Capítulo 8
Inglaterra estaba a una vida de distancia. Tres días, miles de kilómetros y la otra punta del mundo bastaban para que se sintiera como si hubiese pasado toda una vida desde entonces.
Clemmie miraba por el ventanal. La ciudad de Rhastaan se extendía a los pies de la colina donde se levantaba el palacio. Esa ciudad al borde del desierto, donde el horizonte se difuminaba por el calor abrasador y donde no había ni una brizna de viento que ondeara las banderas, le indicaba muy claramente cuánto había cambiado su vida. Si abría la ventana, entraría un calor atroz que haría casi inútil el potente aire acondicionado que mantenía fresca la habitación. Era asombroso lo deprisa que se había acostumbrado a un ambiente tan distinto. Aunque se había criado en ese ambiente, el calor que hacía en ese reino del desierto era casi insoportable. Ya añoraba el frío de la casita de campo que había sido su hogar y su refugio durante tan poco tiempo. Allí disfrutaba de todas las comodidades y lujos, pero los cambiaría inmediatamente por unos días de libertad, de ser ella misma como lo había sido en Yorkshire.
Sin embargo, eso no ocurriría jamás. Dejó escapar un suspiro y se apartó del ventanal. Los pies descalzos no hicieron ningún ruido sobre el suelo de mármol rosado y la túnica de seda turquesa se arrastró sensualmente sobre la pulida superficie. Otra cosa de la que prescindiría si pudiera. La túnica estaba hecha con la seda más delicada, tenía unos bordados preciosos y era de su medida exacta, pero echaba de menos los vaqueros rotos y las camisetas que llevaba antes. Se dejó caer en el taburete y se miró al espejo del tocador. Casi ni se reconocía. Nunca se habría maquillado con tanto khol en los ojos ni con ese pintalabios rojo para resaltarle la boca. Además, el pelo... Los mechones oscuros y desordenados estaban recogidos en la nuca con un peinado muy complicado. Era la mujer que su padre siempre había querido que fuese, pero no podía evitar preguntarse qué pensaría Karim, quien había querido que pareciera una futura reina y se comportara como tal. Karim... Solo pensar en su nombre le sonaba raro en la cabeza. Había irrumpido en su vida en medio de una tormenta y la había desbaratado. Durante unas horas peligrosas y disparatadas, había creído que podría ser algo más que el hambre al que habían mandado para que la recogiera, que podría ser algo especial. Sin embargo, no había podido estar más equivocada. Si hubiese necesitado algo que se lo confirmara, el viaje que hicieron hasta allí habría bastado. Le había prestado tan poca atención que podría haber sido parte de un equipaje que tenía que entregar a Nabil. Cuando consiguió liberar su todoterreno, agarró la pequeña maleta de ella, la guardó en el maletero, abrió la puerta del acompañante y esperó sin decir una palabra. Cuando pasó a su lado para montarse, él permaneció rígido como una estatua y se apartó un poco para no tocarla. Solo movió los ojos, pero eran impenetrables.
–El cinturón de seguridad.
Eso fue lo único que dijo, que ordenó, mientras se sentaba al lado de ella y ponía el motor en marcha. Cuando ella intentó hablar, él se limitó a mirarla de soslayo y a hacer un gesto para señalar la lluvia que complicaba mucho la visibilidad.
–Tengo que concentrarme. Tenemos que llegar al aeropuerto y salir hacia Rhastaan antes de que Ankhara descubra dónde estamos.
Si había algo que podía cerrarle la boca definitivamente, eso lo consiguió. ¿Cómo había podido olvidarse del hombre que quería impedir que se casara con Nabil? Él encabezaba un grupo que haría casi cualquier cosa con tal de que nunca se produjera la alianza que representaba su matrimonio. Sintió un frío helador que no tenía nada que ver con el clima. Independientemente de lo que hubiese pasado entre ellos, necesitaba que Karim la llevara a Rhastaan sana y salva. Lo habían mandado para que la protegiera y eso era lo que estaba dispuesto a hacer, eso y nada más. Ella, por el momento, solo podía acompañarlo y hacer lo que le dijera.
Nada cambió en el aeropuerto. La sacó del coche, la llevó por una serie de pasillos y puertas y la montó en el avión privado antes de que supiera exactamente dónde estaban. Karim se ocupó de todos los trámites y, una vez sentada y con el cinturón de seguridad puesto, el propio Karim desapareció en la cabina para pilotar el avión hasta Rhastaan. No volvió a verlo desde que despegaron hasta justo antes de aterrizar, o, al menos, ella no sabía si había vuelto a aparecer. Una vez en el aire, y más relajada después de que una amable azafata le preparara una comida ligera y una bebida caliente, la tensión de los días anteriores y de la accidentada noche se adueñó de ella y se quedó dormida. No se despertó hasta que la misma azafata le tocó en el hombro para pedirle que se abrochara el cinturón de seguridad.
–Señora...
Una delicada tos hizo que mirara hacia la puerta, donde estaba Aliya, la doncella que le habían asignado.
–Señora, una visita está esperándola abajo.
Nabil. ¿Quién podía ser si no? Había estado esperándolo desde que llegó al palacio. En realidad, le había extrañado que su futuro marido no estuviera esperándola en el aeropuerto o que, al menos, hubiese concertado un encuentro en cuanto la limusina negra entró en el palacio.
Se había preparado y había estado decidida a no mostrar la más mínima debilidad delante de Karim. Él creía que había intentado eludir sus responsabilidades y que no era apta para ser reina. Por eso, no iba a permitir que viese que tenía miedo o que estaba preocupada. Esperando encontrarse con Nabil, entró en el palacio con la cabeza alta y la espalda recta, pero se encontró con su chambelán. Desde entonces, había estado sola en sus aposentos del palacio. Sin nadie a quien hablar y sin nadie que la acompañara.
Una vez, vio a Nabil en el patio. Estaba hablando con una joven baja, morena y muy guapa. Tenía la cabeza inclinada hacia ella y no vio que estaba en la ventana observándolos. Por un instante, se planteó salir y hablarle, pero cambió de opinión. Ese matrimonio se había concertado cuando los dos eran muy jóvenes y no podían hacer nada al respecto. Era preferible dejar las cosas como estaban y esperar a que Nabil quisiera acudir a ella. Sin embargo, justo después se enteró de que se había marchado de la capital para ir a su palacio de verano. Evidentemente, tenía tan poco interés como ella en que se celebrara ese matrimonio.
En ese momento, parecía que por fin había llegado el momento del encuentro. Se puso muy recta, tomó una bocanada de aire y asintió con la cabeza a Aliya.
–Ya voy.
El hombre que estaba esperándola en la sala de la planta baja era más alto y más ancho que lo que había previsto que fuera un muchacho que acababa de cumplir dieciocho años. También estaba mirando por la ventana, como había estado haciendo ella unos minutos antes, tenía la cabeza un poco inclinada y apoyaba una mano muy fuerte en la pared. Se acercó y reconoció el anillo de oro con un sello que llevaba en el dedo anular.
–Yo... ¿Karim...?
El corazón le dio un vuelco tan violento que se quedó sin respiración y los latidos le retumbaron en los oídos. Él se dio la vuelta tan lentamente que ella llegó a creer que quizá hubiese sabido que estaba allí a pesar de que había entrado sin hacer ningún ruido.
–Clementina...
Él inclinó levemente la cabeza como reconocimiento a la posición de ella en esa corte. Su actitud indicaba que él también era un príncipe y que, como tal, no iba a hacerle una reverencia, lo cual, a ella le parecía muy bien. La verdad era que ya estaba harta de reverencias. Lo habría estado en cualquier caso, pero, después de unos meses de libertad y de haber vivido como una mujer normal y corriente en la casa de campo de su abuela, no podía más.
–¿Debería decir princesa Clementina...?
–¡No, por favor!
Estaba demasiado absorta intentando asimilar su figura imponente, y más impresionante todavía que antes, como para pensar en lo que tenían que decir. Nunca había visto a Karim con esas ropas blancas que contrastaban con el tono bronce de su piel y con sus ojos negros. No se había puesto el tocado y el pelo moreno y sedoso resplandecía por la luz que entraba por la vidrieras.
Sabía que lo había echado de menos, pero no había sabido cuánto hasta ese momento, cuando lo tenía delante. Se sentía como alguien hambriento a quien, repentinamente, ponían delante de un festín y no sabía a qué mirar primero, con qué deleitarse más. ¿Cómo era posible que dos días de separación le hubiesen parecido tan largos? ¿Cómo era posible que ese hombre se hubiese convertido en alguien tan fundamental en su vida en menos de una semana? ¿Cómo era posible que ella hubiese sobrevivido esos días con el vacío que había dejado él?
–Te pedí que me llamaras Clemmie.
–Pero eso era en otro sitio y en otro momento.
En otra vida, le transmitió su tono. Ella se acordó de cómo había reaccionado él ante sus ingenuos intentos de seducirlo y de cómo se había mantenido alejado de ella. Él había entregado el paquete, había cumplido su misión y ya no... Entonces, ¿por qué estaba allí?
–He venido a despedirme – le explicó él inexpresivamente y como si le hubiese leído el pensamiento.
La verdad era que ella se había imaginado que no volvería a verlo y la posibilidad de ver su cara y de oír su voz otra vez era mucho más de lo que había soñado, pero...
–¿Despedirte?
Él vio esos ojos enormes que se abrían como platos y supo que no debería haber ido. Se había convencido de que no volvería a verla, de que eso era lo mejor, lo único que podía hacer. Había jurado saldar la deuda de honor de su padre y había entregado a Clementina a Nabil. Había cumplido con su deber, había salvado el honor y ya podía volver para liberar de sus responsabilidades a su padre enfermo, para tomar las riendas de ese país que nunca creyó que fuese a gobernar.
–¿Qué más podemos decirnos?
Le remordió la conciencia cuando vio que ella se achantaba por su tono. Naturalmente, había intentado disimularlo y lo miró tan desafiantemente a los ojos que tuvo que contener una sonrisa. La Clementina rebelde e indomable que le abrió la puerta aquel día en la casita de campo seguía viva bajo esa nueva versión de ella misma, bajo la mujer alta y elegante vestida con una túnica de seda color turquesa y con el pelo recogido con un peinado muy elaborado, bajo la mujer que lo había dejado mudo cuando se dio la vuelta para mirarla.
Sin embargo, la Clementina que lo perseguía en sueños era la que tenía la piel cálida por las mantas, la que le cubría el pecho con el pelo sedoso, la que le susurraba su nombre al oído. Ese recuerdo hacía que diera vueltas en la cama y se despertara sudoroso, con el corazón acelerado y con el cuerpo en tensión. No podía quitarse de la cabeza cuando le dijo que lo deseaba y eso estaba volviéndolo loco.
Se había convencido de que lo único sensato que podía hacer era marcharse sin mirar atrás y dirigirse a la vida de la que ella no podía formar parte, de que eso era lo mejor para los dos.
Entonces, ¿podía saberse por qué no había podido marcharse sin verla una última vez? ¿Por qué había ido allí como un adolescente ingenuo y necio que no podía separarse de lo que adoraba? Porque eso era todo lo que podía llegar a ser. La fantasía sexual de ese momento. Una que podría sustituir fácilmente con otra mujer ardiente, dispuesta y mucho menos peligrosa.
Pero había sido un error. La idea de acostarse con otra mujer solo le había recordado lo que había sentido al abrazar al Clementina, al saber que estaba entregada y completamente vedada para él. Rechazarla lo había desgarrado por dentro y recordarlo lo destrozaría.
–Estás aquí, donde tienes que estar, con un porvenir por delante. Falta muy poco para tu cumpleaños.
–Cuatro días.
Ella lo había dicho con un hilo de voz y él tuvo que inclinarse para oírlo, pero se arrepintió inmediatamente cuando el perfume floral, mezclado con el olor limpio y femenino de su piel, lo hechizó e hizo que su miembro reaccionara con vehemencia. Para disimularlo, asintió con la cabeza, retrocedió un paso y se apoyó en una columna tallada.
–Tu boda se organizará muy pronto y luego será la coronación.
–Sí, mi destino – replicó ella en el tono desafiante que había esperado él.
Sin embargo, había algo más, algo que elevó su preciosa barbilla un poco. Sus ojos tenían un brillo que delataba un sentimiento que estaba decidida a ocultar sin conseguirlo plenamente.
–Seré la reina de Rhastaan.
–Sí, lo serás.
Le costó asentir con la cabeza, como si tuviera el cuello agarrotado. Lo había obligado a afrontar lo que no quería ver. La imagen de Clemmie, Clementina, como esposa de Nabil, en la cama de Nabil, con su cuerpo esbelto y sexy entrelazado con el más rollizo de ese hombre más joven, con su boca besándolo, con sus piernas separadas...
¡No! Hizo un esfuerzo sobrehumano para abrir los puños, pero no tuvo que mirarse las palmas de las manos para saber que tenía las marcas de las uñas grabadas en ellas. Por su bien, tenía que olvidarse de la Clemmie que había conocido. Además, esa mujer regia con un maquillaje que no se parecía nada a la belleza natural que lo había impresionado, era toda una declaración sin palabras de lo que los separaba. Clemmie era la mujer que más deseaba en el mundo, pero no era una mujer cualquiera... y él tampoco era un hombre cualquiera. Lo que él deseaba no cabía en lo que tenía que suceder, por mucho que le doliera el alma al reconocerlo. La Clemmie de la casita de campo ya no existía, solo quedaba la futura reina de Rhastaan. Era la princesa Clementina y tenía que alejarse de ella o hacer que la reputación de su país y de su familia cayera más bajo de lo que ya había caído por Razi.
–Además, yo ya no tengo nada que hacer en todo esto. Esta mañana me he enterado de que han encontrado y capturado al esbirro de Ankhara. Ya no podrá hacerte nada.
–Entonces, puedes marcharte y volver a tu vida. Debería darte las gracias por traerme aquí sana y salva...
Ella se preguntó si podría haberlo dicho con menos ganas. No podía reunir fuerzas para decir nada más ni aflojar el inflexible dominio de sí misma que estaba imponiéndose. Si lo hacía, podría desmoronarse y mostrar el torbellino que la arrasaba por dentro, incluso, podría llegar a decir lo único que sabía que no podía decir jamás.
–No te vayas...
Las palabras retumbaron en su cabeza y se quedó espantada al oír que había dicho exactamente lo que no tenía que decir. Debería haber cerrado los labios con todas sus fuerzas, pero las palabras se habían escapado y ya no podía hacer nada.
–No...
Sus ojos no podían ser más negros ni su rostro más granítico. Él la miraba tan fijamente que a ella le gustaría que se la tragara la tierra.
–No digas eso.
Él se había llevado la mano al pecho, justo debajo de la base del cuello. Debajo de sus dedos, cubiertas por la delicada tela de su túnica, estaban las cicatrices que ella había palpado y que habían desgarrado su preciosa piel color bronce, esa piel que ella había acariciado y besado una vez, pero solo una.
–No sabes lo que estás diciendo.
–Sí lo sé.
De perdidos, al río. No debería haber dicho nada, pero una vez dicho, no tenía sentido reprimirse. No tenían la esperanza de estar juntos, pero sí tenían eso al menos y ella iba a aprovechar la ocasión para que supiera lo que sentía.
–Te he echado de menos... mucho.
–He estado ocupado.
¿Qué había esperado que dijera? ¿Que también la había echado de menos? Menuda estupidez, una fantasía, un sueño infantil.
–¿Ocupado con esas obligaciones que son tan importantes para ti?
Él frunció el ceño, pero a ella le dio igual. No estaba dispuesta a que su mirada gélida la callara. Si esa iba a ser la última vez que iba a estar con él, la última vez que iba a verlo, no iba a perder el tiempo fingiendo que sentía lo que no sentía.
–Espero que fuesen fascinantes y gratificantes, no como la última noche que pasamos juntos.
Él la miró con los ojos entrecerrados y como ascuas.
–No pasamos la noche juntos.
Él lo dijo en un tono de arrepentimiento amargo, pero los recuerdos que ella había revivido una y otra vez desde que llegó a Rhastaan le dieron fuerzas para seguir.
–Podríamos haberla pasado.
Él sacudió la cabeza con vehemencia, se apartó de ella y se dirigió hacia la puerta.
–Eras desdichada, tenías miedos y pesadillas y yo te tranquilicé.
–¿Eso fue lo único que hiciste? – le preguntó ella desafiantemente.
–Lo único... – contestó él con la voz ronca.
–Mentiroso – replicó ella con suavidad– . Eres un mentiroso y un cobarde por no reconocerlo – añadió con más firmeza– . Yo no tengo miedo de decir que quería más.
¿Se había pasado de la raya? ¿Lo había llevado a un punto donde él no iba a aceptar nada más? Vio que se quedaba rígido y que se acercaba un poco más a la puerta. Se le encogieron las entrañas y el corazón le dio un vuelco, pero él se detuvo y se giró.
–Yo quería más...
Entonces, ella se dio cuenta de que se había mordido el labio inferior con tanta fuerza que se había hecho sangre.
–Yo te deseaba a ti – murmuró ella– . Y tú...
No pudo seguir cuando él la miró implacablemente y con unas arrugas blancas a los costados de la nariz y la boca. Intentó decir que él la deseaba, abrió la boca hasta dos veces, pero no emitió ningún sonido. Sin embargo, lo miró a los ojos y vio que no hacía falta que dijera nada. Aun así, tenía que decir algo antes de que él se marchara. Él tenía que oírlo y luego vería si todavía podía salir por esa puerta.