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LISES caminaba
dando salticos de la mano de Bruno mientras se dirigían a comprar
el vino. Era 27 de diciembre y, aunque la fecha no tenía un
significado especial, en casa había fiesta, cosa que alegraba al
niño porque, además, conocería a los sobrinos de Bruno. Lucía había
pasado el día de Navidad en casa de los suegros, como de costumbre,
pero a pesar de su insistencia y de la invitación de Bruno, Circe
prefirió quedarse en casa. «La Navidad es para la familia —dijo—,
ya inventaremos otra fiesta.» Fue por eso que Lucía había
organizado una cena donde vendrían su cuñado Elio, con la mujer,
Roberta, y los dos niños, además del amigo Raúl. Y, por ser día
especial, había propuesto un menú cubano donde, a sugerencia de
Bruno y con la anuencia de Circe, aceptó la participación
«extraordinaria» del buen vino italiano.
En la mañana, Circe y Lucía salieron con el niño en busca de frijoles, arroz y demás ingredientes. Ulises llevaba todo el día emocionado por su inminente encuentro con los niños, así que no dejaba de preguntar por ellos, cómo se llamaban, cuántos años tenían, a qué hora estarían en casa. Lucía respondía atentamente, aunque no eran sus sobrinos lo que la entusiasmaba, sino tener invitados y ser la anfitriona de la noche, cosa que no ocurría desde hacía más de un año. Lucía no tenía muchos amigos, «pocos, pero buenos», afirmaba, en su mayoría latinoamericanos, conocidos algunos en la escuela de italiano y aparecidos otros aquí o allá, y con quienes solía reunirse esporádicamente en casa, en sus «fiestas en español»; pero, después de las Navidades anteriores, cuando sus relaciones con Bruno habían entrado en lo que ella denominaba «el túnel oscuro», Lucía no tuvo ganas de seguir organizando fiestas y así, poco a poco, la vida social en el apartamento había desaparecido. Esa noche, sin embargo, aunque no se tratara de una «fiesta en español», Lucía recibiría invitados y cocinaría para ellos, motivo suficiente para estar de muy buen humor.
Luego de la compra de comestibles, tomaron un autobús hasta Plaza Venezia, en busca de la tienda de música en la que compraron el regalo para Raúl. Acababa de salir al mercado el disco Buena vista social club y Elio, el cuñado de Lucía, se lo había regalado en Navidad. Luego de varias audiciones, Lucía y Circe estuvieron de acuerdo en que sería un buen regalo para el amigo cubano.
De allí y debido a la insistencia de Ulises, tomaron Via del Corso en dirección a la Fontana de Trevi. De los múltiples lugares que había visto Ulises, uno de los que más le había gustado era ése y como era un día especial, «nuestras Navidades privadas», decía Circe, entonces bien valía la pena dar el paseo. Compraron pizzas y refrescos y se fueron a la fuente, que, como de costumbre, estaba llena de turistas y vendedores de baratijas. Apenas terminaron de comer, la madre y el niño se levantaron de las escaleras. Lucía los vio caminar hasta la fuente, ponerse de espaldas al agua, cerrar los ojos sonriendo y, mientras lanzaban sus monedas, les tiró una fotografía. En casa también tenía una foto de sí misma, en el mismo lugar, con el mismo gesto, la primera vez, cuando seguramente se imaginaba Anita Ekberg en la Dolce Vita seducida por Mastroianni y por el encanto del agua; pero eso había ocurrido tiempo atrás y ella había tirado cruzeiros. Después ya no tiró nada, la fuente siguió estando en el mismo sitio, pero, de no ser por Circe, seguramente Lucía no habría vuelto al ritual de las monedas. «Cosa de turistas», pensaba. Sólo que Lucía no era turista, sino extranjera y, según decía la Bitácora, ambas palabras representaban conceptos muy distintos. Circe se había sentido extranjera en México; sin embargo, se proclamaba ciudadana del mundo, navegante en busca de Itaca; Lucía, por el contrario era y seguiría siendo una extranjera aunque su pasaporte dijera lo contrario, en São Paulo, Roma o La Habana, ella siempre se sentiría fuera de lugar.
—¿Quiere decir que voy otra vez a Roma?
Lucía se había quedado pensando y no se percató de la cercanía de Ulises hasta que escuchó su voz. Acarició la cabeza del niño afirmando que sí, si tiraba la moneda volvería a Roma.
—¿Y no hay otra fuente para ir otra vez a Parí?
—¿A París, Ulises? ¿Quieres regresar a París?
—Sí. No, que se me olvidó una cosa en casa de Cari.
Lucía incorporó la cabeza buscando a Circe hasta que la descubrió a lo lejos bebiendo de la fuentecilla. Entonces, dejó que el niño se acomodara de espaldas entre sus piernas y lo abrazó para preguntar por Cari. Según él era una amiga, su mamá decía que era una señora, pero a él le parecía una vieja. Su mamá limpiaba la casa, mientras Cari hablaba con él, comían dulces y le enseñaba libritos con fotos de «Sugrillo».
—¿Su grillo?
—Sí, ¿tú no lo conoces? Está en todos los libritos; dice mi mamá que todo el mundo lo conoce, a lo mejor aquí no lo conocen.
Agregó que Cari le había regalado una postal con «Sugrillo», pero él había olvidado llevársela, por eso quería regresar a París. Terminó con un suspiro y Lucía no supo qué comentar. Con el niño se sentía un poco incómoda, nunca sabía bien qué hacer o qué decir, aunque por momentos le venían ganas de preguntarle muchas cosas.
—¿Y tienes otros amigos?
El niño dio la vuelta para sentarse junto a ella. Se acomodó el bombín que insistía en llevar cada vez que salía y respondió que sí, él tenía muchos amigos y su mamá también.
—¿Y conoces a Carlos? Un venezolano.
Ulises se quedó pensativo, antes de concluir que no, él no tenía ningún amigo llamado Carlos y su mamá tampoco. Entonces puso una mano sobre la pierna de Lucía y sonriendo volvió a preguntar el nombre de los sobrinos de Bruno.
—Marco y Gabriela.
—¿Y tú no tienes un niñito? —Lucía sonrió moviendo la cabeza en señal negativa y sin dejar tiempo para más Ulises continuó—: ¿Y por qué?
Ella repitió la pregunta alzando la vista para localizar a Circe y pedirle, con un gesto del brazo, que se acercara. No tenía un niño, contestó, porque aún no era el momento de hacerlo, tanto Bruno como ella trabajaban mucho y pensaban que era mejor esperar.
—¿Esperar qué?
La insistencia de Ulises llegó a molestarla. Con un adulto bastaba sugerir que no se metiera en lo que no le importaba, pero con los niños imaginaba que debía ser diferente. Circe caminaba hacia ellos y Lucía suspiró.
—Esperar… —intentó responder—, esperar que las cosas me vayan mejor en el trabajo. Esperar a tener un apartamento más grande con mucho espacio para el niño. Esperar a que Bruno tenga más vacaciones para irnos juntos los tres. Esperar… —Lucía se quedó callada antes de continuar—: simplemente esperar, Ulises, la vida consiste en esperar. Por ahí viene tu madre. ¿Vamos?
A Ulises la respuesta no pareció convencerlo mucho, aunque tampoco se mostró interesado en seguir conversando. Después de salir de la fuente, volvieron a Plaza Venezia y de allí a casa, donde los esperaba Bruno. El resto de la tarde, Ulises no cesó de hacer preguntas y planes para la llegada de los niños, e incluso, cuando Bruno lo invitó a acompañarlo a buscar el vino, él propuso comprar, además, dulces y chocolates para los invitados. Circe le puso la bufanda antes de salir y desde la puerta lo observó tiernamente, hasta que el ascensor cerró llevándose a su hijo de la mano de Bruno.
Cuando se fueron ya Lucía estaba en la cocina terminando de adobar la carne. En la olla se ablandaban los frijoles, y en la mesa esperaban ajos, cebollas, plátanos, yucas y arroz. Circe la veía moverse de un lado a otro con el delantal a la cintura y le resultó graciosa. Lucía parecía muy emocionada, comentó, tanto como Ulises. La otra sonrió poniendo dos cuchillos encima de la mesa, antes de sentarse señalando los plátanos con un gesto sugerente. Estaba emocionada, sí, porque le gustaba tener invitados y no sólo a su cuñado y familia, sino también a los amigos. Esa noche comerían, escucharían música y armarían la fiesta, dijo, porque era fin de año.
—Es que como ves, Cir, nosotros salimos poco, Bruno es un tipo bastante «recogido», le das un libro policíaco y una película y puede prescindir del resto de la humanidad, claro, cuando le conviene, porque él bien que sabe encontrar amigos fácilmente, pero esa es otra historia, ahora que tú estás aquí es una buena ocasión para organizar cosas, hoy tenemos cena y un día de estos armaré una fiesta con mis amigos, aunque luego Bruno diga que mis fiestas son de la «nostalgia nazionale», no importa, a él es mejor no hacerle mucho caso.
Circe observó atentamente cada gesto de Lucía mientras hablaba y se le antojó que en su voz había algo de resentimiento.
—¿Estás segura de que tu relación con Bruno va bien Lucy? No sé, te veo siempre como a la defensiva y Bruno me parece un tipo formidable, al principio un poco huraño porque no nos conocía, pero ahora es encantador.
—Sí, es encantador, pero creo que tiene la piel demasiado blanca para tu gusto. —Lucía sonrió con una mezcla de ironía e impertinencia, a la que Circe respondió alzando las cejas y arrugando la boca en un gesto cómico—. Era una broma, Cir, no te lo tomes en serio. Bruno es un tipo bueno, tienes razón, aunque no es tan santo como parece.
Aunque a Circe la broma no le pareció muy simpática, sonrió comentando que los santos estaban en el cielo y prefirió no agregar nada más. Lucía terminó de pelar sus plátanos y se levantó para lavarse las manos, afirmando que de cualquier modo a ellos les iba bien, con altas y bajas como todas las parejas, pero mayormente bien.
—Es que la vida en pareja es muy complicada, Cir, créeme, las relaciones humanas no son fáciles y hablando de relaciones, ¿puedo hacerte una pregunta? —Hizo una pausa recostándose al fregadero y luego de recibir la anuencia, continuó—: ¿El venezolano es el padre de Ulises?
Circe se echó a reír. La mayoría de las veces que Lucía quería preguntarle algo, esperaba a estar en la cocina, era como el confesionario, como si el aroma de los alimentos o el hecho de estar en contacto con ellos le proporcionara las palabras necesarias o, mucho más sencillo: como si el acto elemental de la comida dotara a sus preguntas de una naturalidad que Lucía no creía poseer. ¿Cuántas cebollas hacen falta?, o ¿quién es el padre de Ulises?, podía ser lo mismo. La cocina era, sin dudas, un lugar mágico. Circe pronunció tres veces el nombre de Carlos mientras comenzaba a cortar los plátanos en trozos pequeños. Dijo que era un hombre de colores fantásticos y muy divertido, pero que nada tenía que ver con su hijo. El padre de Ulises era otra cosa, agregó, pero para conocerlo tendría que seguir leyendo, porque, como bien decía Lucía, las relaciones humanas eran siempre muy complicadas.
—¿Y Andrés? Nunca me hablaste de Andrés, Circe.
—Estás tirando tiros: bang, bang, bang. Andrés es un viejo amigo.
¿Cuántos ajos hacen falta?, o ¿quién es el padre de Ulises?, podía ser lo mismo. Lucía abrió el estante de donde sacó la sartén, y Circe continuó con los plátanos mientras contaba que había sido novia de Andrés en La Habana, mucho antes de irse a Brasil. Él estudiaba en el Instituto Superior de Arte, tenía el pelo largo y unas ganas locas de irse del país. Su padre, que vivía en los Estados Unidos, le mandaba dinero y gracias a algunos amigos consiguió que Andrés llegara a México. A pesar de las distancias y, justamente por ellas, unos meses después de estar en el DF, Andrés comenzó a escribirle a Circe, aunque con el tiempo la correspondencia fue mermando y solamente quedaron las esporádicas llamadas telefónicas que un Andrés, eufórico por el alcohol y nostálgico como consecuencia, hacía a su vieja amiga. Cuando Circe llegó a São Paulo la comunicación se transformó en postales que viajaban de ambos lados, cosa que les permitió mantenerse en contacto, hasta que ella decidió escribirle para irse a México.
—Un querido amigo, Lucy, que me ayudó en lo que pudo, me brindó su casa y eso es grandioso. Antes de que se acabe el año le enviaré una postal —concluyó apoyando el cuchillo en la mesa en señal de «trabajo terminado»—. ¿Ahora puedo preguntar algo yo?
—¿Qué? —dijo Lucía con recelo.
—¿Quieres que vaya cortando cebollas?
Circe terminó su pregunta con un gesto burlón y Lucía se echó a reír, diciendo que sí. Tomó los plátanos de la mesa y echó el aceite en la sartén que puso en la candela para la primera cocción de los tostones.
—Ya sé, ya sé, siempre estoy preguntando, soy una chismosa, lo reconozco, pero no tiraré más tiros, ¿ok? Sé que la polaca no es el padre de Ulises, pero ¿le escribes también a ella?
Circe había perdido el contacto con Elzbieta, alguna vez supo por Andrés que se había mudado del apartamento, pero, luego de eso, hasta él mismo le había perdido el rastro. De cualquier modo, agregó Circe, estaba segura de que, donde fuera, Elzbieta continuaba buscando a su Ramón.
—Sí, como tú a tu ciudad —dijo Lucía haciendo una mueca—. Madre mía, Cir, qué violento me parece el DF, ¿a ti no te asaltaron como a ella, no?
—No, a mí no —respondió Circe cortando una cebolla—. El DF es violento, aunque tiene un encanto seductor que no sabría explicarte, pero no es mi ciudad, Lucy, ahí encontré, eso sí, buenos amigos.
—Circe y sus amigos… y hablando de amigos, ¿chica, quién es Cari? Hoy Ulises me dijo que era una amiga suya.
—Mi dama de trenzas rubias… —Circe sonrió haciendo una pausa.
La Cari de Ulises en realidad se llamaba Karin, dijo, y era la señora para quien trabajaba en París, una alemana que se obstinaba en hablar solamente en su lengua natal. Un encanto de persona, muy sensible y muy frágil, agregó Circe antes de quedarse callada y apartar la cebolla que comenzaba a provocar cierto escozor en sus ojos. Lucía estaba de espaldas ocupada con los plátanos y no pudo ver su rostro, no tuvo entonces necesidad de interpretar su silencio y continuó hablando.
—¿Y qué me dices de «Sugrillo»?
Circe reaccionó poniéndose de pie.
—Sugrillo…
No existía tal denominación, era un código personal, la transformación de un nombre ante la incapacidad de pronunciarlo. Karin, la alemana, solía mostrarle a Ulises sus libros de arte, con fotografías de cuadros famosos y así él descubrió que había un personaje al que casi todos habían dedicado una obra: «Jesús Cristo». Un estudio etimológico nada complicado llevaba a la conclusión de que «Jesús» había sido sustituido por «Su», y «Cristo», visto que la palabra en sí no significaba nada para el niño, había pasado a ser «Grillo». De ahí el nacimiento de «Sugrillo».
—Sugrillo, ¿no? —Lucía soltó una carcajada—. Ya verá Ulises cuánto es conocido su Sugrillo aquí en Roma.
Cuando Elio, Roberta y los niños llegaron a casa, ya solamente quedaban por preparar los últimos detalles. Ulises esperaba impaciente sentado delante del televisor y apenas vio entrar a los niños se puso de pie. Bruno hizo las presentaciones e invitó a todos a un aperitivo. Sus sobrinos Marco, de cinco años, y Gabriela, de cuatro, se sentaron silenciosos cerca de sus padres, mientras observaban a Ulises que, también junto a su madre, los espiaba debajo del bombín. Raúl llegó una media hora después con una botella de Havana Club, una sonrisa de oreja a oreja y la disculpa por el retraso. Luego de un rato, Lucía y Circe se retiraron a la cocina para ultimar la cena, acompañadas por Roberta, quien tenía la seria intención de tomar anotaciones sobre la cocina cubana, y seguidas por Raúl, que evidentemente prefería la compañía femenina a las conversaciones entre hermanos. Ya para ese entonces los niños habían roto las barreras idiomáticas y culturales y estaban entregados al análisis profundo de sus personalidades y juguetes.
La cena fue divertida, opípara e incomparable, como sentenció Raúl cuando ya bebían el ron de la sobremesa. Elio pasó toda la noche haciendo chistes de los que Circe entendió muy poco, pero que la hicieron reír por la mímica que los acompañaba. Del otro lado estaba Raúl, quien también sacó su elenco de chistes italianos, haciéndose una autotraducción para que la cubana pudiera reírse de veras. Lucía estaba contenta de verlos a todos satisfechos. Con Elio y Roberta tenía buenas relaciones, aunque sus encuentros se limitaban a los períodos de fiestas y a alguna que otra visita durante el año, debido a lo de siempre: marido cargado de trabajo y mujer ocupada de los hijos. Estos últimos, por su parte, en compañía de Ulises, se dedicaron a retozar después de la comida y, salvo un llanto de Gabriela porque los varones no le hacían mucho caso, todo anduvo bien.
Pasadas las once, Roberta, con la niña dormida en brazos, hacía señas a su marido indicando el reloj y ya los niños no tenían mucho más que hacer. Elio bebió un último trago antes de despedirse y, apenas salieron, Ulises corrió al balcón, acompañado por su madre, para seguirlos con la mirada hasta que los perdió de vista. El niño, entonces, repartió besos a los presentes y, bostezando, se abrazó al cuello de Circe mientras ésta le conducía al cuarto. Al poco rato ya estaba dormido y su madre pudo regresar al salón donde continuaban los otros, Bruno y Raúl acomodados en el sofá y Lucía en el piso. Circe sirvió una coca-cola y se sentó j unto a Lucía para escuchar lo que Raúl estaba contando. Era muy simpático el cubano cuando contaba historias y ya para Circe se había convertido en un buen amigo, por eso esperó pacientemente a que terminara de hablar para poder comunicarle algo que, durante la cena, no había tenido oportunidad de decirle.
—Te tengo una noticia, Raúl, en enero empiezo a trabajar y esto merece un brindis —dijo alzando el vaso.
Días antes de las vacaciones de Navidad, Bruno la había llevado a una tienda donde buscaban personal de limpieza. Gracias a las buenas referencias y garantías de Bruno, ella comenzaría a trabajar y aunque, como decía el italiano, el empleo significaba mucha fatiga y levantarse antes del amanecer, Circe lo encontraba perfecto, tanto para ella, como para Ulises, quien, lógicamente, la acompañaría porque no tenía con quien dejarlo.
—Tú eres una luchadora, Circe —dijo Raúl chocando su vaso contra el de ella—, pero a los cubanos nos toca luchar, porque la cosa no está fácil.
Lucía sonrió sin hacer comentarios. Cuando Bruno había anunciado tímidamente que en una de las tiendas con las que trabajaba buscaban personal de limpieza, ella lo había mirado abriendo los ojos. Ese no era un trabajo para su amiga, respondió, ella no había ido a Roma para limpiar pisos, sólo que su amiga la contradijo agradeciendo a Bruno y declarando que ya tenía experiencia con los pisos franceses, por tanto, la tentaba saber qué tal se comportaban los pisos italianos. Agregó, además, que no era el trabajo el que valorizaba o desvalorizaba a las personas, sino al revés, y Lucía se sintió ridícula. Por eso, mientras Circe contaba cómo logró comunicarse en su precario italiano con el director de la tienda, ella prefirió servirse otro ron y no agregar nada.
—Mira, yo ahora soy profesor de informática en la escuela y eso está bien —dijo Raúl—, pero cuando llegué aquí, nananina, jabón candao. Yo estudié ingeniería en la CUJAE, y cada vez que digo eso, los italianos me abren los ojos como si en Cuba lo único que supiéramos hacer es bailar y tocar rumba. —Raúl bebió un trago largo y continuó—: Yo en Cuba trabajaba en el CENIC, nada más y nada menos que en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, donde van los quemaos de verdad, pero nada, una mierda, y en el 95 me mandaron a un curso en Roma, ya era novio de Anna Rita, mi ex mujer y paticas pa qué te quiero, aquí me quedé, pero no fue fácil, Circe, aquí la pincha no está fácil y en Italia, a menos que seas americano o algo así, eres siempre un subproducto y que me perdone Bruno.
Circe sonrió mirando a Bruno, que hizo lo mismo, pero sin entender del todo. Para él, Raúl era una especie de buen animal que no lograba comprender. Todas las veces que había estado en casa terminaba bebiendo y pronunciando palabras que para Bruno eran jeroglíficos, aunque también eran jeroglíficos los mensajes que enviaba su computadora y que el buen Raúl lograba reparar con una sonrisa y un traguito. Raúl ya se había convertido en una imagen familiar. Lucía y Bruno lo habían conocido dos años atrás, un verano que fueron a Capanelle, el antiguo Hipódromo de Roma transformado en espacio para el festival latino. Allí encontraron a Raúl y Anna Rita bailando, se pusieron a conversar y así había empezado todo. Luego se siguieron viendo y en el verano siguiente, cuando ya eran amigos, volvieron a Capanelle para escuchar la música que ponía el ingeniero Raúl convertido en DJ cubano.
—Con esto te digo que hay que hacer lo que sea, hay que lucharla. —Raúl volvió a servirse—. Mira, de los cubanos que yo conozco, sólo hay un socio que ha tenido suerte desde el principio, trabajaba conmigo en el CENIC y da la casualidad que, en el mismo 95, él se quedó en Madrid y yo aquí. En agosto estuve en su casa y mortal, al tipo le va empingao, claro que ése sí era un quemao desde que nació, imagínate que dice que en la primaria le decían Cuatro Ojos, miope y estudioso desde chamaco y con suerte además, porque yo sí tuve que luchar antes de encontrar un trabajo profesional, Roma está de pinga y coño, que me perdone Bruno. —Bruno sonrió al escuchar su nombre, aunque hacía rato que no seguía el discurso—. Por eso, Circe, si Bruno te cuadró este trabajo, agárralo, porque aquí uno tiene que hacer cualquier cosa. Esto es suerte y verdad.
Bruno puso el vaso encima de la mesa y se levantó comunicando que iba a la cama. Estaba cansado, agregó y, entre la bebida y el ritmo acelerado de la conversación, la cabeza le daba vueltas. Raúl se incorporó para darle un abrazo, agradeciendo una vez más la cena y disculpándose, como de costumbre, por su incapacidad para hablar español despacio. Apenas Bruno desapareció, Lucía fue a cambiar la música.
—Pon Habana Abierta, anda, no sé si Circe lo conoce… —dijo Raúl tirándose nuevamente en el sofá.
El disco era de los trovadores de su generación, aquellos jovencitos que a finales de los 80 empezaron a aparecer en peñas subterráneas y grabaciones caseras, pero que ya en esos momentos, radicados en España y no tan jovencitos, salían del anonimato para alegría de Raúl, quien, apenas supo de la existencia del disco, pidió a su amigo ingeniero de Madrid que le enviara dos, uno para él y otro para Lucía. Cuando la música empezó, él alzó su vaso sonriendo. Lucía se sirvió otro trago para brindar. Circe, en cambio, le hizo un guiño indicando la botella de cocacola y Raúl la miró con una mueca de asco. Después de conocer a Lucía, Raúl la consideraba una buena compañera de parranda, por la capacidad que tenían ambos de beber ron, cosa que nunca dejó de sorprender a Anna Rita, su ex mujer.
—¿Qué les parece si jugamos a algo? —propuso Lucía.
—Vamos a jugar a los abrazos —respondió Raúl burlonamente.
Circe lo miró con una media sonrisa y Lucía hizo una mueca antes de invitarlos al juego de las asociaciones. Era fácil, bastaba con no pensar demasiado, concluyó después de explicar en qué consistía. Raúl se incorporó agregando que había muchos juegos en los que no era necesario pensar demasiado, pero visto que ella insistía, podrían jugar.
—Un juego —dijo Lucía mirando a Raúl.
—El sexo —contestó él con una sonrisa dirigida a Circe.
—Las asociaciones —respondió Circe.
—El dominó —dijo Lucía marcando las sílabas y señalando a Raúl.
—Una bebida —dijo él.
—Coca-cola —contestó Circe bebiendo de su vaso.
—Ron —dijo Lucía bebiendo igualmente.
—Ron Havana Club —concluyó él.
—Un sueño —dijo Circe.
—La Habana —murmuró Lucía.
—Ganar mucho dinero —afirmó Raúl.
—Llegar a Itaca —declaró Circe.