18. EL DESVELAMIENTO DE DIOS

P.: Quisiera concluir estas conversaciones centrando ahora nuestra atención en tres tópicos, la interpretación de las intuiciones espirituales, la ética medioambiental y las posibles líneas de desarrollo de la futura evolución del mundo.

La escritura en la pared

P.: Digamos, para comenzar, que, en su opinión, muchas personas tienen verdaderas intuiciones de los estadios transpersonales iniciales —es decir, intuiciones de la Sobrealma, del Alma del Mundo o del Yo eco-noético—, pero no suelen interpretarlas de la manera más adecuada.

K. W.: Así es, con mucha frecuencia esas intuiciones son genuinamente espirituales pero, a mi juicio, son interpretadas —es decir, son descifradas— de una forma muy inapropiada. Muchas personas tienen auténticas intuiciones espirituales, pero se hallan tan atrapadas en el moderno marco de referencia descendente y en su correspondiente disociación entre el yo, la cultura y la naturaleza, que lamentablemente terminan desaprovechándolas.

P.: ¿Qué quiere usted decir exactamente?

K. W.: Supongamos que usted tenga una experiencia de la conciencia kósmica, una intuición del Alma Global del Mundo, pero que sólo pueda interpretarla en función de su Yo superior. En ese caso, usted creerá que si descubre su Yo superior, su conciencia superior, todos los demás problemas desaparecerán como por arte de magia. Pero, de ese modo, hará lo mismo que hizo Fichte —concluir que el Yo puro lo resolverá todo— y tenderá a ignorar los componentes conductuales, sociales y culturales tan indispensables para la auténtica transformación. Y, si eso es lo que ocurre, usted correrá el peligro de quedar atrapado en una orientación muy narcisista según la cual bastará con encontrar a su verdadero Yo para que todos los demás problemas terminen resolviéndose.

También puede ocurrir que usted caiga en el otro extremo, que tenga una experiencia de la conciencia kósmica, del Alma del Mundo, que sienta que es uno con el mundo y luego concluya que ese mundo con el que se ha fundido es la simple naturaleza empírica, la mononaturaleza. En este caso, usted habrá experimentado realmente una unidad con la montaña, con el océano y con la totalidad de la vida pero, atrapado en el marco de referencia de la modernidad, terminará ignorando el mundo subjetivo e intersubjetivo que le permitieron desarrollarse hasta el punto de poder devenir uno con la montaña y concluirá que esa «unidad» depende exclusivamente de la naturaleza.

No es infrecuente que, en tal caso, llegue usted a la conclusión de que todos los problemas se resolverán cuando nos fundamos con Gaia, con el puro eco. Entonces es cuando pregonará por doquier su mapa sistémico del mundo afirmando que todos somos hebras de la Gran Red, obviando las profundas transformaciones de conciencia necesarias para llegar siquiera a comprender una visión sistémica. Pero, de ese modo, usted estará haciendo lo mismo que hizo Spinoza, concluir que la salvación consiste en fundirnos con el gran sistema inmanente, obviando por completo el hecho de que sólo es posible llegar a ser uno con la gran red inmanente a través de un laborioso proceso de transformación interior.

La disociación moderna se halla tan firmemente arraigada en el psiquismo colectivo que, cuando tiene lugar una auténtica intuición espiritual, suele ser interpretada dentro del fragmentario marco de referencia de la modernidad. En tal caso, aunque la intuición espiritual original comporte una sensación de totalidad, cuando usted la interpreta exclusivamente en función de su cuadrante favorito, magnifica la importancia de ese cuadrante como si fuera el único que existiera.

P.: De modo que puede ocurrir que la intuición sea genuina pero que la interpretación termine tergiversando completamente las cosas.

K. W.: Sí, ése es el punto. Como hemos dicho, las superficies deben ser vistas pero las profundidades deben ser interpretadas. Y la forma en que interpretemos la profundidad resulta decisiva para la posterior emergencia de esa misma profundidad, ya que las interpretaciones certeras favorecen el futuro descenso del Espíritu.

Así pues, las interpretaciones afortunadas de la intuición espiritual favorecen la emergencia de esa nueva profundidad, mientras que las interpretaciones desafortunadas, por el contrario, tienden a dificultarlas o incluso a abortarlas. Las interpretaciones inadecuadas, superficiales o fragmentarias entorpecen el proceso espiritual. Y esto suele ocurrir porque las interpretaciones son llevadas a cabo desde uno solo de los cuadrantes y no rinden tributo ni despliegan por igual los cuatro cuadrantes o, en otras palabras, no prestan atención ni integran el Gran Tres. El Espíritu se manifiesta en los cuatro cuadrantes —o, dicho de otro modo, lo hace como el Gran Tres—, por tanto, la negación o distorsión de cualquiera de sus distintas vertientes obstaculiza la evolución espiritual. Así es como terminamos negando lo Bueno, lo Verdadero o lo Bello, y fragmentando, en consecuencia, el pleno desarrollo del Espíritu.

El Yo superman

P.: De modo que las interpretaciones realizadas desde la visión ego y eco suelen ser inadecuadas.

K. W.: Sí, con demasiada frecuencia. Como decíamos anteriormente, en el lado del ego hay muchos individuos que tienen una intuición del Alma del Mundo (o incluso superior) y la interpretan, la descifran, exclusivamente en función del Yo Superior, de la Voz Interna, de la psicología arquetípica, del gnosticismo, del vipassana, del cuidado del Alma, del Testigo interior, de la Mente Universal, de la Conciencia pura, de pautas eneagramáticas, de la Conciencia trascendental o de cualquier otro concepto similar propio del cuadrante superior izquierdo. Pero, por más cierta que sea esa visión, este tipo de interpretación pasa por alto y mutila seriamente las dimensiones del «yo» y del «nosotros». Ese tipo de interpretación, pues, jamás nos brindará una imagen adecuada de los tipos de comunidad, de servicio social y de actividad cultural propios de las formas intersubjetivas del Espíritu. Este tipo de interpretación ignora o niega los cambios en las infraestructuras tecno-económicas y en los sistemas sociales característicos de las formas objetivas del Espíritu. Se centra en lo intencional pero ignora y soslaya los cuadrantes relativos a lo conductual, lo cultural y lo social, relegándolos a un estatus muy inferior o secundario.

En tal caso, el campo del «Yo Superior» parece ajeno a los asuntos sociales y todo lo que ocurre parece ser consecuencia de la «propia decisión», una especie de Yo Superior hiperautónomo responsable de todo cuanto ocurre, un ego monológuico y aislado completamente atrapado en fantasías omnipotentes. Pero, de ese modo, simplemente se reprimen las fecundas redes de relaciones sociales y culturales tan importantes como la individualidad para la plena manifestación del Espíritu.

Parece, desde ese punto de vista, como si el hecho de conectar con nuestro Yo Superior fuera a resolver todo tipo de problemas. Pero esa perspectiva no nos permite tomar conciencia de que el Espíritu se manifiesta siempre y simultáneamente en los cuatro cuadrantes del Kosmos. En cualquiera de los niveles, el Espíritu siempre se manifiesta como un yo inserto en una comunidad social y cultural que también tiene sus correlatos objetivos. Así pues, cualquier Yo Superior implica necesariamente la existencia de una comunidad más amplia y de un estado de cosas objetivo más profundo. Conectar con el Yo Superior no es, pues, el fin de todos los problemas sino el comienzo de una nueva singladura en todos los cuadrantes.

P.: Este enfoque sostiene que usted crea su propia realidad.

K. W.: El hecho es que no es usted quien crea su propia realidad, son los psicóticos quienes así lo hacen. A este respecto me viene a la mente una vieja historia del hinduismo vedanta.

Un hombre se dirige a un sabio iluminado y le pregunta por el significado de la vida. El sabio, entonces, le resume la visión vedantina, diciéndole que este mundo no es más que el supremo Brahman o la Divinidad, y que su propia conciencia testigo es una con Brahman, que su Yo profundo es uno con Dios. Y, dado que Brahman lo crea todo y que su Yo superior es uno con Brahman, su Yo superior lo crea todo. (Hasta el momento, esto suena como una más de las afirmaciones a que nos tiene acostumbrados la llamada Nueva Era).

Luego el hombre vuelve a su casa, convencido de que ha comprendido el sentido último de la vida, de que su Yo profundo es realmente Dios y de que él es el creador de toda la realidad. Y, en el camino de regreso a su hogar, ve aproximarse a un elefante y decide verificar esa sorprendente noción quedándose de pie en mitad del camino, convencido de que, si es Dios, el elefante no le dañará, haciendo caso omiso de los gritos del conductor que le advertían que se apartara de su camino y permaneciendo impávido en medio del camino hasta que el elefante termina atropellándole.

Luego, renqueando, vuelve nuevamente a visitar al sabio y le recrimina que si realmente Brahman, o Dios, lo fuera todo, y que si su Yo fuera uno con Dios, el elefante no debería haberle herido. «Ciertamente, todo es Dios», le respondió, finalmente, el sabio, «pero ¿por qué no le hiciste caso cuando Dios te pedía que te apartaras de su camino?».

Es cierto que el Espíritu crea toda la realidad y también lo es que, en la medida en que usted sea uno con el Espíritu, usted es esa misma actividad creativa. Pero la actividad creativa no sólo se manifiesta en su conciencia concreta sino que lo hace en los cuatro cuadrantes. En consecuencia, si usted interpreta el despertar espiritual exclusivamente en términos de un Yo Superior, ignorará a Dios en todos los demás cuadrantes —ignorará al elefante—, pensará que no es real, que no es importante y pasará por alto todo el trabajo conductual, cultural o social que necesariamente debe ser llevado a cabo en esos dominios para llegar a expresar plenamente el Espíritu que usted es.

Si usted ignora todo eso, más pronto o más tarde se verá arrollado por algún tipo de elefante —enfermará, perderá su trabajo o fracasará en alguna relación— y se sentirá culpable porque creerá que, si realmente hubiera estado en contacto con su verdadero Yo, el elefante no debería haberle herido. El problema, en cualquiera de estos casos, es que usted no ha escuchado la voz de Dios hablándole desde todos los cuadrantes.

P.: Desde ese punto de vista, cuanto más en contacto se halle usted con la conciencia superior, o con el Yo Superior, menos deberá preocuparse por el mundo.

K. W.: ¡Así es! ¡Como si el Yo Real fuera Superman! ¡Y Superman nunca se preocupa! E, inversamente, desde ese punto de vista, la «preocupación» por la pobreza, la injusticia o el sufrimiento del mundo se interpreta erróneamente como una prueba de que usted no ha alcanzado todavía el Yo verdadero.

Cuando, de hecho, las cosas suceden exactamente al revés, ya que, cuanto más en contacto se halle con el Yo superior, más comprometido estará usted con el mundo y con los demás, como un componente de su auténtico Yo, el Yo en el que todos somos Uno. La Vacuidad es Forma y Brahman es el Mundo, por tanto, establecer contacto con Brahman significa, en última instancia, comprometerse con el Mundo. Una de las primeras cosas que querrá usted hacer cuando realmente conecte con su Yo Superior será alimentar al elefante, no ignorarlo. Tener en cuenta los cuatro cuadrantes ayuda a manifestar esta realización y a respetar a todos y cada uno de los holones como una manifestación de lo Divino.

Ciertamente, en la Suprema Identidad, uno está asentado en la Libertad, pero esa Libertad se manifiesta como actividad compasiva, como atención y como respeto. La Forma de la Libertad es la tristeza y la preocupación que manifiestan quienes luchan por despertar. Las lágrimas de los bodhisattvas se derraman a diario en todas las direcciones del Kosmos y su corazón se orienta hacia aquellos lugares en los que no se escucha la presencia del Espíritu; un quehacer apasionado y agónico, siempre pleno y, no obstante, nunca concluido.

Pero si usted sigue interpretando al Espíritu como un Yo superior, un Yo sagrado —ignorando el resto de los cuadrantes—, estará abortando su propia realización. En tal caso, no sólo dañará a los demás sino que también boicoteará su propio desarrollo espiritual, obstaculizando la posterior actualización de la omnipresencia del Espíritu, y se mantendrá encerrado en su propia conciencia, hasta llegar a secarse, despreciando un mundo que aparentemente le «aleja» de su yo «real».

Las interpretaciones más certeras, por su parte, favorecen la posterior emergencia de intuiciones más profundas relativas a los dominios del «yo», del «nosotros» y del «ello», no sólo en cuanto a la forma de actualizar el Yo superior sino también con respecto a la manera de integrarlo en la cultura, encarnarlo en la naturaleza e impregnarlo en las instituciones sociales.

Es necesaria, pues, una interpretación que nos permita contemplar al Espíritu actualizado, integrado, encarnado e impregnado, una interpretación que tenga en cuenta los cuatro dominios en los que se manifiesta el Espíritu. Porque el hecho es que las interpretaciones más adecuadas favorecen la emergencia del Espíritu, el alumbramiento del Espíritu, el descenso del Espíritu. Así pues, cuanto más adecuadamente pueda interpretar las intuiciones del Espíritu, más canales de comunicación estableceré con Él, más me hablará y más abierto me hallaré a la comunicación, la comunión, la unión y la identidad, la Suprema Identidad, en suma.

Interpretar al Espíritu exclusivamente como un Yo Superior no resulta, pues, a mi juicio, lo más adecuado.

El maravilloso yo de la Gran Red de Gaia

P.: ¿El otro abordaje típico, el enfoque eco, tiende también a un tipo de interpretación disociada radicalmente opuesta?

K. W.: Lamentablemente sí. Hay mucha gente bondadosa que tienen una profunda intuición del Espíritu pero que sólo la interpreta en términos del «ello», reduciendo entonces al Espíritu a una especie de sumatoria de todos los fenómenos o procesos interrelacionados en un gran sistema, trama, red, orden implicado o campo unificado, en términos, en suma, del cuadrante inferior derecho.

Y, si bien todo eso es más o menos correcto, esta visión ignora por completo las dimensiones interiores del «yo» y del «nosotros». Por ese motivo esta interpretación es esencialmente monológuica y está basada en la misma visión chata del mundo.

Se trata, a fin de cuentas, del viejo movimiento de Spinoza, del polo exterior —el polo eco— del paradigma fundamental de la Ilustración, pero esta vez en forma de rebelión postromántica. Y dado que el enemigo es el atomismo y el mecanicismo, este enfoque trata simplemente de demostrar de una vez por todas que el universo es un gran sistema, orden o red holística unificada. Y para ello dirige todos sus esfuerzos a acopiar toda la evidencia científica que pueda —desde la física hasta la biología y las teorías sistémicas, ¡todas ellas ciencias monológuicas!—, y argumentar tratando de demostrar objetivamente la naturaleza holística del universo. Pero ese enfoque no llega a comprender que si tomamos un puñado de egos con conceptos atomísticos y les enseñamos que el universo es holístico, no tendremos otra cosa más que un puñado de egos con conceptos holísticos.

Es precisamente a causa de esta aproximación monológuica que la interpretación inadecuada de una intuición, por otra parte genuina, del Espíritu, ignora o niega las dimensiones del «yo» y del «nosotros», como si no comprendiera muy bien la naturaleza exacta de las transformaciones y de los estadios de desarrollo interno que tan imprescindibles resultan para el desarrollo de una identidad que llegue a englobar la Totalidad. Mientras tanto, lo único que podremos hacer es hablar de la Totalidad, lo cual no cambia esencialmente nada.

Y no cambia esencialmente nada porque la «demostración» del «nuevo paradigma», del «gran sistema», sigue todavía formulándose en términos monológuicos y, en esas condiciones, cualquier tipo de dimensión interior se transforma automáticamente en un observable empírico de la gran red. En tal caso, todo lo que cae bajo su férula queda despojado de su interioridad y se ve desplegado sobre la losa de mármol de la localización simple, del mundo de la naturaleza empírica, del ajuste funcional, de los sistemas monológuicos y de las superficies sensoriales. En este sentido, la ecología profunda no es más que ecología amplia, el ecofeminismo es ecosentimentalismo y el mundo de la naturaleza empírica, al que ahora se llama Biosfera —con B mayúscula—, es su Dios o su Diosa, y su gran amada no es ya la Naturaleza sino la naturaleza.

Así pues, por más cierta que pueda ser la intuición original del Espíritu —y no me cabe la menor duda de que, en muchos casos, lo es—, las interpretaciones fragmentarias no favorecen el desarrollo y el posterior descenso de lo Divino, sino que terminan convirtiéndose en un obstáculo para el proceso de transformación que conduce al alumbramiento del Espíritu.

P.: Impidiendo, de ese modo, posteriores actualizaciones del Espíritu.

K. W.: Si usted interpreta su experiencia de conciencia kósmica como una mera fusión con la mononaturaleza excluirá los otros tres cuadrantes del Espíritu y seguirá atrapado en el mismo mapa chato de Gaia. Tal vez entonces descubra que las personas adoptan su mapa pero no cambian nada realmente esencial y no experimentan ningún tipo de transformación, todo lo que hacen es convertirse en ideólogos que tratan de vender un mapa, traficantes de la visión chata del mundo.

De este modo, los adictos a la visión chata del mundo no tardan en convertirse en almas deprimidas y ojerosas que intentan justificar su depresión aludiendo a la destrucción de Gaia, sin darse cuenta del papel que ellos mismos desempeñan en la espiral descendente. Su aceptación incondicional de la ontología industrial de la localización simple constituye un nuevo empujón al carro que está dirigiendo a Gaia hacia su sepultura.

Y el moderno marco de referencia descendente industrial está saliéndose con la suya con el consentimiento de los ecofilósofos —Goldsmith, Mander, Fox, Sessions, Diamond, Merchand y compañía—, convertidos así en meros adalides de la ontología industrial, los ejemplos más recientes de una tradición que tiene trescientos años de antigüedad de la disociación de Occidente.

Su recomendación, desde el punto de vista romántico de la catástrofe, es que debemos vivir en acuerdo estricto con la naturaleza, con el mundo de la localización simple, con el mundo brutal de la mirada monológuica. Pero, como ya hemos visto, este enfoque alienta la regresión, tanto la regresión individual a actitudes biocéntricas y egocéntricas como la regresión cultural al ideal tribal hortícola. Reducir el Kosmos a la chata naturaleza sensorial y tratar de fundirse biocéntricamente con ella aboca a una glorificación narcisista profundamente regresiva, preconvencional y atada al cuerpo. ¡Ésa es la lección que debemos aprender del error romántico! De hecho, cuanto más próximo se halle uno a la naturaleza mayor es su egocentrismo, ya que, cuanto menor es la diferenciación, mayor es el grado de narcisismo. Y eso no tiene absolutamente nada que ver con la compasión, esto es pura y simple regresión.

P.: Usted ha dicho que la sabiduría ecológica no consiste en cómo vivir de acuerdo con la naturaleza sino en cómo llegar a ponernos de acuerdo en cómo vivir de acuerdo con la naturaleza. En otras palabras, cómo integrar el Gran Tres.

K. W.: Sí. Las personan no nacen queriendo cuidar de Gaia. Ese noble estado es el producto de un largo, laborioso y difícil proceso de crecimiento y transformación. Pero, al igual que ocurre con los multiculturalistas, el enfoque típico eco soslaya el camino real que conduce a ese estado.

Y esta actitud dificulta el acceso de otros a ese estado y les lleva a actualizar tan sólo sus posibilidades más bajas. Esto ya ha sucedido con los multiculturalistas y también con muchas aproximaciones eco, dos enfoques que, con demasiada frecuencia, suelen unir sus esfuerzos para promover la retribalización de la cultura americana.

P.: Pero la idea fundamental de los multiculturalistas es la de respetar las diferencias individuales.

K. W.: Sí, pero eso sólo puede ser hecho al amparo de la actitud mundicéntrica proporcionada por el pluralismo universal que no aparece hasta los estadios postconvencionales (nivel 5, 6 y superiores). Pero, si no tenemos en cuenta las formas en que la gente evoluciona hasta esos estadios superiores, terminaremos alentándoles a asumir sus compromisos más superficiales y sofocaremos, en consecuencia, cualquier intento real de alcanzar la actitud mundicéntrica real que permite acceder a esa perspectiva.

La postura eco, por su parte, suele alentar la retribalización, la fragmentación y la superficialidad preconvencional, egocéntrica y etnocéntrica en nombre de una «diversidad» supuestamente mundicéntrica, cuando es ella misma la que dificulta y obstaculiza el desarrollo de esa actitud; nos lleva de la mano a compromisos cada vez más regresivos y a una política narcisista incompatible con cualquier actitud realmente mundicéntrica y pluralista. De ese modo, no haremos más que abrir las puertas a la opresión, las guerras etnocéntricas y la pesadilla imperialista, renunciando así, en el camino, a todos los movimientos de liberación que constituyeron la faceta esplendorosa de la auténtica tolerancia mundicéntrica proporcionada por la Ilustración.

Así sólo se alimenta la falta de crecimiento, de desarrollo, de trascendencia, de evolución; sólo se promueve la cultura de la regresión y la política del narcisismo. Entonces podrá decirse a sí mismo que finalmente se ha liberado de esa terrible opresión conocida como modernidad.

Más allá de la mente postmoderna

P.: Usted sabe que la mayor parte de las grandes tradiciones de sabiduría se hallan, de modos muy diversos, en contra de la modernidad. Desde ese punto de vista, la modernidad es considerada como el gran movimiento antirreligioso, el gran movimiento de secularización racional que terminó «matando» a Dios.

K. W.: Y así es, pero el dios que mató era el dios mítico. No olvide que el Espíritu está presente en todos los momentos del proceso, no en una época, período, tiempo o lugar determinado. La razón es más profunda que el mito y, en este sentido, representa un desarrollo superior de las potencialidades del Espíritu. El mismo movimiento de la modernidad constituye un gran paso hacia adelante en la libertad del Espíritu, algo que evidencian, entre otras muchas cosas, los grandes movimientos de liberación característicos de la modernidad.

Así que usted puede invocar con nostalgia a los más gloriosos imperios mítico-agrarios de la Antigüedad, completamente inmersos en su dios mítico favorito, y puede adorar a ese Dios como el epítome de la libertad, la bondad y la misericordia. Pero eso sólo podrá hacerlo si ignora que los templos, las grandes pirámides y las catedrales de piedra se construyeron sobre las espaldas de los esclavos, de mujeres y de niños a los que se trataba como animales, y que los grandes monumentos a ese dios o diosa mítica están grabados en la carne torturada de millones de seres humanos.

El Espíritu como gran libertad es una cosa, pero el Espíritu tal y como realmente se manifiesta en las democracias políticas es otra completamente diferente. La razón libera la luz atrapada en el mito y la distribuye entre los oprimidos, liberándolos literalmente de sus cadenas en la Tierra y no en un supuesto cielo prometido.

Las alabanzas al pasado y el odio al presente suelen basarse en una comparación que confunde la modalidad promedio del presente con las modalidades más avanzadas de esas culturas, una comparación entre las modalidades más avanzadas de épocas pasadas y los aspectos más siniestros de la modernidad.

P.: La mayor parte de los pensadores religiosos tradicionales están apremiándonos constantemente a «ir más allá de la mente postmoderna», algo que, según ellos, pueden hacer las grandes tradiciones de sabiduría.

K. W.: Yo también creo realmente que el objetivo consiste en trascender finalmente la mente postmoderna, pero el hecho es que, antes de poder trascenderla, debe haberla alcanzado. Y dado que la mayor parte de los defensores de la tradición no parecen haber comprendido realmente la esencia de la modernidad y de la postmodernidad, no estoy muy seguro de que sus recomendaciones resulten, en este sentido, muy fiables.

Éste es precisamente un ejemplo típico de lo que usted estaba diciendo, es decir, que la mayor parte de las grandes tradiciones religiosas están profundamente enojadas con la modernidad y la postmodernidad, a la que, en muchos casos, equiparan a Satán.

En mi opinión, sin embargo, esta idea está profundamente equivocada y se basa en una serie de errores concretos y de interpretaciones demasiado estrechas. Las mayor parte de los pensadores religiosos tradicionales no han comprendido siquiera la modernidad —menos todavía la postmodernidad—, de modo que sus consejos para trascenderlas son tan fiables como los consejos del Papa para llevar una vida sexual satisfactoria.

P.: ¿En qué sentido, exactamente, dice usted que no han comprendido la modernidad?

K. W.: Cada gran época de la evolución humana parece girar en torno a una idea central, una idea que la domina y resume su visión del Espíritu y del Kosmos. Y cada una de estas ideas parece asentarse sobre su predecesora. Se trata de ideas tan simples y fundamentales, que podrían resumirse en una sola frase. Veamos:

Recolectora: El Espíritu está integrado en el cuerpo de la tierra. Ésta es la profunda verdad cantada por las culturas recolectoras de todo el mundo. La tierra es nuestra sangre, nuestros huesos y nuestra médula, todos nosotros somos hijos e hijas de la tierra, en la cual, y a través de la cual, fluye libremente el Espíritu.

Hortícola: Pero el Espíritu exige sacrificio. El sacrificio es el gran tema que subyace a todas las sociedades hortícolas (y no me estoy refiriendo con ello exclusivamente al sacrificio ritual concreto). La noción fundamental que impregna esta época es que ciertos pasos del desarrollo humano tienen que ver con el Espíritu y que la humanidad ordinaria o típica debe desaparecer para que el Espíritu pueda resplandecer con más claridad o, dicho en otras palabras, que la humanidad deberá ser sacrificada para el logro de una conciencia espiritual más plena.

Agraria: Los distintos pasos del desarrollo del Espíritu están, de hecho, dispuestos según la Gran Cadena del Ser. La Gran Cadena es el tema central, dominante e inexcusable de toda sociedad mítico-agraria del mundo entero, sin excepción alguna. Y dado que la mayor parte de la «historia civilizada» ha sido historia agraria, Lovejoy estaba en lo cierto al decir que la Gran Cadena del Ser ha sido la idea dominante de la mayor parte de las culturas civilizadas.

Modernidad: La Gran Cadena se despliega en el tiempo evolutivo. En otras palabras, evolución. El hecho de que el Espíritu haya quedado fuera de la ecuación no ha sido más que el desastre de la modernidad, no su dignidad ni tampoco su rasgo más distintivo. La evolución es el gran concepto que sustenta todo movimiento moderno, el dios de la modernidad. Y ésta es, de hecho, una extraordinaria realización espiritual porque, se la identifique o no conscientemente como algo espiritual, el hecho es que conecta directamente al ser humano con el Kosmos y apunta al hecho indiscutible —pero también aterrador— de que los seres humanos son cocreadores de su evolución, de su propia historia y de su propio mundo.

Postmodernidad: Nada está dado, el mundo no es tanto una percepción como una interpretación. Que esto haya terminado conduciendo a muchos postmodernistas a caer en la locura aperspectivista no es asunto nuestro. El gran descubrimiento de la postmodernidad es que no existe nada dado de antemano, un descubrimiento que abre a los seres humanos al Kosmos plástico cocreado en el que el Espíritu deviene cada vez más agudamente consciente de sí mismo en la medida en que va recorriendo el camino que le conduce a despertar en la supraconciencia.

P.: Éstas son las grandes ideas características de las distintas épocas por las que ha discurrido la historia de la humanidad. Y, en su opinión, los pensadores religiosos antimodernos…

K. W.: … Se hallan completamente atrapados en la visión agraria del mundo y no comprenden siquiera las modalidades moderna y postmoderna del Espíritu. Están tan avergonzados que no se dan siquiera cuenta de las maravillas de la modernidad y vuelven sus ojos hacia las maravillas del ayer. ¡De hecho, la mayor parte de ellos ni siquiera creen en la evolución!

Pero el hecho es que no parecen haber comprendido las manifestaciones modernas del Espíritu, no se han dado cuenta de que la evolución es, como dijo Wallace, «la forma y la modalidad de las creaciones del Espíritu», no parecen haber comprendido que la esencia de la modernidad consiste en la diferenciación del Gran Tres, y por ello menosprecian la importancia de los modernos movimientos de liberación (de la abolición de la esclavitud, del movimiento de liberación de la mujer, de las democracias liberales, etcétera), cada uno de las cuales permitió al Espíritu entonar una nueva canción de libertad que sus más preciadas fábulas mítico-agrarias no pueden siquiera llegar a soñar. También por ello centran exclusivamente su atención en las miserias de la modernidad e, incapaces de comprender la dialéctica del desarrollo, rechazan hasta la misma idea de evolución.

Y obviamente tampoco han comprendido las manifestaciones postmodernas del Espíritu, tampoco han comprendido que no existe nada dado de antemano, que no existe nada predado. Para la mentalidad agraria, por el contrario, todo está simple, estática y eternamente ahí, más allá de los cambios del tiempo y del despliegue del desarrollo. Para la mentalidad agraria, el mundo entero ha sido creado por el prodigioso Dios mítico y la salvación consiste en la aceptación plena de ese mundo predado, predado sólo a aquellos profetas que, escamoteando sus visiones de las pruebas de validez, desafían el imposible orden preestablecido. Y no olvidemos que el desacuerdo con la visión agraria del mundo, una visión etnocéntrica, racista, sexista y patriarcal, revelada por un dios predado, es considerada como un pecado eterno.

Las «autoridades religiosas», ancladas en la visión agraria del mundo, desprecian la modernidad, desprecian la evolución, desprecian el mismo proceso que, de hecho, está operando para socavar su autoridad.

Y es precisamente la identificación del Espíritu con la visión agraria del mundo, estática y predada, la que impide el reconocimiento moderno y postmoderno del Espíritu, ya que la modernidad nunca aceptará el Espíritu si el Espíritu significa exclusivamente mítico-agrario.

Es irónico que las mismas autoridades religiosas —que no se encuentran más allá de la mentalidad postmoderna sino más acá de ella— se hayan convertido en uno de los principales obstáculos para la aceptación moderna y postmoderna del Espíritu. ¿Dónde reposará, mientras tanto —en esa negación provisional de la omnipresencia del Espíritu—, el Hijo del Hombre su fatigada cabeza?

La transformación del mundo y el abismo cultural

P.: ¿Cree usted que, en la actualidad, hay alguna gran transformación del mundo en marcha?

K. W.: Una transformación que, por cierto, tiene lugar a trompicones, deteniéndose y poniéndose de nuevo en marcha. Como ya hemos visto, desde la Segunda Guerra Mundial, aproximadamente, ha tenido lugar el lento proceso de transformación de una sociedad racional-industrial a una sociedad informática visión-lógica. De ningún modo se trata, como afirman los portavoces de la Nueva Era, de una transformación espiritual —lejos de ello—, lo cual no significa, no obstante, que no se trate de una transformación sumamente profunda.

Si, por el momento, prestamos atención al cuadrante inferior izquierdo, advertiremos la presencia de varias transformaciones profundas en el proceso evolutivo de la humanidad, las que condujeron del estadio recolector al estadio hortícola, al estadio agrario temprano, al agrario avanzado, al estadio industrial temprano, al industrial tardío y al estadio informático temprano. Así pues, la especie humana ha experimentado, a lo largo de su desarrollo, seis grandes y profundas transformaciones a escala mundial, seis transformaciones que suelen resumirse en tres —la agraria, la industrial y la informática—, de modo que ahora nos hallamos al comienzo de la llamada «tercera ola».

Pero recuerde que, si no queremos pasar por alto los factores realmente responsables de esta transformación, deberemos analizarla desde la perspectiva de los cuatro cuadrantes. Esta transformación está siendo impulsada por una nueva base tecnoeconómica (informática), que conlleva una nueva visión del mundo, una nueva modalidad de yo y nuevas pautas intencionales y conductuales, que se halla ubicada en un nuevo espacio cultural del mundo, que presenta nuevas instituciones y nuevos anclajes sociales. Y, como suele ocurrir, los individuos concretos pueden estar, o no, a la altura de las nuevas circunstancias.

P.: De ese modo tenemos en cuenta a los cuatro cuadrantes.

K. W.: Lentamente está emergiendo un nuevo centro de gravedad sociocultural, la sociedad visión-lógico informática, una sociedad que posee una visión del mundo existencial o aperspectivista (inferior izquierdo), asentada en una base tecnoeconómica de transferencia de información digital (inferior derecho) y un yo centáurico (superior izquierdo) que debe integrar su materia, su cuerpo y su mente —integrar la fisiosfera, la biosfera y la noosfera— para ajustar funcionalmente su conducta (superior derecho) al nuevo espacio del mundo.

Pero esto corresponde a un orden muy elevado porque cualquier nueva transformación impone una nueva y terrible carga sobre el mundo. ¡Y no tengo claro que debamos celebrarlo! De hecho, cada nueva emergencia y transformación impone nuevas exigencias y nuevas responsabilidades, la necesidad de integrar lo superior con lo inferior, la necesidad de trascender y de incluir. Y cuanto mayor es la profundidad de la trascendencia, mayor es la dificultad que conlleva la inclusión.

P.: Ése es realmente un gran problema.

K. W.: Efectivamente, ése es un gran problema. Y la pesadilla es que, aunque dispongamos de un nuevo y superior espacio del mundo, todo ser humano debe comenzar su proceso de desarrollo partiendo de la primera casilla. Todos, sin excepción, debemos comenzar en el fulcro 1 y crecer y evolucionar a través de todos los estadios inferiores hasta llegar a alcanzar el nuevo estadio superior.

De modo que, por más que una persona nazca en una cultura visión-lógica global, su singladura deberá comenzar en el nivel fisiocéntrico e ir superando, a partir de ahí, los estadios biocéntrico, egocéntrico y sociocéntrico. Ése es un proceso imposible de eludir o rodear. Por más que usted escriba una gruesa novela de tres volúmenes tendrá que seguir utilizando la mismas letras del alfabeto que aprendió cuando era niño ¡y no podrá escribirla sin los logros que adquirió en la infancia!

Y cuantos más niveles verticales de desarrollo tenga una determinada cultura, mayor es la probabilidad de que las cosas vayan mal. Como decía anteriormente, cuanto mayor es la profundidad de una sociedad, mayores son también las cargas impuestas sobre la educación y transformación de sus ciudadanos; cuanta mayor la profundidad, peor pueden ir las cosas; cuantos más niveles, más posibilidades para la gran mentira (la patología). En este sentido, nuestra sociedad puede enfermar en formas que resultarían inimaginables para las primitivas sociedades recolectoras.

P.: De modo que las sociedades más profundas deben afrontar mayores riesgos.

K. W.: ¡Así es, riesgos en los cuatro cuadrantes! Por ello, cuando veo que ciertas personas comienzan a hablar extasiados sobre las transformaciones que nos depara el porvenir, no puedo dejar de pensar que sobre nosotros se cierne la posibilidad de una nueva y aterradora pesadilla.

P.: ¿Podría darnos algunos ejemplos?

K. W.: A veces se dice que uno de los mayores problemas de las sociedades occidentales es el abismo existente entre ricos y pobres. Y aunque eso sea cierto, se trata de una forma chata de verlo, como si la única diferencia fuera exclusivamente monetaria. Porque, en mi opinión, existe un abismo más alarmante todavía que el que separa a los ricos de los pobres, un abismo interior, un abismo cultural, un abismo de conciencia, un abismo, en suma, de profundidad.

Cuanto más peso soporta el centro de gravedad de una determinada sociedad —algo que ocurre en la medida en que más individuos pasan de lo egocéntrico a lo sociocéntrico y, desde ahí, a lo mundicéntrico (o incluso superior)—, mayores son sus dificultades para integrar verticalmente a individuos que presentan diferentes niveles de desarrollo. Y cuanto mayor es la profundidad del centro de gravedad de una determinada cultura, mayor es también la necesidad y la dificultad de esa integración vertical.

Así pues, el «abismo económico» existente entre ricos y pobres es terrible, pero mucho más acuciante —y también mucho más insidioso— es el abismo cultural, el «abismo de valores», el «abismo de profundidad», el abismo existente, en suma, entre la profundidad potencial que brinda esa cultura y la que realmente pueden alcanzar los individuos que viven en ella.

Porque el hecho es que, como siempre ocurre, un nuevo y superior centro de gravedad posibilita pero no garantiza que los individuos que integran esa cultura alcancen las estructuras más elevadas o, dicho de otro modo, más profundas. Cuanto mayor es el peso que soporta el centro de gravedad de una determinada sociedad, mayor es también el número de individuos que pueden quedar atrás, marginados, excluidos y rezagados en la más cruel de todas las formas, en su propia conciencia, en su valor, en su mérito interior.

Y esto crea una tensión interna en la misma cultura, una tensión que puede llegar a ser demoledora. Y con cada nueva transformación cultural, este abismo cultural, este abismo de conciencia es cada vez mayor.

P.: Esto me recuerda lo que usted señalaba anteriormente cuando hablaba de la patología individual.

K. W.: Así es, cuando hablaba del abismo o de la distancia existente entre el yo principal —o centro de gravedad del individuo— y los «pequeños yoes» que permanecen disociados y excluidos. Y la tensión interna, la guerra civil interna, propicia la patología individual.

Pero eso mismo ocurre con la sociedad y con la cultura en general. Cuanto mayor es la profundidad de una cultura, mayor es también el abismo cultural, el abismo que existe entre la profundidad promedio que ofrece esa cultura y el número de quienes realmente pueden alcanzarla. Y esto, genera también una tensión interna que puede propiciar la patología cultural.

P.: Éste es otro de los motivos por los que culturas como la recolectora, por ejemplo, tienen tan pocos problemas internos.

K. W.: Así es.

P.: ¿Y se le ocurre alguna solución?

K. W.: Veamos. En cierto sentido, nuestro problema real tampoco es el abismo cultural, nuestro problema real es que ni siquiera podemos pensar en el abismo cultural. Y no podemos hacerlo porque vivimos en un mundo chato, un mundo que no reconoce la existencia de grados de conciencia, de profundidades, de valores y de méritos. En este mundo, todo tiene la misma profundidad, es decir, cero.

Y, puesto que nuestra chata visión del mundo ni siquiera reconoce la profundidad, tampoco puede reconocer el abismo profundo, el abismo cultural, el abismo de conciencia. En consecuencia, la explotación de los países desarrollados y «civilizados» proseguirá hasta el momento en que reconozcamos este problema y busquemos las formas de comenzar a resolverlo.

P.: De modo que, antes de poder hablar de las soluciones, tenemos que reconocer, al menos, la existencia del problema.

K. W.: Así es. Y parece como si todo el mundo chato estuviera conspirando para impedir ese reconocimiento. Mientras sigamos sosteniendo la visión chata del mundo, el abismo cultural —el gran problema de la integración cultural vertical— no podrá ser resuelto, porque la visión chata del mundo niega de plano la existencia de la dimensión vertical, de la transformación interior, de la trascendencia.

P.: ¿De qué modo se relaciona todo esto con la transformación todavía incipiente que se halla en marcha?

K. W.: Recuerde que, según mi hipótesis, la modernidad diferenció el Gran Tres y la postmodernidad debe descubrir el modo de integrarlo. En el caso de que esa integración no se produzca, los veinte principios no podrán desarrollarse, la evolución se estancará y necesariamente tendrá lugar algún tipo de reajuste masivo, algo que normalmente suele ser bastante desagradable.

El hecho es que, mientras sostengamos una visión chata del mundo, resultará imposible integrar el Gran Tres porque, dentro de ese marco de referencia, el Gran Tres permanecerá, en el mejor de los casos, disociado y, en el peor de ellos, colapsado. Y no conozco ningún sistema que haya podido entrar renqueante en el futuro con una disociación interna de tal magnitud. Si estas caóticas tensiones no conducen a la autotrascendencia terminarán provocando la autodisolución. Ésas son las dos terribles alternativas que la evolución ha brindado desde siempre a cada nuevo emergente.

Y si nuestra visión del mundo sigue sin permitirnos reconocer el problema, no está lejos el momento en que el abismo cultural termine provocando el colapso de nuestra cultura.

La ética medioambiental

P.: ¿De modo que, en su opinión, el abismo cultural es un problema más urgente que la crisis medioambiental?

K. W.: No es eso lo que opino porque, a mi juicio, se trata, en ambos casos, de la misma cosa, del mismo problema.

Es imposible, desde un punto de vista egocéntrico o etnocéntrico, respetar las cuestiones globales, a menos que lo aliente el temor con algo que afecte su propia existencia narcisista (aunque, con esa táctica ecofascista, no habrá hecho nada más que reforzar las motivaciones egocéntricas causantes del problema).

El punto de vista global, postconvencional y mundicéntrico es el único que puede permitir el reconocimiento de las dimensiones reales de la crisis ecológica y, lo que es más importante todavía, proporcionar la visión y la fortaleza moral necesarias para tratar de modificarlas. Pero, para que esta acción sea significativa, es preciso que un número considerable de individuos alcancen el nivel de desarrollo postconvencional y mundicéntrico.

En otras palabras, sólo será posible solucionar la crisis ecológica salvando el abismo cultural, porque ambas son facetas diferentes del mismo problema.

P.: Así pues ¿el abismo cultural y la crisis medioambiental están estrechamente ligadas a la visión chata del mundo?

K. W.: Sí, el abismo cultural y la crisis ecológica son los dos grandes problemas que nos ha legado la visión chata del mundo que reverencia a la mononaturaleza. La religión chata niega la existencia de grados de profundidad vertical y de transformación interior, lo único que podría ayudarnos a lograr un consenso global y mundicéntrico sobre cómo proceder para proteger la biosfera y los asuntos globales. La religión de Gaia, por su parte, también está destruyendo a Gaia y ése es otro de los motivos por los cuales cualquier posible transformación futura exige romper nuestra dependencia de la visión chata del mundo.

P.: Tal vez pudiera usted volver ahora a un tema anterior en el que hablaba de la ética medioambiental que podría emerger en el caso de que rechazáramos la visión chata del mundo.

K. W.: Las discusiones sobre ética medioambiental suelen centrarse en lo que se conoce con el nombre de axiología, la teoría de los valores. Y, en este sentido, hay cuatro grandes escuelas de axiología medioambiental.

La primera de ellas es la escuela de la bioigualdad, una escuela según la cual todos los holones vivos —un gusano y un mono, por ejemplo— tienen el mismo valor, una visión muy frecuente entre los ecólogos profundos y algunas ecofeministas.

El segundo abordaje señala la existencia de diferencias en los derechos de los animales puesto que, si los animales muestran algún tipo de sentimientos —aunque sean rudimentarios—, también poseerán ciertos derechos. Esta escuela, en consecuencia, traza una línea divisoria entre las formas vivas que no poseen suficientes sentimientos, como los insectos, y los que sí, como, por ejemplo, los mamíferos. En este sentido, los distintos teóricos trazan esa línea en diferentes lugares, en función del punto a partir del cual puede hablarse razonablemente, en su opinión, de sentimientos o de sensaciones. El caso más extremo, en mi opinión, traza esta línea en los camarones y los moluscos. (Evidentemente, cuanto más abajo trace esta línea más se acercará a la bioigualdad, la visión en la que todos los holones vivos participan de los mismos derechos).

La tercera escuela es jerárquica u holoárquica y suele basarse en la filosofía de Whitehead (Birch y Cobb, por ejemplo). Desde este punto de vista, la evolución constituye un desarrollo holoárquico en el que las entidades más complejas son las que más derechos poseen. En este sentido, los seres humanos son los más avanzados y, en consecuencia, también poseen más derechos, aunque éstos, obviamente, no incluyen el derecho a expoliar instrumentalmente a otras entidades vivas que, aunque más rudimentarias, no, por ello, son insignificantes.

La cuarta escuela engloba todas aquellas aproximaciones en las que se considera que el ser humano es el único que posee derechos, pero esos derechos incluyen el respeto y la gestión de la tierra y de todos los seres vivos. Muchos teóricos religiosos convencionales toman esta aproximación como una forma de asentar el respeto al medio ambiente en un imperativo moral (Max Oelschlaeger, por ejemplo).

Mi propia visión de la ética medioambiental no ha podido llegar a sintetizar esas distintas escuelas, aunque creo que incorpora lo fundamental de todas ellas.

P.: Las escuelas que he mencionado están basadas en cuatro concepciones distintas de valor. ¿La suya también está basada en diferentes tipos de valor?

K. W.: Así es, el valor Sustrato, el valor intrínseco y el valor extrínseco.

Todos los holones poseen el mismo valor Sustrato, es decir, todos los holones, desde los átomos hasta los simios, son manifestaciones perfectas de la Vacuidad, del Espíritu y, en ese sentido, ninguno de ellos es superior, inferior, mejor o peor que los demás. Todo holón, tal y como es, constituye una expresión perfecta de la Vacuidad, un gesto resplandeciente de lo Divino. Así pues, en cuanto manifestación del Absoluto, todos los holones poseen el mismo valor Sustrato y toda Forma es, en última instancia, Vacuidad. Ése es el valor Sustrato.

Pero, además de ser una expresión del absoluto, todo holón es también una totalidad/parte relativa y, en este sentido, posee su propia totalidad relativa y su propia parcialidad relativa.

En cuanto totalidad, todo holón tiene un valor intrínseco (un valor en sí mismo), el valor de su propia totalidad, de su propia profundidad. Y, en consecuencia, cuanta mayor sea la totalidad —cuanta mayor sea la profundidad—, tanto mayor será también su valor intrínseco. La profundidad es valiosa porque cuanto mayor sea más aspectos del Kosmos desplegará y, en ese sentido, cuanto más Kosmos despliegue un determinado holón —es decir, cuanta mayor sea su profundidad—, tanto mayor será también su valor intrínseco. De esta forma, un simio contiene células, moléculas y átomos, los abraza en su propia constitución interna y, por ello, posee una gran profundidad, una gran totalidad, un gran valor intrínseco.

De modo que aunque un simio y un átomo sean, en sí mismos, manifestaciones perfectas del Espíritu (aunque tengan el mismo valor Sustrato), el simio tendrá una profundidad mayor, una totalidad mayor y, en consecuencia, un mayor valor intrínseco. Esto, sin embargo, no significa que los átomos carezcan de todo valor intrínseco —¡porque menor valor no significa ausencia de valor!—, sino sólo que éste es relativamente menor que el de un simio. Desde este punto de vista, cuanto mayor sea la profundidad de un holón, mayor será también su grado de conciencia, de modo que perfectamente podríamos decir que un simio es intrínsecamente más valioso que un átomo porque posee más conciencia.

Pero un holón no sólo es una totalidad sino que también es una parte y, como tal, forma parte de una totalidad necesaria para la existencia de otros holones y tiene valor para otros. Así, como parte, cada holón tiene valor extrínseco, valor instrumental, valor para los demás holones. Y cuanto más parcial sea un holón, mayor será también su valor extrínseco. Un átomo, en este sentido, tiene mayor valor extrínseco que un simio puesto que la destrucción de los simios no afectaría significativamente al universo pero la destrucción de los átomos acabaría con todo excepto las partículas subatómicas. Así pues, un átomo tiene un extraordinario valor extrínseco, un extraordinario valor instrumental, valor para otros holones, porque constituye una parte instrumental de muchos de ellos.

P.: Usted ha relacionado todo esto con los derechos y las responsabilidades.

K. W.: Sí. Normalmente se habla de derechos y de responsabilidades sin terminar de comprender que se trata de conceptos estrechamente ligados, aspectos inherentes, en última instancia, al hecho de que todo holón es, al mismo tiempo, una parte y una totalidad.

Como totalidad, todo holón tiene derechos que expresan su autonomía relativa, derechos que describen las condiciones necesarias para mantener su integridad. Y si esos derechos no son tenidos en cuenta, la totalidad termina disolviéndose en sus subholones compositivos (si una planta, por ejemplo, no recibe suficiente agua termina disgregándose). Los derechos expresan las condiciones de existencia del valor intrínseco de un holón, las condiciones necesarias para mantener su integridad, para preservar su individualidad y para conservar su profundidad.

Pero, además, todo holón forma también parte de alguna(s) otra(s) totalidad(es) y, en ese sentido, también es responsable de la conservación de esa totalidad. Podríamos decir que la responsabilidad es simplemente una descripción de las condiciones que requiere todo holón para formar parte de una totalidad. Y, si esas responsabilidades no son tenidas en cuenta, el holón dejará de formar parte de la totalidad. Las responsabilidades expresan las condiciones de existencia del valor extrínseco de un holón, las condiciones necesarias para conservar su parcialidad, preservar su comunión y mantener su amplitud. Si un holón quiere formar parte de una totalidad deberá asumir ciertas responsabilidades. No estoy diciendo, con ello, que esté bien que un holón asuma sus responsabilidades, sino que si realmente quiere conservar sus relaciones, su ajuste cultural y su ajuste funcional estará necesariamente obligado a hacerlo.

P.: De modo que individualidad y comunión, valor intrínseco y valor extrínseco, derechos y responsabilidades son las dos caras que presenta cada holón totalidad al mismo tiempo que parte.

K. W.: Así son las cosas en una holoarquía anidada de complejidad y profundidad creciente. Los seres humanos son relativamente más profundos que las amebas, pongamos por caso, y en ese mismo sentido, tenemos más derechos —las condiciones necesarias para conservar nuestra integridad—, pero también tenemos más responsabilidades, no sólo al nivel de la sociedad humana de la que formamos parte, sino también al nivel de las comunidades que engloban a los subholones que nos componen. Nosotros existimos en redes de relaciones holónicas en la fisiosfera, en la biosfera y en la noosfera, y nuestros derechos relativamente superiores también conllevan responsabilidades relativamente mayores en todas esas dimensiones. El fracaso en asumir esas responsabilidades implica el fracaso en establecer las condiciones necesarias de existencia de los holones y subholones que nos componen, lo cual conllevaría nuestra propia destrucción.

Insisto en lo dicho anteriormente, no es que sea adecuado que asumamos nuestras responsabilidades sino que ésa es una de las condiciones absolutamente necesarias de nuestra existencia, algo imprescindible si no queremos que nuestras relaciones se disuelvan y que nosotros nos disgreguemos con ellas. Parece, no obstante, que insistamos en reivindicar nuestros derechos sin querer asumir nuestras responsabilidades. ¡Queremos ser una totalidad sin formar parte de nada! ¡Queremos ir a la nuestra!

P.: Como usted decía anteriormente, la cultura del narcisismo.

K. W.: Sí, la cultura del narcisismo, la cultura de la regresión y de la retribalización. Queremos disfrutar de los derechos egoicos sin la necesaria contrapartida de las responsabilidades. Todo el mundo quiere ser una totalidad separada y reivindica los derechos necesarios para conservar su individualidad, pero nadie parece querer ser una parte y asumir las correspondientes responsabilidades en el mantenimiento de nuestras relaciones.

Pero, obviamente, una cosa no puede existir sin la otra. Nuestra frenética avidez de derechos no es más que un signo de la fragmentación en «totalidades» cada vez más egocéntricas que se niegan a asumir cualquier otra cosa que no sea sus propias necesidades.

P.: ¿Y ése es un problema que no pueden resolver ni el ego ni el eco?

K. W.: Eso es lo que creo. Una de las grandes dificultades del moderno paradigma chato del mundo —tanto en su versión ego como en su versión eco— es que las nociones de derechos y de responsabilidades han terminado confundiéndose.

P.: Póngame algún ejemplo.

K. W.: La versión ego-ilustrada de la visión chata del mundo nos habla de un ego separado y autónomo que sólo se atribuye autonomía a sí mismo. Desde esta perspectiva, la única totalidad independiente es el ego racional y, en consecuencia, sólo él tiene valor intrínseco, es decir, derechos. Desde este punto de vista, todos los demás holones son meras partes del gran orden interrelacionado y, en consecuencia, sólo tienen un valor parcial, un valor extrínseco, un valor instrumental que carece, por tanto, de todo tipo de derechos. Son meros instrumentos al servicio de los designios del ego. Desde ese punto de vista, el ego independiente puede hacer lo que quiera y expoliar al medio ambiente como mejor le apetezca porque todo es un instrumento a su servicio.

Para la versión eco-romántica, en cambio, la única realidad esencial es la Gran Red interrelacionada, y a ella —y no al ego reflexivo— se le asigna autonomía. Y puesto que la Gran Red es la única realidad, sólo ella tiene valor de totalidad, valor intrínseco, y todos los demás holones (incluidos los seres humanos) son meros instrumentos de sus autopoyéticos designios. Es decir, todos los holones son meras partes o hebras de la Red y, en ese sentido, sólo poseen un valor extrínseco o instrumental, lo cual, dicho sea de paso, constituye una forma de ecofascismo. Desde este punto de vista, la Gran Red es la única que posee valor intrínseco, a ella: en última instancia, se hallan subordinadas todas las demás y sólo quien hable en su nombre puede decirnos qué es lo que debemos hacer.

Este ecofascismo, esta violencia característica de la visión chata del mundo es, si cabe, más compleja todavía que la propia de las fuerzas del ego-ilustrado porque los eco-románticos se hallaban motivados por la búsqueda de los valores espirituales y de la armonía. Pero, como ha ocurrido con todo gran movimiento de la modernidad y de la postmodernidad, sus intuiciones espirituales fueron interpretadas en función de la visión chata del mundo y, en consecuencia, se vieron reducidas a términos puramente descendentes.

Al confundir valor Sustrato con valor intrínseco llegaron a la confusión total propia de la «bioigualdad». Es decir, al confundir el valor Sustrato —todos los holones tienen el mismo valor absoluto (lo cual es cierto)— con valor intrínseco —todos los holones tienen el mismo valor relativo (lo cual es falso)— llegaron a concluir la «bioigualdad», en otras palabras, a afirmar que no existe ninguna diferencia de valor intrínseco entre una pulga y un ciervo. La ontología industrial, en suma, subyace a la mayor parte de las aproximaciones propias de la ecología profunda.

P.: Y nosotros queremos prestar atención a los tres tipos de valores.

K. W.: Sí. Creo que es necesaria una ética medioambiental que respete los tres tipos de valores característicos de todos y cada uno de los holones (valor Sustrato, valor intrínseco y valor extrínseco), una ética medioambiental que, sin dejar de considerar a todos los holones sin excepción como manifestaciones perfectas del Espíritu, sea también capaz, al mismo tiempo, de establecer distinciones pragmáticas sobre las diferencias de valor intrínseco y comprender que es mucho mejor golpear a una roca que a un mono, comerse una zanahoria que una ternera y alimentarse de granos que de mamíferos.

En otras palabras, la primera regla pragmática de nuestra ética medioambiental sería la de que, para satisfacer nuestras necesidades vitales, deberíamos consumir o destruir la menor profundidad posible, es decir, deberíamos tratar de hacer el menor daño posible a la conciencia, deberíamos intentar destruir el menor valor intrínseco posible. O, formulado en términos positivos, deberíamos proteger y conservar tanta profundidad como fuera posible.

Pero este imperativo cubre la profundidad pero no la amplitud, la individualidad pero no la comunión, las totalidades pero no las partes. En este sentido, nosotros queremos proteger y promover la mayor profundidad para la mayor amplitud posible. No sólo conservar la mayor profundidad —lo cual sería fascista y antropocéntrico—, ni sólo la mayor amplitud —lo cual sería totalitario y ecofascista—, sino conservar la mayor profundidad para la mayor amplitud posible.

La intuición moral básica

P.: Una fórmula a la que usted denomina la intuición moral básica.

K. W.: Así es. La intuición moral básica consiste en «conservar y promover la mayor profundidad para la mayor amplitud posible». Ésta es, en mi opinión, la forma actual, la estructura actual de la intuición espiritual.

En otras palabras, cuando nosotros intuimos al Espíritu, lo hacemos tal y como se manifiesta en los cuatro cuadrantes (porque el Espíritu se manifiesta en los cuatro cuadrantes o, dicho en forma abreviada, en los dominios del «yo», del «nosotros» y del «ello»). Así pues, cuando yo intuyo claramente al Espíritu, no sólo intuyo su resplandor en mí mismo, en mi propia profundidad, en el dominio de mi yo, sino que también lo intuyo en el dominio de los seres que comparten el Espíritu conmigo (en forma de su propia profundidad). Y es entonces cuando deseo proteger y promover ese Espíritu, no sólo en mí sino en todos los seres en los que se manifiesta. Pero además, si intuyo claramente al Espíritu, también me siento alentado a implementar ese despliegue espiritual en tantos seres como pueda, es decir, no sólo en los dominios del «yo» o del «nosotros», sino que también me siento movilizado a implementar esta realización como un estado objetivo de cosas (en los dominios del «ello», en el mundo).

El hecho de que el Espíritu se manifieste realmente en los cuatro cuadrantes (o, dicho de modo resumido, en los dominios del «yo», del «nosotros» y del «ello») supone también que la auténtica intuición espiritual es aprehendida como el deseo de expandir la profundidad del «yo» a la amplitud del «nosotros» y al estado objetivo de cosas del propio «ello» (Buda, Sangha y Dharma). En definitiva, proteger y promover la mayor profundidad a la mayor amplitud posible.

Ésta es, en mi opinión, la intuición moral básica de todos los holones, sean o no humanos, aunque, claro está, cuanta mayor es su profundidad, más claramente intuye ese Sustrato y más plenamente despliega esa intuición moral básica, extendiéndola cada vez a más holones a lo largo del proceso.

P.: Difundir la mayor profundidad a la mayor amplitud posible.

K. W.: Sí. Pero el intento de promover la mayor profundidad para la mayor amplitud posible nos obliga a establecer juicios pragmáticos sobre las diferencias de valor intrínseco, sobre el grado de profundidad que debemos destruir para satisfacer nuestras necesidades vitales. En este sentido, es mejor, a mi juicio, destruir una zanahoria que una vaca o, como respondió inequívocamente Alan Watts cuando alguien le preguntó por qué era vegetariano, «porque las vacas gritan más que las zanahorias».

Pero, para evitar la aparición de una jerarquía de dominio, debemos llevar la mayor profundidad a la mayor amplitud posible. Por dar un solo ejemplo en este sentido, si tuviera que decidir entre exterminar una docena de monos o matar a Al Capone, yo elegiría la última alternativa. No hay nada sacrosanto en ser un holón humano; eso, en sí mismo, carece de todo significado; eso, en sí mismo, es antropocéntrico en el peor de los sentidos.

Es evidente que las cosas son bastante más complicadas que lo que acabamos de comentar, y que si usted quisiera profundizar más en el tema, tendría que remitirle a la lectura de Sexo, Ecología, Espiritualidad, en donde todos estos tópicos son discutidos con más detalle. Mi única intención, en este libro, ha sido la de proporcionar la imagen global que podría presentar una ética holoárquica, preservar no sólo la profundidad sino la profundidad a la mayor amplitud posible, todo ello dentro del contexto de un Sustrato anterior. Descansando en la Vacuidad, promover la mayor profundidad para la mayor amplitud posible es, en mi opinión, el objetivo de las lágrimas derramadas por todos los bodhisattvas.

Adiós a la visión chata del mundo

P.: Así que la solución a todos estos problemas —el abismo cultural, la integración vertical y la ética medioambiental— gira en torno al rechazo de la visión chata del mundo.

K. W.: Definitivamente. Hemos hablado de la posible transformación futura, una transformación que, en muchos sentidos, se halla ya en marcha. Pero yo no creo que esta nueva transformación pueda proseguir de un modo equilibrado si no logramos integrar el Gran Tres. La disociación del Gran Tres fue la profunda herida dejada en nuestra conciencia por los errores de la modernidad, y la nueva transformación postmoderna deberá integrar esos fragmentos o no podrá satisfacer los veinte principios, no trascenderá e incluirá, no diferenciará e integrará, no podrá seguir evolucionando, será una salida en falso y la evolución terminará estancándose. No podemos construir el mañana sobre las llagas del ayer.

Esto significa, entre otras muchas cosas, la necesaria emergencia de un nuevo tipo de sociedad que integre la conciencia, la cultura y la naturaleza, y abra paso al arte, la moral, la ciencia, los valores personales, la sabiduría colectiva y el conocimiento técnico.

Pero para ello deberemos emanciparnos de la cárcel de la visión chata del mundo. Sólo podremos integrar lo Bueno, lo Verdadero y lo Bello cuando nos liberemos del asfixiante abrazo de la visión chata del mundo. Sólo podremos establecer contacto con las resplandecientes manifestaciones del Espíritu cuando rechacemos la visión chata del mundo. Sólo podremos alumbrar una auténtica ética medioambiental y una comprensión respetuosa entre todos los seres, que tenga en consideración la perfección de cada uno de ellos, cuando rechacemos la visión chata del mundo. Sólo podremos salvar el abismo cultural y llegar a ser individuos libres que expresan sus posibilidades más profundas en el seno de una cultura realmente abierta cuando rechacemos la visión chata del mundo. Sólo podremos liberarnos de las garras de la mononaturaleza y, de ese modo, integrar a la naturaleza y respetarla de verdad en lugar de convertirla en un ídolo que paradójicamente contribuye a su propia destrucción cuando rechacemos la visión chata del mundo. Sólo podremos construir nuestros objetivos comunes en un intercambio libre de comunicación alejado del egocentrismo, del etnocentrismo y del imperialismo nacionalista que nos aboca a las guerras raciales, el derramamiento de sangre y el saqueo cuando rechacemos la visión chata del mundo. Sólo podremos actualizar los potenciales visión-lógicos que permiten integrar la fisiosfera, la biosfera y la noosfera en el radical despliegue de su propio goce intrínseco cuando rechacemos la visión chata del mundo. Sólo será posible que la autopista de la información escape a la anarquía digital y se ponga al servicio de la auténtica relación y, de ese modo, se convierta en el heraldo de una era de convergencia y no de fragmentación cuando rechacemos la visión chata del mundo. Sólo podrá realmente emerger una auténtica federación mundial, una verdadera familia de naciones en el seno de una convergencia holoárquica que gire en torno al Alma del Mundo y se halle decididamente comprometida con la protección del espacio mundicéntrico, la voz misma del Espíritu moderna, gloriosa en su compasivo abrazo, cuando rechacemos, en fin, la visión chata del mundo.

Sólo —por regresar ahora a tópicos específicamente espirituales y transpersonales— quienes se hallen interesados en la espiritualidad, podrán comenzar a integrar las corrientes ascendente y descendente cuando rechacemos la visión chata del mundo. En un mundo chato sólo disponemos de dos alternativas, ser ascendente y negar completamente la existencia de todo lo superficial o ser descendente y tratar, en cambio, de convertirlo en Dios.

P.: Aquí cerramos, pues, el círculo, volviendo a la batalla arquetípica que tiene lugar en el mismo corazón de la tradición occidental, la lucha entre los ascendentes y los descendentes.

K. W.: Así es. El enfoque exclusivamente descendente desprecia todo camino ascendente y le acusa de ser el culpable de casi todos los problemas que aquejan a la humanidad y a Gaia. Pero el odio es recíproco, porque unos y otros se hallan atrapados en la misma ignorancia de dispersión y exterioridad que ha sido la auténtica causa de todos los problemas de la humanidad.

Desde hace unos dos mil años, los ascendentes y los descendentes se hallan enzarzados en la misma batalla, una batalla en la que cada bando reclama ser la Totalidad y acusa al otro de ser el Mal, fracturando así al mundo en una pesadilla de odio y rechazo. Después de tantos años de lucha, los ascendentes y los descendentes siguen atrapados en la misma locura.

P.: Y la solución a esta contienda consiste en integrar y equilibrar las corrientes ascendentes y descendentes en el ser humano.

K. W.: Efectivamente. La solución consiste en llegar a unificar y armonizar, de algún modo, estas dos corrientes, de forma que la sabiduría y la compasión puedan aunar sus esfuerzos en la búsqueda de un Espíritu que trascienda e incluya este mundo, un Espíritu eternamente anterior y que, no obstante, englobe este mundo y todos sus seres con un amor, una compasión, un cuidado y un respeto infinitos, la más tierna de las misericordias y la más resplandeciente de las miradas.

Y, aunque la mayor parte de las actividades de las religiones descendentes nos ayude a reconocer y apreciar a Dios y a la Divinidad visible y sensible, están imponiendo sobre Gaia una carga infinita que la pobre Gaia finita no puede llegar a soportar. Lo que podría ser crecimiento sostenible se convierte así en espiritualidad insostenible. Y nosotros necesitamos desesperadamente de ambas facetas. Las corrientes ascendentes del ser humano también deben ser activadas y cultivadas porque sólo cuando seamos capaces de trascender nuestro ego mortal y limitado podremos llegar a descubrir la Fuente y el Sustrato común de todos los seres sensibles, una Fuente que otorga un nuevo esplendor a la puesta de sol e irradia la gracia en todos y cada uno de sus gestos.

Pero los ascendentes y los descendentes, al fragmentar el Kosmos, están alimentando la brutalidad de la contienda y no hacen más que tratar de contagiar al otro bando sus enfermedades. Pero no es en la lucha sino en la unión entre los ascendentes y los descendentes donde podremos encontrar la armonía, porque sólo podremos salvarnos, por así decirlo, cuando ambas facciones se reconcilien.

En el fondo de la caverna secreta del corazón se funden Dios y la Divinidad, la Vacuidad abraza toda Forma como su Amante perdido reencontrado, la Eternidad alaba gozosamente al noble Tiempo, Shiva se desvanece entre los brazos de la resplandeciente Shakti, los ascendentes y los descendentes se funden eróticamente en el sonido de una sola mano aplaudiendo, en el universo eterno de Un Solo Sabor, el Kosmos recobra su auténtica naturaleza y se contempla a sí mismo en un reconocimiento tácito que ilumina toda alma.

¿Recuerda usted lo que decíamos anteriormente? En lo más profundo del corazón, donde la pareja finalmente se une, el juego finaliza, la pesadilla de la evolución concluye y usted se encuentra exactamente en el mismo punto en el que se hallaba antes de comenzar la representación. Con la súbita conmoción de lo absolutamente evidente, usted reconoce su propio Rostro Original, el rostro que tenía antes del Big Bang, el rostro de la completa Vacuidad que sonríe en toda criatura y que resplandece como la totalidad del Kosmos, y todo se desvanece en esa mirada primordial en la que lo único que perdura es la sonrisa y el reflejo de la luna en un estanque tranquilo, en medio de una noche transparente como el cristal.