2
—¿Cómo va tu asuntillo con el señor Sinclair? —George Fullerton estaba parado frente al escritorio de Genevieve.
—¿Mi asuntillo? ¿Qué asuntillo? —Había estado concentrada en su trabajo y la respuesta sonó más aguda de lo que quería.
—Bueno... quizá no sea esa la palabra adecuada. —Fullerton se apoyó en la mesa. Llevaba un clavel rojo en el ojal—. La cosa es que me dio la impresión de que te llevabas muy bien con él en la última reunión. Me pregunto por qué no hemos vuelto a verlo.
Ella observó a Fullerton y apoyó la barbilla en los dedos.
—¿Qué estás insinuando exactamente con eso de que me llevo bien con él, George? —le preguntó con dulzura.
Fullerton tuvo el detalle de parecer incómodo.
—Pensaba que quizá la relación entre vosotros había adquirido un cariz más personal.
Revisó su opinión sobre George Fullerton. Al parecer era mucho más observador de lo que pensaba. Debía haber percibido lo incómoda y excitada que se encontraba cuando interrumpió la poco ortodoxa inspección a la que estaba siendo sometida por James Sinclair.
—El señor Sinclair es un hombre atractivo —indicó ella—. No voy a negar que intercambiamos algunos cumplidos; es bueno para el negocio. Pero eso fue todo.
—Muy bien —intervino Fullerton antes de hacer una pausa—. ¿Quieres un consejo?
Ella sonrió.
—Me da la impresión de que me lo vas a dar de todas maneras.
—Es posible que conozcas la reputación comercial de Sinclair; no ha llegado a millonario siendo un angelito, y conste que no tengo nada contra ello, pero además le precede cierta fama.
—¿Con las mujeres? —él asintió con la cabeza—. Ya he escuchado los rumores.
—Y manipulando a las personas —añadió Fullerton—. Las maneja a su antojo como si fueran piezas de ajedrez. Creo que de lo que más disfruta es de la lucha por el poder.
—¿Y eso en qué nos afecta? —preguntó—. Si tenemos suerte podremos ocuparnos de su cuenta publicitaria. Me da igual lo que haga con su dinero, que se lo meta donde quiera.
—¿No te has preguntado cómo llegó hasta nosotros? —dijo Fullerton.
—Vio las campañas que hicimos para Electa y Thorwoods y le gustó nuestro estilo —explicó—. Nuestro departamento creativo rebosa talento. Nosotros queremos crecer; él lo sabe y le gusta.
—Quizá. Pero en este momento sigue trabajando con Randle Mayne, y son ellos los que se encargan de sus cuentas internacionales. ¿Por qué va a cambiar si está contento con los resultados?
—Porque no está contento; me lo confesó. Al parecer no comparte sus ideas creativas.
Fullerton se encogió de hombros.
—Es difícil de satisfacer, lo sé, y Randle Mayne no son los mismos desde que perdieron a Steve Farmer. La cosa es que me gustaría saber si Sinclair está realmente decidido a cambiar de empresa publicitaria o si está jugando con nosotros por sabe Dios qué razones. Quizá nos esté utilizando para sacar provecho de un tercero. Eso sería muy propio de él y, la verdad, no me gustaría que Barringtons fuera ninguneada así como así; tenemos una imagen que mantener. Me pregunto si tendrá un preacuerdo con alguien más.
—No me dijo nada —replicó sin inflexión en la voz.
Él se la quedó mirando.
—¿Qué te dice tu intuición femenina? ¿No te indica nada sobre sus motivos?
—Desde luego, George, qué comentario más machista... Soy una mujer de negocios. Solo me baso en los hechos.
—Acabas de decirme que encuentras a Sinclair atractivo y también que habéis intercambiado algunos cumplidos, así que, evidentemente, no eres inmune a sus encantos masculinos. Dame una opinión sincera.
—¿Una opinión sincera de una pobrecita y débil mujer? —Sonrió—. Bueno, si quieres que te la dé, George, creo que el señor Sinclair está siendo honesto.
—Esperemos que tengas razón —dijo George Fullerton sin mucha convicción—. Tu trabajo está siendo muy satisfactorio. Si consigues la cuenta de Sinclair te demostraremos nuestro agradecimiento. Y muy bien. Pero antes debes asegurarte de que él está dispuesto a ofrecérnosla. Quiero estar seguro de que no está utilizándonos ni a nosotros... ni a ti. Lo único que te digo es que estés ojo avizor. —Se incorporó para salir del despacho—. Nosotros también lo estaremos.
Cerró la puerta. Era cierto, pensó ella. Ser tanteado y descartado por un cliente como Sinclair no era bueno para la imagen de Barringtons. George Fullerton había invertido dinero en la agencia y protegía sus intereses.
Pero ¿por qué se preocupaba? Sinclair le había prometido la cuenta si hacía todo lo que él le pedía...
El único problema era que comenzaba a dudar de aquella promesa.
—Quizá los hombres encuentren atractivo su enorme trasero, pero yo lo considero realmente grotesco. ¡Y esas mallas! Si tuviera esa figura me cubriría con una tienda de campaña.
Genevieve podía escuchar la brusca voz de Clare a través de las paredes de madera de la sauna. Sabía de quién estaban hablando, y al oírlas solo pudo pensar que se alegraba de que no se hubieran fijado en ella.
—Siempre tiene a alguien babeando tras ella —comentó otra voz—, así que es evidente que a muchos hombres les gusta tener mucha carne a su disposición.
—Entonces también les gustará acostarse con una ballena —rebuznó Clare.
Genevieve recogió sus cosas y salió de la espaciosa sala. ¿Por qué las mujeres eran tan maliciosas? La chica de la que hablaba Clare le había sonreído a menudo, incluso había entablado conversación con ella en algunas ocasiones, aunque no sabía su nombre. Siempre le había parecido tranquila y amigable. No era una mujer gorda ni poco atractiva, y era evidente que a muchos hombres les gustaba que su pareja poseyera curvas rotundas.
De pronto recordó uno de los comentarios de Sinclair. ¿Cómo había dicho? «En realidad sólo quería hacerme una idea de cómo sería tu culo cuando te desnudaras». Sintió que se excitaba solo de pensarlo. Debería haberle molestado. Qué descaro. La había tratado como si fuera un trozo de carne presuponiendo que estaría disponible para él cuando chasqueara los dedos.
Pero, de alguna manera, aquella idea de ser controlada por él la excitaba.
«No es que sea políticamente correcto, pero estamos en el terreno de la fantasía. En la vida real todavía estoy al mando de mi vida. Tengo mi piso, mi carrera, mis preferencias. Incluso puedo elegir y poner fin a este acuerdo de noventa días si me da la gana», se dijo.
Entonces se preguntó si Sinclair llevaría su cuenta a otra agencia si al final ella rompía el trato. ¿Realmente basaría la decisión en su sumisión? Le había resultado creíble cuando él lo sugirió, pero recordó que entonces estaba en una posición más bien comprometida y no era capaz de pensar con claridad, al menos en lo referente a los negocios...
Quizá no debería haber aceptado con tanta facilidad.
Esperaba tener pronto noticias de Sinclair, pero los días fueron pasando y él no se puso en contacto con ella, ni en la oficina ni en casa. Primero se sintió irritada y luego enfadada. ¿Tendría razón George? ¿Estaría utilizándola? ¿Sería esa su manera de divertirse? Quizá solo pretendiera humillarla. ¿Sería eso todo lo que quería? ¿Una pequeña victoria? ¿El placer de asegurarse de que podía atar a una mujer a una puerta y hacer el amor con ella? ¿Demostrarle que podía obligarla a vestirse como una sumisa?
Pero ella también había disfrutado, se recordó de mal humor; aunque él no lo sabía y, desde luego, no pensaba decírselo. En lo que a Sinclair concernía, ella solo se había limitado a cumplir con su parte del acuerdo. ¿Seguiría todavía en pie el trato? Ya no estaba tan segura y su orgullo no le permitía ponerse en contacto con él.
Intentó no pensar en Sinclair. Durante sus solitarios descansos a la hora del almuerzo leía una revista o un libro y evitaba relacionarse con sus compañeros. Cuando vio a Ricky Croft dirigiéndose hacia ella con una enorme sonrisa en la cara sintió que se le detenía el corazón; parecía muy satisfecho consigo mismo.
De repente tuvo el horrible presentimiento de que Ricky había visitado a Sinclair con sus dibujos diciéndole que era ella quien le había enviado. Su amigo era capaz de mentir y utilizarla; ya lo había hecho en el pasado. Quizá fuera esa la razón de que Sinclair no hubiera vuelto a ponerse en contacto con ella. Le había prometido mantener su acuerdo en secreto y esperaba, obviamente, que ella hiciera lo mismo.
—¿Te importa si me siento contigo? —Ricky se acomodó enfrente sin esperar respuesta.
—¿Tengo elección? —preguntó con ironía. Al menos, en esa ocasión no llevaba el portafolios, se fijó mientras continuaba comiendo su bollito.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Adivina...
—¿Has vendido algunos de tus trabajos? —elucubró ella.
—Todos. ¿A que no te imaginas a quién?
«A James Sinclair, por supuesto», se dijo. «Pero si le has dicho que ibas de mi parte, te estrangulo aquí mismo».
—A Jade Chalfont —explicó Ricky.
—¿A quién? —Clavó los ojos en Ricky sin entender.
La irritante sonrisa de Ricky no vaciló.
—No te has enterado de los últimos rumores, ¿verdad?
—No tengo tiempo para chismes —replicó con retintín—. ¿Quién es Jade Chalfont? ¿Una coleccionista?
—No, no. —Ricky negó con la cabeza—. Es una profesional de la publicidad, como tú. Dura pero encantadora. —él hizo una pausa—. La última adquisición de Lucci’s.
Eso sí le interesaba. Se enderezó y clavó los ojos en Ricky, intentando decidir si decía la verdad. Lucci’s era una nueva agencia del mismo tamaño que Barringtons e igualmente ambiciosa. Ella la conocía muy bien porque habían intentado robarles a un par de creativos del departamento artístico. Y aunque hasta el momento estos habían permanecido leales a Barringtons, las tácticas de Lucci’s no habían sentado bien entre sus colegas.
—¿Te compró las pinturas para usarlas profesionalmente? —preguntó—. ¿De qué va su última campaña? ¿De condones?
—Las compró de manera particular —informó Ricky—. Para un amigo.
—Espero que te pagara un buen precio.
—¡Oh, lo hizo! —Ricky se puso en pie. Ella intuyó que quería decirle algo más; la auténtica razón por la que había ido allí, por la que quería verla—. Me dijo que quería regalárselos a James Sinclair.
Así que él conocía a otra mujer que trabajaba en el sector publicitario, pensó Genevieve mientras jugueteaba con el café al tiempo que intentaba ver las noticias de la mañana. Y encima resultaba que esa otra mujer trabajaba para Lucci’s. ¡Menuda coincidencia! Si Sinclair quería que Lucci’s se ocupara de su cuenta, no se habría puesto en contacto con ella... bueno, con su agencia...
¿O sí? Irritada apuntó el mando a distancia hacia la pantalla y apagó el aparato. ¿Cómo era Jade Chalfont? ¿Qué clase de mujer sería? ¿Qué clase de mujer compraba pinturas eróticas para regalárselas a un amigo? Conocía muy bien la respuesta a esa pregunta: una mujer ambiciosa. Una que conocía las inclinaciones de Sinclair. Una que estaba dispuesta a satisfacerlas.
¿Habría sido su novia? ¿Sería su novia actual? Por algún motivo la idea no le gustó. Sabía que no estaba siendo razonable, pues no existía ninguna razón para que Sinclair no viera a otras mujeres. ¿Tendría uno de sus acuerdos de noventa días con alguna otra? ¿Sería por eso por lo que no se había puesto en contacto con ella? ¿Estaría demasiado ocupado satisfaciendo a su harén personal compuesto por féminas con nombres extravagantes que le compraban tan inusuales regalos?
¿Cómo trataría él a esas brillantes profesionales con nombres de joyas? ¿Las agasajaría con vino y comida, incrementando la tensión sexual hasta que se morían por sus caricias? ¿Las llevaría a casa y las ataría con pañuelos de seda, tiras de cuero o cadenas de plata? ¿Acariciaría su cuerpo con las manos y después con la boca? De repente sintió celos. Estaba ridículamente celosa de todas aquellas mujeres ficticias que, muy a su pesar, inundaban sus pensamientos.
«Contrólate, tonta», se dijo a sí misma. «Es un cliente. Como te lo tomes en serio acabarás hecha polvo».
Pero sus pensamientos no se desvanecían. Recordaba muy bien cómo la había tocado y excitado, la manera en que había deslizado los dedos por su cuerpo, jugando con ella. La sensación de su boca en la piel. Lo recordaba y, a pesar de ello, la imagen que inundaba su mente era la de Sinclair con otra mujer; una delgada con los pechos grandes, el pelo revuelto y largas piernas de modelo. El tipo de mujer, se percató, que David Carshaw le había dado a entender que gustaba a Sinclair.
Jamás había imaginado que la atrajera la imagen de un hombre con otra mujer; y la fantasía, aunque hacía que sintiera celos, también la excitaba. Era como si hiciera el amor y observara cómo lo hacían otros al mismo tiempo. Resultaba muy estimulante... en sus pensamientos. Sabía que si ese cuadro mental se convirtiera en realidad ya no le gustaría tanto.
El teléfono sonó de pronto, sobresaltándola. Se estiró para responder, esperando que fuera Sinclair. El sonido de su voz era justo lo que necesitaba en ese momento. Dispersaría las fantasías y la haría volver a la realidad.
—Hola, hermana.
Había estado tan segura de que sería Sinclair que, por un instante, tuvo que organizar sus pensamientos.
—¿Hermanita? —Philip parecía un poco nervioso—. ¿Estás ahí?
—Claro que sí —repuso ella.
—Quería pillarte antes de que te fueras a trabajar.
—No pienso prestarte más dinero —le advirtió—. Ya me debes doscientas cincuenta libras.
—No quiero dinero —parecía dolido—. Y te devolveré el que te debo. Solo quiero un consejo fraternal. He terminado con Petra.
—Bueno, has estado con ella casi un mes —señaló ella sin compasión—. Es todo un récord para ti, ¿verdad? Julia solo duró una semana. ¿O fueron diez días?
—Ese es el asunto —indicó Philip—. Hermanita, ¿me pasa algo raro? ¿Es por eso por lo que no duro demasiado con ninguna de mis novias?
—¡Oh, por Dios! —explotó ella de malhumor—. ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?
—Es lo que dijo Petra —explicó él—. Es decir, la respeto. Está estudiando Económicas. Es inteligente y también respeto eso. No me importó aguantar a sus amigos, aunque algunos son horribles. Ni siquiera me importó que hablara con su ex cuando el tipo estaba deprimido porque le había dejado una novia. Me considero un tipo liberal y moderno, pero ella dice que soy ¡políticamente incorrecto!
—¿Por qué? —preguntó Genevieve.
Hubo una pausa.
—Quise atarla. —Otra pausa—. En la cama. No con cadenas ni nada por el estilo. Quiero decir que no soy un pervertido; solo quería atarla con pañuelos de seda. Sería solo un juego, de verdad. Todo muy civilizado. Y ella podría liberarse cuando quisiera...
Genevieve estaba asombrada. Le parecía muy extraño mantener esa conversación con su hermano menor. Recordaba a Philip como un estudiante descarado, con el dormitorio lleno de bichos y ratones; incluso en una ocasión le había regalado una araña viva.
—¿No estarás escandalizándote, verdad? —preguntó Philip con ansiedad—. No pensaba azotarla ni nada por el estilo, pero me pareció que sería excitante verla allí, indefensa, mientras hacía el amor con ella. Pensé que a ella también le gustaría. No es que quisiera forzarla ni nada... Le expliqué lo que quería hacer; dejé muy claras mis intenciones.
—¿Y dijo que eras políticamente incorrecto? —repitió.
—Ya te digo... —convino Philip—. Entre otras muchas cosas.
—Bueno, no puedo aconsejarte cómo recuperarla. Quizá deberías empezar por pedirle disculpas.
—No quiero volver con ella —explicó su hermano—. Además ha vuelto con su ex. Lo que quiero saber es cómo voy a impedir que cada chica que conozca tenga esa reacción. ¿Lo que le sugerí es tan inusual?
—Claro que no —se apresuró a decir—. Lo único que pasa es que se lo propusiste a la chica equivocada. No pasa nada por jugar un poco en la cama, siempre y cuando los dos disfrutéis con ello.
—Bueno, espero que tengas razón, hermanita. —Philip no parecía muy convencido—. A ver, sé que no es el tipo de cosa que tú harías, pero pensaba que las chicas más jóvenes serían más aventureras.
—Bien, sigue intentándolo —lo animó ella—. Estoy segura de que en el mundo hay muchas mujeres políticamente incorrectas anhelando que un hombre las controle.
—Ojalá conozca pronto a una —concluyó él.
«Ojalá tengas suerte», pensó ella con ironía mientras colgaba el teléfono.
Tenía que admitir que su hermano estaba a años luz del confiado y elegante James Sinclair, pero habría muchas chicas que se sentirían atraídas por Philip. Se preguntó de repente qué habría hecho la novia de su hermano si este hubiera puesto en práctica un poco de fuerza sexual en vez de lógica civilizada.
Sin duda había algo muy excitante en seguir órdenes eróticas suministradas por alguien que te atrajera de verdad, pensó. Comenzó a dejarse llevar de nuevo por su ensueño, recordando el tono autoritario de la voz de Sinclair; reviviendo la cena en el restaurante y las posteriores experiencias en su casa. De pronto, un violento golpe en la puerta la llevó de regreso a la realidad.
El cartero le entregó una caja grande muy bien envuelta y le pidió que firmara el albarán. Después de desprecintarla y desenvolverla encontró un sobre. El mensaje que contenía era sencillo y directo:
Acostúmbrate a esto, en especial a los zapatos.
Póntelos el domingo por la tarde y déjate el pelo suelto.
Espérame a las cuatro.
Dentro de la caja encontró un neceser con cremallera que contenía maquillaje: sombra de ojos, delineador y lápiz de labios rojo intenso —un color que ella jamás usaría—. También había un par de zapatos negros con unos tacones ridículamente altos que se abrochaban en los tobillos, una cortísima minifalda negra con cremalleras en vez de costuras laterales y una blusa blanca con solo tres botones y un pronunciado escote rodeado de volantitos, al igual que las mangas tres cuartos.
Miró el paquete sorprendida. Las palabras de Philip inundaron su mente: «políticamente incorrecto». Putilla sería la mejor descripción en ese caso. ¿Se acostumbraría en algún momento? Sostuvo la falda contra la cintura y se dio cuenta de que apenas le cubriría las nalgas. Y no había bragas en la caja. En esta ocasión sabía que sería mejor que no se le ocurriera ponerse unas. Sabía de sobra a qué se refería él con «acostúmbrate a esto». ¿De verdad esperaba que se pusiera una minifalda que parecía un cinturón ancho sin bragas debajo? Sí, claro que sí. Pero ¿iría a buscarla en coche? Si corría hasta el vehículo, se dijo a sí misma, nadie notaría que no llevaba ropa interior.
Cogió los zapatos. ¿Podría correr con esos tacones? Es más ¿podría caminar con ellos? No era de extrañar que le sugiriera que se acostumbrara a ellos. Se los probó siguiendo un impulso. Aunque eran incómodos, resultaban también muy sexys. Se sentó y estiró las piernas. No estaban nada mal. En realidad estaban muy bien. Se preguntó cómo serían las piernas de Jade Chalfont. ¿Qué aspecto tendría esa mujer con aquellos zapatos tan desvergonzadamente sexys y poco prácticos? ¿También le habría comprado Sinclair un par?
Esos pensamientos arruinaron su sensual estado de ánimo. Se quitó los zapatos y lanzó una mirada al reloj. Al ver la hora que era se le quitaron las ganas de soñar despierta. Era hora de trabajar.
—¿Te apetece una copa? —George Fullerton entró en el despacho de Genevieve. Ella levantó la mirada y negó con la cabeza.
—Ahora no, estoy demasiado ocupada. Muchas gracias.
Fullerton no se fue.
—Déjame decirlo de otra manera: voy a ir a la fiesta de cumpleaños de Pete Hessler y me gustaría que me acompañaras.
—George, odio las fiestas de cumpleaños —repuso ella—, en especial cuando apenas conozco al homenajeado. De verdad que estoy ocupada. No quiero tener que llevarme trabajo a casa este fin de semana.
Fullerton miró el reloj.
—No estoy invitándote a una orgía de borrachos durante el resto de la tarde —explicó—. El taxi llegará dentro de unos minutos. Estate preparada. Es una orden.
Durante el trayecto en taxi Genevieve comprobó que su memoria seguía siendo impecable. Pete Hessler había trabajado en Barringtons antes de que ella se uniera a la agencia y ahora lo hacía por cuenta propia. Sospechaba que George tenía un motivo oculto para pedirle que lo acompañara, pero no había logrado imaginar de qué se trataba.
El pequeño pub estaba a tope de gente. Gente ruidosa, salvo algunos que parecían clientes habituales. La expresión de estos últimos, de claro disgusto, hizo pensar a Genevieve que no estaban muy contentos con aquella invasión de intrusos.
—¿Ves a alguien conocido? —preguntó George Fullerton.
—Sí —repuso ella—. Y no creo que se alegre de verme. Es ese idiota de John Garner. ¿Sabías que me dijo que las mujeres no deberían trabajar fuera de casa? ¿Que solo servían para tener bebés?
—¿Qué le respondiste? —indagó Fullerton.
—Que a diferencia de los hombres, éramos capaces de hacer ambas cosas —repuso ella—. O algo muy parecido. Al poco tiempo tú me ascendiste. Ya imaginarás lo encantada que me sentí.
—¿Te aseguraste de que el señor Garner se enterara?
—Oh, no soy tan mezquina —respondió con dulzura.
—De todas maneras, sabías que acabaría sabiéndolo —concluyó Fullerton con una sonrisa—. Bien, espérame aquí sentada. Iré a por una copa y de paso felicitaré a Pete.
Acomodada en un rincón, mientras tomaba un Bacardi Breezer que no le apetecía, intentaba entretenerse poniendo nombre a las caras. Al observar a la multitud que se apretujaba en el local, pronto notó que había más actividad en una zona en particular. Desde ese punto llegaban repentinas carcajadas y allí circulaban bebidas a mansalva. Se fijó en que la mayoría de los hombres se sentían atraídos por aquel ruidoso grupo y que se acercaban a él tras felicitar al homenajeado. En una ocasión en que la multitud se separó vio que el foco de atención era una mujer. Mientras la observaba esta se dio la vuelta; sus ojos eran fríos e inflexibles.
Ella le sostuvo la mirada con serenidad. Había mucha dureza en aquella mujer que parecía recién salida de un desfile o de una pasarela. Era alta y delgada, con el brillante pelo negro cortado al estilo egipcio. Su boca era grande y estaba pintada de un rojo brillante, perfectamente perfilada; resultaba muy sensual. Vestía un modelo simple y algunas joyas metálicas que destellaban bajo las luces del pub. Justo cuando la multitud volvió a agolparse a su alrededor, le vio los zapatos. Eran de charol negro con unos tacones altísimos y, aunque no eran similares ni en altura ni en diseño, le recordaron al par que Sinclair le había enviado.
Mientras observaba a la mujer, esta se inclinó hacia uno de los hombres y se rió de algo que él le susurraba al oído.
«Te encanta llamar la atención, ¿verdad?», pensó con malicia. «Imagino que no te sentirás a gusto a menos que tengas a la mitad de los presentes babeando a tu alrededor. Y no se puede negar que están complaciéndote».
George Fullerton había logrado regresar junto a ella. Miró al ruidoso grupo y meneó la cabeza.
—¿Te puedes creer que es también el cumpleaños de la señorita Chalfont, además del de Pete?
—¿Chalfont? —repitió ella—. ¿Esa es Jade Chalfont?
Fullerton le lanzó una mirada inocente.
—Sí. No la conocías, ¿verdad?
—He oído hablar de ella. ¿Cómo podría olvidar un nombre que suena tan falso?
—¡Auuu! —se quejó Fullerton con una amplia sonrisa.
—Trabaja para Lucci’s —añadió ella.
—Oh, ya lo sé. Es su nueva adquisición.
—¿Qué hace aquí?
—Pete la conoce.
—Supongo que es probable que la conozca medio Londres.
La amplia sonrisa de Fullerton se hizo más ancha.
—Hoy estás inspirada, ¿verdad? Lo cierto es que Pete no la invitó, más bien se invitó sola. Está intentando captar nuevos clientes y aquí puede conseguirlo.
—Pues tendrá que ser un cliente masculino —se burló.
—Vamos, no seas mala. Tú misma dijiste que intercambiaste cumplidos con el señor Sinclair porque es bueno para el negocio.
—¿Por qué me has traído realmente, George? —preguntó.
—Me apetecía venir acompañado.
Entonces sonó un breve toque de claxon en el exterior y George Fullerton miró por la ventana mientras ella observaba a la gente. La multitud se separó para dejar pasar a Jade Chalfont, que caminaba contoneándose como una modelo profesional. Era evidente que sabía que todos los hombres presentes la miraban, y no solo disfrutaba de ello sino que lo esperaba. Emitió un siseo al pasar junto a Genevieve sin dignarse a dirigirle la mirada, dejando tras de sí la huella perceptible de un perfume caro.
No pudo evitar ponerse en pie y mirar por la ventana. Había un Mercedes junto a la acera con el motor ronroneando. Le resultaba muy familiar.
Jade Chalfont se dirigió hacia el coche. James Sinclair salió del lado del conductor, rodeó el coche y le abrió la puerta del copiloto. La mujer la besó en la mejilla y se deslizó con elegancia en el asiento, asegurándose de exhibir una larga pierna y un breve destello del borde de las medias mientras lo hacía. Sabía, por supuesto, que tenía una entregada audiencia observándola desde el pub.
—Un tipo afortunado —dijo alguien.
—Es un tema estrictamente de negocios. Ya la has escuchado.
—No me importaría nada que me premiara con esa clase de negocios —añadió otra voz. Todos se rieron.
—Lo único que necesitas es un millón de libras, un Mercedes y una operación de cirugía plástica para parecerte a James Sinclair —le propuso alguien.
—George, sabías que esa mujer estaría aquí —lo acusó ella.
—No lo sabía —aseguró Fullerton. Hizo una pausa—. Bueno, lo sospechaba, pero no estaba seguro. Imaginé que si la señorita Chalfont sabía que Pete y yo somos amigos vendría a evaluar a la competencia. De hecho, todo ha salido mucho mejor de lo que esperaba. Es evidente que Sinclair ha entablado conversaciones también con Lucci’s. Algo que, por otro lado, significa que está pensando seriamente en cambiar de agencia... —Se mantuvo un instante en silencio antes de añadir—. Pero también significa que la señorita Chalfont es tu rival.
¿Una rival? Las palabras rondaron por su cabeza durante el resto del día y el fin de semana. Sabía que George Fullerton se refería a rivalidad comercial, pero no podía evitar preguntarse si la señorita Jade Chalfont sería también una rival sexual. ¿Le habría propuesto Sinclair el mismo acuerdo que a ella? ¿Iba a compararlas? ¿Le habría enviado también una caja con ropa y una nota diciéndole que se acostumbrara a usarla? ¿Tendría ella también la obligación de vestirse de una determinada manera para complacerlo o con ella practicaría un tipo de fantasía diferente?
Sabía que estaba siendo ridícula, no tenía ninguna prueba de que a Sinclair le interesara Jade Chalfont por algo diferente a los negocios. El hecho de que lo hubiera saludado plantándole un beso en la mejilla no significaba nada, seguramente sería una de esas mujeres que repartía besos a diestro y siniestro, que besaba a todos sus conocidos.
El domingo por la tarde, Genevieve dispuso sobre la cama la ropa que Sinclair le había enviado. Por desgracia los zapatos negros le recordaron de nuevo a Jade Chalfont, pero ignoró el pensamiento. Lo importante en ese momento era saber si podría salir con esa microfalda y la minúscula blusa.
Había poca distancia desde la puerta de su apartamento a la calle, y después solo tendría que caminar hasta el coche de Sinclair. Además estaba segura de que la mayoría de sus vecinos había ido a pasar el fin de semana al campo. Pero ¿qué haría si de repente aparecía alguno y la reconocía?
Su aprensión desapareció después de aplicarse el maquillaje. Se miró en el espejo. Con los ojos pintados de aquella manera, cargados de rímel, y los labios intensamente rojos, su apariencia quedaba modificada por completo. Cuando se soltó el pelo y se puso la ropa, la transformación fue completa.
No se la había probado antes porque no había tenido tiempo y, salvo aquel instante en que se los puso cuando los recibió, tampoco se había probado los zapatos. Se dio cuenta de que la falda era todavía más corta de lo que pensaba; apenas le cubría la entrepierna. Y la blusa resultaba realmente pequeña; se tensaba sobre sus pechos y quedaba tirante en los botones, transparentando los pezones a través de la fina tela. Parecía una prostituta. Nadie la reconocería. No podía creer que aquel maquillaje y esa ropa de putilla la hicieran parecer tan diferente en un instante.
Se calzó y se puso de pie. A pesar de que los zapatos estaban ideados para obligarla a dar pasos diminutos y reducir su libertad de movimientos, había en su diseño algo excitante que la hacía sentir poderosa. Era como si gracias a esa incomodidad pudiera capturar y controlar a los hombres que disfrutaban mirándola.
Ensayó unos pasos y se dio cuenta de que si alteraba su forma de moverse no resultaba tan difícil contonearse. El principal problema no era balancearse al caminar, sino impedir que la falda se subiera a cada paso hasta la parte inferior de la curva de las nalgas y evitar que el triángulo dorado de su vello púbico fuera claramente visible.
Esperaba no tener que cubrir una gran distancia caminando; solo hasta el coche. No tenía duda de que Sinclair la recogería en coche y que, el sitio al que la llevaría, o cualquier cosa que hubiera planeado para ella, sería en un interior. No pretendería que se paseara por la calle vestida de esa manera.
Escuchó el poderoso sonido de un motor y se acercó a la ventana. Una inmensa motocicleta negra con un montón de piezas cromadas se detuvo junto a la acera. El conductor estaba vestido de pies a cabeza con ceñidas prendas de cuero negro y llevaba un casco con una visera oscura cubriéndole la cara. Portaba otro similar en el brazo. Intentó convencerse a sí misma de que era un desconocido que esperaba a otra persona; que en cualquier momento alguien se subiría a esa máquina y se alejarían a toda velocidad.
Pero no. Había algo familiar en la alta y delgada figura, y cuando él tocó el claxon con impaciencia supo que estaba en lo cierto. ¿Una motocicleta? ¿Cómo iba a subirse a una moto con esa falda? Apenas era lo suficientemente larga como para cubrirle el trasero. Si se sentaba a horcajadas sobre el asiento, se le subiría hasta la cintura.
¿De verdad esperaba él que se exhibiera en público llevando esa ropa que atraería todas las miradas, como si fuera de la clase de mujeres que los hombres consideraban fáciles al instante? Su primera reacción fue de cólera, pero al momento admitió que la idea le resultaba excitante.
Se recordó a sí misma que aquella situación no había sido de su elección. Le era impuesta a la fuerza. Bueno, más o menos; podía poner fin a ese acuerdo en el momento que quisiera, pero eso también sería el fin de cualquier posibilidad de cerrar el trato con James Sinclair. Y el de cualquier probabilidad de un ascenso. Bajó la escalera y salió a la calle.
Él estaba parado junto a la poderosa máquina con el depósito cromado. Su ropa de cuero estaba hecha a medida y marcaba sus anchos hombros y delgadas caderas. Ella se dio cuenta de que la abultada cremallera del pantalón atraía su mirada y apartó la vista con rapidez. No pensaba darle la satisfacción de saber que encontraba excitante su equipación sexual.
Lo vio mover la cabeza y supo que estaba siendo examinada.
—Estupendo —dijo él. Su voz resultó clara y diáfana, y se percató de que había un micrófono dentro del casco—. Levántate la falda.
No había nadie más en la calle, pero aun así se apretó las manos protectoramente contra los muslos.
—No llevo nada debajo —le aseguró.
—Eso espero —añadió él mientras le tendía el casco—. Ponte esto.
Ella lo cogió y lo sostuvo.
—No puedo ir de paquete vestida de esta manera.
—¿Por? —parecía sorprendido—. Hace un día muy agradable.
—Es evidente por qué no. —Intentó tirar de la minúscula falda—. Solo tienes que mirarme para saberlo.
—Estás estupenda —aseguró él, y ella supo que estaba sonriendo ampliamente—. Ponte el casco. —Se cubrió la cabeza con él y, tras escuchar un clic, percibió su voz en el oído—. Pareces la típica fulana en moto. Voy a llevarte a dar una vuelta y te garantizo que lo recordarás durante el resto de tu vida. —Pasó una pierna por encima de la moto y quitó el apoyo antes de volver hacia ella aquella visera oscura—. Siéntate detrás de mí. —Ella vaciló—. A horcajadas. —La voz fue dura—. O me largaré. Y si cualquiera que pase te echa un vistazo entre las piernas, no me molestará en absoluto.
La calle estaba vacía, pero podía haber alguien mirando por la ventana. Se acercó a la moto despacio. De repente se sintió como si estuviera participando en una obra teatral. Con esa ropa era una persona diferente y el casco aseguraba que nadie la reconociera. Dejaría que le diera una vuelta a la manzana. Cualquiera que la viera no tendría tiempo de darse cuenta de que estaba más desnuda que vestida.
Se sentó a horcajadas sobre la moto y sintió el asiento caliente contra su piel desnuda. Sin saber muy bien cómo, logró meter el borde de la falda por debajo de las nalgas, diciéndose que si se apretaba contra el asiento, podría conservarlo allí. Bien, decidió, no era tan malo después de todo. Deslizó los brazos alrededor de la cintura de Sinclair, percibiendo la suave y excitante textura del cuero. La motocicleta rugió, alejándose de la acera.
Pronto fue evidente para ella que él no tenía intención de llevarla a dar un breve paseo. Recorrió distintas calles secundarias y, antes de que pasara mucho tiempo, los escaparates de las tiendas se habían convertido en casitas de campo. Los pocos peatones que caminaban por las calles se los quedaban mirando fijamente, aunque no sabía si por las poderosas y masculinas líneas de la motocicleta o por ella. De lo que se convenció con rapidez fue de que le iba a resultar imposible mantener la falda en su sitio.
Él dobló una esquina y ella se inclinó hacia un lado. El borde de la minifalda se escapó de debajo de sus nalgas y fue muy consciente de que cualquiera que fuera detrás de ellos en un coche tendría una vista perfecta de la hendidura de su trasero y de las redondeadas y blancas nalgas, abiertas por su peso contra el relleno negro del asiento.
Y había un coche detrás. Miró por encima del hombro y vio que el conductor sonreía de oreja a oreja. Intentó, sin éxito, bajar la falda.
—¡Para! —pidió a través del micrófono del interior del casco.
—¿Para qué?
—Nos sigue un coche. El conductor está mirándome.
Él se rió.
—Está mirándote el culo, ¿a que sí? Y a ti te gusta, ¿verdad?
—Te aseguro que no. —Recurrió a su tono de sala de juntas.
Él se rió otra vez y llevó el brazo hacia atrás, apresando una de sus nalgas con la mano enguantada en cuero al tiempo que subía la falda aún más. Sus fuertes dedos masajearon, apretaron y pellizcaron su carne, obligándola a contonearse sobre el asiento, arqueándose contra él. El conductor de atrás tocó el claxon con entusiasmo.
—Ponte de pie. —La voz de Sinclair era dura—. Sube las cremalleras de la falda y hazle feliz.
—No —protestó.
—¡Hazlo! —ordenó.
Dirigió la moto hacia una estrecha calle lateral y redujo la velocidad. Desfilaron ante distintos portones de madera cerrados con candados y edificios deshabitados. No había peatones. El coche los seguía. De repente, ella se sintió libre. Era alguien anónimo con esa ropa, con el casco que le cubría la cabeza y los rasgos ocultos por la visera gris. No la reconocería ni su mejor amigo. ¡Al infierno con la modestia y las convenciones!
Se puso de pie, apoyándose en los reposapiés, con las piernas dobladas y las rodillas hacia fuera. Él mantuvo la moto recta a baja velocidad. El coche frenó tras ellos. Ella encontró las lengüetas de las cremalleras y tiró, abriendo la falda a ambos lados. Los dientes metálicos hicieron un ruido desgarrador y la falda se redujo a dos partes.
Sinclair llevó la mano otra vez hacia atrás y alzó la posterior, exponiéndola por completo. Sabía que aquel lascivo y curioso desconocido disfrutaba ahora de una visión perfecta de su trasero desnudo.
—Te encanta esto, ¿verdad? —El coche los seguía lentamente sin alcanzarlos en ningún momento. La voz de Sinclair resonó burlona en sus oídos—. Apuesto lo que quieras a que ese mirón está en el cielo. No todos los días se consigue ver un culo como el tuyo sin tener que pagar por ello. —Bajó la velocidad e hizo señas al vehículo—. Bien, ha echado una miradita, pero vamos a ofrecerle un buen plano.
La moto se detuvo junto a la acera y ella se sentó de nuevo en el asiento. El coche frenó cuando el conductor estuvo a su nivel y se abrió la ventanilla. Genevieve pensó que parecía el tipo de hombre que tenía dos hijos adolescentes y la hipoteca casi pagada. Se preguntó cómo sería su esposa e imaginó que de mediana edad. Desde luego no sería el tipo de mujer que llevaría una blusa con volantitos y los botones a punto de estallar.
—Ya le ha visto el culo. —La voz de Sinclair la sobresaltó al llegar a través del altavoz del casco—. ¿Quiere verle también las tetas? —Ella se sorprendió al notar que la inesperada crudeza de sus palabras la excitaba. La voz resonó en sus oídos—. Enséñaselas.
Ella desabrochó los botones y separó los bordes de la prenda sin pensar, exhibiéndose ante el desconocido. Comportarse así no era propio de ella y se sintió como si estuviera actuando en una película. La sonrisa del conductor se convirtió en una mirada de sorpresa. Ella se puso las manos debajo de los pechos y los alzó un poco. El hombre frunció los labios en un silencioso silbido.
—Es deliciosa, ¿verdad? —aseguró Sinclair—. Y le encanta que la acaricien. —Su voz sonaba dentro del casco—. Inclínate un poco, cariño. Déjale tocar.
Otra vez, sintió una extraña sensación de irrealidad. Se giró hacia la ventanilla del coche. El hombre se deslizó en el asiento y estiró el brazo. Ahuecó la mano sobre el pecho, amasándolo suavemente y comenzó a frotarle el pezón semierecto con el pulgar, hasta que se irguió enhiesto y duro; muy sensible. Ella empezó a respirar entrecortadamente.
—Ya basta. —La motocicleta se movió, dejándola fuera del alcance del conductor, que volvió a agarrar el volante.
—Que se suba en el asiento trasero —sugirió el hombre—. Se me ocurren otras partes de su cuerpo que también podría acariciar.
Sinclair giró la cabeza y con ella el casco. Su voz sonó levemente divertida.
—Resérvese para su mujer. Váyase a casa y dele placer...
—No puedo... —El hombre vaciló, sorprendido—. Me refiero a que ella no querrá...
—¿Cómo lo sabe? ¿Le ha propuesto en algún momento algo inusual? No sea tonto, váyase a casa y sorprenda a su mujer por una vez en la vida. Le apuesto lo que quiera a que a ella le encantará.
Sinclair aceleró y la moto rugió antes de salir disparada. Ella tuvo que rodearle la cintura con los brazos para mantener el equilibrio. Sus pechos desnudos se vieron presionados contra la sensual suavidad del cuero. La falda ondeaba tras ella. Para la protección que le ofrecía su ropa, bien podía haber estado desnuda.
—¡Para! —gimió.
—¿Por qué?
—Porque quiero ponerme decente.
—Te diría que no te molestaras —aseveró él—, pero de todas maneras, casi hemos llegado.
Se detuvieron en el camino de acceso ante un anónimo portón. Él desmontó y lo abrió. Luego condujo la moto hasta un enorme patio que en su momento debió de pertenecer a una empresa constructora, con una zona con pavimento rodeada de pequeños cobertizos desvencijados y puertas de cocheras.
Él se bajó y la observó deslizarse del asiento. Luego apoyó la moto en el soporte y cerró el portón. Genevieve tocó con nerviosismo los botones de la blusa y supo que él la observaba; las piernas abiertas embutidas en cuero negro y la cara oculta tras la visera oscura.
—¿Te has excitado? —le preguntó. Parecía interesado.
Ella alzó la mirada.
—¿Teniendo que comportarme como una puta en una moto? ¡Claro que no!
Él se rió.
—Milady, mientes muy mal.
Tenía razón, aunque ella nunca lo reconocería; apenas lograba hacerlo ante sí misma. Aquello la había excitado: la sensación de libertad, la certeza de que no la reconocerían... Jamás hubiera creído que la dura insistencia de los dedos de un desconocido acariciándola pudiera arrancarle una emoción sexual.
Llevó los dedos a la correa del casco, preguntándose qué habría planeado Sinclair. ¿Tenía intención de poseerla en uno de aquellos cobertizos abandonados? ¿Sobre los adoquines? Pensó que no era demasiado imaginativo, pero ¿qué otra cosa podrían hacer en un lugar como aquel?
—Déjate el casco puesto —ordenó él—. Y vuelve a sentarte donde estabas.
Sorprendida, se subió de nuevo al asiento.
—No, así no. —Se acercó—. En dirección contraria.
Ella obedeció, sintiendo el depósito de gasolina contra las nalgas desnudas, entre sus piernas separadas. Él sacó dos estrechas corbatas de seda de uno de los bolsillos. La obligó a alzar los brazos por encima de la cabeza hasta colocarla justo como quería y le ató las muñecas al manillar.
Después de contemplarla durante un momento, le subió la falda y le acarició el clítoris con suavidad. El roce de los dedos enguantados la hizo jadear. Esperaba que se abriera la cremallera de los pantalones, se montara a horcajadas en la moto y comenzara a satisfacer aquella creciente tensión sexual, aunque también esperaba que siguiera estimulándola un poco más.
Pero él dio un paso atrás.
—Estás casi lista —comentó antes de darse la vuelta—. Caballeros, es toda suya.
Cuatro hombres jóvenes salieron de uno de los cobertizos. Llevaban camisetas y vaqueros y sus cuerpos eran fuertes y musculosos. Los imaginó entrenándose con pesas mientras rodeaban la moto, dos a cada lado. Percibió su admiración en los ojos.
El hombre vestido de negro les indicó que empezaran.
—Adelante.
Cada uno de ellos se situó en un lugar donde podía alcanzar su cuerpo con facilidad y comenzaron a jugar con ella, lenta y expertamente. Uno de ellos le besó los brazos, deslizando los labios por el hueco del codo, lamiéndole y erizando la delicada piel del interior. Otro le acarició el tobillo, le desabrochó y quitó el zapato y se llevó el pie a la boca; le chupó los dedos uno a uno, tomándose su tiempo. El tercer hombre le besó el cuello junto al borde acolchado del casco. Notó un dedo en la parte inferior de los pechos; el dedo evitó tocar sus pezones, pero estos ya estaban duros a causa del deseo.
El cuarto atormentador le deslizó la lengua alrededor del ombligo. Ella anheló que bajara la boca hasta el clítoris, pero no lo hizo. Se limitó a hacerle cosquillas en la piel mientras paseaba un dedo por la parte superior de sus muslos hasta el límite que marcaba el vello púbico. Tener a tantos hombres jugando con ella era una sensación increíble y estimulaba zonas erógenas que no sabía que existían.
Alguien dibujó patrones en la palma de su mano y alguien más le masajeó los hombros. Una ligera palmada hizo que se le bambolearan levemente los pechos. El hombre que le chupaba los dedos del pie se movió a la rodilla, haciéndola sentir el mismo hormigueo con aquella suave succión a la que había sometido a sus dedos. Las manos que se habían centrado en sus pechos siguieron excitándolos con insistencia, pero evitaron los dos duros brotes que ella ansiaba que tocaran.
Contuvo un gemido de frustración. Estaba mojada y palpitante, anhelaba un roce masculino entre las piernas y en los pezones. La alta figura de cuero negro estaba a un lado, observándola desde detrás de la visera negra, con las piernas separadas. Ella podía ver la erección que tensaba la cremallera de la bragueta y esperaba que se sintiera tan frustrado e incómodo como ella.
Los dedos y las lenguas se movían sobre su piel. Tiró de las corbatas que la retenían cautiva y unas manos se deslizaron debajo de sus nalgas para alzarla un poco. Luego la obligaron a abrir más las piernas. Imaginó que sentiría la punta de una lengua en el clítoris, proporcionándole cierto alivio, pero solo la besaron en el interior de los muslos y volvió a gemir de deliciosa frustración.
—Quieres que te follen, ¿verdad? —La voz que resonó en el interior del casco la sobresaltó—. Pues no lo van a hacer, milady. Cuando lo desees tanto que no puedas soportarlo más, puedes probar a suplicar y quizá te complazca.
Notó que una nariz le acariciaba la parte inferior del pecho, que una lengua le hacía cosquillas en la barriga, que otra le lamía la planta del pie...
—¿Lo deseas lo suficiente? —Era como si él le leyera el pensamiento—. Pues suplica. Quiero oírte implorar.
Pero una incómoda obstinación se lo impidió. ¿Si no obedecía, qué más ordenaría que le hicieran?
—No pienso suplicar —replicó desafiante—. Nunca.
Él se rió.
—Estás disfrutando demasiado, ¿verdad? Veamos si también te gusta cuando son un poco más bruscos. —Escuchó el clic del micro para que su voz se oyera en el exterior—. Caballeros, la dama se resiste. Van a tener que esmerarse; quiero que le calienten el culo.
Las corbatas se aflojaron. La alzaron y la obligaron a colocarse sobre la moto boca abajo antes de volver a atarle las muñecas al manillar. Estaba de pie, con las piernas separadas, pero no lo estuvo mucho tiempo. Le cogieron los tobillos y alzaron sus pies del apoyo, tumbándola. Ella sintió el frío cromado del depósito de gasolina contra los pechos y la suavidad de la piel del asiento entre los muslos.
—Vamos a ver si esto también te gusta. —La voz de James Sinclair resonó en sus oídos.
La mano que aterrizó en su trasero la hizo emitir un grito agudo, tanto de sorpresa como de dolor. Continuaron azotándola con dureza, provocándole un furioso escozor, mientras el hombre de negro observaba. Le dieron una buena zurra sin ocultar el hecho de que disfrutaban de cada minuto, de que les encantaba la manera en que ella luchaba, cómo se contoneaba, cómo arqueaba las caderas para intentar eludir el indigno castigo, pero daba igual lo mucho que se retorciera porque las manos agresoras siempre encontraban el blanco y dejaban una huella rosada en su pálida piel.
Imaginó que también les estarían excitando los sonidos que ella emitía. Desde luego los gemidos ahogados, los chillidos y protestas eran claramente audibles para Sinclair, aunque él no parecía inclinado a prestarles atención.
¿Quería realmente que se detuvieran? Todavía no, pensó sorprendiéndose a sí misma. Jamás le habían dado una zurra con anterioridad, pero la estimulaba tan intensamente como todos los trucos sexuales previos. Estaba mojada y tenía el clítoris hinchado, anhelante de alivio.
Recordó a Georgie. ¿Sería eso lo que había sentido la joven cuando su amiga la miraba? No era de extrañar que regresara a por más. Cada vez que la golpeaba una mano su vagina se contraía con fuerza. Sus gemidos alcanzaron una nueva urgencia hasta que finalmente jadeó.
—Diles que se detengan.
—Pensaba que estabas disfrutando. —Habló en tono burlón fingiendo sorpresa.
—Por favor, que se detengan —gimió. Sabía que no podía soportar por más tiempo aquella creciente tensión sexual.
—¿Quieres follar, milady? —Podría estar preguntándole si quería una copa. Su voz era dura—. Si quieres, pídelo correctamente.
Los jóvenes cambiaron el ritmo. Unas manos le agarraron los tobillos y una nueva palma dejó su hormigueante huella en el trasero. Su cuerpo se convulsionó y se estremeció.
—Lo he pedido —gritó—. Ya lo he pedido.
—No has utilizado las palabras adecuadas —explicó él—. Quiero que seas más sincera, más directa. Más básica. Quiero escuchar ese tono tuyo de sala de juntas suplicando que te follen.
—Por favor —ensayó ella.
—Inténtalo otra vez.
—Fóllame —gimió—. Por favor.
—Otra vez —ordenó él. Ella repitió las palabras, ahora con más urgencia—. No está mal —comentó—. Parece que lo quieres de verdad. —Conectó el micro exterior—. La diversión ha acabado, caballeros. —Los hombres se detuvieron al instante y dieron un paso atrás—. Es mi turno.
Él se subió a la moto detrás de ella y le dio una palmada en las nalgas con la mano enguantada.
—Enderézate.
Ella se estremeció mientras obedecía. ¿Iba a desatarla? Oyó cómo se abría la cremallera de los pantalones y al momento siguiente él estaba recostado sobre ella, deslizándole las manos bajo las axilas hasta apresar sus pechos. El pene erecto se apretaba contra su trasero mientras la acariciaba. Cuanto más se retorcía ella, más intensa era la fricción contra sus nalgas.
Encontró muy excitante ser estimulada de esa manera, con las manos atadas y sometida por completo. Que él estuviera vestido de cuero solo servía para incrementar el placer. Sus guantes eran ásperos, pero el cuero dotaba a sus dedos de una sensual suavidad. Ya tenía los pezones enhiestos por la zurra y, cuando él los apretó entre los dedos, las sensaciones hicieron latir su clítoris.
La penetró con facilidad. Estaba tan mojada que estaba segura de que podría haber albergado una polla el doble de grande y larga, y no es que él tuviera un arma pequeña.
Sinclair comenzó a empujar rítmicamente. Ella dejó caer la cabeza hacia delante y vio las manos masculinas masajeándole los pechos sobre el depósito cromado. La imagen la excitó todavía más. La llevó a preguntarse la estampa que presentaría, semidesnuda y poseída desde atrás por un hombre anónimo cubierto de cuero negro de la cabeza a los pies.
Fue entonces cuando, presa de aquellas acuciantes sensaciones, se dio cuenta de que los cuatro hombres todavía observaban. En lugar de sentir vergüenza, aquello incrementó su excitación. Ellos no podían verle la cara, no se la habían visto en ningún momento; el casco lo impedía, podía ser tan lasciva como quisiera. Aquella idea la alentó a intentar hacerse con el control del orgasmo de su pareja. Cuando notó que él se apresuraba, que su cuerpo se estremecía por la inminente liberación, se alejó de él, casi interrumpiendo el contacto.
Él la asió de los muslos, lleno de cólera, y la volvió a acercar, embistiendo en su interior una vez más. Ella comenzó a provocarle, contrayendo la vagina con rapidez, y le excitó escucharle gemir de placer. Su aparente conformidad la llevó a pensar que le permitiría hacerlo a su manera. Él relajó el agarre y ella volvió a escapar hacia delante otra vez.
Pero en esa ocasión no la retuvo. Escuchó su sibilante aliento en el oído cuando la siguió. Su peso la aplastó contra la moto. Se le doblaron las rodillas y los tacones encontraron el suelo con rapidez. Él la retuvo con las manos mientras la taladraba profundamente, retirándose y penetrando otra vez hasta que ella le siguió el ritmo con sus músculos internos y el contoneo de sus caderas.
—Así, mejor —le susurró suavemente al oído.
Él llevó los dedos al clítoris y lo frotó ligeramente, cada vez con más rapidez. La estimulación fue tan intensa que ella notó que el orgasmo se acercaba y no podía controlarlo.
—¡Sí, ahora! —gritó.
Las piernas se le aflojaron, los pies resbalaron y solo la mano de Sinclair en su cintura la sostuvo mientras los dos alcanzaban juntos el clímax con un violento y delicioso espasmo.
Los hombres se habían ido. Sinclair se quitó el casco y abrió una de las cocheras. Dentro había dos sillas y una mesa. Ella se sentó y el PVC acolchado de la silla le hizo arder la piel. Le recordó el asiento de la moto.
—No es una cita muy glamurosa, me temo —se disculpó él—. Pero este lugar no se usa con frecuencia.
—¿No traes aquí a tus otras novias? —le preguntó con educación.
Él le lanzó una mirada interrogativa antes de sonreír inesperadamente de oreja a oreja.
—Eres la primera. Lo arreglé todo para venir contigo.
Quería creerlo. Estuvo tentada a mencionar a Jade Chalfont, pero prefirió recrearse en la certeza de que él se había molestado en organizar lo que había resultado una experiencia excitante, reveladora y muy satisfactoria. Sabía de sobra que él también había disfrutado de cada minuto y que siempre quiso que ella lo pasara bien. Sospechaba que Sinclair no era el tipo de hombre que forzara a una mujer a hacer algo que no quisiera.
Él se acercó a la alacena y sacó una botella de vino blanco, dos copas, una caja de cartón de gran tamaño y un móvil. Sirvió el vino y abrió la caja. Había un abrigo de piel.
—Póntelo —ordenó él—. Llamaré a un taxi. —Deslizó la mirada por su cuerpo, divertido—. No estás en condiciones de volver conmigo. Parece como si hubieras sido la protagonista de un gang bang.
—Bueno, así es más o menos como me siento —aseguró ella. Tomó el abrigo con prudencia—. Espero que no sean pieles de verdad, odio la idea de matar animales para ir a la moda.
—Yo también —la sorprendió él—. No te preocupes, son ecológicas, aunque son casi tan valiosas como las de verdad. Incluso a un experto le costaría ver la diferencia. Quiero que te quedes este abrigo. Es posible que sea necesario que te lo pongas en otra ocasión.
Ella se levantó. Sabía que su imagen era excitante y sexy, con la falda por la cintura y la blusa abierta. Él la observó, disfrutando de la vista con no disimulado placer. Genevieve no recordaba la última vez que un hombre la había mirado de esa manera; la hacía sentir poderosa.
Tomó el abrigo y se lo puso sobre los hombros como si fuera un elegante manto. Se contoneó de manera provocativa para ponerse las mangas, forradas de seda. Él siguió con la vista todos sus movimientos pero no intentó tocarla. Ella se sentó, envuelta en el suave peso de la piel, estiró las piernas y las cruzó. Luego tomó la copa de vino. Sinclair se sentó enfrente.
—¿Quiénes eran esos hombres? —preguntó.
—Unos amigos míos. Compartimos intereses y nos echamos una mano de vez en cuando.
—¿Y el hombre del coche? ¿Otro amigo?
Él se rió, relajándose en la silla.
—No, solo un tipo con suerte. Una casualidad afortunada.
—¿Afortunada para mí? ¿Ser tocada por un desconocido?
—Te gustó tanto como a él —aseguró Sinclair—. Se lo contará a sus amigotes durante años y no le creerán.
«Si se lo contara a mis amigos, tampoco me creerían», pensó ella.
—Ojalá hubieras podido verte —comentó él de repente—. Atada a la moto, retorciéndote de placer y cada vez más frustrada. Es lo más excitante que he visto. ¿Sabes? Un idiota que trabajó contigo hace tiempo me dijo que pensaba que eras frígida. Debería haberte visto ahí fuera, hubiera cambiado de idea.
—¿Quién te dijo eso? —inquirió.
—Harry Trushaw.
—Pensaba que estaba jubilado —se sorprendió ella—. Se pasó años intentando llevarme a la cama. Quería que me acostara con él.
—¿Por qué no lo hiciste?
Porque no la excitaba, pensó. Era un viejo de piel pálida que jamás la miraba a la cara. Siempre clavaba los ojos en donde creía que estaban los pezones.
—El señor Trushaw jamás me ofreció nada que yo deseara —dijo en voz alta.
—¿Te gusta hacer buenos tratos? —Los oscuros ojos de Sinclair la miraron con dureza. Estaba muy serio—. Por eso estás haciendo esto, ¿verdad? Es algo totalmente mercenario.
—En efecto —convino ella. Se terminó el vino.
Él cogió el móvil y pidió un taxi.
—¿Has aprendido algo hoy? —le preguntó—. ¿Algo sobre ti misma?
Lo había hecho, pero no pensaba confesárselo a él.
—Solo que es evidente que iremos más allá de lo que pensaba cuando hicimos el trato.
—E irás mucho más allá —aseguró él—. Aprenderás muchas cosas, créeme.
Una semana antes no lo hubiera creído, pero ahora sí.
—Pronto tendrás noticias mías —se despidió él.
Al día siguiente, un mensajero llevó un pequeño paquete a su apartamento en Londres. Contenía una maqueta de una moto negra con adornos cromados y una tarjetita que rezaba:
¿Tus recuerdos están formados por esto?
Ella sonrió y colocó el modelo en la mesilla, junto a la cama.