Capítulo 7

 

Si me prometes dormirte...

–Lo prometo.

Eso tenía que ser el infierno, pensó Karim mientras se sentaba en el pequeño espacio que le había dejado ella. El infierno no era el fuego eterno ni una legión de demonios torturándolo, el infierno era un espacio acogedor en una cama demasiado pequeña con la mujer que anhelaba poseer, pero a la que no podía ni tocar. Solo podía rezar para que se durmiera enseguida.

–¿Cómo voy a dormirme si estás ahí sentado como si te hubieses tragado una escoba? – preguntó Clemmie acariciándolo con la calidez de su aliento.

–No hay mucho sitio...

–Entonces, acurrúcate más...

Ella pasó a la acción y la temperatura alcanzó el punto de ebullición. ¿Realmente era tan ingenua o lo hacía intencionadamente? Se preguntó él con el pulso acelerado.

–¡Duérmete! – gruñó él rozándole el pelo con la barba de un día.

Ella apoyó la cara en su pecho. ¿Cómo iba a dormirse? Todo su cuerpo estaba disparatadamente despierto. Tenía el corazón desbocado y le costaba respirar. Los poderosos brazos que la abrazaban eran confortables y peligrosamente excitantes, los huesos de sus costillas parecían hechos a medida para acoger a su cabeza y la calidez de su piel, que debería haber sido tranquilizadora, se había convertido en un infierno de deseo que le palpitaba entre las piernas como nunca le había pasado antes.

Entonces, eso era el deseo. Eso era desear a un hombre, a ese hombre en concreto, como lo hacía una mujer. Deseaba, necesitaba, sentir más. Le pasó una mano por encima de la camiseta blanca y notó los latidos del corazón bajo las yemas de los dedos, notó la tersura de su piel, notó... Se detuvo y levantó un poco la cabeza al notar una rugosidad áspera cuando el resto de la piel había sido suave.

–¿Qué es esto?

–Clemmie...

Ella captó el tono de advertencia, pero no le hizo caso. Volvió a pasarle los dedos por el abdomen mientras levantaba el borde de la camiseta. Se dio cuenta de lo que era y sintió una oleada de asombro por dentro, pero la tensión del cuerpo que tenía al lado le indicó que estaba tocando algo importante para él, algo que tenía que ver con lo más profundo de ese hombre, y no iba a disuadirla.

–¿Qué pasa?

Clemmie le levantó la camiseta hasta los hombros y contuvo el aliento por lo que vio.

–Maldita sea, Clemmie...

Él se dio media vuelta y le agarró las muñecas con fuerza, pero ella ya había visto, a la tenue luz de la chimenea, las cicatrices que tenía en un costado del pecho y que le cruzaban la preciosa piel bronceada cubierta de una mata de pelo negro.

–¿Qué pasó? ¿Cuándo?

Las cicatrices eran relativamente recientes y todavía tenían un tono rosado.

–¿Cómo?

Ella supo, a juzgar por cómo tenía apretada su maravillosa boca, que no iba a contestar. Ya había visto una vez esa tensión. Fue cuando él le habló de su hermano y de su muerte. Estaba segura de que las cicatrices tenían algo que ver con eso. No hacía falta que Karim dijera nada, lo tenía grabado en la cara por mucho que él quisiera ocultárselo. Sin embargo, no lo intentó. La miró con un brillo desafiante en los ojos y le soltó las muñecas. Ella le pasó los dedos por los cortes en la piel y contuvo la respiración cuando vio que él bajaba la mirada para ocultarle la expresión de los ojos.

–¿Qué le pasó a tu hermano? Quiero decir, sé que murió en un accidente de coche, pero tú estabas allí, ¿verdad?

–Yo iba en otro coche, detrás de él.

Él lo dijo como si le hubiesen arrancado las palabras. Lo dijo con una voz tan baja que no lo habría oído si la habitación no hubiese estado tan oscura y silenciosa.

–Él quería ver a una mujer... que no era con la que estaba prometido. Se saltó las medidas de seguridad, pero lo seguí porque no podía permitir que fuese sin ninguna protección.

Él hizo una pausa como si no pudiera seguir.

–Cometí el error de dejar que me viera por el retrovisor. Aceleró para escapar de mí, tomó una curva... Cuando llegué, el coche estaba ardiendo.

–Y tú intentaste sacarlo.

No fue una pregunta. Ella sabía con toda certeza que así se hizo esas cicatrices.

–Yo...

Fuera lo que fuese lo que iba a decir, se lo tragó cuando ella se inclinó para besarle la piel herida como reconocimiento a su intento, al espanto por no haberlo conseguido por culpa de las llamas, al valor que necesitó.

–Clementina...

Él siseó su nombre entre dientes, pero ella casi ni lo oyó. Estaba absorta, como drogada por el sabor y el olor de su piel. Pasó la lengua por la cicatriz, paladeó el regusto algo salado de su piel y pudo oír, casi como un trueno, que el corazón se le aceleraba. Su corazón también estaba desatado y un torbellino de sensaciones primitivas, como nunca había sentido, se había adueñado de ella y le palpitaba entre las piernas. Quería cimbrearse encima de él, abrazarlo, dejarse arrastrar.

Eso era la avidez sexual, por eso se hablaba de ella en un tono que le había hecho pensar que nunca podría ser tan poderosa o intensa. Sin embargo, lo que sentía en ese momento le indicaba que había infravalorado su potencia, su capacidad para arrastrarla sin que pudiera evitarlo. La habitación estaba completamente negra y casi no podía oír el crepitar del fuego. Solo estaban ella y ese hombre, ese hombre que hacía que sintiera lo que era ser una mujer de verdad.

–Clemmie...

Ella no supo si lo había dicho quejándose o entregándose, pero, entonces, él introdujo las manos entre su pelo y le levantó la cara para que lo mirara. Al ambiente de la habitación cambió completamente en un abrir y cerrar de ojos. No era cálido o amable. Ni siquiera era considerado. Era sombrío, áspero y peligroso. Los rasgos de su cara parecían esculpidos en piedra. Su boca era una línea implacable, su pecho y sus brazos era como rocas contra sus mejillas... su erección parecía acero al rojo vivo dispuesta a marcarla como suya.

–¡Maldita seas, mujer!

Bajó la cabeza y se apoderó de sus labios sin compasión. La agarró con más fuerza de la cabeza y la colocó como quería para que el beso fuese perfecto. Un beso que no se parecía a nada que ella hubiese conocido hasta ese momento. Sus bocas se fundieron y todo lo que ella había creído saber sobre la excitación sexual se borró de su cabeza. Eso no se parecía a los besos vacilantes o apremiantes de los pocos chicos que había conocido. Eso no tenía nada de pueril. Era la voracidad de un hombre y despertaba todo lo que había de mujer en ella. Era tan poderoso y ardiente que parecía como si la estuviese besando un volcán. Era el beso de un hombre que sabía lo que quería y que estaba decidido a conseguirlo... y ella era lo que quería también.

La cabeza le daba vueltas y la capacidad para pensar se había perdido en algún sitio muy oscuro. Sin embargo, entre la lava de su sangre, pudo captar una advertencia para que no hiciera aquello, para que lo apartara de ella. Aun así, el anhelo que la dominaba, que retumbaba en sus oídos, silenció esa advertencia. Era carnal, completamente primitivo, pero era lo que quería en ese momento. Era lo único que deseaba. Karim era lo único que deseaba. Solo deseaba el beso abrasador e inexorable de Karim, su contacto en la piel que le endurecía los pezones ávidos de sus caricias, su posesión...

Algo hizo que le saltara un fusible en la cabeza y que se diera cuenta de que el recatado camisón como una camiseta ya no tenía nada de recatado. Ya no era un obstáculo para esos dedos voraces. Lo tenía levantado hasta la cintura y sus piernas se entrelazaban con las de él, su piel suave y delicada estaba en contacto con sus músculos poderosos, viriles y cubiertos de pelo. La piel ardiente de él era como fuego líquido bajo sus manos. Quería acariciar hasta el rincón más recóndito de su cuerpo, quería besar su cuerpo de arriba abajo, quería sentirlo plenamente.

–Karim...

Susurró su nombre mientras le pasaba la punta de la lengua por los pelos del pecho y se estremecía. Tenía que entrelazarse más, estrechar su cuerpo contra todo el cuerpo de él.

Karim dijo algo en un idioma que ella no entendió y le mordisqueó el cuello antes tomarle los pechos desnudos con las manos. Ella contuvo la respiración y echó la cabeza hacia atrás, pero se arrepintió enseguida y volvió a juntar la cara con la de él cubiertos por su melena mientras recibía el beso que tanto necesitaba. Tenía su erección ardiente sobre los rizos húmedos, pero su cuerpo ansiaba más. Anhelaba sentir todo su poderío abrasador sin la ropa interior de él por medio. Dejó escapar un murmullo de avidez, introdujo las manos entre los dos y tomó la cinturilla elástica. Notó que él se ponía en tensión, pero lo pasó por alto porque le daba miedo lo que podía significar.

–¡Clemmie! ¡No! – Karim se apartó bruscamente, como si lo hubiese quemado– . ¡He dicho que no!

La agarró de las muñecas otra vez. Ella podía notar que el corazón se le salía del pecho, que estaba tan excitado y anhelante como ella, pero estaba dispuesto a negarlo.

–¡Karim! – replicó ella con la voz ronca por el deseo– . No hagas esto. Te deseo, ¿por qué haces esto?

Él soltó todo el aire que había estado conteniendo.

–No podemos hacerlo, no debemos. Ya sabes por qué.

Ella sabía que estaba apelando a su buen juicio, pero no iba a dar resultado. No quería que lo diera. No se sentía nada juiciosa. Deseaba eso y lo deseaba con toda su alma.

–¿De verdad?

Se contoneó contra él y sonrió cuando oyó su gruñido y sintió la tensión del cuerpo que tenía al lado.

–No sé por qué. Esta noche es casi la última que voy a pasar soltera, que voy a ser libre, puedo pasarla como quiera y con quien quiera.

–Podrías si fueses otra mujer.

Fue como si alguien hubiese quitado las mantas y apagado la chimenea. La gélida sensación de desdicha que se adueñó de ella fue casi insoportable. Casi. Además de esa sensación que había enfriado su avidez, había otra, más indomable, que le palpitaba apremiantemente entre los muslos y que no hacía caso de sus reparos. Se había pasado la vida viviendo según las reglas impuestas por su padre, según decisiones que había tomado por ella sin su consentimiento y sin su conocimiento siquiera. Ni siquiera había vivido su propia vida. Todo lo había dictado la ambición de su padre, pero esa noche tenía una oportunidad, la única oportunidad, de vivir como podían vivir otras mujeres de su edad, de tener la libertad de... No. Apartó de su cabeza esa palabra de cuatro letras. Ahí no cabía el amor. No podía enamorarse de un hombre al que había conocido hacía cuarenta y ocho horas. No era amor, era deseo, pero también era una sensación nueva y apasionante, una sensación desconocida hasta ese momento y que, seguramente, no volvería a sentir cuando tuviera que casarse por motivos políticos con un hombre al que no conocía. Ni siquiera era un hombre, era casi un muchacho, era cinco años menor que ella. Nunca sabría lo que era la felicidad y la emoción de enamorarse, pero sí podía saber lo que era... eso. Podría ser lo único que tuviera para mantenerla viva durante los años desoladores que la esperaban por delante.

–Pero somos quienes somos y esto es imposible, está vetado. Tú estás vetada – siguió él.

–Esta noche, no.

Ella lo dijo con desesperación por la angustia del rechazo que se mezclaba con la excitación que la devoraba por dentro.

–Esta noche solo somos dos personas en la oscuridad. Esta casa está en medio del campo y la nieve la aísla más todavía. Nadie va a vernos y nadie lo sabrá.

–Nosotros... lo sabremos – replicó él con la voz quebrada– . Yo lo sabría.

–Pero no tenemos que...

Hubo algo en su inmovilidad, en su forma de mirar a la chimenea en vez de mirarla a los ojos, que la dejó tan petrificada como él.

–Es que...

No podía ni quería decirlo, pero tenía que saberlo. ¿Acaso era tan ingenua que se había imaginado algo inexistente? ¿Había depositado todos sus anhelos en ese momento y había creado una situación que era irreal?

–¿No me deseas?

–¿Que no te deseo? – preguntó él con una carcajada heladora– . ¿Crees que esto es no desearte? – siguió él dándose la vuelta para apoyar su erección imponente en el vientre de ella.

El corazón le dio un vuelco al notar que la deseaba, pero el alma se le cayó a los pies al ver la expresión implacable de su rostro.

–Te deseo tanto que estoy desgarrándome por dentro.

–Entonces, ¿por qué no? Tú me deseas y yo te deseo. ¿Por qué no podemos...?

–¡No!

Fue un estruendo acompañado por un movimiento violento que lo apartó de ella y lo levantó del sofá.

–No, maldita mujer, no vas a tentarme así. Este asunto está zanjado. No sucederá jamás.

–Pero...

Ella, casi sin querer, se puso de rodillas sobre los almohadones, dejó que la manta cayera alrededor de sus piernas y alargó una mano. Vio que clavaba los ojos negros en su cuerpo desnudo y se sintió como si le hubiese arrancado la piel y la hubiese dejado en carne viva.

–No me toques – le ordenó– . No vuelvas a tocarme jamás. No quiero saber nada de ti, aparte de la tarea que me han encomendado. Te entregaré a Nabil, a tu prometido, y luego no volveré a verte.

No podía haberlo dicho de una forma más hiriente. Además, se alegraría cuando eso sucediera. No hacía falta que lo dijera con palabras porque el brillo de rechazo de sus ojos era más que elocuente.

Ya le había dado la espalda y estaba poniéndose los vaqueros y el jersey con gestos de rabia, pero cuando metió los pies en las botas y se dirigió hacia la puerta, ella no pudo contenerse.

–¿Adónde vas?

–Afuera. Por si no te habías dado cuenta, está lloviendo.

Él señaló con la cabeza hacia las ventanas y ella vio que, efectivamente, el agua golpeaba contra el cristal mientras el cielo empezaba a clarear con la luz del amanecer.

–Moveré tu coche, o encontraré cobertura para el teléfono. Mientras, tú deberías vestirte y prepararte. Quiero marcharme en cuando sea posible.

Marcharse de allí y alejarse de ella, o, al menos, ponerse de camino para entregarla a Nabil y saldar su deuda de honor. Hacía que se sintiera como un paquete que tenía que entregar urgentemente. No era el amante apasionado con el que había soñado, solo era un hombre frío y duro que la utilizaba en su beneficio, como había hecho su padre.

Sintió un escalofrío cuando el abrió la puerta y se tapó entera con las mantas, pero no se había estremecido por el frío. Era algo que le brotaba de muy adentro, era una sensación espantosa de rechazo y bochorno por su comportamiento. Arrastrada por una oleada de reacciones físicas desconocidas para ella, había perdido la cordura y se había abalanzado sobre él como un ser desenfrenado que solo se guiaba por los instintos más básicos.

Las mantas no servían de nada. Se arropó más, pero le parecían ásperas e incómodas sobre la piel. Todos los sentidos que Karim había avivado le escocían con una excitación que no podía sofocar. Hasta el algodón del camisón le molestaba sobre los pezones todavía endurecidos y la avidez frustrada era como un picor por todo el cuerpo. Anhelaba volver a llamar a Karim para que volviera a despertar esa excitación que le había borrado todos los pensamientos de la cabeza y la había dejado a expensas de unas necesidades primarias tan fuertes que no podían contenerse. No le extrañaba que nunca hubiera tenido que resistirse a esa tentación. Nunca había sentido nada parecido a una tentación de verdad, pero todas sus defensas habían saltado por los aires con un roce y un beso de ese hombre, se había quedado sin respiración y vulnerable, no había sido capaz de formar la palabra «no» en su cabeza, y mucho menos de decirla.

Sin embargo, tampoco había hecho falta que la dijera. Karim la había dicho por ella. Fuera lo que fuese lo que había sentido por él, él no había sentido lo mismo por ella. Quizá la hubiese deseado físicamente, no era tan ingenua como para que la reacción de su cuerpo le hubiese pasado desapercibida, pero no la había deseado a ella. Había creído, había esperado, que había encontrado la manera de garantizar que su estreno con un hombre fuese, ya que no por amor o por algo especial, sí con alguien que hiciera que ella se sintiese especial. Alguien que la emocionara como no había hecho ningún hombre. Karim lo había conseguido. Su contacto la había deleitado hasta lo más profundo de sí misma, al menos, hasta que la apartó y la rechazó con tanta violencia que todavía le dolía el alma. En vez de una iniciación maravillosa y apasionante en la feminidad, se sentía sucia y despreciable como un trapo tirado al suelo.

Se levantó lentamente. El tobillo le dolía todavía, aunque se dio cuenta de que se había olvidado de él cuando estaba en brazos de Karim. Tenía la sensación de que las piernas no eran suyas y se balanceó mientras intentaba reunir fuerzas. Solo quería desaparecer, pero sabía que Karim no iba a permitírselo. Como si quisiera recordárselo, oyó que el motor de su viejo coche soltaba unos estertores antes de ponerse en marcha. Karim lo había conseguido y pronto liberaría a su propio coche para que los llevara lejos de allí. Él esperaría que estuviera preparada cuando volviera a la casa. Por un instante, se planteó rebelarse. Se quedaría sentada y... Sin embargo, se acordó de que seguía desnuda debajo de la manta, con el camisón por encima de la cintura, y toda la rebeldía se esfumó. No quería que él volviera y la encontrara como la había dejado, como un bulto abandonado en el sofá. Se vestiría y se levantaría para afrontarlo, para marcharse.

Miró la habitación pequeña y abandonada de la casa de campo que había sido su hogar durante los últimos meses, que había sido el refugio de las negociaciones que le habían arrebatado la vida, de las promesas que había hecho su padre en nombre de ella. Sin embargo, ya no era un refugio. Había cambiado completamente en dos días y había sido por Karim. Él había invadido su espacio, la había privado de su intimidad, de su seguridad, del respeto hacia sí misma, y nada volvería a ser igual. Ya podía marcharse y afrontar el porvenir que le esperaba. Sus breves y necios sueños de encontrar algo que lo sustituyera se habían hecho mil pedazos. Ya no le quedaba nada que desear o esperar. Había paladeado la libertad por un momento y ya se había acabado. Ya no podía eludir su futuro. Se vestiría, recogería las pocas cosas que le quedaban y cuando Karim volviera, la encontraría esperándolo. Había llegado el momento de olvidarse de los sueños y de aceptar el destino que le había impuesto su padre.