CAPÍTULO IX

SINGULAR ARRIBA

EL sol ya estaba ocultándose cuando se estrellaron.

Se habían puesto todos, los trajes especiales para las grandes alturas. Hacía un frío terrible en el interior del aparato, pues había sido construido para trabajar en zonas tropicales y su sistema de climatización no era el adecuado. Habían tenido que empezar a utilizar el sistema químico de calentamiento que estaba instalado en sus trajes y también a servirse del oxígeno.

¡Y ocurrió repentinamente!

Doc Savage y Long Tom, en aquel momento, estaban en la cabina del piloto. Como había ido oscureciendo paulatinamente uno de los dos seguía vigilando el rastro de los otros dos aviones que iban por delante suyo mientras el otro iba conduciendo el aparato. Tal y como lo explicaba Long Tom, manejar aquel aparato era trabajo para un pulpo. La enorme aeronave se comportaba como si fuera un cacharro de coche que fuera saltando de un lado a otro por un campo arado.

No sospechaban que algo así les pudiera ocurrir en aquel momento. Por lo menos, nada desagradable teniendo en cuenta de dónde provino.

Long Tom estaba rezongando mientras intentaba por todos los medios levantar el enorme aparato y evitar un picado no deseado. Dijo —¡Diantre! ¡Parece que estemos en un Rodeo!

Terrence Wire entró en la cabina y se inclinó sobre sus hombros, preguntándole —¿A qué altura estamos?

—Estamos un poco por encima de los siete mil metros —Long Tom prosiguió— La altitud de las montañas que tenemos debajo nuestro es poco menos la misma y no me gusta nada, ni por asomo.

—¿Cuánto más podemos elevarnos? —preguntó Wire.

—Lo que me tiene atónito —le contestó Long Tom— es que con este viejo cacharro enorme, hayamos podido subir a esta altura.

La voz de Wire sonó disgustada —¿Quiere decir que no espera poder ascender mucho más?

Doc Savage se volvió de repente y le espetó —¿A qué altura está Arriba?

Wire se le quedó mirando como si deseara poderle contestar, pero sólo dijo —Las montañas que tenemos enfrente, son mucho más altas, como puede ver. El Gorrión tiene preparados sus aviones con baterías especiales, de las que se emplean en los bombarderos gigantes que vuelan a grandes alturas. ¿Cómo piensa seguirles?

Long Tom soltó un gruñido de irritación —¿Es que no ha oído la pregunta que le ha hecho Doc, referida a la altitud de Arriba?

Wire era un hombre con una gran determinación. —No obtendrán de mí más información sobre Arriba. Ya les dije todo lo que podía decirles. Recuerden que hice una promesa. Y, además, malditas las pocas cosas que les pueda contar de un lugar en el que no he estado nunca.

Long Tom se lo quedó mirando y vio que era inútil intentar sacarle más información a Wire. —¿De dónde diablos han salido estas montañas? ¡Por el infierno que se supone que no hay nada parecido en América del Sur! Quiero decir que estas son mucho más altas. Estamos muy altos ahora, pero por lo que se puede ver delante de nosotros, no parece que estas montañas tengan ninguna limitación.

Entonces, la cabina se inundó con una luz blanquiazul, de fuego. Doc Savage se levantó al tiempo que se volvía a mirar. Había sido cogido por sorpresa. No se había imaginado que pudiera haber algo en la parte de atrás de la cabina que fuera susceptible de incendiar el aparato. Sabía, por supuesto, que estaban los pequeños cilindros metálicos de oxígeno para los trajes de altura y sabía también que el oxígeno podía inflamarse.

La anciana, aquella a la que llamaban la Reina Madre de la Sabiduría, había tomado dos de los pequeños cilindros de oxígeno, el suyo y el de la chica joven, los había abierto y los había encendido. Había conseguido reventar una de las ventanas del aparato y sacar a medias uno de los cilindros. También se había agenciado un revólver de no se sabe dónde. Con este, empezó a agujerear a tiros los depósitos de gasolina y luego incendió el chorro de combustible que salía de los mismos.

¡Y de repente, envuelto en llamas, el aparato se convirtió en una ruina!

A continuación, ya no hubo más palabras, sólo acción. Long Tom sabía perfectamente lo que debía hacer: Era un buen piloto, pero no ignoraba sus propias limitaciones. El trabajo de conducir una pequeña avioneta con capacidad para cinco pasajeros, no podía compararse con los problemas que ofrecía la conducción de uno de estos gigantescos aeroplanos bimotores. Long Tom se lanzó disparado detrás del tablero de los mandos. Doc tomó el control del aparato. Long Tom se hizo con un extintor y le ordenó a Terrence Wire —¡Consiga los paracaídas!

Wire asintió. Estaba blanco como el papel pero se introdujo en la cabina. La anciana se le enfrentó desafiante, con un gruñido amenazador.

Wire vio como gruñía y entonces perdió los nervios. Le pegó un puñetazo, tan fuerte que la mandó estrepitosamente sobre uno de los asientos —¡Cuando haya vivido tanto como ha vivido Ud., seguramente también me querré morir!— aulló —¡Maldita decrépita!

La única posibilidad que le quedaba al avión, era ir hacia abajo. Doc lo condujo hacia los dientes de sierra de los pedregales de las montañas en un deslizamiento que, hasta cierto punto, evitaba que el fuego se extendiera totalmente. Con algo más de suerte habría conseguido deslizarse lo suficientemente veloz como para extinguir el fuego del aparato. Pero el incendio era ya demasiado violento.

Los picos montañosos ofrecían poco lugar para tomar tierra. De no haber sido por el fuego, podría haberse ido deslizando durante varios kilómetros hasta la parte baja de las montañas y haber podido escoger un lugar decente. Las llamaradas que envolvían rápidamente el avión, impidieron esta acción.

Había un cañón ancho y no muy profundo. Intentó dejar que el aparato se deslizara hacia allí.

Casi sin darse cuenta, salieron de la mortecina luz del sol y se adentraron en una lóbrega oscuridad que ya empezaba a invadirlo todo.

La luz del fuego que se desprendía del avión era rojiza al reflejarse en las laderas del cañón, roja y vacilante como un espécimen horroroso, mientras el avión se iba hacia abajo.

Doc colocó los alerones de las alas a la máxima retención, intentando aminorar la velocidad de aterrizaje, al máximo posible.

No cabía esperar mucho más, observó, que un aterrizaje con choque. No había ningún lugar lo bastante llano. Por si fuera poco, la nieve sobre el terreno, lo uniformaba engañosamente, pues lo cubría con una capa igualadora, que no obstante, podía tener varios metros de espesor.

Dio una orden —¡Romped las ventanas del avión, para poder salir fuera cuando nos estrellemos!

Se hizo con el nivelador del avión. El calor era ya cauterizante. No había mucho humo, pues los bamboleos del aparato, lo habían ido desplazando hasta el fondo.

Las rocas que estaban debajo del aeroplano, parecían enormes animales dormidos bajo la nieve. Algunas eran mayores que una casa.

Doc hizo una buena faena al tomar tierra. Tan buena, que hasta él mismo quedó satisfecho de su actuación. Habiendo reducido casi toda la velocidad que llevaban, estaba en la mejor situación posible antes de la colisión.

Fue como si una gigantesca lata de cerveza hubiera sido pateada con violencia. Y de nuevo chutada y vuelta a chutar. Y después, pisoteada. Hubo un quejido escalofriante, como el de una mujer, un sonido estremecedor, que parecía provenir de la muerte. Doc Savage intentó volverse, temerosamente, pero había sido el quejido del metal y no el de las dos mujeres. El aparato empezó a ir de un lado para el otro. Lo hizo dos veces, lentamente, perdiendo un ala y parte de la cola. El otro tanque de gasolina, el que quedaba intacto, se había partido en dos y el combustible iba fluyendo del depósito, quemándose y parecía un gran paquete de Navidad, envuelto en papel de color rojo.

Después de la colisión, se formó un maremagno de sonidos: El sonido discordante y de rasgón del metal, su desgarramiento y triturado, apenas disminuido por el rugido del fuego y los gritos excitados de Terrence Wire, que estaba intentando localizar a las dos mujeres y sacarlas de la hoguera en que se había convertido aquello.

A decir verdad no era difícil escapar de la cabina. No había sido necesario ni siquiera reventar los cristales de las ventanas. El esqueleto de la estructura de un costado del fuselaje, había sido limpiamente despellejado —lo cual era bastante inexplicable— de su recubrimiento interior y del exterior. Había más de una docena de salidas por las que el grupo podía salir, por la parte superior.

Doc salió junto con los demás y pudo comprobar que estaban ilesos. Entonces, se volvió a meter en el interior de la cabina, cuyo interior estaba lleno de rugientes llamaradas. Recogió todo el material que fue capaz y volvió a salir fuera de aquel infierno. Sus ropas ya estaban ardiendo por algún extremo, en vista de lo cual se echó rodando sobre la nieve.

Terrence Wire estaba tendido sobre la nieve. Parecía estar inconsciente. Long Tom estaba arrodillado a su lado. —Parece que simplemente está desmayado— comentó Long Tom. —Ven aquí, voy a mirar de quitarle los arreos del paracaídas. Doc se le aproximó e introdujo el tubo de suministro de oxígeno, entre los labios de Wire— A semejante altura —afirmó— vamos a necesitar el oxígeno.

La anciana le dijo algo a la muchacha en su lenguaje musical.

Entonces, las dos echaron a correr.

La anciana, teniendo en cuenta que su edad aparente parecía sobrepasar el centenar de años, estaba notablemente ágil. Conocía bien la nieve. Iba pisando con cuidado sobre los lugares donde el hielo había formado dura costra con un criterio admirable y, a medida que iba corriendo, lanzaba gritos que evidentemente eran instrucciones para la muchacha que la seguía de cerca.

Casi a la vez, sin embargo, la mujer joven inició una discusión con la otra. Las palabras estaban pronunciadas en su ininteligible lengua, pero por el tono se podía adivinar que en efecto, se trataba de una discusión.

Long Tom y Doc Savage se habían puesto tras de ellas, inmediatamente. El hombre de bronce se tiró sobre el crujiente hielo en diversas ocasiones, retrasando así su carrera para poder seguir en contacto con Long Tom, que le seguía, llevando puesto a medias aún, el paracaídas.

La discusión entre las dos mujeres estaba llegando a su clímax. La muchacha se paró. No iba a seguir acompañando a la anciana. Doc y Long Tom, la alcanzaron.

Hablando como si estuviera leyendo un libro de párvulos, les dijo —Ella... les... quiere... abandonar... aquí. Uds..., se... morirán... Pero... yo... no... les... abandonaré.

Long Tom, que se había parado al llegar junto a la chica, tenía la boca todo lo abierta que sus mandíbulas le permitían y sus pulmones estaban bombeando aire convulsivamente. Pero es que su parada no había sido voluntaria, había sido forzada por el esfuerzo. Por fin se cayó a gatas con sus ojos girando en sus órbitas. La altura había podido con él.

Doc Savage prosiguió, con el paquete del paracaídas golpeándole los muslos.

La anciana miró atrás, con aspecto triunfador, al principio. Pero en cuanto se dio cuenta que el hombre de bronce seguía tras ella, la perplejidad la atenazó. Buscó el camino más duro, por donde más difícil era subir. El camino en el que soplara el viento más fuerte de cara a su perseguidor.

Por fin, Doc la pudo atrapar. No le fue nada fácil. Empezaba a sentir la altura. No había nada de extraño en su constitución física, sólo un entrenamiento muy cuidadoso y un ejercicio regular. Se alegró cuando pudo poner su mano sobre los huesudos hombros de la mujer. Tiró de ella, se dejó caer sobre una roca y dejó que sus pulmones bombearan y sus oídos silbaran.

La anciana dama, parecía muy preocupada.

—Les habría mandado comida y guías —decía— Les habrían acompañado hasta las tierras bajas. No habrían muerto.

Estaba claro que la discusión con la muchacha la estaba molestando. Doc Savage se abstuvo de hacer cualquier tipo de comentario. El hecho de que les hubiera mandado guías indicaba que Arriba no podía estar ya muy lejos. Una anciana como aquella, no habría podido viajar una distancia relativamente grande, sin disponer de alimentos y lugar donde guarecerse. Puede que fuera inmune a la altura, pero lo que sí es cierto es que no estaba a prueba de congelación.

Ahora empezaba Doc a darse cuenta verdaderamente del frío que reinaba. Su respiración era como una pluma saltarina y las puntas de sus dedos estaban empezando a sentir un gran escozor. Dirigiéndose a la anciana, le ordenó —Volvamos,— y la anciana dama, se fue tras él.

Long Tom se puso de pie y se arrastró hacia el avión en llamas. La muchacha le siguió.

Terrence Wire se había repuesto lo suficiente como para sentarse. Pero no se le veía muy alegre. —¡No me habléis del mal de las montañas!8 ¡Yo lo he tenido y no es nada comparado con esto!

Llegó un rugido a través del paso entre las montañas, rugido que se convirtió en un trueno y luego fue disminuyendo. Uno de los aviones, había vuelto. Dio otra pasada, ahora volando más bajo y el piloto, evidentemente localizó al grupo de Doc Savage por las llamas del avión estrellado. Unos pocos disparos de rifle, cayeron a su alrededor y sin más, el avión dio media vuelta y se alejó.

—¡Inmensa desgracia! —se lamentó Long Tom— Ahora ya saben que no estamos en condiciones para seguirles. —Reflexionó un momento— Ahora que lo pienso, ya debían saber que les estábamos siguiendo.

—Es muy posible que así fuera —comentó Wire.

—Pues no lo acabo de entender. ¿Cómo es que no tomaron ninguna medida?

—Muy sencillo.

—¿Eh?

—Dieron por supuesto que el aparato no podría alcanzar el techo suficiente para llegar hasta Arriba —le aclaró Wire— Sin duda sabían cuanta gasolina había en nuestro aparato. Sabían, por tanto, que no tendríamos suficiente para dirigirnos a cualquier punto donde poder repostar —Se encogió de hombros— ¿Por qué debían preocuparse por nosotros?

—¡Buenos chicos! —comentó Long Tom con amargura— En particular, ese Bear Cub.

Doc Savage se acercó a los restos del aparato buscando objetos que les pudieran ser de utilidad. El aparato aún estaba caliente y humeante. Estaban bastante alejados de la línea del bosque y como consecuencia de ello, no había matorrales, sin embargo, no había mucho que se pudiera aprovechar entremedio de aquellas brasas. Pero el hombre de bronce se hizo con un trozo de cable muy largo de los controles y que no se había fundido con el fuego y también pudo enlazar con éxito un rifle y sacarlo de entre las brasas. Estaba inservible. Se sacó el paracaídas para trabajar con más libertad.

Se hizo con una buena cantidad de hojas metálicas de la aleación especialmente ligera que recubría el avión. Podrían usarlas como rústicos deslizadores con los que, en lugar de esquís, podrían desplazarse mejor montañas abajo, donde abundaban la nieve y el hielo, en el caso que por alguna razón, decidieran ir en dirección descendente.

Fue precisamente mientras el hombre de bronce estaba preparando los deslizadores, cuando decidió que Long Tom y Terrence Wire se sentaran a su lado, acercándosele parea que no le oyeran las dos mujeres.

—Vamos a dejar que las mujeres se escapen —les pidió.

Wire se mostró molesto —Me desagrada la idea de que la chica nos deje. Estas montañas no son una broma. Yendo solas las dos mujeres, pueden verse metidas en problemas. El Gorrión podría estarlas acechando. No me gusta el plan.

—La anciana —le dijo Doc— es más que capaz y no es tonta. Además, Arriba puede que esté muy cerca.

—Ignoro lo cerca que pueda estar Arriba —admitió Wire— Estaba pensando lo mismo —Adoptó un aire grave— ¿Cómo vamos a conseguir que la vieja se crea que tiene una ocasión para huir y largarse?

—Enfermedad de la montaña —le dijo— Fingiremos que estamos muy cansados. Adormilados. Llegaremos a la conclusión que debemos acampar antes de proseguir.

—Uh —huh— dijo Wire —Eso podría funcionar.

Y efectivamente, funcionó, sí, pero no. A medias. Doc Savage y los otros dos fingieron efectivamente, una gran fatiga —y no fue necesario esforzarse mucho por parte de Doc y mucho menos por parte de Long Tom— por lo que anunciaron su necesidad de tomarse un descanso, antes de proseguir. Montaron un refugio, una especie de tienda, con los restos de la medio requemada cubierta de protección que envolvía el enorme aparato. Dos tiendas, realmente, una era para las mujeres.

Guardaron sus tres paracaídas.

El plan estuvo a punto de malograrse, cuando la muchacha se negó a huir con la mujer mayor. Se fue al lado de Terrence Wire y le habló sobre ello.

Wire se acercó a Doc Savage y le explicó —Ella tiene metida en la cabeza la idea que debe cuidar de nosotros.

Doc le dijo —Ya me he cansado de que se refiera a la chica como ella, la muchacha... ¿Es que no tiene un nombre?

—Tara —explicó Wire.

—¿Tara qué?

—Tara es lo que he oído siempre.

—Bien, pues dígale a Tara que se vaya y se escape. Ya procuraremos cuidarnos de nosotros mismos.

Wire asintió y se acercó junto a la muchacha como por casualidad. Mantuvieron una conversación de cierta duración y durante la misma, pareció que se le caía la mandíbula, quedando boquiabierto. Se quedó como si alguien le hubiera gastado una broma sucia y de mal gusto.

Volvió con Doc, completamente abatido. —De acuerdo, lo hará.

Long Tom, extrañado le comentó —¿Entonces a qué viene esa cara más larga que un día sin pan?

A Terrence Wire se le quedaron blancos los labios, por un momento. —Tara me ha contado por qué no quería irse. Creí que era por temor a que algo me ocurriera. ¡Estúpido de mí! ¡No era yo el que la preocupaba!— Miró de soslayo a Doc Savage —¡Es Ud. maldito sea!

Doc Savage, se quedó azarado y silencioso hasta después que la anciana —a la que según les contó Terrence Wire, ya no llamaban “reina”, pero a la que llamaban el equivalente de “la Reina Madre” en la extraña lengua musical— se escapó. Tara y la vieja dama se fueron del campamento en silencio. Sus chalecos rojos podían verse contra la blanca nieve a la luz de la luna —la noche que había venido, gozaba de una luminosidad parecida a la de un día algo nuboso— y al final, desaparecieron de la vista.

—Andando —dijo Doc Savage.

Siguieron sus huellas en la nieve, sin grandes dificultades. El hombre de bronce seguía las marcas de sus pies, muy de cerca. El ritmo de las pisadas fue cambiando y dirigió una mirada a Terrence Wire y a Long Tom. Ambos se mostraban muy cansados. Los paquetes con los que cargaban y los paracaídas, eran de bastante peso.

—Están corriendo —remarcó Doc— Pretenden dejarnos exhaustos, si las seguimos.

—Esa colección de arrugas —dijo Long Tom con esfuerzo— no es nada estúpida.

Doc les comentó —Creo que si me adelanto podré alcanzar aquel promontorio con más facilidad que si os voy esperando. Vosotros dos seguid como podáis.

Los dos estuvieron de acuerdo. Terrence Wire murmuró —Como esto dure mucho más, alguien va a tener que convertirse en caballo para poder cargar conmigo.

El hombre de bronce se les adelantó, dejando que Long Tom y Terrence Wire se las fueran arreglando como pudieran. Doc recorrió tanto camino como pudo, teniendo cuidado, sin embargo, de no sobre esforzarse en exceso. En un asunto como aquél cualquiera de las dos mujeres podía tener más resistencia incluso que él mismo. Aquellas mujeres estaban habituadas a las alturas. Cada vez veía con mayor claridad, que habían pasado la mayor parte de su vida a gran altitud. La altura tan extrema por la que se estaban moviendo, parecía no ser ninguna molestia para ellas. Aún más, parecían ir sintiéndose mejor a medida que las pendientes iban subiendo cada vez más, hacia montañas más altas. Era como para asustarse, pero desde el punto de vista físico, era posible. Si se analiza hasta las últimas consecuencias, no tiene nada de particular que un habitante de las regiones polares se acostumbre a los fríos extremos o que un hombre de color de la selva africana se habitúe a aquellas temperaturas tórridas. Traslade, sin embargo, a un habitante desnudo del África tropical a las regiones del norte de Groenlandia, tierra de esquimales y éste pensará que lo han llevado a un lugar infernal y a decir verdad no estará lejos de acertar. Por lo tanto, ya no resultaba tan dudosa la posibilidad de que pudiera haber adaptación a las grandes alturas.

Lo que sí resultaba más difícil de creer, es que en aquellas altas montañas, pudiera existir un lugar en el que se pudiera vivir.

Doc echó una mirada a su alrededor. Jamás había podido observar un aislamiento semejante, aquella fantástica desolación y tan enorme soledad. La forma grotesca de la roca gigantesca que, desnuda, sobresalía por encima de la nieve era fabulosa. Pero había algo en todo aquel entorno, que helaba el alma. Tenía algo del resplandeciente espectáculo de Suiza y algo de la estupenda grandiosidad del Tibet, pero había algo glacial, algo sobre su inmensidad, que superaba cualquier otra cosa.

Doc Savage cada vez estaba más convencido que su plan estaba funcionando, o sea, que las dos mujeres a las que había dejado escapar, les estaban llevando hasta Arriba. Conocían el país. Habían escogido el camino hacia él, de tal manera que evitaban los accesos imposibles, lo que cualquier persona no conocedora de aquellas montañas, no habría sabido reconocer y habría fracasado en el intento. Habían escogido el camino directo que las condujo hasta encontrar el escondrijo.

Cuando Doc llegó hasta él, ya estaba vacío. Pero `pudo darse cuenta de lo que había contenido. Esquís. Esquís con amplios patines, más cortos que unos esquís normales. En los lugares en los que habían dejado su huella sobre la nieve, le dieron la impresión de ser algo chapuceros. Pero no había nada de chapuza en la forma en que ambas mujeres los estaban empleando. Habían seguido ascendiendo, pero al llegar a una curva, se dirigieron hacia una cañada muy estrecha, que las llevó hacia abajo a gran velocidad.

Conocían su país a la perfección.

Doc Savage se dio cuenta que estaba ya muy cerca de Arriba.

Y estaba aquel sendero. Las dos mujeres ya lo estaban siguiendo. Era un camino perfectamente diseñado, un producto de una ingeniería maravillosa.

El hombre de bronce avanzó unas decenas de metros y cada vez sentía un mayor asombro. El camino estaba recortado sobre la dura roca siendo todo él de piedra sólida. En algunos lugares, había unos túneles En ningún punto del trazado, éste estaba totalmente expuesto a la nieve. Había sido diseñado inteligentemente, para que la nieve nunca pudiera dejarlo bloqueado del todo. Le recordó al hombre de bronce, la ingeniería de los maravillosos túneles de hielo y pasos montañosos en Pilatus y Jungfrau, en Suiza. No había trazas de que se hubiera empleado maquinaria moderna en su construcción. Doc se detuvo a examinar la piedra. Tenía considerables conocimientos de geología. Era una piedra muy dura y el paso debía estar hecho desde hacía muchos años. Generaciones, quizás. Probablemente, siglos.

Fue caminando, completamente absorbido por la creciente impresión de estar aproximándose a algo asombroso. Algo tan fantástico como para estar fuera del mundo.

Estaba, posiblemente, excesivamente distraído.

Y de pronto, el sendero sobre el que caminaba, en medio de un ruido como de algo muy grande que se rasgara, se plegó hacia delante. La piedra era un gran pivote, tan hábilmente balanceado que su peso lo hizo inclinar. No había ninguna oportunidad de saltar hacia un lugar seguro. El diseño de aquella cosa, lo impedía.

Como si fuera vaciado de una copa, fue lanzado fuera del paso, a la abrupta pendiente de la montaña, en medio de la nieve. Y cayó dando vueltas sobre sí mismo, rodando y rodando. La nieve llenó su boca y sus ojos, arrastrado por una especie de nube volante que lo envolvía por completo. Fue una sensación horrorosa, pues unos momentos antes, había visto un escarpado precipicio que tenía una caída de cerca de trescientos metros y tan agreste y empinado, que una piedra lanzada desde arriba, habría caído casi perpendicularmente hasta el fondo, sin haber siquiera rozado la cara del mismo. Tan escarpado, que incluso parecía inclinarse hacia fuera.

Cayó indefenso, hecho una maraña con su carga, chocando contra el peso del equipo que iba transportando.

El saliente no era muy grande, escasamente llegaría a los tres metros de ancho. Pero las estacas —eran tan grandes como postes de protección y mucho más altas, estaban clavadas en agujeros hechos a lo largo del borde exterior, para que actuaran como una verdadera valla de protección. Fueron realmente las estacas las que evitaron que la avalancha de nieve arrastrara al hombre de bronce al abismo.

Se liberó por sí mismo, sacándose de paso la nieve de la boca, de las orejas y de los ojos. Había conservado su carga, pero casi no había podido recuperar su aliento. Se agazapó allí mismo, exhausto.

Casi sin darse cuenta de lo que hacía, se aproximó al escarpado precipicio que estaba más allá de las estacas protectoras. Por lo menos había un centenar de metros hasta abajo, pues pasó un buen rato antes que pudiera oír los débiles sonidos que hizo la nieve en su caída chocando contra el fondo. Se había desplomado al vacío, a una gran distancia.

Fascinado por la proximidad del precipicio, hizo una bola de nieve y la lanzó hacia fuera. Fue contando los segundos, mientras caía. No fue tanto como había pensado al principio, aproximadamente unos ciento cincuenta a doscientos metros. Así y todo, era un buen trecho como para caerse por él.

—¡Señor Savage —oyó que le llamaba una voz.

Era la chica, Tara. Y no estaba arriba, como hubiera podido pensarse, sino a la derecha, un poco más adelante en el camino. Doc miró más arriba aún, en los riscos iluminados por la luz de la luna.

—¿Dónde está Ud.? —llamó, aunque sin levantar demasiado la voz pues no ignoraba que algo tan pequeño como la vibración de una voz algo fuerte, podría desencadenar una avalancha de nieve.

Ella le contestó —No fuimos nosotras las que le preparamos la trampa. Alguna otra persona ha debido hacerlo.

—¿Trampa?

—Es que Ud. está en el camino de Arriba —le explicó— y hay muchas trampas preparadas por el pueblo antiguo. Ud. se ha caído por una de ellas. Un enemigo que se aproximara por el camino, sería arrojado por encima del borde, para quedar atrapado en el saliente en el que se encuentra ahora. Los antiguos guerreros habrían ido a observar y, de ser enemigos, los habrían dejado donde está, hasta que murieran, o les habrían enviado con una avalancha de nieve, hasta el fondo del precipicio, para que murieran en la caída.

Doc Savage, que también tenía sus momentos humanos, estuvo a punto de hacer algún comentario sobre la bondadosa naturaleza de los antiguos moradores, pero comprendió que sería estúpido por su parte decir nada en las actuales circunstancias. Aún estaba poniendo sus pensamientos en orden, cuando sonó el primer disparo.

El disparo llegó con una explosión repentina. Tara empezó a gritar vivamente. Los ecos del disparo, retumbaron y fueron yendo y viniendo, pareciendo ser cada vez más fuertes sin saberse al final su procedencia, hasta que por fin, parecieron juntarse todos para ir cayendo al abismo y dejaron de oírse.

Doc llamó a la chica —¿Se ha hecho daño?

—No —respondió Tara.— Pero, ¿sabe quién ha disparado?

Sonó otro disparo. Y a continuación, la voz de Bear Cub que decía —¡Ya te agarraremos, hermanita ¡

Doc Savage se zambulló entre la nieve, escondiéndose. Y no fue muy lejos de donde estaba fueron a estrellarse los proyectiles, que le estaban buscando. Al parecer no le podían ver desde la parte superior pues una voz empezó a lanzar palabrotas. Era la voz de El Gorrión.

—¿Quién lleva la dinamita? —estaba preguntando El Gorrión. Y poco después se le oía decir— Venga, tráemela aquí, desgraciado.

Tras un corto silencio, la voz de El Gorrión, sonó alta y dirigiéndose a Doc Savage. Berreó —¡Savage, vete al infierno, hermano! Y hablando con alguien que debía estar a su lado, le ordenó— ¡Pollino estúpido, usa toda la dinamita que tengas! ¡Seguro que nunca volveremos a disponer de una ocasión como esta!

Doc miró hacia arriba. Había una ingente masa de nieve, con pedriza suelta colocada cuidadosamente detrás, para servir de contrapeso y sirviendo de muro de contención, para otras piedras, que estaban detrás. Una avalancha totalmente dispuesta y equilibrada por la mano del hombre, a punto de ser utilizada. Incluso un trocito del cartucho de dinamita bastaría para que todos los cascotes se vinieran para abajo. Y cayendo por la pendiente del precipicio, habrían podido destruir hasta un rascacielos.

Y por último, Doc pudo ver, muy débil frente al negro muro de piedras, el rojizo resplandor de un fósforo que se acababa de prender para encender la mecha del cartucho de dinamita.