Capítulo 3
Cuando Clemmie se desvió de la autopista para dirigirse al pueblo otra vez, estaba cayendo una copiosa nevada y a los viejos limpiaparabrisas les costaba apartarla para que pudiera ver la carretera. Solo llevaba algo más de nueve meses en Inglaterra, casi todos con un tiempo mucho mejor, y no estaba acostumbrada a conducir en esas condiciones. Además, el coche, bastante viejo, no era el más indicado para un clima tan adverso. Como se había escapado de su casa cuando se enteró de la existencia de Harry, no se llevó mucho dinero ni quiso usar la tarjeta de crédito para que no pudieran seguir su rastro. Por eso, se compró el coche más barato que pudo pagar, una decisión que le pareció sensata en su momento, pero de la que ahora se arrepentía. Sobre todo, cuando el motor empezó fallar y las ruedas resbalaban sobre la carretera helada. Ojalá tuviera el potente y recién estrenado todoterreno que había llevado a Karim a su casa. No habría tardado nada en recorrer la distancia entre la pequeña ciudad donde vivía Harry y el aislado pueblo donde ella se había instalado provisionalmente.
Karim... Se olvidó de todo solo por pensar en él y el coche invadió peligrosamente el carril contrario hasta que sacudió la cabeza y se acordó de dónde estaba. Sin embargo, los nervios le atenazaban las entrañas ante la idea de encontrarse con él otra vez. Karim Al Khalifa estaría esperándola. Quizá no estuviese en su casa, pero ella sabía que aparecería en la puerta en cuanto se diese cuenta de que había vuelto y que se la llevaría a Rhastaan, a casarse. El coche volvió a dar un bandazo y el gruñido que dejó escapar el motor hizo que pusiera una mueca de preocupación. Ya no podría ganar más tiempo ni esperar un indulto. Enseguida iba a cumplir veintitrés años y Nabil era mayor de edad desde hacía un mes. Habría que cumplir la promesa que se habían hecho sus respectivos padres. Había que celebrar el matrimonio que se había concertado hacía tantos años o las consecuencias serían inimaginables. Además, habían mandado a Karim para que se ocupara de que ella cumpliera su palabra.
Se acordó de cómo era Nabil la última vez que lo vio. Era un chico desgarbado, poco más que un niño, con la mirada esquiva, con una leve sombra debajo de la nariz y con una boca hosca. Sin embargo, quizá hubiese cambiado desde la última vez que lo vio en la corte. Además, era injusto acordarse de él cuando también se acordaba de Karim, alto, musculoso, con una voz grave y sexy, con unas manos poderosas y elegantes, con unos ojos negros y penetrantes y con unas pestañas tupidas y asombrosas.
–¿Qué estoy haciendo? – se preguntó en voz alta.
Agarró el volante con tanta fuerza que los nudillos se pusieron blancos. En lo alto de la colina, casi oculta por la ventisca, pudo ver el contorno de su casa, de su hogar. Al menos, eso debería sentir cuando volvía a la seguridad, la calidez y el confort después de un viaje largo y complicado. Esa casita de campo había sido el único hogar, o algo parecido, que había conocido. Las vacaciones que había pasado con su abuela inglesa le habían permitido vislumbrar levemente lo que era la libertad lejos de las reglas y el protocolo de la corte. Acostumbrada al calor abrasador de Balakhar y Rhastaan, le habían encantado el silencio, la tranquilidad y los campos verdes que podía divisar desde lo alto de la colina. Con su abuela había vivido de una forma mucho más sencilla y distinta. No se había dado cuenta plenamente de lo distinta que había sido hasta que había visto la infancia feliz y tranquila de Harry con sus padres adoptivos. Ellos no tenían nada parecido al lujo que había conocido ella, pero sí tenían un tesoro inmenso: el amor que se profesaban, y la libertad que ella estaba dispuesta a defender para Harry costara lo que costase.
Sin embargo, la casa de campo ya no le parecía un hogar, le parecía como si se acercara a la guarida de un león, y Karim Al Khalifa era el depredador que había convertido su hogar en un sitio hostil. Sin embargo, el problema era que no pensaba en él como en ese depredador. Ni siquiera lo recordaba como el arrogante representante del jeque de Markhazad, con una mirada gélida y los dientes apretados. En ese momento, solo podía verlo como el hombre que era, y menudo hombre. El pulso se le aceleró al acordarse de lo cerca que lo había tenido y del olor de su piel. No era un hombre con el que convenía estar en el reducido espacio de su casa de campo. Era una tentación en estado puro y ella no podía sentirse tentada, ni en ese momento ni nunca.
Por un instante, se planteó darse la vuelta para volver a la casa donde había dejado a Harry, feliz, seguro y agotado después de la emoción por su fiesta de cumpleaños y de lo bien que se lo había pasado. Arthur y Mary Clendon, sus padres adoptivos, la ayudarían y la acogerían...
–¡No! – exclamó ella.
No podía faltar a la palabra que le había dado a su padre y al jeque. Por mucho que le aterrara pensar en su porvenir, había hecho una promesa y tenía que cumplirla. Si no, otra persona iría a buscarla, y Karim la había encontrado muy fácilmente. Además, también encontrarían a Harry.
La memoria tenía que estar jugándole una mala pasada. Era imposible que Karim fuese tan devastador, tan sexy. Aunque, al parecer, esa noche no iban a refrescarle la memoria. Cruzó las maltrechas verjas de hierro y aparcó a un lado de la casita. No había ni rastro del descomunal coche de Karim y las luces de la casa estaban apagadas. Evidentemente, había decidido buscar un sitio más cómodo. Sintió una punzada en el pecho, pero no supo si fue de alivio o de decepción. Decidió no darle más vueltas por si acaso, apagó el motor y comprendió que los ruidos que había estado oyendo eran los últimos estertores de su viejo coche. La nieve, que se amontonaba junto a la casa y tapaba el estrecho camino, había sido la puntilla. Se bajó y se hundió en la nieve casi hasta la rodilla. El agua y el frío entraron en los zapatos, sintió un escalofrío, agarró la bolsa y fue corriendo hacia la casa. Naturalmente, no estaba cerrada con llave. El día anterior se había marchado precipitadamente para escapar de Karim y solo le había importado llegar a la carretera, no cerrar la puerta. Entró tambaleándose por una ráfaga de la ventisca y agradeció que la anticuada calefacción central la hubiese mantenido caliente durante su ausencia. Miró por la ventana y vio que la nieve ya estaba depositándose en su coche.
–Esta noche no iré a ninguna parte – dijo en voz alta mientras colgaba el abrigo de un gancho que había en la pared.
¿Significaba eso que Karim tampoco podría llegar allí? ¿Tenía una noche más de libertad? Abrió la puerta de la sala pensando que necesitaba un café y algo de comida antes de plantearse lo que iba a hacer. Sin embargo, antes encendería la chimenea para que mantuviese la casa caliente durante la noche. No sabía si podía confiar en la calefacción y ya había dormido algunas noches en el sofá delante de los rescoldos.
–Buenas noches, Clementina.
Una voz grave y sombría, que reconoció al instante, le llegó desde el extremo opuesto de la habitación. Ella, presa del pánico, se dio media vuelta para clavar el dedo en el interruptor de la luz, aunque ya sabía lo que iba a ver y le aterraba. Una cosa era darse cuenta de que Karim estaba allí esperándola en silencio, pero era muy distinto verlo allí sentado, imponente, orgulloso, sombrío, peligroso y con esos ojos negros como el carbón clavados en ella. Llevaba unos vaqueros distintos y un jersey gris de cachemir que se ceñía a las líneas talladas de su poderoso pecho. Una ropa sencilla, pero de tanta calidad que contrastaba con la tapicería raída de la butaca donde casi ni cabía ese hombre que era el hijo de un rey. También tenía una tableta electrónica que apagó antes de dejarla sobre sus rodillas.
–Buenas noches, Clementina – repitió él esbozando una sonrisa fugaz y amenazadora– . Me alegro de que hayas vuelto a casa.
¿Había cierto tono de duda en su voz? ¿Estaba provocándola para darle a entender que ese era el último sitio donde había esperado verla?
–¡Dije que volvería! – exclamó Clemmie con indignación– . Además, dejé una nota.
Él asintió con la cabeza y tomó un papel que había en la mesa que tenía al lado. Ella reconoció la nota y no pudo evitar estremecerse al pensar en cómo se habría puesto él cuando la encontró.
–Volveré mañana – leyó él en voz alta– . Lo prometo.
–Lo prometí y lo he cumplido.
–Es verdad.
Karim tuvo que reconocer que le había sorprendido. Se había preparado para que ella hubiese incumplido todo lo que había prometido y hubiese dejado las cosas en la situación más peligrosa y complicada posible. Incluso, había elaborado algún plan alternativo por si eso sucedía. Al fin y al cabo, ya tenía planes de emergencia antes de partir a Inglaterra y le habría bastado un par de llamadas para que el equipo de apoyo entrara en acción. Había estado a punto de hacer esas llamadas cuando subió a su dormitorio para llevársela aunque no hubiera terminado de hacer el equipaje y vio la ventana abierta. Oyó el motor del coche que se alejaba de la casa, pero, entonces, vio la nota en la cama.
–¿No... creías que volvería?
–Si soy sincero, no.
Dejó la tableta, se levantó y estiró los músculos. El dispositivo localizador que había dejado en su coche había funcionado bien y, cuando supo que se dirigía a su casa, se sentó a esperarla.
–¿Acaso me diste algún motivo para que confiara en ti? – añadió él.
–Mmm... No.
Ella miró hacia otro lado y se mordió el labio inferior. Él quiso llevar la mano a su boca para que no hiciera ese gesto de nerviosismo, pero se contuvo aunque sus dedos anhelaban ese contacto. Ya podía sentir la calidez de su cuerpo, el olor de su piel y la descarga eléctrica en todo el cuerpo. La deseaba con tal voracidad que casi no podía dominarla.
–Salí corriendo detrás de ti.
Si no conociese ya su voz, su olor y esos ojos color ámbar, podría haber pensado que no era Clementina, sino una hermana gemela idéntica que había sustituido a su hermana más impetuosa y menos convencional. Esa mujer era más impasible. Llevaba una coleta lustrosa que le caía por la espalda y su piel de porcelana no llevaba nada de maquillaje, como tampoco lo llevaban sus ojos dorados. Esa mujer era una princesa, una futura reina de los pies a la cabeza. A pesar de que su vestimenta volvía a ser más que desliñada, unos vaqueros con agujeros en las rodillas y un jersey rosa que había encogido tanto que le permitía vislumbrar el firme abdomen color melocotón, era alta, elegante y diabólicamente hermosa. Sin embargo, lo miró a los ojos y él captó un brillo desafiante.
–¡Dejé una nota y solo pedía veinticuatro horas más!
La Clementina impetuosa había vuelto y le encantaba, aunque no había podido mostrarlo. Lo había alterado cuando ya estaba trastornado por las noticias sobre su padre, sobre Nabil y sobre su jefe de seguridad.
–¿Tan perjudicial era concederme eso? – añadió ella en tono desafiante.
–No, si hubiese estado seguro de que solo querías esas veinticuatro horas de verdad.
–Fue lo que dije, ¿no? Pero no me creíste.
–Dependía de lo que quisieras hacer en ese día, a dónde querías ir. Ya te habías escapado una vez del palacio. ¿Cómo iba a saber si pensabas esconderte en otro sitio o si se pensabas volver?
–Dije que volvería – replicó ella mirándolo con una mezcla de rabia y compasión– . Tiene que ser un infierno ser tan receloso con todo el mundo. ¿Confías en alguien? ¿Crees en alguien?
Creyó en Razi. Karim no pudo evitar pensar en eso. Había confiado en su hermano, pero había sido el peor fracaso de su vida. No había podido evitar dos muertes. Su vida había dado un vuelco absoluto. Había adoptado un papel nuevo que nunca había deseado. Incluso, estuvo a punto de tener que casarse por cumplir con su deber.
–No tenía motivos para creer en ti.
Los recuerdos sombríos hicieron que lo dijera con una frialdad gélida, y el ambiente dentro de la habitación se enfrió tanto como la ventisca que soplaba fuera.
–Además, no podía saber que ibas a ir a una fiesta de cumpleaños en Lilac Close – añadió él.
Si antes le había parecido que sus ojos eran impresionantes, en ese momento, cuando los tenía como platos, le parecieron increíbles. La había desarmado y eso le produjo cierta satisfacción que compensaba que se hubiese escapado sin que hubiese llevado a cabo su misión. Se había quedado pálida y su rostro contrastaba con el pelo negro y esas pestañas inconcebibles.
–¿Cómo lo sabes? – preguntó ella con la voz ronca porque tenía la garganta seca.
Ella no sabía con quién estaba tratando y la satisfacción por haberla trastocado de esa manera hacía que le bullera la sangre.
–Fue fácil.
Ella se quedó mirándolo fijamente y él fue hasta la puerta principal y la abrió. La tormenta de nieve lo sacudió. Esa mañana, cuando volvió a la casa de campo, no era tan virulenta. Habían caído bastantes centímetros mientras había estado dentro esperando a que ella llegara. No le extrañó que la señal en su ordenador hubiese sido intermitente. Aun así, salió y fue hasta el pequeño y viejo coche, que ya tenía las ruedas medio cubiertas por la nieve.
¿Qué estaba haciendo? Se preguntó Clemmie mientras algo más frío que el viento del exterior le recorría toda la espalda. Era algo consustancial a Karim, era su forma gélida de mirarla y el tono insensible de su voz. Lo habían enviado para recogerla y solo estaba concentrado en eso, como un sabueso que seguía el rastro de su presa. Nunca la soltaría. Sin embargo, ¿cómo había sabido dónde estaba? ¿Qué implicaba eso para la seguridad de Harry? Perpleja, vio que Karim se arrodillaba en la nieve y rebuscaba debajo del morro del coche. Llevaba unos vaqueros tan ceñidos que deberían estar prohibidos. Sobre todo, cuando se tenía un trasero como el de ese hombre... ¿En qué estaba pensando? No podía creerse que algo así se le hubiese pasado por la cabeza. Sabía desde muy pequeña que nunca podría elegir a su pareja, a su marido. Además, también sabía que era esencial que se mantuviese respetable y que no se viese mezclada en ningún escándalo. Nunca había tenido la libertad de disfrutar de la compañía de los chicos, como las otras chicas, y nunca se había permitido pensar en esas cosas. En cambio, se había concentrado en los libros que la absorbían y en las lecciones de su tutor. Nunca la habían dejado salir a clubs o al cine, como las otras chicas, y se había perdido las charlas sobre chicos, moda e, incluso, música. Sin embargo, le había bastado conocer a Mary Clendon durante unos meses, quien era seis años mayor que ella, para que su punto de vista cambiara y aprendiera muchas cosas, aunque no había creído que hubiese cambiado hasta ese punto. Nunca había pensado algo así de un hombre... y tenía que empezar a pensarlo del hombre más inadecuado.
Entonces, Karim se levantó, se quitó la nieve de las rodillas y se dirigió hacia la casa. Parecía como si se abriese paso por una cortina blanca, y esa sensación tan incómoda que había brotado dentro de ella debería diluirse en la nieve, pero la realidad era justo la contraria. El contraste con la delicadeza de la nieve hacía que pareciera más fuerte y más sombrío que nunca. Tenía la cabeza agachada contra el viento y el corazón le dio un vuelco cuando llegó a la puerta. Entró y se sacudió el cuerpo y el pelo como un animal salvaje que se refugiaba de una tormenta.
–Toma.
Él le entregó algo tan pequeño que lo sujetó por mero instinto.
–¿Qué...? – preguntó ella mirando un disco metálico sin entender nada– . ¿Qué es esto?
Lo miró a los ojos y hubo algo en la expresión de esa boca tan sensual que le abrió los ojos. La tableta que estaba mirando cuando ella entró, la especie de mapa que ella había vislumbrado mientras él la dejaba, el cursor que parpadeaba para indicar dónde... dónde estaba ella.
–¡Un localizador! – exclamó ella con un arrebato de furia e indignación.
¿Podía imaginarse él cómo se sentía? La había perseguido y localizado como si fuese una delincuente, pero ¿por qué iba a importarle a él cómo se sintiera?
–¡Es una porquería de localizador! – volvió a exclamar ella tirándoselo sin importarle que le alcanzara en la cara.
Él no se inmutó, casi, ni parpadeó.
–¡Y no frunzas el ceño! – siguió ella al ver que juntaba las cejas como si censurara la vehemencia de sus palabras– . ¿Qué es una palabra malsonante en comparación con esto? ¿Acaso las princesas de tu país no dicen palabras malsonantes?
Él apretó los labios y ella se dio cuenta de que había cometido un error.
–Entonces, recuerda que eres una princesa, que pronto serás reina.
Él lo dijo haciendo hincapié en los títulos y con una frialdad solo comparable a la de la corriente que entró por la puerta abierta. Ella sintió un escalofrío, él cerró la puerta con un pie y el repentino silencio fue desasosegante. El pasillo era pequeño y él parecía más imponente todavía. El olor de su piel fue como una droga que le secó la boca con la cabeza dándole vueltas.
–Y tú, según tú, eres un príncipe, un príncipe coronado si no recuerdo mal.
Un príncipe coronado que conocía esos dispositivos de seguridad. Eso, si era el príncipe que decía ser. Un arrebato de miedo, muy parecido al pánico, se adueñó de ella. ¿Podía haberle mentido y no ser quien decía que era? ¿Habría hecho algo muy estúpido? Él estaba entre la puerta y ella y no podía escapar. El miedo se mezcló escandalosamente con un destello de algo que no cabía en una situación así. ¿Cómo podía sentirse excitada por imaginarse que esas manos la agarraban de los brazos y la estrechaban contra él? De repente, le pareció que le sobraba el jersey de angora. Hacía demasiado calor en la casa, ¿o sería el calor que le llegaba de dentro?
–Soy quien dije que era – replicó él como si le diese igual lo que había dicho ella.
–Entonces, ¿por qué conoces esas cosas? – Clemmie miró al suelo y empujó el disco con la punta de una bota– . ¿Es una afición que tienen los príncipes coronados de hoy en día?
–No siempre fui un príncipe coronado. Tenía un hermano que se llamaba Razi.
En pasado... Eso le heló la sangre y el corazón le dio otro vuelco al ver la desolación de su rostro.
–¿Qué pasó? – ella hizo un esfuerzo para preguntarlo porque la respuesta era evidente.
–Murió – contestó él tan tajante y lacónicamente como un martillazo.
–No... – ella acababa de conocer a Harry y no podía imaginarse lo que sería perder a un hermano– . Lo siento.
Alargó una mano instintivamente, pero no llegó a tocarlo cuando la miró con sus ojos gélidos antes de mirarle el rostro otra vez.
–Yo era experto en seguridad – le explicó él inexpresivamente– . Estaba encargado de la defensa y, sobre todo, de la seguridad de mi hermano.
–Pero murió, ¿le fallaste?
Ella lo preguntó por los nervios. Unos nervios que se tensaron al máximo cuando vio que su rostro se ensombrecía y unas arrugas se formaban alrededor de la nariz y la boca.
–Murió en un accidente de coche. El accidente lo provocó su manera de conducir.
Eso era todo lo que iba a decir, aunque ella estaba segura de que tenía que haber más, que lo escondía detrás de los dientes apretados.
–Yo...
Clemmie empezó a hablar, pero vio que Karim miraba el reloj y fruncía el ceño de una manera distinta.
–Ya teníamos que estar de camino.
–Pero, tengo que hacer el equipaje...
–¿Crees que voy a tragármelo otra vez? Ya tienes la bolsa que te llevaste para pasar la noche. Todo lo demás que necesites, lo recibirás por el camino. Nabil ya ha mandado ropa para su princesa. Está esperándote en el avión.
Ella pudo imaginarse la ropa que sería. Ropa tradicional que le cubriría todo el cuerpo. Se habían acabado los días de vaqueros, camisetas y el pelo suelto. Las puertas del palacio de Rhastaan ya estaban cerrándose alrededor de ella, mucho antes de que estuviera preparada.
–Entiendo. Entonces, vámonos.
Era inútil discutir. Karim no iba a ceder ni en eso ni en nada más por mucho que se lo pidiera.
–Antes tendrás que mover el coche – comentó Karim– . Está tapándome la salida. Aunque pensándolo bien... – agarró las llaves que ella había dejado en la mesita del recibidor– . Yo lo moveré, y no pienses siquiera en intentar escaparte.
–¡No iba a escaparme! Solo... – se calló. ¿Acaso sabía adónde había ido y por qué?– . Solo pedí veinticuatro horas y dije que volvería. He vuelto y no pienso escaparme. Tienes que creerme.
Curiosamente, él la creyó, al menos, en ese momento. El día anterior había tenido una opinión muy distinta de ella; había estado enfadado, había tenido que pensar en muchas cosas y no quería cargar con la responsabilidad de recoger a la novia fugada de Nabil. Los problemas de corazón de su padre, y las sospechas de que se debían a la tensión por la muerte de su hijo mayor y heredero, habían sido la gota que había colmado el vaso. No podía olvidarse de que, si no hubiese accedido a las exigencias de su hermano para que no tuviese seguridad personal, Razi podría seguir vivo. Sin embargo, en ese momento se sentía distinto, y no era solo porque ella había vuelto como había prometido. La nueva Clementina, más serena y digna, era muy distinta a la mujer rebelde y desafiante que se había escapado en cuanto pudo.
Sin embargo, instintivamente, le había concedido las veinticuatro horas que le había pedido. El dispositivo localizador le había indicado que estaba en Lilac Close y algunas pesquisas discretas le habían desvelado que era amiga de la familia que vivía allí, que estaba celebrando el cumpleaños de su hijo pequeño.
Él decidió darle esa oportunidad y esperar. Sorprendentemente, se alegraba de haberlo hecho. Además, cuando se abrió la puerta y ella entró, algo cambió dentro de él. Algo inesperado e inquietante. Algo que prefería no afrontar cuando tenía que entregarla a su futuro marido para que su padre pudiera descansar al menos por eso. Ya se había retrasado veinticuatro horas y tenían que ponerse en camino. Sin embargo, salió y se dio cuenta de que iba a ser imposible. Las ruedas del coche de Clementina estaban medio cubiertas por la nieve y el camino que llevaba a la carretera había desaparecido. Afortunadamente, su todoterreno estaba aparcado detrás de la casa, pero tenía que sacarlo hasta la carretera... El motor del diminuto coche no funcionaba. Cada vez que giraba la llave, dejaba escapar unos estertores y se quedaba mudo.
–¿Pasa algo? – le preguntó Clementina, quien también había salido y lo miraba por la ventanilla.
–¿Tú qué crees? – él volvió a girar la llave, pero el coche ni se inmutó esa vez– . Este coche no va a ir a ninguna parte esta noche – añadió él mirando el cielo con el ceño fruncido.
–A lo mejor, si me pongo al volante y tú empujas...
–Podemos intentarlo.
–Muy bien – ella se apartó precipitadamente de la puerta que estaba abriéndose– . Me sentaré al volante y... ¡Ay!
Ella pisó una placa de hielo escondida bajo la nieve, se resbaló, cada pierna fue en una dirección y acabó cayéndose en medio de la ventisca.