CAPÍTULO XVIII

JAQUE MATE

TRANIV esperó un tiempo prudencial, pero ansioso por saber si Doc Savage había logrado enviar algún mensaje, abrió la puerta, entrando en la sala de transmisiones acompañado por Allbellin.

Doc Savage acababa de perder el conocimiento, pero su organismo extraordinario, distinto del de cualquier otro mortal, le permitió volver a la normalidad inmediatamente, apenas se abrió la puerta. A pesar de ello, permaneció en el suelo, aparentando seguir desmayado.

Traniv corrió inmediatamente hacia el transmisor, sacando de su interior un cilindro de cera, en que se inscribían automáticamente todos los mensajes transmitidos. Allbellin, a su lado, leía el texto de la comunicación enviada por Doc Savage. En cuanto a éste, comprendiendo que no debía perder ni un minuto y que muy pronto penetrarían en la sala los guardianes de Traniv, se levantó de un salto y se lanzó sobre los dos criminales.

La lucha fué breve. Ni Traniv ni Allbellin eran rivales para Doc Savage. Un simple golpe con el puño fué suficiente para dejar a cada uno de ellos privado del conocimiento, en forma tan completa como los mismos compañeros de Doc Savage por efectos del gas.

Un rápido examen de sus amigos reveló a Doc Savage que sólo estaban desvanecidos.

Sin pérdida de tiempo, el Hombre de Bronce salió de la sala y recorrió un corredor, subiendo por una escalera que daba al exterior. Desde allí, valiéndose de sus grandes condiciones de atleta, fué tarea fácil para él llegar al techo.

Aparentemente, Doc Savage había decidido abandonar a sus amigos. Corrió por el techó hasta uno pared situada en el extremo opuesto. Al llegar cerca de ella, aminoró el paso. Desde unas ventanas salía una potente luz. Doc Savage se acercó y miró al interior. Ante sus ojos apareció un laboratorio químico, perfectamente instalado con loa más modernos equipos. Numerosos químicos, vestidos con guardapolvos y máscaras contra los gases, estaban trabajando. Uno de ellos sintió, de pronto, una corriente de aire en la espalda, pero antes de que pudiese volverse, el Hombre de Bronce le había sujetado por la nuca, apretando ciertos nervios, que le privaron instantáneamente del conocimiento. El hombre cayó al suelo, detrás de la mesa, ante la cual trabajaba. Doc Savage se colocó su guardapolvo y su máscara. La escena se produjo tan rápida y silenciosamente, que los demás químicos ni siquiera se dieron cuenta de ello.

El Hombre de Bronce trabajó rápidamente. De un bolsillo del chaleco sacó un pequeño objeto y comenzó a verter sobre él el contenido de distintos frascos, observando cada vez el efecto producido. Por fin sonrió satisfecho. Doc Savage generalmente llevaba consigo una buena cantidad de distintos drogas, pero en esta ocasión todas ellas no habían sido suficientes. El laboratorio de Carloff Traniv le proporcionó, pues una inmejorable ocasión para obtener las que le faltaban. Unos minutos fueron suficientes para que Doc Savage preparase una solución, en cuya elaboración hubiesen invertido otros químicos, y aun el mismo Monk, varias horas.

El Hombre de Bronce llenó varias ampollas con un líquido incoloro, que acababa de elaborar. Enseguida, guardó las ampollas en el bolsillo de su chaleco, que había sido confeccionado en forma tal, que no era posible descubrirlo a primera vista.

Un minuto más tarde, Doc Savage estaba de nuevo fuera del laboratorio, corriendo por la azotea. De pronto, otra ventana llamó su atención y se aproximó a ella, mirando al interior.

Por un momento. Doc Savage no pudo creer en lo que estaba viendo.

Pecos Allbellin, que pocos minutos antes estaba desvanecido, se encontraba allí, delante de una colección de uniformes. El mismo lucía en aquellos momentos uno de esos trajes, pero no era este detalle el que más llamaba la atención de Doc Savage, sino el hecho de que el americano parecía estar acariciando un uniforme, con todos los correajes que, por su tamaño, debía pertenecer necesariamente a Traniv.

Por un momento, Doc Savage no comprendió lo que estaba haciendo Allbellin, pero enseguida silbó para sí mismo y continuó su silenciosa carrera por la azotea, en dirección a las torres que sostenían la antena de transmisión.

Al llegar a ellas, Doc subió por los hierros con la agilidad de un atleta. Pocos segundos fueron suficientes para que alcanzase su parte superior. Enseguida púsose a efectuar una tarea que, en el caso de haber podido ser observada por Traniv seguramente le habría causado un enérgico dolor de cabeza.

En efecto, Doc Savage tenía en la mano un pequeño condensador, al que estaban conectados varios cables y una pequeña válvula, así como una pila de linterna. Doc unió uno de los cables a la antena y otro al soporte de la antena.

Aquella antena era la que Traniv empleaba para la transmisión de sus mensajes radiotelegráficos.

Terminada su tarea. Doc Savage descendió. En su rostro leíase una firme decisión.

El Hombre de Bronce siempre había tenido por norma no quitar una vida humana, cuando era posible conservarla. Había arriesgado su propia vida una y mil veces, antes de violar ese principio. Por eso, también, había ideado las «balas de gracia», con que tanto él como sus compañeros cargaban sus armas. Estos proyectiles tenían la propiedad de producir instantáneamente un desmayo del herido, pero sin que ello le causara la muerte.

Mas en ese momento no era posible seguir aplicando sus normas humanitarias. Para salvar al mundo, él, personalmente, tendría que matar a muchos seres. De lo contrario, pondría en peligro la paz universal.

Mary Standish pensó que sus guardianes se habían dormido. Había sido llevada a la oficina en que Allbellin la había interrogado por primera vez. El sudamericano la había confiado allí a la vigilancia de dos guardianes.

Mary Standish no era mujer capaz de atemorizarse. Muchas veces en su vida habíase visto en situaciones harto difíciles y peligrosas. Pero siempre había sabido conservar la sangre fría.

En consecuencia, cuando uno de los guardianes le exigió que se pusiese un cinturón de cuero, pensó que lo mejor sería obedecer sin protestas. El guardián que le colocó el cinturón lo apretó considerablemente. La joven trató de aflojarlo, pero pronto tuvo que convencerse de que estaba provisto de una hebilla especial, que hacia prácticamente imposible moverla.

Este descubrimiento no impresionó a la muchacha. Lo dejó, viendo que aquel cinturón no impedía sus movimientos ni le molestaba. En ese momento, una discusión prodújose entre los dos guardianes, los que comenzaron, a pelear, sin prestar atención a la joven.

Mary Standish no vaciló. Inmediatamente salió de la oficina. Ignoraba que tan pronto como saliera, los guardianes dejaban de pelear. Uno de ellos tomó el teléfono.

—Ha ido bien. Ella se cree que logró escapar-anunció.

Mary Standish no sabía si Doc Savage había logrado eludir todas las trampas que se habían preparado para atraparle; pero, en cambio, sentía unos deseos vehementes de reunirse con el Hombre de Bronce. Trabajando en colaboración con él, estaba segura de que encontraría un medio capaz de poner fin a las actividades de Traniv.

En ello razonó precisamente en la misma forma que había pensado Allbellin.

«Si Doc Savage está en libertad-se dijo la joven, —seguramente se encontrará en la sala de radio o en el laboratorio de Traniv». En consecuencia, ella se dirigió también hacia allí.

Al recorrer un pasillo semisumido en la oscuridad, Mary Standish tuvo por un momento la impresión de que los guardianes se habían ocultado para alentarles a seguir. Pero enseguida esa idea se borró de su mente para dar lugar a una repentina explosión de alegría. Desde el otro extremo, en efecto, se acercaba Doc Savage.

En el mismo momento se abrieron sendas puertas a ambos lados del corredor. Por una de ellas apareció Traniv y por otra Allbellin. Otras más estaban ocupadas por numerosos guardianes que esperaban órdenes, listos para entrar en acción. Todos estaban armados con lanzallamas.

Doc Savage y Mary Standish quedaron como petrificados.

En ese momento comprendió la joven que seguramente se habría permitido su fuga con el propósito de utilizarla como cebo para atraer a Doc Savage.

La voz de Traniv resonó claramente.

—Doc Savage —ordenó,— entréguese sin ofrecer resistencia. Si no lo hace, bajaré una palanca y la muchacha morirá horriblemente. Usted sabe que nada ni nadie podrá salvarla.

El criminal conocía perfectamente a Doc Savage y estaba convencido de que ese argumento habría de decidirle. Y así fué, en efecto: el Hombre de Bronce jamás habría permitido que por él muriese una mujer inocente. —Me rindo-contestó, sin vacilar.