LUCÍA cerró el diario y descargó el inodoro. A pesar de ser muy temprano, había perdido el sueño. Regresó a su habitación, poniendo atención en no despertar a Bruno, guardó el cuaderno y se fue a la cocina. Acababa de releer el último pasaje y la frase final continuaba dando vueltas en su cabeza: «Son las doce de la noche y Lucía no ha regresado».

No recordaba exactamente adonde fue a parar aquella tarde después de romper el vaso y bajar las escaleras saltando peldaños de dos en dos. Lo que sí tenía claro era que en algún momento, no muy tarde, había regresado para sentarse a llorar en las escaleras del edificio. Lucía suspiró y comenzó a preparar la cafetera.

Aquel día llegó eufórica al apartamento, porque había logrado vender unos cuantos productos, pero en casa no había nadie. Entonces, sin detenerse en cerrar la puerta, Lucía caminó ansiosa hacia el apartamento vecino, donde esperaba encontrar a su amiga para poder contarle las buenas noticias. Santiago la recibió con su habitual gesto hilarante, tenía una cerveza en la mano y su vestidura se limitaba a un pantalón cortado a la rodilla. Lucía sonrió amablemente antes de entrar en la habitación donde, efectivamente, encontró a Circe, tendida en el sofá y cubierta por un velo que transparentaba su carne. Circe estaba desnuda y sonriente y Lucía no supo qué hacer. Apartó la vista y dándose la vuelta salió para refugiarse en su apartamento, luego de tirar la puerta a sus espaldas. Adentro se sirvió un trago que fue a beber a la ventana. La imagen de Circe la desconcertaba. Volvió a beber y luego de unos minutos la puerta se abrió.

«Lucy, ¿qué pasa?, ¿por qué te fuiste de esa forma?» «No tienes que explicarme nada, Circe, ¿ok? No quiero que me digas nada.» «Pero ¿qué tienes, mujer?» Lucía dio la vuelta brúscamente. «¿Que qué tengo? ¿Qué tengo? Asco, Circe, asco… pero no te preocupes, yo no me meto en lo que no me importa, cada cual hace con su vida lo que le da la gana, ¡con su vida y con su culo!» «Pero ¿de qué estás hablando tú, Lucy? No entiendo.» Lucía volvió a beber y caminó sonriendo irónicamente. «¡Ah! ¿no me entiendes? Claro, qué vas a entender, si no hablo enredado como el oráculo ese con el que ustedes comen tanta mierda, que si las monedas, que si las líneas mutables, que si las imágenes, mira Circe, ya te dije que no me meto en lo que no me importa, pero hubiera preferido que, en lugar de estarte inventando tanto cuento y tanta bobería, dijeras la verdad, somos amigas ¿no?» «Será que se me atrofiaron los sentidos, pero sigo sin entender y baja la voz, por favor, cálmate un poco.» «Hablo como me dé la gana, coño, si ustedes se acuestan a mí no me importa, pero no me lo tienen que poner en las narices, hice el ridículo entrando en esa casa, ¿querían invitarme o qué? Sí, porque el viejo ese tiene cara de pastelero, pero yo no, ¿me oíste? ¡Yo no!» «Lucy no grites, por favor, me pones nerviosa.» «¡Te pongo nerviosa una mierda!, cojones…» El vaso resbaló dentro de su mano y ella dio un brinco para evitar el golpe contra los pies antes de continuar: «Mira, coño, si yo lo que tengo que hacer es largarme para no molestar». Circe pegó la espalda contra la cocina para liberar el paso hasta la puerta. «Estás interpretando mal las cosas, Lucy, estás interpretando mal las cosas.» Pero Lucía no quiso escucharla, alcanzó la salida y se perdió escaleras abajo.

El borboteo del café anunció que estaba listo. Lucía sirvió abundantemente y se fue a la sala donde puso un viejo casete antes de acomodarse en el sofá. La música llegaba muy bajito: alguma coisa acontece no meu coraqao… Estúpida, pensó, a veces lo que sucede no es un problema, el problema es el modo que tenemos de interpretar lo sucedido. Según recordaba, después de su regreso aquella noche, en una breve conversación con Circe, ambas decidieron no volver a hablar del tema. Tampoco Santiago hizo comentarios y siguió tratándola como de costumbre, así que el incidente no trajo grandes consecuencias, aunque Lucía nunca quedó convencida con la historia de las fotografías artísticas, pero eso ¿qué importaba? Lucía terminó el café y encendió un cigarro. A distancia de años todo resultaba ridículo. Circe posando para unas fotografías que, según contó, nunca llegaron a existir, o la presencia de Santiago descalzo, con el pecho descubierto y sonriente, como de costumbre, mientras Lucía, permanecía recelosa, irascible. ¿Por qué? Brasil era el país de la batucada y la caipirinha, de la feijoada y el carnaval, pero también y, sobre todo, para Lucía se convirtió en el sitio oscuro donde su frustración se hizo más palpable, mientras contaba cruzeiros o recorría las calles con el catálogo de productos que llegó a detestar.

Bye bye Brasil… El casete se lo regaló Circe un tiempo antes de marcharse, era un variado, seguramente producto de la discoteca de Santiago. Hacía tiempo que no lo escuchaba, pero visto que todos dormían y su cabeza estaba del lado de allá del mar, era un buen momento para hacerlo. No, São Paulo no era un sitio oscuro, la oscuridad nunca es más persistente que nuestros propios miedos. En noches anteriores, Lucía había desempolvado sus viejas fotografías para mostrarlas a Circe y se vio nuevamente en el Ibirapuera y en el Memorial Latinoamericano y con Sonia y bailando en el apartamento con los audífonos de la Walkman puestos en las orejas y con Elis y Rey, tan simpáticos, y hasta encontró en un viejo estuche el cuarzo que ellos le dieron y que usó por mucho tiempo. Al único que no tenía en los retratos era a Santiago, a pesar de que la mayoría de las fotos habían sido hechas con la cámara que él le regaló. El colombiano sólo tenía rostro en el diario, porque tampoco aparecía en las pocas fotos que guardaba Circe. En general, Circe conservaba muy pocas cosas. De La Habana, los libros de Virgilio Piñera y Rubén Martínez Villena; de Brasil, algunos casetes de música, unas piedras pequeñas y el retrato que le hizo Santiago. Aparte de eso, tenía una mascarilla mexicana, música, otros libros, las horas de todas partes y la Bitácora, sin olvidar al bonsái, aunque éste era, tanto para Circe como para el niño, Sai, el tercer miembro de la familia.

Comenqar de nuovo… Según Circe, conservar era de algún modo detenerse y cargarse de objetos servía únicamente para contribuir al crecimiento y desarrollo de las cucarachas. Lucía se moría de la risa. No imaginaba adonde iría a parar Circe con tantas teorías, aunque de algún modo la envidiaba. Quizás ese obstinado afán de no ceder en sus convicciones era lo que la mantenía viva y sonriente; porque Lucía ¿adonde iba? Según el diario ella había ido sustituyendo sueños, uno tras otro y ahora ¿dónde estaba? No sabía y tampoco quería saberlo, simplemente no le importaba, y no serían un montón de palabras escritas en viejos cuadernos las que le provocaran más desasosiego del que la acompañaba siempre. No. Lucía estaba bien, era lo que era y así estaba feliz, de nada valía vivir empecinada en ideas absurdas como su amiga; porque Circe tampoco había llegado a ninguna parte. Vagaba y vagaba, siempre buscando sin encontrar, a pesar de su sonrisa y su particular manera de relacionarse con el mundo y definirlo. El día anterior, por ejemplo, cuando Lucía le había preguntado su parecer sobre Roma, Circe había hecho una mueca: «Es una ciudad entristecida, gorda, vieja y llena de recuerdos, como serás tú dentro de treinta años. ¡Ja!». Eso dijo. Sin duda Circe tenía un modo peculiar de parangonar las cosas.

—Chega de saudade a realidade… ¿Madrugamos?

Lucía incorporó la cabeza al escuchar la voz de Circe que, desde la puerta, la miraba.

—Buenos días, el café ya está hecho —respondió Lucía.

Circe hizo un gesto gracioso con la boca y fue a sentarse junto a ella. Era muy temprano para beber café, afirmó, la cafeína era una sustancia tóxica y el cuerpo necesitaba elementos puros para incorporarse luego del reposo. Respiró profundamente y sonrió.

—Son las siete de la mañana de un domingo y andas escuchando añejas musiquillas. ¿Puedo saber qué secretos pensamientos atraviesan esa cabecita, querida Lucía?

—No hay nada de secreto, Cir, estoy leyendo tu diario y eso me hace recordar.

—Mmm, recordar es volver a vivir… y volver implica regresar, o sea, ir al punto de partida, de lo que podemos inferir una ruptura en la progresión, tú no tienes el don de la ubicuidad ¿no es cierto? Entonces, sin dudas, el proceso se detiene, o avanza en sentido inverso, que es peor. Como aquello que recuerdas ha terminado, no puedes modificarlo ¿o usas alguna especie de máquina del tiempo? No creo, por tanto te pierdes la posibilidad de transformar o al menos influir en lo que sucederá a continuación, de esto pode…

—¡Circe! ¡Por Dios, acabo de despertar! ¡Coño, dime dónde tienes el botón para apagarte!

Lucía se levantó perturbada y echó a andar hacia la cocina, para servirse otro café. Circe la siguió.

—Ok, ok, me callo, ya no es tan temprano, son las siete y veintitrés minutos, una buena hora para comenzar a intoxicarse. ¿Me sirves un café?

De regreso a la sala, Circe bebía a sorbos, callada, pero siguiendo con el rabillo del ojo a Lucía que bebió despacio, recostó la cabeza en el respaldo del sofá y suspiró.

—Quiero decirte una cosa, Circe, pero sin comentarios, no comment, como dicen aquí. Tú eres mi mejor amiga y, aunque tu diario me está matando, quiero pedirte disculpas por lo que me toca. ¿Ok? —Hizo una pausa, y Circe asintió con la cabeza mientras colocaba la taza vacía encima de la mesa. Lucía sonrió—. Tú tienes razón, a veces es inútil hablar del pasado, por eso ahora sólo hablaré del futuro. Ayer, cuando te pregunté sobre Roma fuiste evasiva, pero quiero que me digas sinceramente ¿qué hay con tu imagen primaria? ¿Crees que Roma pueda ser tu ciudad?

Circe recogió los pies encima del sofá y preguntó si ya podía hablar. Ante la anuencia de Lucía, respondió que Roma era una ciudad grandiosa, aunque todavía su impresión era somera, porque ella andaba de simple turista.

—Y las ciudades, Lucy, hay que vivirlas, hay que ensuciarse, joderse, mezclarse, recibir picotazos, desnudarse.

Lucía la interrumpió con una carcajada y se puso de pie. Desde la grabadora Cazuza cantaba y ella con gestos interpretativos dirigidos a Circe, lo acompañó: Faz parte do meu show, faz parte do meu show, meu amor… Circe la observó sonriendo para luego levantarse, dar unos pasos y salir a recostarse al balcón. Del lado de allá estaba la plaza Crati donde los comerciantes montaban el mercado del domingo. Roma, dijo, era sencillamente hermosa y a ciertas horas era mágica, al amanecer, por ejemplo, cuando apenas había gente, se sentía una especie de céfiro, una transparencia que acariciaba las calles por donde horas después sonarían los claxon y las palabras sobrepuestas armarían el bullicio y la prisa y el ansia comenzarían a circular por las tuberías y arterias principales.

—Ayer dijiste que era una vieja gorda, y quizás tengas razón, Roma es una gran señora…

Lucía se apoyó a la baranda y Circe sonrió recostándose sobre los codos para darle la espalda a la plaza. Dijo que las personas muy sensibles eran capaces de captar los estados anímicos que se trasmitían en el aire. Las ciudades gritaban un pensamiento colectivo y tratándose de ondas que vagan y se expanden, las más fuertes absorbían a las débiles, de ahí salía una resultante que vendría a ser, llevado a términos numéricos, un coeficiente del estado medio. Claro que la percepción dependía de la condición en que se encontraba la persona, algo así como el I-Ching que Lucía tanto criticaba. El oráculo daba la respuesta para un justo instante, ni antes ni después. La ciudad gritaba y la claridad de su voz dependía de la disposición de la persona para escuchar. En esos momentos, la percepción de Circe estaba influenciada por el encuentro con Lucía, que involuntariamente pasaba a ser el centro de esa nueva escala, por eso las señales de la ciudad llegaban de algún modo contaminadas.

—¡Dios mío, Cir! Las ocho de la mañana y las ondas y los coeficientes y la ciudad que grita… ¿Sabes que a veces puedes ser insoportable? —Lucía sonrió brindándole un cigarro—. ¿Puedo hacerte otra pregunta? Siempre sobre el futuro, lógicamente.

Circe la miró de soslayo y haciendo una pantomima graciosa con el cigarro en sus labios, asintió con la cabeza.

—¿Tú crees que a Ulises le importa algo de todo esto?

Circe encendió el cigarro. Aspiró y luego de soltar el humo reiteró que por el momento eran un equipo y tendrían que seguir juntos hasta que él pudiera valerse por sí mismo.

—¡Ya! —respondió Lucía—. Entonces tú determinas, por ejemplo, que crezca sin padre y sin otro punto de referencia que no seas tú. ¿Te has fijado cómo se acercó a Bruno? Se están haciendo amigos, ¿no?

Según Circe, su hijo tenía facilidades para hacer nuevos amigos, porque era curioso, sociable e independiente, por tanto que conversara con Bruno era un buen signo. En cuanto al padre, sonrió afirmando que Ulises no era hijo ni del Espíritu Santo ni de un marciano, él tenía padre y aunque sus vidas siguieran cursos distintos, el niño conocía su existencia.

—Quizás lo que te preocupa no es Ulises, sino el acercamiento de Bruno —concluyó Circe.

—¿Bruno? Él está acostumbrado a tratar con niños, porque tiene dos sobrinos chiquitos que adora. ¿Por qué tendría que preocuparme él?

—¡Ah! No sé, tú sabrás, pero me parece que para ti los niños siguen siendo extraterrestres, mientras que para Bruno no es así.

Circe terminó sus palabras con una sonrisa burlona. Cuando vivían juntas, Lucía solía protestar cada vez que escuchaba el llanto de un bebé o las veces que su amiga se detenía en la calle para sonreír o hacerle muecas a un niño. Decía que éstos eran grilletes invisibles, porque mientras crecían iban ocupando el lugar de los padres hasta convertirse en el centro que anulaba a todos. Claro que, según ella, no los detestaba, simplemente los prefería de lejos y si de veras tenía que escoger, entonces optaba por los niños más grandes, mayores de treinta, por ejemplo.

—Estábamos hablando de ti —dijo Lucía.

—Estábamos hablando del rey de Roma… —respondió Circe fijando la mirada en la puerta por donde Ulises acababa de asomar la cabeza.

El niño estaba en pijama, llamando a la madre con una seña de la mano, mientras apretaba las piernas en una postura que sugería urgencias. Circe se acercó para agacharse a su lado y, mientras escuchaba las palabras susurradas a su oído, comenzó a sonreír llamando a Lucía. Lo que hizo gracia a las dos mujeres era que el niño se había levantado con mucha prisa y sin preocuparse por tocar, había empujado la puerta del baño, donde encontró a Bruno de espaldas, orinando. Según Lucía, su marido aún estaba medio dormido, pero para evitar males mayores, afirmó, le recordaría cerrar con llave la próxima vez.

—Ahora, vamos a apurarlo un poco. ¿Me sigues? —dijo Lucía mirando a Ulises con un gesto de complicidad, mientras le brindaba su mano.

Circe sonrió viéndolos alejarse, Lucía y el niño, tomados de la mano.

ϒ

Hacía unos meses que Bruno había comenzado a correr los domingos en Villa Ada. Esto, según él, formaba parte de un plan para relajar tensiones, mantener la forma y dejar de fumar. Al principio, Lucía lo había acompañado, pero terminó anteponiendo sus ganas de dormir un rato más y optando por el gimnasio dos tardes por semana. Esa mañana, sin embargo, después de desayunar, acordaron irse juntos: Bruno a sus ejercicios y los otros de paseo.

Villa Ada los domingos, como casi todas la villas de la ciudad, estaba llena de gente, paseadores de perros, deportistas, niños dando sus primeros pasos, lectores solitarios, parejas románticas a la orilla del lago. Vivir cerca de allí era como tener un gran patio donde refugiarse para respirar. Lucía tomó el sendero que bordea el agua acompañada por Circe, que no perdía de vista el movimiento de Ulises, quien, unos pasos más adelante, caminaba molesto, porque no lo habían dejado ir detrás de Bruno y no le quedaba más remedio que ver al hombre alejarse con su rítmico paso hasta perderlo entre la gente.

Bruno corría. Cuando había empezado a hacerlo, le faltaba la respiración y sentía como si su caja torácica quisiera estallar. A pocos minutos de comenzada la carrera debía detenerse sin poder evitar el temblor en todo el cuerpo y una terrible sensación de asfixia; sin embargo, con el tiempo, piernas y pulmones habían logrado armonizarse y correr se había convertido en una costumbre placentera. Era el modo ideal para liberar las tensiones que imponía la vida cotidiana, aunque tenía que reconocer que, lejos de lo que imaginó al inicio, durante todo el mes que los huéspedes llevaban en casa su rutina se había relajado. Él y Lucía trabajaban durante la jornada y, después de cenar, su mujer se retiraba a conversar con Circe, de modo que él podía dedicarse a leer, navegar por Internet o ver una película de ciencia-ficción de esas que a Lucía no le gustaban. Si bien esto era apenas el comienzo, porque sabía que Circe pretendía pasar una larga temporada en Roma, Bruno no se sentía molesto. La situación podía resultar particular, pero era a la vez cómoda y hasta necesaria. Circe había llegado en el momento oportuno, porque aunque le doliera aceptarlo, Lucía y él necesitaban un alejamiento. Después de la gran crisis de los meses anteriores, las cosas no habían vuelto a ser como antes y ellos comenzaron a vivir en dos planetas distintos. En esos momentos, su casa era como el universo donde los astros giraban, Bruno era la tierra, Circe, Marte, y Lucía, el sol en torno al cual todos se movían. Ulises era la navecilla espacial tripulada por un capitán alegre y curioso. Bruno se echó a reír con la imagen que acababa de inventarse, mientras devolvía de una patada la pelota que un niño había dejado escapar. Por el momento, las cosas no marchaban tan mal como temió cuando vio aparecer a Circe con su hijo, aunque esa mujer le seguía pareciendo rara. Había algo en ella que lo sorprendía, y no sabía exactamente si era su modo de hablar o esa mirada perdida que tenía a veces. De cualquier modo y, a pesar de sus escasas empatias, Bruno trataba de ser amable, al punto de haberse ofrecido para ayudar a Circe a buscar trabajo y esperaba que esa forma de proceder fuera advertida por Lucía, porque Bruno no quería convertirse en un problema, todo lo contrario. La distancia entre la pareja, según él, debía conducir a un acercamiento, y sabía que cualquier palabra mal dicha podía herir la sensibilidad de su mujer. Cuando, por ejemplo, Bruno preguntó a Lucía por el padre de Ulises, comentando aquello que había dicho el niño sobre el color de la camisa de su padre, Lucía asumió una postura rígida. Respondió que no sabía nada, los niños tenían un modo peculiar de exponer las cosas y, además, eso no era asunto de ellos. Bruno prefirió sonreír y darle la razón, lo suyo, afirmó, era simple curiosidad, sólo eso. Cambió de conversación y no volvió a tocar más el tema, que por otra parte, le interesaba muy poco.

Bruno esquivó un perro y continuó la marcha. Lo que, por el contrario, sí llamaba su atención era la relación entre las dos mujeres. En esos momentos en que podía contemplar a Lucía desde cierta distancia, creía descubrir a otra persona. No era la Lucía de casa, ni la Lucía en italiano, ni siquiera la Lucía entre cubanos. Cuando empezaron a frecuentar cubanos Bruno había tenido una sensación de extrañeza. Su mujer hablaba en español usando códigos para él desconocidos, referencias, bromas, juegos de palabras pero, incluso a todo eso ya se había acostumbrado. Con Circe, sin embargo, ocurría algo distinto. No era sólo la cofradía de la lengua o que compartieran territorios y recuerdos, sino que Lucía reía y hasta se movía de manera diferente. Era un cambio muy sutil, casi imperceptible, pero que, después de años de convivencia, él era capaz de adivinar.

Bruno terminó su recorrido y respirando profundamente comenzó a andar en dirección al lago donde había quedado en encontrarse con las mujeres. En domingos normales, acostumbraba a tenderse sobre la hierba para leer el periódico y, de regreso a casa, se detenía en el bar a tomar un capuchino y fumar el primer cigarro, pero ese domingo, había prometido a Ulises jugar con la pelota cuando terminara la gimnasia. Si bien no estaba en sus planes, Bruno tenía que reconocer que la presencia del niño le gustaba. Era como si de repente la vida hubiera decidido colocar dos piezas necesarias, por ausentes, en el mecanismo casi oxidado de la pareja: a Lucía la habían recompensado con una vieja amiga, a Bruno con un niño.

Cuando Ulises descubrió la figura del hombre echó a correr hasta alcanzarlo. Bruno lo cargó y, entre risas, hizo piruetas con su cuerpo para finalmente sentarlo encima de sus hombros y continuar la marcha hacia las mujeres, que esperaban sentadas sobre la hierba. Al llegar, Circe hizo un guiño de ojo a su hijo. Lucía sonrió mirando a su marido. Bruno tomó el cuerpo del niño y simulando un avión lo hizo descender despacio hasta llegar al piso. Propuso, entonces, ir a beber un refresco antes del juego y apenas Circe dio su autorización, Ulises dio un salto de alegría, agarró la mano de Bruno y llevándoselo a rastras, dijo adiós.

—Tienes razón, Lucy, parece que se llevan bien —afirmó Circe recostándose sobre de la hierba—. Se está bien aquí, este lugar me gusta.

Lucía sonrió. Villa Ada era un sitio formidable, dijo, a ella le gustaba tanto en invierno como en verano, porque le encantaba el olor de los árboles y ver cómo cambiaban de color con las estaciones. Contó que en verano hacían un festival de música y ella había visto conciertos de artistas de todo el mundo, en medio de esa atmósfera sugestiva que creaban los árboles y las luces. Roma en verano era una ciudad de sueños, agregó, en cada villa y cada plaza había un festival distinto.

—El único problema es «l'imbarazzo della scelta», o sea, que tienes tantas opciones que no sabes adonde ir, pero aquí en Villa Ada «Roma encuentra al mundo» y yo he visto cada concierto, Circe, que te mueres.

—La música, los conciertos, ¡qué maravilla! —respondió Circe—. Yo también di conciertos, una vez canté en un grupo y fue una experiencia muy interesante.

Lucía la miró sorprendida.

—¿Cantaste en un grupo? ¿Y desde cuándo tú cantas, Cir?

—Canto desde… bueno, canté cuando me hizo falta, uno aprende a hacer las cosas haciéndolas, ¿no? Eso fue en México y en Madrid, y te vas a morir de la risa, Lucy, pero canté salsa, bolero y hasta rancheras mexicanas. —Circe sonrió—. Creo que no me salió tan mal, pero esa historia te la hago en otro momento, ahora estoy aquí y me gusta.

Lucía la miró aún incrédula, que Circe cantara era una verdadera noticia, pero era inútil continuar preguntando, porque su amiga acababa de cerrar los ojos y respiraba profundamente. Lucía colocó su bolso para que sirviera de almohada y se tiró sobre la hierba.

—¿Qué tal si hacemos un juego, Cir?

—¿Un juego?

—Sí —Lucía sonrió cerrando los ojos—, el juego de las asociaciones.

Circe suspiró y, sin abrir los párpados, preguntó quién comenzaba.

—Una música —dijo Lucía.

—Chotis de Madrid, Agustín Lara —contestó Circe.

—Al final de este viaje, Silvio Rodríguez.

—Un lugar —dijo Circe.

—El Vedado, La Habana —respondió Lucía.

—Lavapiés, Madrid.

—Un verbo —continuó Lucía.

—Encontrar —dijo Circe.

—Entender —respondió Lucía y siguieron jugando hasta el regreso de Ulises y Bruno.