3. DEMASIADO HUMANO
P.: ¡Pero, por el momento, lo supraconsciente es algo que se encuentra mucho más adelante! Hasta ahora sólo hemos recorrido el tramo del camino evolutivo que conduce hasta la emergencia del ser humano, la aparición de la noosfera. Usted ha señalado que cada uno de los principales estadios de la evolución de la conciencia humana cumple los veinte principios, como si en la evolución que va de la fisiosfera hasta la biosfera y la noosfera existiera una continuidad global.
K. W.: Una continuidad que le da un cierto sentido ¿no es así? Y cuando la evolución se adentra en el terreno de la noosfera, podemos esbozar —basándonos en la obra de numerosos investigadores (entre los cuales podemos destacar a Jean Gebser, Pitirim Sorokin, Robert Bellah, Jurgen Habermas, Michel Foucault y Peter Berger, por nombrar sólo a unos pocos)— las «visiones del mundo» predominantes en las diversas épocas del desarrollo humano, las visiones del mundo arcaica, mágica, mítica, racional y existencial.
P.: Visiones que se corresponden con los principales estadios del desarrollo tecnológico y económico.
K. W.: Que eran, como podemos ver en la Figura 5.2, el recolector, el hortícola, el agrario, el industrial y el informático.
P.: Para cada uno de los cuales usted ha bosquejado las modalidades de producción económica, de visión del mundo, de tecnología, de perspectiva moral, de código legal, de religión…
K. W.: Y es ahora cuando podemos comenzar a examinar el estatus de los hombres y de las mujeres en cada uno de esos estadios. Porque el estatus relativo de unos y de otras ha experimentado grandes cambios a lo largo del desarrollo y nuestra intención es la de descubrir los factores que han contribuido a provocar esos cambios.
P.: Lo cual incluye al «patriarcado».
K. W.: Así es. Basándonos en la obra de las recientes investigadoras feministas (Kay Martin, Barbara Voorhies, Joyce Nielsen y Janet Chafetz, por ejemplo) podemos reconstruir con bastante exactitud el estatus relativo de los hombres y de las mujeres en cada uno de los cinco grandes estadios del desarrollo evolutivo del ser humano.
Gerhard Lenski, por ejemplo, habla de los cinco o seis estadios fundamentales de la evolución tecnológica y económica; Chafetz y Nielsen nos hablan del estatus relativo de los hombres y de las mujeres en cada uno de esos estadios evolutivos y Gebser y Habermas nos ayudan a vislumbrar las visiones del mundo relacionadas con cada uno de esos estadios.
Utilizando estas fuentes —y muchas otras que no vamos siquiera a mencionar— podemos extraer ciertas conclusiones sobre el estatus relativo de los hombres y de las mujeres en cada uno de esos estadios y, lo que resulta todavía más importante, aislar los factores que han contribuido a establecer esas diferencias de estatus.
Recolectores
P.: Veamos ahora unos pocos ejemplos para comprender a qué se está usted refiriendo.
K. W.: En las sociedades recolectoras (también llamadas sociedades cazadoras y recolectoras) los roles de los hombres y de las mujeres se hallaban clara y rotundamente definidos y separados porque, en el 97% de los casos, los hombres se ocupaban de la caza y las mujeres de la recolección y la crianza de los niños.
Pero, al tratarse de una época en la que apenas si existían posesiones —de hecho ni siquiera se había inventado la rueda—, no se prestaba una especial atención a la esfera de los valores masculinos y femeninos. El trabajo de los hombres era el trabajo de los hombres y el trabajo de las mujeres era el trabajo de las mujeres y esos dos ámbitos nunca se entremezclaban —había tabúes muy fuertes al respecto, ligados sobre todo a la menstruación femenina—, pero eso no parece haberse traducido en una diferencia significativa de estatus.
Es por ello que estas sociedades son ensalzadas por algunas feministas aunque no creo que ninguna de ellas disfrutase —sino todo lo contrario, por cierto— con la inflexibilidad de los roles de género.
P.: ¿Cuándo aparecieron estas sociedades?
K. W.: Las sociedades recolectoras comenzaron a aparecer en el período que va desde hace un millón hasta hace unos cuatrocientos mil años. Como dice Habermas, lo que diferenció a los seres humanos de los simios y de los homínidos no fue el surgimiento de la economía ni la aparición de las herramientas, sino la invención del rol del padre, lo que él denomina «familiarización del macho». Al participar tanto de la caza (productiva) como de la familia (reproductiva), el padre estableció un puente entre estas dos esferas de valores que determinó el punto de partida de la evolución específicamente humana. Dado que la mujer embarazada no participaba en la caza, esta tarea, lo quisiera o no —y sospecho que, en la mayor parte de los casos, no lo quería—, recayó sobre el macho.
Pero con la familiarización del macho asistimos al comienzo de una tarea singular, extraordinaria y duradera, una verdadera pesadilla para toda civilización subsiguiente, la domesticación de la testosterona.
Fornicar o matar, pero ahora al servicio del hombre familiar. ¿No le parece algo muy curioso? En cualquier caso, la estructura tribal se construyó en base a este linaje familiar o de parentesco y las relaciones con las diferentes tribus, con los diferentes linajes de parentesco, eran, cómo decirlo, sumamente resbaladizas puesto que estabas del lado del fornicar o estabas del lado del matar.
Según afirma Lenski, la población de estas tempranas tribus recolectoras era de unas cuarenta personas y su esperanza de vida promedio era de unos 22,5 años. No estamos hablando, evidentemente, de las tribus indígenas de la actualidad (que se han visto sometidas a lo largo de miles de años a diferentes modalidades de desarrollo) sino de la estructura tribal original. De este modo, la estructura tribal básica de las tribus recolectoras estaba estructurada en torno a un linaje de parentesco cuya subsistencia se basaba en la caza y en la recolección preagrícola.
Los ecomasculinistas (los ecólogos profundos) están particularmente orgullosos de este período, en gran parte porque cogen lo que les agrada de estas sociedades e ignoran el resto, como si tal cosa fuera posible.
P.: Les gustan estas sociedades porque les parecen ecológicas.
K. W.: Pero el hecho es que algunas sociedades tribales primordiales fueron realmente ecológicas mientras que otras, en cambio, no lo fueron. Hubo tribus que practicaron el talado y la quema de bosques y también hubo otras que fueron responsables de la extinción de numerosas especies. Como dice Theodore Roszak en The Voice of the Earth, una visión «sagrada» de la naturaleza no garantiza, en modo alguno, la existencia de una cultura ecológica aunque exista cierta perspectiva antimoderna que guste de imaginarlo así.
Los hombres y las mujeres, en todo tiempo y en todo lugar, han saqueado a la naturaleza, principalmente por una cuestión de pura ignorancia. Aún la tan admirada cultura maya desapareció a causa de haber esquilmado los bosques tropicales en los que se asentaba. La ignorancia moderna con respecto al medio ambiente es mucho más peligrosa simplemente porque ahora disponemos de medios mucho más poderosos para destruirlo. Tal vez la ignorancia tribal haya sido menos destructiva pero, en cualquier caso, ignorancia es ignorancia. No hay, pues, que equiparar a la ausencia de medios de las sociedades recolectoras con la presencia de sabiduría.
Es cierto que hoy en día muchas personas reverencian a las sociedades tribales ancestrales aludiendo a su «sabiduría ecológica», a su «respeto por la naturaleza» o a su «comportamiento no agresivo», pero no creo que, hablando en términos generales, la evidencia permita sostener este tipo de asertos. Mi admiración por las sociedades tribales primordiales se asienta en razones completamente diferentes, porque todos nosotros somos hijos e hijas de las tribus. En ellas se asientan literalmente nuestras raíces, ellas constituyen nuestros orígenes, el fundamento de todo lo que ocurrió posteriormente, la estructura sobre la que se erigió el desarrollo subsiguiente del ser humano, el sustrato esencial sobre el que reposa nuestra historia.
El linaje de las tribus de hoy en día, de las naciones de hoy en día, de las culturas de hoy en día y de los logros de hoy en día, se deriva de forma ininterrumpida de esos holones tribales primordiales sobre los que se asienta el árbol genealógico de toda la humanidad. Y rastreando desde esta perspectiva a nuestros ancestros estoy admirado por la asombrosa creatividad —la extraordinaria creatividad original— que permitió a la humanidad elevarse sobre la naturaleza y comenzar a construir una noosfera, el mismo proceso que traerá los cielos a la Tierra y elevará la Tierra a los cielos, el mismo proceso, si lo prefiere, que terminará finalmente agrupando a todos los pueblos del mundo en el seno de una tribu global.
Pero para que tal cosa ocurriera, las tribus primordiales originales debieron descubrir una forma de trascender su linaje tribal de parentesco aislado, debieron alcanzar una forma de llegar a lo transtribal y no fue la caza sino la agricultura la que proporcionó los medios para esta nueva trascendencia.
Hortícola
P.: Así que la cultura recolectora terminó dando lugar a la agricultura. Usted diferencia entre dos tipos muy distintos de culturas basadas en el cultivo, las hortícolas y las agrarias.
K. W.: Así es. La cultura hortícola se basa en la azada o en el simple palo de cavar mientras que la cultura agraria, por su parte, se asienta en el arado, más pesado y que necesita, por tanto, ser tirado por animales.
P.: No pareciera tratarse de una distinción tan importante ¿para qué, entonces, subrayarla?
K. W.: Porque, aunque no lo parezca, se trata de una diferencia realmente extraordinaria. Una mujer embarazada puede usar fácilmente un palo de cavar o un simple arado y, en tal caso, las madres eran tan capaces como los hombres de llevar a cabo las tareas hortícolas. Y así lo hicieron. De hecho, en esas culturas las mujeres producían cerca del 80% de los alimentos mientras que los hombres todavía se ocupaban de la caza. No resulta sorprendente, por tanto, que un tercio de esas culturas tuvieran deidades exclusivamente femeninas, que otro tercio tuvieran deidades masculinas y femeninas y que el estatus de las mujeres y de los hombres en tales sociedades fuera aproximadamente equiparable, aunque sus roles, no obstante, fueran marcadamente diferentes.
P.: Eran sociedades matriarcales.
K. W.: Yo diría, más bien, que se trataba de sociedades matrifocales. El significado exacto del matriarcado es el de gobierno o dominio de la madre. Y, en este sentido, jamás ha habido sociedades estrictamente matriarcales. Esas sociedades eran más bien «igualitarias», sociedades en las que los hombres y las mujeres gozaban aproximadamente del mismo estatus, en muchas de las cuales el parentesco se transmitía por línea materna y se organizaban de forma «matrifocal». Como ya hemos dicho, cerca de un tercio de estas sociedades tenían deidades exclusivamente femeninas —especialmente la Gran Madre en sus diversas versiones—, y también podríamos afirmar que casi toda sociedad conocida en la que la Gran Madre desempeña un papel importante es hortícola. Hoy en día sabemos que casi todas aquellas sociedades en las que advertimos la presencia de una religión de la Gran Madre tenían un sustrato hortícola (un proceso que comenzó alrededor del año -10 000 tanto en Oriente como en Occidente).
P.: Que es, por cierto, la época favorita de las ecofeministas.
K. W.: Así es, estas sociedades y unas pocas sociedades marítimas. De este modo, los ecomasculinistas prefieren las sociedades recolectoras mientras que las ecofeministas se inclinan por las sociedades hortícolas de la Gran Madre.
P.: Porque vivían en armonía con los ciclos estacionales de la naturaleza y estaban orientadas ecológicamente.
K. W.: Sí. En la medida en que se realizaran los sacrificios rituales humanos anuales necesarios para mantener satisfecha a la Gran Madre y la cosecha fuera fructífera todo iba bien con la naturaleza. Según Lenski, la esperanza de vida promedio de estas sociedades era de unos veinticinco años, algo perfectamente natural.
Como ve, se trata del mismo problema que hay con los ecomasculinistas, que exaltan a las tribus recolectoras porque suponen que se hallaban en estrecho contacto con la naturaleza incontaminada. ¿Pero qué es una «naturaleza incontaminada»? Según las ecofeministas, las primeras sociedades dedicadas al cultivo vivían de acuerdo a los ritmos estacionales de la naturaleza, en contacto con una tierra que era naturaleza pura no adulterada por los seres humanos. Los ecomasculinistas, por su parte, condenan desaforadamente todo tipo de cultivo como una especie de profanación de la naturaleza porque, al plantar, ya no se está simplemente recolectando lo que la naturaleza ofrece sino que uno está interfiriendo artificialmente con ella, está escarbando en ella, está erosionando su rostro con la tecnología, está, de algún modo, comenzando a violar la tierra. Es así como el cielo de las ecofeministas es el umbral del infierno de los ecomasculinistas.
Según los ecomasculinistas, la sociedad hortícola pertenece a la Gran Madre y fue bajo sus auspicios cuando comenzó a perpetrarse el horrible crimen del cultivo, el crimen masivo que profana la tierra y coloca, por vez primera, al ser humano por encima del amable gigante de la naturaleza. Y, siguiendo con esa línea de pensamiento, exaltar este período del desarrollo de la humanidad es, simplemente, de una arrogancia imperdonable.
P.: Parece, pues, que usted no echa de menos a las sociedades recolectoras ni a las sociedades hortícolas.
K. W.: Evolución significa movimiento ¿no es así? ¿Quiénes somos nosotros para decir, desde un determinado momento histórico, que todo lo ocurrido en el pasado fue un error colosal, un abominable crimen? ¿Según quién, exactamente? ¿Es que si realmente estuviéramos en manos del Gran Espíritu o de la Gran Madre pensaríamos que ellos no saben realmente lo que están haciendo? ¿Qué tipo de arrogancia es ésa?
En todo caso, estamos tres o cuatro grandes épocas tecnológicas por delante de ese momento y dudo que, por más que lo deseáramos, la evolución accediera a dar marcha atrás.
P.: Usted habla a menudo de «la dialéctica del progreso».
K. W.: Sí. La idea es que cada fase evolutiva termina topando con sus propias limitaciones intrínsecas y que éstas actúan como una especie de estímulo para el impulso autotrascendente porque crean un estado de perturbación, de caos incluso, del que el sistema escapa evolucionando hacia un nivel supraordenado, el llamado orden que surge del caos (autotrascendencia). Este nivel nuevo y superior trasciende las limitaciones de sus predecesores pero también introduce limitaciones y problemas que no pueden ser resueltos en su propio nivel.
En otras palabras, cada nuevo paso evolutivo hacia adelante tiene su precio. Los viejos problemas son desarticulados o resueltos sólo para introducir dificultades nuevas y, a menudo, más complejas. Pero los románticos regresivos —sean ecomasculinistas o ecofeministas— consideran los problemas de la nueva etapa y los comparan con los logros positivos de la etapa precedente, pretendiendo, de este modo, que todo ha ido cuesta abajo desde el momento en que se abandonó su pasado favorito, una comparación que, por cierto, me parece completamente perversa.
Creo que todos debemos reconocer y respetar los muchos y grandes logros de las culturas más antiguas de todo el mundo y tratar de conservar e incorporar su sabiduría. Pero el tren, para bien o para mal, se halla en movimiento y lo ha estado desde el primer día; y si tratamos de conducir mirando tan sólo el espejo retrovisor es probable que causemos accidentes todavía peores.
P.: Usted señala que nuestra época también terminará sepultada en el pasado.
K. W.: No existe ninguna época definitivamente privilegiada. El proceso continúa y, en algún momento, todos nosotros seremos alimento del mañana. Y el Espíritu se encuentra en el proceso mismo, no en un lugar concreto del espacio o del tiempo.
Agraria
P.: Me gustaría regresar a este punto más adelante pero, por el momento, sigamos hablando de las sociedades hortícolas y del paso al estadio agrario. Aunque ambas se basan en el cultivo, el cambio de la azada por el arado parece haber tenido consecuencias realmente extraordinarias.
K. W.: Absolutamente extraordinarias. Un palo de cavar puede ser fácilmente manejado por una mujer embarazada pero no ocurre lo mismo con un arado tirado por un animal. Y, como han señalado Joyce Nielsen y Janet Chafetz, las mujeres que trataron de hacerlo sufrieron una elevada tasa de abortos, es decir, que el hecho de no arar conllevó una ventaja darwiniana y que la invención del arado supuso una auténtica transformación.
En primer lugar, los hombres producían ahora prácticamente todos los alimentos. No es que el hombre quisiera hacerlo y que, para conseguirlo, «sometiera» u «oprimiera» a la mano de obra femenina, es decir que tanto los hombres como las mujeres decidieron, de un modo u otro, que la dura labor del arado era cosa de hombres.
El hecho es que las mujeres no eran corderos ni los hombres eran cerdos. El «patriarcado» fue una cocreación consciente de los hombres y de las mujeres frente a circunstancias realmente duras. Ciertamente, para los hombres no era como pasar un día en la playa; ni siquiera era la mitad de divertido que, por ejemplo, el gran juego de la caza, al cual habían tenido, en gran medida, que renunciar. Además, para algunos investigadores como Lenski y Chafetz, por ejemplo, si tenemos en cuenta ciertas escalas objetivas de «calidad de vida», en estas sociedades «patriarcales», los hombres lo tenían mucho peor que las mujeres. Digamos, para comenzar, que los hombres eran los únicos a quienes se reclutaba para la defensa y que sólo a ellos se les pedía que arriesgaran su vida por el Estado. La idea de que el patriarcado era un club de señoritos en la que sólo había diversión, diversión y diversión se basa en una investigación muy pobremente documentada e ideológicamente muy sesgada.
Porque lo que realmente nos enseñan estas distintas sociedades es que los dos sexos estaban fuertemente polarizados, es decir, que sus esferas de valores se hallaban muy divididas y compartimentadas, que ambos sexos, en suma, sufrían terriblemente.
P.: ¿Esto es lo que ha sucedido con el patriarcado?
K. W.: Sí. La polarización de los sexos. Las sociedades agrícolas han tenido la estructura más sexualmente dicotomizada de toda sociedad conocida. Pero en ningún modo se trataba de una conspiración masculina sino que era simplemente lo mejor que esas sociedades podían hacer, en esa época, bajo su modalidad de organización tecnológica.
No debería sorprendernos, pues, descubrir que, cuando los hombres comenzaron a ser virtualmente los únicos productores de alimento, las figuras de las deidades de esas culturas pasaron de ser femeninas a ser casi exclusivamente masculinas. Aparecieran donde apareciesen, un asombroso 90% de las sociedades agrícolas tienen únicamente deidades primarias masculinas.
P.: Usted dice que «donde las mujeres trabajaban el campo con una azada dios era mujer y donde los hombres lo hacían con un arado dios era hombre».
K. W.: Esquemáticamente hablando, así es. Es cierto que el dios y la diosa pueden tener un significado transpersonal más profundo —algo sobre lo que hablaremos más adelante—, pero para la modalidad promedio de la conciencia humana propia de ese período histórico, esas imágenes míticas solían representar realidades mucho más prosaicas. Y, en muchos de los casos, lo que representaban era la realidad tecnoeconómica propia de esa determinada sociedad, quién era, en definitiva, el que llevaba la comida a casa.
P.: Donde dios es un hombre… ¿Ése es uno de los significados del «patriarcado»?
K. W.: Sí, y el patriarcado, el gobierno del padre, es un término muy apropiado. Porque cuando las relaciones sociales comenzaron a organizarse en torno a las fuerzas básicas de producción —en este caso el arado (y aquí rozamos brevemente la raíz del discurso de Marx)— el hombre comenzó a dominar la esfera pública en materia de gobierno, educación, religión y política mientras que la mujer dominaba la esfera privada de la familia, el hogar y la casa. Esta división se conoce generalmente como el varón productivo y la hembra reproductiva. Las sociedades agrícolas empezaron a florecer entre el -4000 y el -2000, tanto en Oriente como en Occidente, un modelo de producción predominante hasta el advenimiento de la revolución industrial.
El mismo alcance tuvo el hecho de que la agricultura creara un excedente masivo de alimentos que liberó a un gran número de individuos —un gran número de hombres— para acometer, a gran escala, tareas ajenas a la producción y recolección de alimentos. Es decir, la tecnología agrícola emancipó a algunos hombres de las tareas productivas aunque las mujeres siguieran todavía atadas a las labores reproductivas. Esto permitió el surgimiento de unas clases altamente especializadas, ya que los hombres podían entonces dedicar su tiempo libre no sólo a tareas de subsistencia sino a quehaceres culturales. Fue entonces cuando se inventaron las matemáticas, la escritura, la metalurgia y la guerra especializada.
Ese superávit liberó al hombre, sometido aún a la testosterona («fornicar o matar»), y le llevó a emprender la tarea de construcción de los primeros grandes imperios militares y, alrededor del -3000, surgieron a lo ancho del globo los Alejandros, los Césares, los Sargones y los Khans, grandes imperios que, paradójicamente, comenzaron a aglutinar a tribus separadas y enfrentadas en un mismo orden social. Y estos imperios míticos terminarían dando lugar, con el advenimiento del racionalismo y la industrialización, a las modernas naciones estado.
De este modo también, el cultivo agrícola permitió que una clase de individuos pudiera liberarse y comenzara a reflexionar en su propia existencia. Las grandes culturas agrícolas trajeron consigo los primeros intentos de tareas puramente contemplativas, intentos que ya no ubicaban exclusivamente al «Espíritu» en la biosfera «ahí fuera» (etapa mágica, recolectora, y comienzos de la hortícola) ni tampoco «allí arriba» en los cielos míticos (estadio mítico, estadio hortícola y comienzo del estadio agrícola) sino más bien «aquí adentro», a través de la puerta de la subjetividad profunda, de la conciencia interior, de la meditación y de la contemplación. Es así como aparecieron los grandes sabios axiales que…
P.: ¿Axiales?
K. W.: Es el término que utiliza Karl Jaspers para referirse a ese significativo período de la historia que comenzó alrededor del siglo -VI, tanto en Oriente como en Occidente, un período que dio origen a los grandes «sabios axiales», Gautama Buda, Lao-Tsé, Parménides, Sócrates, Platón, Patanjali, Confucio, los sabios de las Upanishads, etcétera.
P.: Todos ellos hombres.
K. W.: Efectivamente. Agrario es siempre fundamentalmente masculino. Y una de las grandes tareas de la espiritualidad del mundo postmoderno consiste en compensar y equilibrar esta espiritualidad orientada hacia lo masculino con su correlato femenino. Cortar por lo sano y deshacernos de las enseñanzas de esas grandes tradiciones de sabiduría sería simplemente catastrófico, sería como rechazar la rueda por el simple hecho de que la hubiera inventado el hombre.
Casi todas las grandes tradiciones surgieron en un clima en el que los hombres hablaban directamente con Dios y en el que las mujeres lo hacían indirectamente a través de sus maridos.
Industrial
P.: Quisiera precisar más el tema de la espiritualidad masculina y de la espiritualidad femenina, de lo que usted denomina espiritualidad «ascendente» y espiritualidad «descendente», y de la forma en que podemos contribuir a equilibrar estos dos enfoques.
Pero antes terminemos con el período agrícola y con el cambio al período industrial… ¿cómo se relaciona todo esto con la «modernidad»?
K. W.: Los términos «modernidad» y «postmodernidad» suelen utilizarse en una desconcertante variedad de formas. Pero «modernidad» suele referirse a los hechos que comenzaron a ponerse en marcha con la Ilustración, desde Descartes hasta Locke y Kant, y al desarrollo tecnológico concomitante que pasó de la época feudal y agraria con una visión mítica del mundo a la industrialización y a la visión racional del mundo. Y la «postmodernidad» suele referirse, en sentido amplio, a todo el abanico del desarrollo postilustrado, que también incluye el desarrollo postindustrial.
P.: Así que estamos en los comienzos de la modernidad, en el cambio del período agrícola al período industrial…
K. W.: La industrialización, con todos sus horrores y con todos sus terribles efectos secundarios, fue, antes que nada, una forma de garantizar la supervivencia recurriendo a la tecnología y aplicando, en esta ocasión, en lugar del trabajo físico, la energía de las máquinas sobre la naturaleza. Siempre que las sociedades agrícolas han necesitado del trabajo físico humano para la subsistencia (para cultivar la tierra) han recompensado inevitablemente a la fortaleza y a la movilidad del varón. Ninguna sociedad agrícola conocida ha tenido nada que se asemejase —ni siquiera remotamente— a los derechos de la mujer.
Pero al cabo de un siglo de industrialización —en el que las máquinas de género neutro pasaron a ser más importantes que la fortaleza física del varón— apareció, por primera vez a gran escala en la historia, el movimiento de liberación de la mujer. El libro Vindication of the Rights of Women, de Mary Wollstonecraft, escrito en 1792, es el primer tratado feminista de la historia.
No se trata de que, después de un millón de años de opresión, engaño y borreguismo las mujeres se hubieran vuelto súbitamente más inteligentes, más fuertes y más decididas, sino que, por primera vez en la historia, las estructuras sociales habían evolucionado hasta un punto en el que la fuerza física dejó ya de determinar de forma tan abrumadora el poder cultural. Al cabo de unos pocos siglos —un simple pestañeo en tiempo evolutivo— las mujeres se movilizaron con la velocidad del rayo para conseguir el derecho legal a ser las propietarias de sí mismas, a votar y a «ser sus propias personas», es decir, a ser dueñas de su propia identidad.
P.: Y los datos parecen sustentar este punto de vista. ¿No es así?
K. W.: Las pruebas empíricas presentadas por las investigadoras feministas que he mencionado anteriormente sugieren que, como dice Chafetz, el estatus de la mujer en las sociedades industriales tardías es superior al conseguido en cualquier otra sociedad productora de excedentes de la historia (incluida la hortícola).
Las mujeres que han condenado en voz alta a la sociedad industrial tardía (y a la sociedad informática) y que glorifican a las sociedades hortícolas de la Gran Madre han dejado de tener en cuenta la evidencia o han seleccionado los aspectos más atractivos del ayer ignorando, al mismo tiempo, sus facetas más desastrosas y comparan a ese «Edén» con las miserias de la modernidad, un empeño, por cierto, muy sospechoso.
Y no estamos diciendo que el mundo actual no requiera cambios, tanto para los hombres como para las mujeres. Recordemos que la polarización de los sexos es brutal tanto para los hombres como para las mujeres y que ambos deben liberarse de la terribles limitaciones de la polarización agraria. La industrialización comenzó a permitir esta emancipación, comenzó a expandir los roles de género más allá de los determinantes meramente biológicos —a trascender y a incluir—, pero nosotros debemos seguir trabajando por la liberación y por la trascendencia.
P.: ¿Por ejemplo?
K. W.: Cuando ya no se presupone automáticamente que los hombres sean quienes se ocupen de la producción y de la defensa asistimos a un aumento en la esperanza de vida promedio de los hombres que se aproxima entonces al de las mujeres. Y, del mismo modo, también vemos que la mujer está más emancipada de los roles ligados a la mera reproducción, el hogar o la casa. Las brutalidades son iguales y compartidas y espero que la liberación sea igualmente compartida y beneficiosa para ambos sexos. En todo caso, opino que los hombres tienen más que ganar porque, en Estados Unidos al menos, las encuestas demuestran de manera consistente que una gran mayoría de hombres apoya la enmienda de la igualdad de derechos mientras que una inmensa mayoría de mujeres se opone a ella, lo cual, desafortunadamente, impide que siga adelante.
P.: ¿Y qué opina sobre la industrialización y la crisis ecológica? Probablemente se trate de una de las facetas más negativas de la modernidad, de «la dialéctica del progreso».
K. W.: Me parece una auténtica catástrofe. Pero el hecho es que se trata de una situación muy delicada. La causa primordial del desastre ecológico es, como decía anteriormente, la ignorancia. Lo único que puede permitir a los hombres y a las mujeres de hoy en día armonizar sus acciones con la biosfera es el conocimiento científico de la biosfera, el conocimiento de las formas concretas en que se relacionan todos los holones de la biosfera, incluyendo a los holones biológicos del ser humano. El simple respeto sagrado por la biosfera no basta para poner fin al proceso de degradación del medio ambiente. Una visión sagrada de la naturaleza no impidió que la inocente y simple ignorancia de numerosas tribus las llevase a expoliar al medio ambiente, tampoco impidió que los mayas devastaran los bosques tropicales y no tiene por qué impedir que nosotros hagamos una vez más lo mismo.
Roszak señala que son únicamente las ciencias modernas —las ciencias ecológicas y las sistémicas, por ejemplo— las que pueden mostrarnos directamente cómo y por qué nuestras acciones están destruyendo la biosfera. Si las tribus primordiales hubieran sabido que talar y quemar sus bosques arruinaba sus hábitats y ponía en peligro su supervivencia —si realmente lo hubieran sabido con una certeza científica— no cabe la menor duda de que hubieran sido algo más cautelosos a la hora de proceder a la biodestrucción. Si los mayas hubieran sabido que, al destruir los bosques tropicales, estaban destruyéndose a sí mismos, hubieran acabado, o al menos hubieran frenado su expoliación del medio ambiente. Pero, sea inocente o arrogante, sagrada o profana, la ignorancia es la ignorancia y toda ignorancia destruye la biosfera.
P.: Pero los medios han cambiado.
K. W.: Y éste es, en realidad, el segundo punto que quisiera destacar. La ignorancia respaldada por la tecnología primordial o tribal es capaz de infligir un daño limitado, pero esa misma ignorancia apoyada por la industria es capaz de destruir la totalidad del planeta. Tenemos, pues, que separar estos dos puntos, la ignorancia y los medios de que disponemos para ejercerla, porque con la modernidad y la ciencia tenemos, por vez primera en la historia, una forma de superar nuestra ignorancia, en el mismo instante preciso en que hemos creado los medios para que esa ignorancia resulte globalmente genocida.
P.: Ésas son malas noticias y buenas noticias, al mismo tiempo.
K. W.: Ése es precisamente el quid de la modernidad. Finalmente sabemos más pero si no actuamos en concordancia con lo que sabemos terminaremos todos muertos, lo cual aporta un nuevo significado a la frase de Confucio «Que puedas vivir en un tiempo interesante».