LUCÍA abrió los ojos y se incorporó despacio para mirar el reloj. Tenía la impresión de escuchar una música y esto la obligó a levantarse tratando de no hacer ruido. Cuando salió de la habitación pudo comprobar que la música provenía de casa y entonces, con paso sigiloso se acercó a la sala, donde descubrió a Circe sentada en el piso delante del equipo de música, con un cuaderno encima de las piernas, los ojos cerrados y dirigiendo la orquesta, como solía hacer.

—Son las seis de la mañana, Circe.

Esta incorporó la cabeza y sin abrir los ojos hizo un gesto de silencio. Sonaba la guitarra de Paco de Lucía, que interpretaba el Concierto de Aranjuez.

—Apenas he dormido, Circe, y son las seis de la mañana.

—Hay que sentir la música, Lucía, sentir cómo se cuela adentro y va trazando un camino que no alcanzas a seguir. —Circe hablaba moviendo las manos como quien acaricia el aire—. La piel se va alejando de la carne, despacito, un movimiento involuntario, que apenas puedes advertir, pero lo sientes y duele y es terriblemente placentero, por eso hay que dejarse llevar, permanecer callado, aguantar mordiéndose los labios para no gritar, porque el grito sería de placer, y no es bien visto concederle estas virtudes al dolor. Escucha qué maravilla.

Lucía hizo una mueca y caminó hacia su amiga. El concierto, efectivamente, era hermoso, dijo, por momentos desgarrador, pero según ella era muy temprano para recibir lecciones musicales. Acercó su dedo al stop del equipo y apretó.

—Son las seis de la mañana, Circe, no creo que a Bruno le agrade mucho despertarse porque Paco de Lucía está tocando. ¿A qué hora llegaste?

Circe abrió los ojos y alzó la cabeza con una sonrisa tonta.

—Me vas a regañar, lo sé y además, tienes todo el derecho. —Apartó la mirada—. Llegué a las cinco, Uly duerme tranquilo, ya le pedí disculpas por mi ausencia y pensaba pedírtelas a ti también, de hecho lo estoy haciendo. En Roma el transporte nocturno es imposible, Lucy, me cogió tarde, lo sé.

Lucía hizo otra mueca y fue a sentarse al sofá. Dijo que el niño había dormido bien y que ella se había levantado varias veces para ir a verlo, porque sospechaba que Circe no regresaría pronto.

—De más está preguntarte si te fue bien con Raúl —agregó Lucía.

Circe sonrió dándose la vuelta para mirar a la amiga. Con Raúl le había ido muy bien, confirmó, habían cenado en su casa, luego habían bebido unas cervezas y luego…

—Bueno, pues, ya sabes.

Sí, Lucía ya sabía, desde hacía tiempo sospechaba que Circe y Raúl acabarían enredándose. Sonrió sin agregar nada y de repente recordó a la polaca en el diario, el día que llegó a casa y descubrió a Circe con el venezolano. Lucía no quería ser impertinente, que su amiga se acostara con el otro le daba igual, lo que la molestaba era haber pasado la noche preocupada con la angustia de no saber qué hacer si Ulises se despertaba. Circe la había llamado a las once diciendo que llegaría tarde, cuando en realidad estaba anunciando que no llegaría. Era el modo que tenía de hacer las cosas. Para ella todo siempre resultaba normal, siempre había una lógica y por tanto una no necesidad de dar explicaciones, cosa que a Lucía no dejaba de sorprender, aunque leyendo la Bitácora empezaba a descubrirle un rostro diferente.

—Discúlpame, Lucy —continuó Circe—, estarás molesta conmigo, pero es que no lo pude evitar, la noche se complicó y yo con ella. —Sonrió poniéndose de pie para ir a sentarse junto a la otra—. ¿Sabes? Desde que Uly nació es la primera vez que salgo sola con un hombre. En París también tenía a alguien, pero siempre salíamos los tres.

—Y en cada puerto tener una aventura de amor… —canturreó Lucía con una sonrisa agregando que no se preocupara, ella ya no estaba molesta.

Circe subió las piernas y recostó la cabeza al respaldo para entregarse al silencio que inundaba la habitación. La noche había sido divertida, pensó, Raúl tenía la capacidad de hacer reír y ésa era la cualidad que más le gustaba de los hombres. Le había preparado de comer una amatriciana, le había enseñado fotos y contado de su vida, y en cuanto ella explicó su búsqueda de las ciudades, Raúl había considerado oportuno regalarle el libro de Calvino Le citta invisibili, en italiano para que ella aprendiera mejor la lengua. Luego pasaron al estudio de sus propias lenguas y así se les había ido la noche, mientras Lucía daba vueltas en la cama y miraba el reloj.

Por su parte, Lucía no había mentido al decir que ya no estaba molesta. Con el regreso de Circe desaparecían todas las preocupaciones por sentirse responsable de Ulises, e incluso pensaba que, sin caer en excesos y bajo previo acuerdo, ella bien podría encargarse del niño para que Circe saliera con Raúl. De cualquier modo, tenía que considerar que hacía más de un mes que su amiga despertaba a las cuatro de la mañana para ir a limpiar a la tienda y algo de distracción no le venía mal. Además, saber que estaba con Raúl de alguna forma la tranquilizaba porque, y aunque esto no se atrevería a confesarlo, la creciente amistad de Circe con Bruno la seguía inquietando.

—Ya nos pondremos de acuerdo para la próxima, Cir, yo puedo quedarme con Ulises, no te preocupes, imagino que tener un niño no debe de ser fácil.

—Gracias, Lucy. —Circe respondió a su mirada con una sonrisa—. Tener un hijo es la mejor y la más extraña de todas las experiencias, aunque ya Uly duerme toda la noche y no es un problema, pero al principio… Cuando nació yo perdí la noción del tiempo, no sabía si era de día o de noche, si era yo o una caricatura de mí misma que andaba entre pañales y biberones. —Circe volvió a sonreír—. Es increíble, los niños viven en un tiempo suyo, hacen como si te entendieran y luego, simplemente cuando les da la gana, rompen a llorar y hay que levantarse, amor de mis amores, ¿qué sucede?, ¿es hambre?, ¿frío?, ¿pipí?, ¿caca?, ¿dolor de barriga?, es tremendo. Me maravilla lo elemental que puede resultar todo, Lucy, si algo no andaba bien Uly lloraba y si andaba bien, reía, así de simple. Ser madre es la mejor de las experiencias, créeme. ¿Tú aún no te decides?

—Yo no, todavía no. —Lucía se incorporó—. ¿Hacemos un café?

Fueron a la cocina y mientras Lucía preparaba la cafetera, Circe sacó queso y jamón para hacerse un bocadillo. La noche le había abierto el apetito y necesitaba recuperar energías, dijo sonriendo mientras echaba cereales en una taza que luego rellenó con leche. De regreso a la sala, Circe se acomodó en el piso, junto a la mesilla, mientras que Lucía volvió al sofá, desde donde pudo observar cómo su amiga devoraba el desayuno. Circe comía y a Lucía se le antojaba que era como una niña, así de elemental: si tenía hambre, comía, si quería acostarse con alguien, lo hacía. Todo tan simple, tan natural, la antítesis de Lucía, para quien las cosas siempre resultaban mucho más complicadas y, por tanto, difíciles de explicar. Circe comía, Lucía la miraba. Para ella Circe, a pesar de sus manías, siempre había sido el punto de referencia más sólido y transparente, una roca firme, una caverna protectora. Sin embargo, leer la Bitácora la obligaba a descubrir nuevos rostros, un lado oscuro, frágil, movedizo y poblado de fantasmas que provocaban en Lucía una extraña identificación, pero que al mismo tiempo la repelían, arrojándola lejos. Era quizás por esto que, a pesar de los meses que Circe llevaba en casa, Lucía se sentía incapaz de hablar de sí misma, contar los problemas con Bruno, sus propios miedos, sus culpas. Temía, como siempre, el juicio, pero además temía sobre todo el juicio de Circe.

—¿Tú no vas a comer nada, Lucy? Esto está riquísimo.

—No gracias, para mí está bien con el café, yo no estuve con el monstruo de la noche —contestó Lucía sonriendo.

Circe se echó a reír, el «monstruo de la noche», acotó, era su amigo Carlos. Raúl era más bien el ingeniero de la risa, metía tornillos, sacaba tornillos, apretaba por aquí, reparaba por allá y «voilá», dejaba la maquinaria en óptimas condiciones.

—En cuerpo sano, mente sana, Lucy. Raúl es un buen tipo.

—Sí, ya sé que es un buen tipo. —Lucía sonrió—. Y ya que mencionamos a Carlos, ¿lo volviste a ver? Según mis lecturas acaba de irse de Madrid.

Circe tragó ayudada por un sorbo de leche y contó que lo había visto por última vez el día que pasó por Madrid camino de las islas Canarias. Se fueron a pasear por las calles de Lavapiés y al principio era Circe quien hablaba todo el tiempo, contándole de su vida, del trabajo que hacía en esos momentos, de sus impresiones sobre la ciudad, Carlos la escuchaba sonriendo simplemente. Cenaron en un restaurante gallego y sólo después del café él confesó que se sentía muy desorientado y que, a unas horas de partir, no entendía su obsesión con Tenerife. Había sido su abuela, contó él, la responsable de que se le metiera esa idea en la cabeza, porque siempre hablaba de su padre canario y de la lejana isla y Carlos, desde pequeño, había prometido encontrar sus orígenes. A esa altura del tiempo, aunque aún no tenía comunicación con nadie de la supuesta familia, él debía continuar su viaje. Se había puesto en contacto con un amigo en Tenerife, que lo hospedaría y que afirmaba que sería fácil encontrar trabajo, aunque quizás no como músico. Circe lo felicitó por las buenas noticias, pero, a pesar de éstas, Carlos se veía bastante decaído. «Somos unos desarraigados, Circe, ¿te das cuenta?» Volvió a repetir la palabra que tanto ella detestaba y continuó: «A ver si no es mejor que cada uno se quede en su tierra, en su pedazo de tierra, Circe, que es donde tenemos las raíces propias… aunque Caracas es un desastre y yo no quiero volver». «Pero tus raíces son canarias, si yo hasta te veo poniendo a bailar a todas las piedras del Teide», dijo ella para tratar de que su rostro mudara ese qué sé yo de extravío. Carlos sonrió y se le pusieron lo ojos chiquiticos, como de costumbre.

—Según él yo era afortunada, porque creía en una quimera y la imposibilidad de realización de los sueños es lo único que los mantiene vivos —agregó Circe—. De todos modos, se fue diciendo que quizás cualquier día me lo encontraba cantando en el metro de Madrid, no estaba escrito en ninguna parte que él tuviera que permanecer en Tenerife. Permanecer ¡qué palabra carente de cinética!

Circe terminó su bocadillo y se sacudió las manos, mientras Lucía sonreía. Permanecer: palabra carente de toda cinética. Hacía mucho tiempo que en su vida no existía nada relacionado con la cinética, sin embargo, para la otra era lo contrario. La vida de Circe era puro movimiento, cambio constante, de rostros, de ciudades, de trabajos, lo único que permanecía intacto era su búsqueda. Ya para ese entonces, Lucía estaba casi convencida de que Circe no se quedaría en Roma, que pasaría un tiempo y luego se inventaría cualquier excusa para partir, como si la sola posibilidad de quedarse fuera repulsiva, ajena a su naturaleza. Ya la había visto escribiendo postales para sus amigos en Europa, y le había comprado los sobres azules, porque de no ser así, Circe no enviaba las postales. Era una de sus tantas manías, que, como todas, tenía una explicación dentro de su lógica personal. El día en que Lucía le preguntó qué importancia daba a los colores, los sobres azules o los días coloreados de la Bitácora, Circe la había mirado sorprendida, como si el hecho de preguntar negara lo que para ella era evidente. «Los estados de ánimo tienen color —dijo—, o al revés.» Entonces se había adentrado en una exposición que a Lucía le resultó interesante, aunque algo complicada para seguirla. El azul, decía, si era claro era altruismo, si oscuro, era verdadera espiritualidad; el rojo era pasión y oscuro cólera, rabia, días incandescentes; el amarillo tenía que ver con el intelecto; el verde, dependiendo de su intensidad, con la diplomacia, el engaño o la envidia; el negro lógicamente definía a un día de mierda y así, cada color denotaba algo, eran, señalaba, como la energía que desprendían las personas. Justamente por eso, usaba los sobres azules y la escritura en rojo, porque el mensaje no quedaba limitado a las palabras, sino que comprendía todo. «Envío apasionadas palabras envueltas en mi espíritu, ¿no te parece magnífico?», había dicho Circe sonriendo. A Lucía le gustó la explicación, aunque verdaderamente le resultaba complicado definir los colores de sus días. Para ella eran todos normales, parecidos, carentes de cinética.

—La CC, Circe y la Cinética, es un buen título para un libro de física recreativa. ¿No? —dijo Lucía sonriendo—. ¿Y en México te pasó algo similar a lo de Brasil, o te fuiste porque simplemente no te gustaba?

—Me fui porque el DF no era mi…

—No era tu ciudad. —Lucía terminó la frase y se incorporó para servir café en las dos tazas—. Claro que no era tu ciudad, Cir, porque tu ciudad se llama La Habana, aunque te empeñes en negarlo. —Circe intentó responder, pero Lucía continuó hablando—: ¿Sabes? Hay algo que me es difícil de entender, a veces me parece que son las personas las que te expulsan de las ciudades, porque entre tú y yo, la polaca estaba medio chiflada, y la casa donde vivías en Madrid no creo que fuera el paraíso, aunque apenas estoy al inicio de Madrid, sin embargo, tú hablas de todos ellos con tanto entusiasmo que entonces me parece que no son ellos quienes te expulsan. ¿Me entiendes? No acabo de entender qué te hace partir. Por otra parte apenas mencionas a tu gente de La Habana, aunque sueñas con la ciudad y eso me alegra.

Circe colocó su taza encima de la mesa diciendo que no era dueña de sus sueños, pero era natural soñar con lugares conocidos. En cuanto a la gente, aclaró, ninguno tenía que ver con sus decisiones, al contrario, siempre había encontrado personas dispuestas a ayudarla y Elzbieta, la polaca, había sido una buena amiga, aunque ciertamente tenía un carácter un poco difícil.

—¿Y la gente de La Habana, Circe? Es como si hubieran desaparecido. —Lucía alzó la vista mirando la mañana a través de la puerta del balcón—. No sé, es que para mí todo es distinto, a veces me despierto agitada creyendo que estoy en La Habana, me parece sentir los muelles de la cama de los vecinos, o la música que ponían los de enfrente a todo volumen, o los gritos de la del primer piso, yo me despierto y salgo al balcón, Roma duerme, y sólo entonces me doy cuenta de que no conozco el nombre de mis vecinos y entonces me falta la ciudad, pero a ti no parece importarte nada.

Lucía se quedó callada y Circe suspiró antes de responder.

—Qué solemne te pones…

Según Circe, cada vez que se hablaba de Cuba existía una tendencia a ser solemnes que a ella llegaba a molestarla, porque la solemnidad no hacía más creíbles las cosas. Una afirmación, para ser cierta, no necesitaba de un rostro serio y compungido o de una mirada lánguida y vidriosa, necesitaba simplemente ser verdad. Si alguien decía, por ejemplo: «Me estoy muriendo», no era el gesto que acompañaba las palabras lo que convertía la afirmación en cierta.

—De cualquier modo, Lucy, a mí sí me importan las cosas, si te interesa saberlo, me importa todo seguramente tanto como a ti. La gente de La Habana no aparece mucho, porque el diario no es de La Habana, así de simple. Yo busco una ciudad y cuando descubro que la ciudad donde estoy no late en la misma frecuencia que yo, entonces tengo que irme.

—¿Y por qué Madrid tampoco era? Al principio parece que te fascinaba, que finalmente había una ciudad que quería hablarte.

Circe sonrió afirmando que en Madrid la esperaba su hijo, aunque eso lo supo después. Los primeros tiempos fueron bastante raros, porque había algo en el ambiente, en el aire que respiraba que la volvía inquieta, llena de presentimientos, como si la voz de la ciudad quisiera hablarle o como si su paso por ella fuera absolutamente necesario. Para Circe ésta era una explicación difícil, dijo, porque hablaba de sensaciones y éstas, al no ser algo tangible, no se podían aferrar. Los árboles, agregó, nunca podrían aclarar por qué pierden hojas en otoño, los gatos no podrían decir por qué les gusta la noche, y ella se sentía en una posición similar, era un animal y sentía, simplemente sentía. Podía ser un manojo de nervios o una piedra, aunque una piedra, lógicamente, nunca podría explicar nada. En Madrid tenía extraños presentimientos que casi llegaron a confundirla y en algún momento pensó que había llegado a su ciudad, pero un presentimiento, dijo, no dejará de ser algo incierto hasta que pueda omitirse el prefijo «pre», y entonces deviene sentimiento. El único modo que ella conocía para omitir el prefijo era salir a buscarlo, propiciar un encuentro, ponerse en condiciones de recibir el maná del cielo para que el viento, entonces, azotara los árboles, en fin, darle la posibilidad de realización a lo que algunos llamaban casualidad.

—Pero la casualidad no existe, Lucy —concluyó sonriendo—. Mi paso por Madrid era necesario porque allí nacería mi hijo, luego de esto ya supe que Madrid no era mi ciudad y entonces nos fuimos.

Lucía asintió y, aunque las explicaciones de su amiga nunca llegaban a convencerla del todo, prefería no insistir. De todas formas Circe, como decía ella misma, tenía una buena estrella. Había cambiado de sitio encontrando siempre gente dispuesta a ayudarla, si nada era casual como le gustaba afirmar, entonces Lucía no lograba entender cómo era posible que en cada situación, en el momento justo de cada cosa, Circe tropezara con la persona adecuada para dar un salto. Ya en los meses anteriores había contado cómo logró legalizar su situación de inmigrante en Madrid. El dueño de la casa donde vivía, que ya para ese entonces Lucía podía identificar como Paco, se había ofrecido para hacerle un contrato como doméstica, pero, luego de un tiempo, resolvieron que el contrato se lo haría su amigo Wasim, el hombre de los bonsáis, visto que Circe realmente trabajaba en su tienda.

El encuentro con Wasim también había tenido algo de mágico, según Lucía. Tiempo atrás, mientras asistía a la poda de ramas del árbol Sai, que para Circe y Ulises era un acontecimiento a celebrar con música e invitados, Lucía había preguntado por Wasim. El niño afirmó que era su mejor amigo y su madre se había deshecho en elogios. Wasim era, según Circe, «el enviado de los dioses». Contó que en los primeros tiempos en Madrid, cuando aún no tenía trabajo, acostumbraba a visitar el parque del Retiro para tirarse encima de la hierba a sentir su olor y meditar. Mientras pasaban los días, su preocupación iba creciendo, porque el dinero que había ganado con la Orquesta Centroamérica disminuía y la situación no parecía normalizarse y, aunque sus compañeros de apartamento prometían ayudarla, ella optó por vivir en un régimen de total austeridad. Una tarde, después de caminar por el parque, cansada y hambrienta porque apenas le quedaban cien pesetas para terminar el día, se sentó frente al estanque y se dedicó a observar a los patos que nadaban serenos, pero tenía tanta hambre que sólo lograba verlos fritos y servidos en una gran bandeja. Esa era la parte de la historia que provocaba que Ulises se muriera de la risa. Circe trató de concentrarse, había leído en algún sitio que el hambre era una ilusión del pensamiento y necesitaba que así fuera. Por tanto, concentrándose, alzó la vista al cielo y posó el pensamiento en una idea fija: «Enviad un poco de maná a esta mujer sin territorio». Y en eso estaba cuando sintió una voz a sus espaldas: «¿Extranjera?». Circe se dio la vuelta y encontró a un hombrecillo que, sonriendo, volvió a hablarle señalando el mapa que ella tenía sobre sus piernas: «Do you need help?». Ella, en realidad, no necesitaba help, más bien necesitaba un trabajo y un buen pan con jamón, pero eso no podía decírselo, así es que le respondió que hablaba español, aunque era extranjera, cubana, aclaró. Él le tendió la mano sonriendo una vez más para exclamar: «¡Encantado, señorita cubana, encantado!». Y cuando Circe se levantó, tuvo que sonreír porque la situación le resultaba muy simpática: el hombre, que luego supo se llamaba Wasim, tendría un metro sesenta de estatura, la tez morena y unos ojos que despedían enormes oleadas de alegría. Dijo que también era extranjero y que amaba, como ella, contemplar a los patos, porque eran un espectáculo «magnifique». Y de ese encuentro, que según Circe había terminado en una invitación a cena muy divertida, nació lo que luego se convertiría en amistad. Lucía había escuchado la historia como quien asiste a un espectáculo, pero sabía que era cierta, porque Circe no necesitaba inventarse el mundo. El mundo estaba siempre allí y ella lo único que hacía era colocarse en posición receptiva o, como le gustaba decir, dejar abierta la posibilidad de realización de las cosas.

—Como quieras, Cir, la casualidad no existe, pero sí existe la buena suerte ¿no? Y tú tienes muy buena suerte.

—¿Yo? —Circe se levantó del piso para sentarse en el sofá—. Yo tengo una buena estrella, Lucy, lo digo siempre. —Sonrió y se echó acurrucándose sobre sí misma—. ¡Qué sueño tengo! Déjame dormir un ratico hasta que Uly se despierte. ¿Sí?

Lucía la observó unos instantes. Tenía suerte Circe, ella podía estar molesta y, sin embargo, no lo estaba, podía quedarse en su cama y, sin embargo, la acompañaría en la sala mientras dormía, podía decirle que nunca más la dejara responsable de su hijo y, sin embargo, no lo haría. Lucía sonrió.

—Oye, ya me dijiste que el de los bonsáis no es el padre de Ulises, pero… ¿Y Gastón?

Circe se acomodó.

—No, Lucy, no, Gastón no —respondió con una voz que mezclaba el cansancio y la burla—. Y para que estés más tranquila te aseguro que Raúl tampoco es el padre, créeme, y ahora déjame un ratico, anda, me bastan unos minutos para recuperar energías, estoy muerta y dentro de poco Uly se despertará y él sí que no cree en cansancios maternos.

Lucía se echó a reír, observando la sonrisa que Circe mantenía con los ojos cerrados.

—Antes de que te duermas, dime una cosa, ¿encontrarte con tu amigo Gastón en Madrid es suerte o casualidad?

—Es coincidencia. —Circe volvió a sonreír—. ¡Buona notte!

—La CCC. Circe: Cinética y Coincidencia. Otro buen título para un gran tratado de física recreativa. —Lucía recostó la cabeza al respaldo y suspiró—. Deberías escribirlo. ¿Sabes? O quizás pueda escribirlo yo, aunque no sé nada de física.

Lucía continuó sus pensamientos en silencio, porque el ruido que hizo Circe simulando un ronquido le hizo comprender que el diálogo había terminado.