aire el provocativo olor a cuero. El traje que tanto le había llamado la atención en su anterior visita había desaparecido. Ahora el maniquí mostraba una complicada creación llena de cremalleras y estrechas correas, que cubría la parte delantera de un corsé con liguero como si fuera una tela de araña.

—¡Es fantástico!, ¿verdad? —Georgie percibió su interés y lo giró para que viera la parte de atrás—. Quedará todavía mejor sobre un cuerpo de carne y hueso. A este cliente le encantan las correas.

—Qué extraño —comentó.

—No es extraño en absoluto. —Georgie pasó el dedo por una de las correas de piel—. En realidad es un mapa sexual. Cada una de estas líneas va a alguna parte. A los hombres les encanta. ¿Por qué crees que a todos les gustan las medias con costura?

Ella se rió.

—Hay una gran diferencia entre que a un hombre le gusten las medias con costura y que se excite por un provocativo traje de bondage.

—No es tan provocativo. —Georgie fingió estar molesta—. Es más normal de lo que puedas pensar. Reconozcámoslo, un cuerpo desnudo acaba aburriendo antes o después. Necesita complementos. Y el sexo convencional también resulta aburrido al cabo de un tiempo. Son las fantasías las que ayudan a mantener el interés. Tú también lo crees así, o no estarías aquí —añadió con astucia—. Te gustó el corsé que hice para ti, ¿verdad?

—No fui yo quien lo eligió —replicó con rapidez.

—Eso es lo que tú dices.

—De verdad, no fui yo —protestó.

—Pero disfrutaste cuando te lo pusiste, ¿no? ¿Disfrutaste al saber que aquello excitaba a tu novio?

—Tuve que ponérmelo.

—¿Cómo que «tuviste que ponértelo»? —Georgie esbozó una amplia sonrisa—. ¿Alguien te apuntó a la cabeza?

—Tengo una especie de... pacto —repuso con evasivas—, con un amigo.

—¿Así que te gustan los juegos? —Georgie asintió con la cabeza—. ¿No nos gustan a todos? Son divertidos, ¿verdad? —Buscó encima de una mesa la cinta de medir—. Tienes que quitarte la chaqueta. Y también la falda. —Cuando Genevieve clavó los ojos en la joven con innegable sorpresa, Georgie añadió—. El encargo es que te haga un vestido y unas botas. Necesito medirte las piernas. —La observó mientras se quitaba ambas prendas—. Lo más seguro es que pueda adaptar unas botas estándar para ti. Saldrá un poco más barato que si las hiciera a medida. Lo cierto es que tienes unas piernas bien formadas.

De pronto, recordó que Georgie era lesbiana.

—Gracias —repuso más bruscamente de lo que pensaba.

La joven se levantó y le brindó una descarada sonrisa.

—No te preocupes. No pienso violarte.

Ella se sonrojó

—Lo siento. No estaba pensando eso.

—Ese es el problema de los hetero —aseguró Georgie—, os pensáis que todos los gais son obsesos sexuales. —Comenzó a medirla con profesional eficiencia—. Yo no me pregunto cada vez que veo a una mujer qué tal será en la cama. Si ocurre algo, pues ocurre. Y por cierto, no eres mi tipo; me resultas demasiado femenina.

—No tengo nada contra los homosexuales —protestó ella.

—¿Tienes muchas amigas lesbianas? —la desafió la joven.

—Bueno, no lo sé —admitió ella—. No es algo que se vaya preguntando por ahí, ¿verdad?

—Esa es la cuestión —afirmó Georgie—. Nadie habla de ello, por eso la gente tiene esas ideas tan peregrinas sobre la homosexualidad. Te apuesto lo que quieras a que te avergonzaría presentarme como lesbiana a tus amigos. Es más, te apuesto lo que quieras a que no te atreves a entrar en un club para lesbianas.

Pensó en Bridget. Estuvo tentada a confiarle aquel hecho a Georgie, pero se preguntó si la joven sería discreta. Además ¿Bridget era realmente lesbiana o solo una profesional dispuesta a hacer lo que fuera por dinero?

—Pues claro que me atrevo.

—Claro... has estado en tantos... —se burló Georgie.

—Ni siquiera sabría dónde encontrar uno —replicó. Era cierto—. No es que haya una señal en la entrada que ponga «solo lesbianas», ¿verdad?

—Si yo te llevara a un club —le propuso la joven—, ¿vendrías? ¿Verías cómo se divierte la otra mitad? —Al ver que vacilaba, Georgie añadió—: no bailamos desnudas ni nada por el estilo, ni vamos pavoneándonos con grandes consoladores de caucho. No te llevaré a Cupboard, es demasiado especializado; te llevaré a un local con ambiente amistoso y agradable donde sirven copas decentes.

Ella sonrió.

—De acuerdo, ¿cuándo quedamos?

—Voy a tener que pasarme algunas noches trabajando —dijo Georgie—. Pero te daré mi número de teléfono. Llámame cuando puedas y organizaré algo. Si no me llamas sabré que te han surgido dudas. No me importará.

—¿Y qué pasa con tu novia? ¿No se pondrá celosa?

—No está aquí. —Georgie se rió—. Está haciendo un curso de administración. De todas maneras no le importaría. Eres hetero, ¿no es cierto? Y como ya te he dicho, no eres mi tipo.

Cuando desempaquetó el traje confeccionado por Georgie, a primera vista le pareció un vestido convencional, pero al fijarse más detenidamente se dio cuenta de que esa creación de cuero tan hermosa no era un diseño que se pudiera llevar por la calle. No tenía mangas y el cuello redondo llegaba mucho más abajo de sus pechos. Había unas delgadas cadenas con anillas cruzando el escote, y en esta ocasión sabía perfectamente dónde había que ponerlas.

El vestido apenas tenía espalda. Una faja de cuero formaba un delgado cinturón, con una tira que se colaba entre sus nalgas y acababa bifurcándose en otras dos finas tiras negras algo más abajo. Aquellas líneas negras enfatizaban sus curvas. En el frente de la falda, las correas estaban decoradas con diamantes, marcando la forma de los muslos.

El paquete contenía también unos guantes de cuero hasta el codo y unas botas. Estas eran ceñidas y se ataban desde los dedos de los pies hasta encima de las rodillas. Los tacones de aguja eran tan altos que, una vez que se las pusiera, tendría que andar de puntillas, aunque incluso así le resultaría difícil pues contaban además con unas elevadas plataformas con las que le resultaría casi imposible caminar. Eran mucho más exageradas que cualquier calzado que Sinclair hubiera dispuesto para ella. Cuando por fin terminó de atarlas y se puso de pie, le dio la impresión de que se caería hacia delante en cualquier momento y se preguntó si sería capaz de bajar las escaleras y caminar hasta el coche sin caerse. También se preguntó lo que pensaría quien la viera. Una vez más agradeció vivir en un bloque de apartamentos donde los vecinos pasaban los fines de semana en sus casitas de campo.

Practicó con las botas y le sorprendió darse cuenta de que, una vez que se acostumbraba a realizar los movimientos adecuados, podía caminar sin caerse de bruces o tropezar. Se veía obligada a dar pasos diminutos; como una geisha, pensó. Pero no era esa la comparación en la que quería pensar. Cuando recordaba a las geishas, no podía dejar de especular sobre lo bien que se lo había pasado Sinclair en Japón.

Lo imaginó con una hermosa chica vestida según las costumbres japonesas arrodillada a sus pies, quitándole los zapatos. Él estaba vestido con un kimono oscuro mientras seguía a la chica para darse un baño. Los vio juntos, desnudos. La joven le lavaba la espalda disimulando la risa. Más tarde estaban tumbados en un futón, haciendo el amor. Sinclair recorría el cuerpo de la joven con la boca y después era ella quien trabajaba expertamente sobre el suyo, deslizando los labios de arriba abajo por la rígida longitud de su pene hasta que el cuerpo de James comenzó a sacudirse con los espasmos del orgasmo. Al llegar a ese punto, la geisha cambió y se convirtió en Jade Chalfont, lo que le hizo darse cuenta de que aquellos pensamientos ya no eran una simple fantasía. Eran dolorosamente factibles. Un hecho que la irritaba y deprimía a la vez. Ni siquiera recordar la voz de Sinclair al teléfono arreglando un encuentro con ella le levantó el ánimo.

Sinclair paró frente a su casa en el minuto exacto y dio un bocinazo. Genevieve se puso el abrigo de piel sobre el vestido y bajó las escaleras, con aquellos tacones imposibles, sin demasiados problemas. Él la observó desde el asiento del conductor mientras se dirigía al coche.

—Espero que te hayas vestido correctamente —comentó. Ella abrió un poco el abrigo—. Muy bien —aprobó—. Date la vuelta.

Al principio de su acuerdo habría protestado, ahora ni se molestó. Las calles estaban desiertas. El Mercedes estaba parado bajo el foco de luz que proyectaba una farola.

—Levántate el abrigo —ordenó él bruscamente—. Ya sabes lo que quiero ver.

Tampoco ahora se molestó en discutir. Se giró y apartó el vuelo del abrigo a un lado, permaneciendo de pie con las piernas algo separadas. Casi pudo sentir el movimiento de sus ojos acariciándole la curva de las nalgas.

—Muy agradable —comentó él. Abrió la puerta del coche—. Entra.

Ella se acomodó a su lado mientras el Mercedes se alejaba ronroneando de la acera. Lo miró de reojo. Sinclair estaba tan apuesto como siempre, con un traje negro, aunque en esta ocasión llevaba debajo un polo de cuello cisne negro en lugar de la usual camisa blanca y la corbata de seda.

—¿Por qué soy siempre yo la que se tiene que vestir de manera especial? —preguntó.

—Porque yo pago el vestido —explicó—, así que creo que merezco poder lucirte. —Hizo una pausa—. ¿Quieres dejarlo?

—Claro que no —replicó con voz aguda.

Él se rió.

—Los negocios primero, ¿verdad? Como siempre. —Sinclair condujo en silencio durante algunos minutos—. Y has tenido suerte —añadió poco después—, iba a pedir a Georgie que confeccionara un auténtico corsé de sumisión. Entonces sí que habrías tenido algo de lo que quejarte.

—Pensaba que ya tenía uno —comentó ella. Observó el blanco destello de su sonrisa entre las sombras.

—Ese no es más que un disfraz —aseguró él—. Uno de verdad estaría hecho a medida. Te proporcionaría el tipo de cintura con la que siempre has soñado; una auténtica figura de reloj de arena. Tendría correas y hebillas para colgarte del techo y poder mantenerte inmóvil. Te moverías solo cuando yo te lo permitiera. Y sería muy incómodo. Estoy seguro de que te encantaría.

—¿Qué te hace pensar que me gusta estar incómoda?

—Te gusta sentirte indefensa —adujo él.

—Te aseguro que no.

—Y yo te aseguro que sí. Quizá no en la vida real, pero sí aquí, conmigo. ¿Acaso no has aprendido a aceptar y disfrutar de tu naturaleza sexual?

—Cuando estoy contigo, hago lo que me ordenas —explicó con serenidad—, porque en eso consiste nuestro acuerdo. Mi disfrute personal no entra en el pacto.

—¿Estás diciéndome que no has disfrutado? —se burló él—. Pues te felicito. Eres una actriz estupenda, desde luego me has engañado.

«Estoy actuando, sí, pero no es el tipo de actuación que tú crees. Actúo todo el tiempo fingiendo que no me importas; fingiendo que no es más que un asunto de negocios. Y te engaño. Soy una actriz mucho más consumada de lo que pensaba».

—¿Adónde vamos? —se limitó a decir.

—Prometí mostrarte un espectáculo de CC, ¿verdad?

—¿CC? —repitió.

—Castigo corporal —explicó—. Pero no te preocupes, en la tierra de la fantasía nadie sale lastimado. Por lo menos no mucho.

Sinclair detuvo el coche ante dos locales oscuros. Entre ellos había una puerta con una tenue luz que iluminaba el pequeño contorno de un perro.

—Espérame aquí —le indicó él—. Aparcaré al doblar la esquina.

Solo tardó unos minutos, el tiempo justo para que ella se pusiera la capucha. Una vez que tuvo la cara cubierta se sintió más cómoda. Ahora no podían reconocerla: era libre.

Sinclair insertó una tarjeta en una ranura y la puerta se abrió. Un pronunciado tramo de escaleras conducía hacia abajo, iluminado a intervalos por luces diseñadas para parecer antorchas. Ella movió cuidadosamente los pies, embutidos en las altísimas botas. Al pie de las escaleras había un vestíbulo que la sorprendió por su amplitud. Las paredes parecían de piedra y estaban decoradas con una variada colección de artilugios de sado que parecían más apropiados para una mazmorra de torturas.

Una jovial recepcionista, con un ceñido vestido de cuero, se hizo cargo de su abrigo. La joven ni siquiera echó una segunda mirada a su vestido, como si ver mujeres semidesnudas con la cara cubierta por una capucha de cuero fuera cosa de todos los días. Aunque a juzgar por la decoración de aquel club, allí quizá sí lo fuera.

Se volvió a tiempo de pillar a Sinclair observándola con una apreciativa mirada. Él tomó la cadena que conectaba sus pechos y tiró de ella, acercándola a su cuerpo.

—Esta vez la has puesto bien —aprobó con suavidad.

Su boca estaba muy cerca de la de ella, pero no la besó. Se limitó a rodearla con un brazo y deslizar la mano hasta su trasero. Ella sintió que le apretaba la nalga al tiempo que la impulsaba hacia las puertas que daban acceso al club.

Después de que sus ojos se acostumbraran a la oscilante luz de las falsas antorchas se dio cuenta de por qué la chica del vestíbulo no había parecido particularmente sorprendida por su vestimenta. Comparada con la de algunos de los clientes del club su ropa era casi convencional.

Había tres mujeres sentadas ante la barra, hablando. Una de ellas llevaba un vestido de cuero que exponía mucho más de lo que cubría. Sus dos amigas lucían sendos trajes que consistían únicamente en finas capas de correas entrelazadas sobre su cuerpo. Los zapatos que calzaban tenían unos tacones mucho más altos que los suyos y, para su sorpresa, ninguna se escudaba en el anonimato.

Sinclair se inclinó sobre la barra y pidió dos copas. Dos hombres con trajes tradicionales se acercaron al trío de mujeres y entablaron conversación con ellas. Las jóvenes se rieron y departieron amablemente. Si no tenía en cuenta aquellas extraordinarias ropas, podrían haber sido tres amigas disfrutando de una copa al salir de la oficina. Uno de los hombres se acercó más a la que lucía el revelador vestido, pero aunque demostró un palpable interés en ella, no hizo ademán de tocarla.

Un hombre con una bolsa de cuero cubriendo sus partes y botas de motero pasó junto a ellos; parecía buscar a alguien. A continuación apareció otro individuo que lucía un complicado arnés que mantenía su pene apretado contra el vientre en una posición que a ella le parecía muy incómoda. También llevaba anillas en los pezones, un collar de perro con púas y una capucha similar a la suya.

En la diminuta pista de baile, las parejas se movían de manera lánguida, muchas de ellas vestidas con cueros ceñidos. Una mujer tenía los tobillos unidos por una cadena. A pesar de la restricción, lograba contonearse y girar sensualmente al ritmo de la música. Si tropezaba, su compañero, embutido en un traje convencional, extendía la mano y la ayudaba a recuperar el equilibrio.

La mayoría de los hombres vestían de manera convencional, lo cual resultaba sorprendente teniendo en cuenta los extravagantes atuendos de las mujeres. También le resultó extraño que nadie mostrara un comportamiento manifiestamente sexual. A excepción de las vestimentas, aquel podría haber sido un pub típico de la élite londinense.

—Las botas de la dama son extraordinarias.

Una voz a su espalda la hizo dar un respingo. Se volvió y vio a un hombre maduro, atractivo y bien vestido, justo a su lado, sonriéndole.

—Señora, ¿me permite besárselas?

Tomada por sorpresa, se quedó muda. ¿Se trataba de una broma? Aunque el hombre parecía hablar en serio. Su actitud era casi ansiosa.

—Adelante —concedió Sinclair.

—Necesito el permiso de la dama —explicó el hombre.

—Ella le concederá autorización —sugirió él.

—Bueno, claro —anunció ella con torpeza.

—Gracias, señora.

El individuo se arrodilló frente a ella y comenzó a besarle la punta de la bota, inclinando la cabeza para pasar la lengua a lo largo del borde de la plataforma, lamiéndole los altos tacones. Ella se sintió algo avergonzada, y miró a su alrededor para ver si alguien los observaba. Una o dos personas los miraban, pero la mayoría de los presentes seguía hablando o bailando. El hombre que había comenzado a charlar con la chica del revelador vestido de cuero se había apartado con ella del grupo original y le había rodeado las caderas con el brazo para poder explorar con los dedos la hendidura entre sus nalgas. Era evidente por la expresión de la chica que no oponía ninguna objeción a la caricia.

Miró al hombre que seguía arrodillado a sus pies. Sus atenciones eran demasiado impersonales para resultar excitantes. No cabía la menor duda de que se sentía atraído por sus botas, no por ella. Pero de pronto tuvo una repentina imagen de Sinclair agachado ante ella en aquella posición de sumisión. Pensó que eso sí resultaba más interesante.

Se sorprendió por el rumbo que habían tomado sus pensamientos. Jamás se había sentido inclinada a dominar a un hombre, y siempre había pensado que no podría respetar a uno que la dejara hacerlo. Pero recordó cómo se sintió cuando Sinclair se hizo cargo de sus aventuras sexuales; el estado de ansiedad que suponía esperar con impaciencia no importaba qué nuevo juego. Quizá a los hombres también les gustara disfrutar en ocasiones de algo parecido.

La idea le habría resultado ridícula unos meses atrás. Pero aquello era un ejemplo más de cuánto había cambiado. De cómo la había cambiado Sinclair, ya fuera su intención o no. Un ejemplo más de su oculta personalidad sexual, que él había ayudado a llevar a la superficie.

Miró de nuevo al hombre arrodillado. La expresión de su cara reflejaba un auténtico placer erótico cuando lo vio aspirar el olor del cuero, adorar la forma del pie, la altura de los tacones. De repente, él se estremeció, cerró los ojos y entreabrió la boca mientras pequeños temblores orgásmicos le recorrían. Se le aferró por un momento a las piernas y luego, con un suspiro, se sentó en los talones y se levantó.

—Muy hermoso —aseguró—. Gracias. ¿Puedo invitarlos a una copa?

—Sí —aceptó Sinclair antes de que ella pudiera abrir la boca.

El hombre pidió unas bebidas y pagó; tras intercambiar algunas frases casuales, se dio la vuelta y desapareció.

—¿Sorprendida? —Sinclair sonaba divertido.

—Eso es decirlo suavemente —aseguró ella.

—Pues debías de saber que algunas personas se vuelven locas por los zapatos y las botas, en particular cuando tienen tacones de aguja.

—Imagino que sí —admitió—. Pero jamás había participado en una escena de ese tipo. —De repente se le ocurrió una idea—. ¿No tiene miedo de volver a encontrarme por ahí, en algún sitio, y que me acuerde de él?

—Lo cierto es que no. Una de las reglas tácitas de este local es la discreción. Por eso es tan popular; la gente se siente segura.

—¿Por eso vienes? —preguntó. Se sintió impulsada a añadir, «¿También has traído aquí a Jade Chalfont? ¿Es esta la clase de escena que la excita?».

—Soy socio —explicó él—, aunque no lo frecuento. Lo encuentro demasiado cursi. Me gustan más las fantasías espontáneas. —Sonrió de oreja a oreja—. Aun así, las de este tipo suele llevar semanas planificarlas.

Ella miró a su alrededor. Vio a una mujer enorme bebiendo y charlando con un grupo de amigas. Tenía los pies apoyados en la espalda de un hombre agachado frente a ella. Otro tipo controlaba a su acompañante con una correa anudada a un collar de perro. Y a pesar de las extrañas vestimentas y los todavía más curiosos comportamientos, se dio cuenta de lo que quería decir Sinclair al afirmar que el club le resultaba cursi.

Había un ambiente de decoro en toda la escena. Notaba una sensación de irrealidad en aquel mundo de fantasía que jamás había sentido al participar en los juegos eróticos de Sinclair. Intentó decidir por qué y se dio cuenta de que era porque en aquel club se anulaba el factor peligro. Con Sinclair siempre estaba implícita la emoción de lo inesperado. Un cierto miedo ante lo que podría pasar. Allí, sin embargo, todo era seguro. Pedías lo que querías con educación, no ocurría nada que no fuera solicitado; no había sorpresas. Todo resultaba muy civilizado.

La gente que ocupaba la pista de baile se dispersó de repente y ella notó que había un pequeño escenario contra la pared. Las cortinas negras que lo cubrían fueron corridas para revelar un marco cuadrado. Los focos brillaban sobre él, iluminando las cadenas de acero que colgaban en cada esquina.

Los murmullos de conversaciones se interrumpieron cuando dos personas surgieron de la multitud y se encaminaron hacia el escenario. Una era una mujer menuda cubierta con la típica indumentaria de BDSM: corsé, botas de tacón alto hasta medio muslo, correas y cadenas sobre su cuerpo. La seguía un hombre alto de torso bien musculado, de culturista, y la piel bronceada, brillante por el aceite. Llevaba una de aquellas bolsitas de seda que resaltaban su dotación sexual en vez de esconderla y una capucha negra que le hacía parecer un verdugo de la época isabelina. Además llevaba en la mano un látigo flexible adornado con incrustaciones de plata.

Ella miró a Sinclair.

—¿Es esa la pareja de profesionales que me prometiste? —preguntó.

—Lo único profesional es la actitud —repuso él—. Aquí nadie cobra nada. —Había un sesgo de sonrisa en sus labios—. A diferencia de ti, Genevieve, todos lo hacen por amor al arte.

—Son necesarias dos partes para cerrar un acuerdo —puntualizó—. El nuestro fue idea tuya, ¿recuerdas? Y también son tuyos los términos.

Él no respondió y ella volvió a concentrarse en el escenario. Esperó a que la mujer vestida de cuero fuera encadenada al marco pero, para su sorpresa, fue el hombre quien se dio la vuelta, se arrodilló y ofreció a su pareja el látigo, inclinándose en una reverencia que era un claro gesto de sumisión.

Mientras la mujer se pavoneaba sobre la tarima, golpeándose las botas con el látigo, dos voluntarios del público encadenaron al hombre en el marco de cara a la pared, cerrando los grilletes en sus muñecas y tobillos. La mujer se acercó y dijo algo al hombre que ella no pudo escuchar. Él respondió, haciéndola reír. La vio dar un paso atrás, curvar el látigo entre las manos y golpearse de nuevo una bota.

El hombre, que esperaba que el golpe cayera sobre él, se estremeció antes de tiempo. El público contuvo el aliento al unísono. Ella hizo una pausa para acariciarle las nalgas suavemente con el látigo. Otra vez, él se estremeció de impaciencia. Los presentes se mantuvieron en silencio, como si estuvieran observando una función de teatro, y ella pensó que de alguna manera de eso se trataba.

A la tercera, el látigo aterrizó en serio, dibujando una brillante línea en la musculosa espalda del hombre. Él tembló, agitando el marco. Siguieron tres latigazos más en rápida sucesión, y cada uno de ellos dejó una larga marca.

Entonces el marco comenzó a girar muy despacio. La mujer lo siguió como si exhibiese a su víctima ante la audiencia. Cada vez que el látigo aterrizaba, el hombre sacudía con fuerza las caderas como si estuviera sometido a fuertes dolores de pasión sexual. La mujer no se contuvo; lo castigó con entusiasmo, pero no cabía duda de que el hombre disfrutaba del tratamiento. La erección se hinchó en la pequeña bolsita y, cuando comenzó a suplicarle que parara, su voz no contenía demasiada convicción.

Sinclair se terminó su copa. A ella le resultó difícil decidir si realmente estaba disfrutando de la fantasía que se desarrollaba ante ellos; la atravesaban reacciones contradictorias. Por un lado se preguntaba si podría azotar a Sinclair de esa manera, aunque por otro estaba segura de que no se sentiría cómoda humillándolo en público. Además sabía que aquello era algo que él tampoco permitiría. Pero ¿y en privado? No lo sabía. Le parecía que era llevar el tema de la dominación demasiado lejos. Suponía un cambio de papeles demasiado drástico —y casi antinatural— aunque se dio cuenta de que muchos hombres lo encontrarían estimulante.

Sin embargo, cuando pensaba en Sinclair con Jade Chalfont en Japón, quizá protagonizando una de esas lentas y sensuales imágenes que tan excitantes le parecían, se sentía mucho más receptiva ante la idea de infligir tal castigo. De repente, pensar en Sinclair casi desnudo y encadenado a aquel marco le parecía muy atrayente. Intentó imaginarlo con una pequeña bolsita albergando su sexo y volvió a ser consciente de que jamás lo había visto completamente desnudo. Había sentido el movimiento de sus músculos bajo las manos cuando la apretaba contra su cuerpo, sosteniéndola en el baile amoroso, pero nunca había podido hacer un completo reconocimiento visual. ¿Podría disfrutar alguna vez de tal placer? Lo dudaba. Él parecía renuente a desnudarse para ella.

La pareja del escenario completó su ritual. La mujer soltó las cadenas y dejó caer el látigo. El hombre se arrodilló y lo besó. Luego se puso de pie y cubrió los labios de la mujer con los suyos, consiguiendo con el gesto que ella se riera y le diera una palmada en la espalda. Él se estremeció y ella volvió a reírse. Bajaron juntos del escenario y volvieron a verse rodeados por la gente, que había comenzado a bailar en cuanto la música volvió a sonar por los altavoces.

Genevieve se dio cuenta de que, a pesar de todas sus dudas, la escena la había hecho sentirse sexy. Sinclair estaba sentado en un taburete y apoyado en la barra y, siguiendo un impulso, lo tocó. Estaba semierecto, pero no duro. Era evidente que el despliegue del escenario había tenido en él un efecto limitado.

—Una de las reglas de este lugar es preguntar siempre antes de tocar —dijo él.

Pero no se apartó. Ella le masajeó con suavidad pero con firmeza, y sintió que el miembro crecía bajo su mano. Mientras continuaba tocándolo, no podía creerse de verdad que estuviera comportándose así en público... y disfrutara haciéndolo. Él la observaba con sus ojos oscuros.

—Estás excitada, ¿verdad? —le preguntó con suavidad.

—Un poco —confesó—. ¿Y tú?

Él bajó la mirada a la mano que seguía moviéndose sobre su miembro.

—¿Tú qué crees?

—Que esto te excita más.

Se apartó de ella.

—Sí, mucho más. Y demasiado rápido.

Ella trató de tocarlo otra vez y, aunque él procuró evitarlo, no pudo conseguirlo y lo atrapó sin apenas intentarlo. Él gruñó en señal de protesta.

«Esto por haberte ido a Japón con Jade Chalfont».

—En realidad este número ha sido un poco flojo —comentó él—. Algunas personas lo encontrarán incluso demasiado suave. Hay entretenimientos más especializados si así se desea. —Se levantó—. Ya verás.

La guio a través de la pista de baile hacia el vestíbulo. La animada recepcionista seguía allí.

—Queremos privacidad —solicitó él.

Ella se giró hacia la pared y tomó una llave allí colgada. Se la tendió.

—La mazmorra está libre en este momento, pero solo pueden usarla durante una hora. Estará ocupada el resto de la noche.

—Una hora está bien.

Tomó la llave y la condujo por un estrecho pasillo hasta una pesada puerta con herrajes metálicos. Sinclair la abrió y, en cuanto lo hizo, las luces se encendieron en las falsas antorchas que había en las paredes. Ella dio un paso hacia el interior y la puerta se cerró de golpe.

La estancia tenía los muros de piedra y carecía de ventanas. El aire era frío. Contó tantos artilugios que no supo a cuál mirar primero. Había un potro de tortura medieval, para estar sentado o de pie, un banco de azotes, un potro acolchado de extraña apariencia con cadenas y grilletes. Vio también varios bastidores metálicos de gran tamaño donde, evidentemente, se amarraba a los sumisos en una variada colección de posiciones incómodas. Incluso había una complicada silla que parecía estar conectada a un enchufe.

No faltaban los ganchos en el techo y en las paredes, ni soportes de los que colgaba un gran surtido de látigos. Ella recorrió la mazmorra mirando y tocando, intentando decidir por qué alguien podía encontrar aquello excitante.

—¿Te gusta?

La voz de Sinclair la sobresaltó. Casi se había olvidado de que él estaba allí. Tuvo el horrible presentimiento de que él pretendía utilizar con ella algunos de aquellos horrores.

—No —aseguró—. En absoluto.

—Mucha gente lo encuentra excitante.

—¿Tú también? —indagó.

—No. Yo no necesito ayuda de este tipo.

Tomó un látigo del soporte de la pared y se lo enseñó. A ella le sorprendió ver que las tiras de cuero acabaran en pedazos de hueso y metal. Él hizo restallar el látigo de repente, haciendo un estremecedor sonido.

—Esto está pensado para provocar dolor —le explicó.

—Todo lo que veo aquí dentro sirve para eso —replicó ella.

—Depende de la seriedad con que lo uses. —Devolvió el látigo a su lugar—. Pero sí, tienes razón. —Se volvió hacia la puerta—. Venga, regresemos.

Estaba más que dispuesta a salir de allí. La había deprimido. Le recordaba demasiado los cuadros de Ricky Croft y ciertas tendencias sexuales que no comprendía. Se alegraba mucho de que Sinclair no pareciera interesado en las atracciones que había en la mazmorra.

Sinclair la esperó mientras se ponía el abrigo de piel en silencio, luego la siguió escaleras arriba. Ya en la calle, la tomó del brazo.

—El coche está justo al doblar la esquina. —Los tacones de aguja resonaron en el pavimento mientras caminaba a su lado, viéndose obligado a dar dos o tres pasos por cada uno de los de él. Cuando llegaron junto al Mercedes, él le abrió la puerta y ella se sentó en el asiento del copiloto. En el momento en que Sinclair ocupó su lugar tras el volante, ella se quitó la máscara y se ahuecó el pelo.

—Parecías aliviada al ver que salíamos de la mazmorra —comentó él. Notó cierta diversión en su voz—. ¿Creías que había planeado una sesión allí dentro?

—Pensé que era posible, sí —admitió.

—¿Y cómo habrías reaccionado?

—Tenemos un pacto —replicó—. ¿Recuerdas?

—¿Cómo voy a olvidarlo? —repuso bruscamente. Se giró hacia ella y su cara quedó a pocos centímetros de la de ella—. Así que veamos cómo actúas.

Ella intentó abrazarlo pero Sinclair le apartó las manos y llevó los dedos a su pelo, retorciéndoselo para obligarla a inclinar la cabeza.

—Eso es —la instruyó con voz ronca.

—Es ilegal en un coche —protestó con timidez.

—Solo si te atrapan. Venga.

Ella bajó más la cabeza, le abrió la cremallera de los pantalones y lo tomó en la boca, deslizando los labios por toda la longitud. Notó cómo se endurecía. La posición no era precisamente cómoda y él la sujetaba por el pelo dirigiendo sus movimientos, a ratos con fuerza y a ratos con suavidad, arqueando las caderas hacia arriba para asegurarse de que no perdían el contacto.

—Eso es —murmuró él en voz tan baja que apenas podía oírlo—. Es muy bueno. Es casi tan bueno como cuando estoy dentro de ti; jodidamente bueno.

Pasó el borde de los dientes por la sensible piel del pene, luego dio un toquecito al glande con la punta de la lengua y él gimió.

—Hazlo despacio —le rogó él—. Repítelo otra vez. Haz eso con la lengua, por favor.

Por primera vez consideró que él no tenía el mando. La necesitaba. O quizá solo necesitaba sexo. ¿Era una estupidez pensar que eran su boca, sus manos o su cuerpo lo que lo excitaba? Podría haber sido cualquiera. Jade Chalfont, que sabía hacer girar esa espada; una geisha; cualquiera de las docenas de mujeres con las que habría hecho el amor en su vida...

Como siempre, pensar en que él estaba con otra mujer la puso furiosa. En lugar de acariciarle lentamente, prolongando su placer, apuró el ritmo. De repente, notó sus manos retirándola.

—He dicho que despacio —advirtió con severidad—. ¿O todavía no has aprendido a obedecer órdenes?

La obligó a recostarse en el asiento y se cerró la cremallera. Ella lo miró de reojo, observando su perfil a contraluz del alumbrado público. Su cara quedaba a oscuras. A pesar de la intimidad que acababan de disfrutar, seguía siendo un desconocido. Todavía no lo comprendía. Él giró la llave y el motor volvió a la vida con un ronroneo.

Sabía que él trataba de mantener bajo control su temperamento y la sorprendió notar que, en lugar de llevarla a casa, se dirigía a su propio hogar. Otra vez tuvo que subir con torpeza unas escaleras, tambaleándose sobre los altísimos tacones. Él la dejó entrar en el vestíbulo y señaló la primera puerta.

—Pasa ahí dentro y desnúdate —le ordenó bruscamente—, pero déjate puestos los guantes y las botas.

La estancia olía como recordaba, a cuero y cera, un erótico aroma masculino. Había una mesita al lado de uno de los sillones y un taburete acolchado de forma cuadrada con patas bajas. Se quitó el vestido de cuero muy despacio. Cuando estuvo cubierta solo por los guantes y las botas, se dio cuenta de que debía de parecer una prostituta. Caminó alrededor de la sala y los tacones repicaron en el suelo de madera. Se sentó en el sillón, se apoyó en el respaldo y cerró los ojos para recordar la sensación de tenerlo en la boca. Pensó en cómo se sentiría al pasar los labios por todo su cuerpo, demorándose allí donde provocara una reacción.

—Levántate. —La voz de Sinclair la arrancó de su ensueño. Él se había despojado de la chaqueta y parecía algo siniestro con el jersey de cuello alto y los pantalones negros—. Ahí, Genevieve —le indicó el taburete acolchado. Ella se sentó pero él negó con la cabeza. Una sonrisa curvó sus labios por un momento—. Tiéndete encima con las piernas algo separadas —ordenó.

Ella obedeció sintiendo que perdía parte de su dignidad. En esa posición no podía verlo, pero sí podía oír todos sus movimientos. Oyó que abría y cerraba un cajón antes de acercarse a ella y arrodillarse para atarle las muñecas a las patas del taburete con un grueso cordón de seda.

—Obediencia. Esa es la razón por la que debes recordar no moverte.

El problema no era que estuviera incómoda en esa posición, había apoyado las rodillas en una de las gruesas alfombras y no estaba tan mal. El problema estribaba en que era una situación humillante. Podía oír cómo se movía Sinclair, pero no podía verlo. Oyó el tintineo de una copa e intentó retorcer la cabeza para ver algo, pero el taburete se lo impidió. Estaba segura de que él estaba mirándola y el mero pensamiento hacía que le resultara muy difícil conservar la calma.

De pronto oyó sus pasos atravesando la estancia. La puerta se abrió y cerró con un sonoro clic; la había dejado sola. Tiró de las muñecas atadas. Probablemente habría conseguido liberarse si lo hubiera intentado, pero esperó. Transcurrió tanto tiempo que comenzó a considerar más en serio la posibilidad de soltarse.

Cuando él regresó por fin, lo hizo acompañado de un tintineo de vasos y cubiertos. Aunque no podía ver nada, supo que él había dejado en el suelo una bandeja junto al sillón. Esperó que la desatara, pero solo escuchó el susurro del cuero cuando se sentó y el gorgoteo de un líquido al ser vertido en un vaso; imaginó que sería vino. Luego, el sonido de un cuchillo al cortar...

—Quédate quieta —ordenó él cuando ella intentó retorcerse.

—Estás comiendo.

—Qué perceptiva, Genevieve.

—¿No se te ha ocurrido pensar que yo también podría tener hambre?

Él se levantó y se acercó a ella con pasos sordos en la alfombra. Vio sus zapatos de brillante piel, hechos a mano, a pocos centímetros de su cabeza. Un trozo de pollo cayó al suelo, a su lado. Si se estiraba hacia delante podría cogerlo con los dientes.

—Si es así, come.

Ella contuvo una réplica. El pollo permaneció donde estaba.

—Parece que, después de todo, no tienes tanta hambre —observó él.

Recogió la comida y regresó al sillón.

—Está muy sabroso —comentó al cabo de unos minutos—. No sabes lo que te pierdes.

A esas alturas, las botas de cuero comenzaban a oprimirle las rodillas e intentó estirarse.

—Quieta —dijo él.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Hasta que esté preparado para ti —explicó—. Y mantén las piernas separadas, quiero ver lo que voy a disfrutar después.

¿Cuánto tiempo después? Comenzaba a tener calambres en las piernas y notaba leves pinchazos en los brazos. Volvió a escuchar el tintineo de la botella de vino. A pesar de que sus órdenes eran que se quedara quieta, se retorció llena de furia.

—¿Tienes sed? —preguntó él educadamente. Notó que se acercaba de nuevo a ella, un leve tintineo y al rato apareció un platito con vino en el suelo, junto a su cabeza—. Bebe.

—¿Si no lo hago considerarás que el acuerdo está roto? —preguntó entre dientes.

—Claro que no —repuso con ligereza—. Solo trato de ser un buen anfitrión.

Estuvo tentada de beber a lengüetadas, pero su orgullo le impidió hacerlo. Al cabo de un momento él recogió el plato.

—¿Cuánto tiempo serías capaz de mantenerte firme, Genevieve?

—¿Quieres decir que no vas a intentar enterarte? —lo desafió.

Él se rió por lo bajo.

—Tengo la sensación de que eres más fuerte y terca de lo que pareces. Ojalá yo fuera un señor feudal del Medievo y tú una doncella rebelde, ¿te das cuenta de lo interesante que podría resultar? Podría mantenerte cautiva durante días; semanas; meses... hasta que, por fin, hicieras cualquier cosa que te pidiera. Acabarías suplicando que te pusiera un plato con agua y comida como a un gatito.

Ahora él estaba muy cerca. Notó sus dedos en el trasero, primero acariciándolo con suavidad, luego con creciente intensidad y presión. Cuando aquella mano comenzó a ejercer su magia, Genevieve se olvidó de cualquier incomodidad previa. Él se arrodilló detrás de ella y subió las manos por su cuerpo hasta comenzar a masajearle los pechos. Sintió la suave lana del polo, la dureza del torso musculoso contra la espalda y la protuberante erección entre las nalgas.

Sinclair bajó las manos para acariciarle entre las piernas, buscando con un dedo el pequeño y húmedo brote que protegían sus pliegues. Pronto abandonó su sexo para encontrar de nuevo sus pechos y pellizcarle los pezones hasta ponerlos enhiestos. La besó con suavidad en la nuca antes de clavarle los dientes en la piel.

—Ahora me deseas, ¿verdad? —Su aliento era suave contra el cuello—. Bueno, pues tendrás que esperar a que esté preparado. Y me gusta que me supliques, recuérdalo.

Ya no le parecía tan incómodo estar atada. Ahora la sensación de estar indefensa era deliciosa y excitante. Él llevó otra vez la mano hacia abajo y comenzó a acariciarle el clítoris, ya hinchado y palpitante. Situó la yema del dedo justo sobre la sensible punta y presionó contra el pubis, llevándola al frenesí con un exceso de intensos movimientos circulares. Ella gimió sin control.

—Pídemelo —murmuró él—. Suplícame. ¿Quieres que te folle? Ruégamelo.

—Fóllame —gimió, contorsionándose debajo de él.

—Dilo otra vez.

Ella lo repitió con más fuerza. Y otra vez. Lo repitió con frustración una y otra vez hasta que él estuvo satisfecho. Entonces se bajó la cremallera con rapidez y la penetró hasta el fondo, desencadenando unas imparables oleadas de placer que la estremecieron de pies a cabeza. Las embestidas se volvieron cada vez más incontroladas. Ella alcanzó el orgasmo de golpe y se dejó llevar por el intenso clímax. Cuando su cuerpo dejó de temblar y se relajó, se percató de que él seguía sobre ella, abrazándola, aunque ya no estaba en su interior.

—¿Ha estado bien, verdad? —La voz de Sinclair era baja e íntima.

Ella murmuró cualquier cosa, temiendo no ser capaz de articular palabra.

—Ha estado muy bien —dijo él.

Se dio cuenta de repente de que eso era lo más cerca que habían estado el uno del otro. Aquel afecto prolongado en el que él la cubría con su cuerpo era delicioso e íntimo. Quería que durara lo más posible, pero él rompió el hechizo cuando se incorporó. Al instante le soltó las muñecas y la ayudó a levantarse. Ella sintió una pena inmensa.

—Tómate una copa de vino antes de que te lleve a casa.

Cuando se sentó en el coche, todavía era consciente de aquella sensación. Era como si su relación hubiera cambiado, pero él no parecía sentir lo mismo.

—No queda mucho tiempo, Genevieve. —Sonaba cínico y a la vez divertido—. ¿Crees que llegarás hasta el final?

—He llegado hasta aquí.

—Puede ocurrir cualquier cosa.

Se preguntó qué se suponía que quería decir con esas palabras mientras entraba en su piso. Habían parecido casi una advertencia.

Una nota en su agenda recordó a Genevieve su conversación con Georgie. Se sentía indecisa; no sabía si llamarla. ¿Realmente quería pasar la velada en un club de lesbianas? ¿Disfrutaría la experiencia? De pronto recordó que, salvo sus citas con Sinclair, no había salido ni una sola noche desde hacía meses. Quizá le sentara bien relajarse, charlar y tomarse una copa de vino, y no pensar en el acuerdo de noventa días. Llamó a Georgie, que pareció muy contenta, y acordaron dónde se encontrarían.

—Iremos a Goldie —explicó Georgie—. Me temo que es imposible aparcar, ¿puedes ir en taxi?

Gracias a las detalladas instrucciones de su amiga, Genevieve encontró Goldie sin problemas. Georgie llegó casi a la vez en otro taxi. La entrada al club se encontraba al pie de una pronunciada escalera de piedra, con una discreta señal en el exterior. Una enorme segurata las saludó con la cabeza sin mostrar ninguna expresión en la cara.

—Goldie es la propietaria —le dijo Georgie—. Entenderás lo mucho que le pega el nombre cuando la conozcas.

Georgie mostraba sus talentos a cada paso que daba. Los pantalones de cuero eran muy ceñidos y los acompañaba de una cómoda camiseta blanca. Ella misma se había puesto un pálido vestido sin mangas, sencillo pero a la última.

El club estaba iluminado por lámparas de pared que emitían sombras multicolores. Flotaba en el aire una canción de Smoochy y varias mujeres bailaban en la pista, que estaba rodeada por mesas. Unas divisiones de madera ofrecían a los ocupantes cierta privacidad. La barra se hallaba situada contra una de las paredes, atendida por un sonriente y atractivo joven. Solo cuando se acercó y habló con él se dio cuenta de que el joven era, en realidad, una mujer.

—Hola, Jan —saludó Georgie—. Te presento a una amiga; jamás había estado antes en un club de tortilleras.

Jan asintió con la cabeza, pero no pareció ofenderse por la descripción que había hecho Georgie del club. Ella, sin embargo, se sintió torpe y se alegró cuando pudo esconderse entre las sombras de una de las mesas pegadas a la pared.

—Pensaba que tortillera era un insulto —comentó.

—Depende de quién lo diga —repuso Georgie—. Quería indicarle a Jan, de la manera más educada posible, que eres hetero. De otra manera se te habría acercado en cuanto hubiera podido para intentar ligar contigo.

—¿Por qué sabes que soy su tipo? —preguntó.

—Porque le gustan todas las mujeres guapas —explicó. Alzó la cabeza—. Mira, allí está Goldie.

Había una mujer enorme tras la barra hablando con Jan. Dejando a un lado su extraordinario tamaño, llamaba la atención por la ingente cantidad de joyas de oro que llevaba encima. Los pendientes colgaban hasta los hombros, los dedos apenas se veían por la cantidad de anillos, las cadenas le cubrían el escote y las pulseras llegaban casi hasta el codo. Imaginó que si todas esas chucherías fueran realmente de oro, Goldie debería estar dentro de una caja fuerte a buen recaudo.

—Son auténticas —confirmó Georgie cuando le preguntó.

—¿No le han robado nunca?

Georgie encogió los hombros.

—Si le preguntaras a Goldie, su respuesta sería: «como viene se va». Le encanta lucir todas esas joyas y no creo que se plantee nada más allá. Pero no te preocupes, rara vez sale de aquí. El lugar está casi blindado y además está Billie.

—¿Billie?

—La has visto al entrar, en la puerta —explicó Georgie—. Nadie puede acceder al local a menos que Billie lo permita. De hecho, tú no habrías entrado si no vinieras conmigo.

Recordó a la gruesa segurata.

—¿Son...? ¿Son amantes? —preguntó.

Georgie sonrió.

—No. Solo amigas y socias en el negocio. No sé si lo sabías, pero las lesbianas pueden ser solo amigas entre sí.

—Oh, ya basta... ¡no seas tan susceptible!

La música cambió por otra más rápida. Las mujeres comenzaron a moverse con más velocidad.

—Las cosas se ponen interesantes más tarde —comentó Georgie—. Por eso te he traído a esta hora. No quería que te avergonzaras.

—¿Te refieres a que las orgías son más tarde? —se burló, sonriendo.

—En efecto —siguió la broma Georgie—. Para esas horas, Billie no te deja entrar a no ser que lleves un consolador de treinta centímetros en el bolso.

Se recostó y disfrutó de la bebida. Dos mujeres más se dirigieron a la pista de baile. Estaban vestidas con camisetas y faldas, pero se movieron con un cuidado equilibrio, como si fueran estudiantes de ballet, interpretando el ritmo de la música con una serie de movimientos sinuosos que las hacían girar lentamente una alrededor de la otra sin llegar a tocarse. Era elegante y teatral. Estaba tan fascinada observándolas que no percibió a los dos nuevos clientes hasta que una carcajada de Goldie reclamó su atención. Se inclinó hacia delante y miró fuera del cubículo de madera.

Había un hombre y una mujer de la mano. Ella parecía una modelo; figura envidiable, vestido revelador por encima de la rodilla. Poseía el tipo de pelo rojo que nadie era capaz de obtener de un tinte y le caía en cascada sobre los hombros, en brillantes ondas. El hombre parecía cómodo con un elegante traje oscuro. Era él quien hablaba con Goldie, pero mantenía la mano posesivamente sobre el trasero de la pelirroja. Mientras los observaba, notó que masajeaba las curvas de las nalgas de su compañera. Y no solo estaba segura de que era un hombre, además sabía su nombre: James Sinclair. Se echó hacia atrás con tanta rapidez que Georgie la miró sorprendida.

—¿Qué ocurre?

—Pensaba que no se permitía la entrada de hombres.

—Claro que pueden entrar —aseguró Georgie—. Los que suelen venir son gais, pero a menos que Billie los conozca tienen que entrar acompañados de un socio del club. No vienen demasiados heteros. La mayoría solo quieren ver cómo son las extrañas mujeres a las que no les gustan las pollas, pero este no es un club para mirones lascivos. ¿Por qué lo preguntas? ¿A quién has visto? —Miró con atención fuera del cubículo—. ¡Oh!, esa es Marsha. Es actriz, modelo, o algo por el estilo. No sé quién es el hombre que la acompaña. —La miró—. ¿Lo conoces?

—Er... sí. —Sintió que debía admitirlo—. Aunque no demasiado bien —añadió con rapidez—. Lo conozco del trabajo. No quiero que me vea.

—Tranquila. Recuéstate y no te verá.

Era lógico que Georgie no conociera a Sinclair. Lo más seguro era que él le hubiera transmitido todas sus indicaciones por teléfono. Pero ¿qué estaba haciendo en ese lugar con una mujer tan arrebatadoramente guapa como aquella? Era evidente por la manera en que la acariciaba —y la forma en que ella reaccionaba— que eran más que buenos amigos.

—Estoy segura de que la tal Marsha no es lesbiana —observó con acritud.

—Lo es en ocasiones. —Georgie la miró y sonrió—. Marsha es bi. ¿Quieres que te la presente?

—Claro que no —se apresuró a decir con aire remilgado.

Jugueteó con la bebida, pero al cabo de un rato volvió a echar una mirada fuera del cubículo. Goldie se había desplazado por la barra y hablaba con otro cliente, Jan servía una copa y Sinclair estaba inclinado hacia Marsha mientras le susurraba algo al oído, haciéndola reír. Entonces él alzó la pesada catarata de brillante pelo rojo y realizó un movimiento con la cabeza, haciendo que la modelo se contoneara encantada. Fue obvio que él tenía la lengua dentro de su oreja, indagando y acariciándola; besándola mientras apretaba la mano contra su trasero para acercarla más a él.

—¡Eh, vosotros dos! —les regañó Goldie desde el otro extremo de la barra—. ¿Por qué no os buscáis una cama?

Escuchó que Sinclair se reía.

—Buena idea —dijo él—. Venga, cielo. Vámonos.

Abandonaron juntos el local. Mientras los observaba se dio cuenta de que estaba furiosa... y celosa. Primero Jade Chalfont y ahora aquella pelirroja bisexual. O quizá Jade y Marsha —o cualquiera que fuera su nombre real— a la vez. ¿Y quién más? Permaneció allí, silenciosa y enfadada. De pronto recordó los artilugios de tortura del club de BDSM y la idea de encadenar a Sinclair a uno de ellos, o a un banco de azotes, le resultó realmente atractiva.

—¡Eh, relájate! —Georgie le tocó el brazo—. Así que te gusta pero él no se ha dado cuenta de que existes. No te preocupes, aún está a tiempo de hacerlo. Pero aunque no lo haga, no es el fin del mundo. Ya tienes novio, ¿verdad?

¿Lo tenía? No. Solo era una más de la larga lista de compañeras de juegos del señor James Sinclair.

¿Qué pensaba hacer él esa noche con la pelirroja? ¿Qué estaba haciendo en ese preciso momento? ¿Conduciría el Mercedes al tiempo que le comunicaba lo que había planeado? Quizá estaban en el asiento trasero de un taxi y pasaba los dedos por la lisa piel del interior de los muslos de Marsha, buscando el cálido núcleo que había más arriba; tentándola a separar las piernas mientras el taxista, ignorante de lo que ocurría detrás, conducía el vehículo hacia el desconocido destino que Sinclair hubiera pensado.

¿La llevaría a su casa? ¿Marsha haría un striptease para él? ¿La desnudaría él mismo? Quizá la actriz acabaría desnuda, atada a la puerta, mientras Sinclair la examinaba con aquella posesiva, atractiva, indignante y algo cínica sonrisa que esbozaba al tiempo que decidía qué parte de su cuerpo estimular primero. El mero pensamiento consiguió que se mojara. ¡Lo odiaba! ¡Odiaba a Marsha! Se tragó de golpe el resto de la bebida y dejó la copa sobre la mesa.

—No te lo tomes así, ¿vale? —intentó tranquilizarla Georgie.

—No me lo tomo de ninguna manera —replicó—. Apenas lo conozco.

—Si me gustaran los hombres —reflexionó Georgie—, creo que me pirraría por tipos como ese. —La miró de reojo—. Pero no me haría cruces por él, aunque tampoco lo hago por ninguna mujer, la verdad.

—Bueno, a mí me gustan los hombres —aseguró ella—. Y definitivamente no pienso pirrarme por él.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Georgie inocentemente—. Acabas de decir que apenas lo conoces.

—Ya ves cómo es. ¡Un mujeriego engreído! ¡Un cerdo machista!

La noche se había echado a perder. Intentó olvidar el asunto pero le resultó imposible. Georgie intentó entretenerla contándole divertidas anécdotas, pero acabó interrumpiéndola. Al final dejó a Georgie con sus amigos y tomó un taxi para volver a casa.

Intentó olvidar lo que había visto, probó a relajarse en un baño caliente, que no la relajó en absoluto y después se puso a ver una película. Por desgracia, el protagonista se parecía vagamente a Sinclair y apagó el televisor.

Se sentía furiosa con Sinclair por afectarla de esa manera, y enfadada consigo misma por permitirlo. Sabía que no tenía ningún derecho sobre él, jamás había mencionado que su acuerdo fuera exclusivo mientras durara. Él jamás le había dicho que no quedaría con otras mujeres durante el tiempo que saliera con ella. Y tampoco le había dicho a ella que no se viera con otros hombres. Estaba segura de que con tal que estuviera disponible cuando la reclamara, le importaba un pimiento lo que hiciera en su tiempo libre.

Y a pesar de lo enfadada que estaba, se dio cuenta de que quería que le importara. ¡Ojalá le partiera un rayo! ¿Qué demonios estaba haciendo en un club de lesbianas con una pelirroja bisexual? ¿Qué demonios estaría haciendo en ese momento? Notó que temblaba de indignación al imaginar su boca deslizándose por el cuerpo de Marsha, explorándola con las manos y probando diferentes maneras de excitarla.

Quería que estuviera allí con ella. Deseó que hubiera entrado mientras estaba en la bañera y sumergiera los dedos en el agua espumosa en busca de su cálida piel, resbaladiza dentro del líquido perfumado. Imaginó la sensación que le provocarían sus manos en el cuerpo, en la columna, al acariciarle los pezones el tiempo suficiente para excitarlos antes de deslizarse entre sus piernas.

Quería que se desnudara y la acompañara. Sentir su piel junto a la de ella, su dura erección presionando contra las nalgas, conteniéndose mientras cubría su cuerpo de espuma. Imaginó el brillo de su piel bronceada bajo la cascada de agua, con su miembro erguido hacia ella. Deseaba jugar con él, acariciarle los testículos con suavidad e incluso albergarlo en su boca, excitándolo cada vez más antes de que él la tomara en brazos y la llevara a la cama.

No era más que una idiota romántica porque eso jamás ocurrirá. Ella estaba pensando en una relación de amantes, pero James Sinclair no era su amante. Era un cliente, una cuenta publicitaria, y ella sólo era un pasatiempo para él. Vender y comprar, eso era todo. Se utilizaban el uno al otro. Lo único que había entre ellos era un acuerdo de noventa días.

«Y mi utilidad se está acabando», se dijo. «James Sinclair ya me está buscando una sustituta».

Comenzó a preguntarse si volvería a tener noticias de Sinclair, incluso si volverían a verse. Pero al cabo de unos días llegó un mensajero con un pequeño paquete y un gran sobre blanco. La caja contenía un largo cordón de seda y el sobre una invitación:

Está cordialmente invitada a una celebración.

Obligatorio el uso de disfraz y máscara para todos los invitados.

La dirección era Hilton Hall, Essex. La fecha, el 30 del mes en curso; el día que terminaba su acuerdo con Sinclair.