CAPÍTULO III

EL MUNDO ESTÁ ADVERTIDO

DOC Savage hubiese sido despedazado por aquella muchedumbre enardecida.

Pero cuando comprendió el peligro en quo se encontraba y en el preciso instante en que el populacho se lanzaba sobre él, el Hombre de Bronce se agachó. Contrariamente a lo que supusieran sus compañeros, Doc Savage no había caído, sino que se había tirado al suelo, desasiéndose de las manos de los falsos gendarmes que le tenían aprisionado.

Cuando la multitud avanzó sobre él, rompió contra el pavimento algunas cápsulas pequeñas que tenía en el bolsillo.

Un polvillo finísimo pareció difundirse por el aire, justamente en el lugar que ocupaba Doc Savage. Desde algunos metros de distancia, cualquiera hubiese pensado que se trataba simplemente del polvo levantado por los propios pies de los revoltosos, al pisar el pavimento. Ese polvo rodeó por completo al Hombre de Bronce y a las personas que se encontraban más próximas a él.

Algunos segundos más tarde, un hombre apareció a un costado del grupo de revoltosos. Tenía los hombros caldos y su cabello era canoso. Sus ropas estaban desgarradas y caminaba cabizbajo.

Aquel hombre no tenía, en realidad, el menor parecido con Doc Savage.

Y, sin embargo, era el Hombre de Bronce que, convenientemente disfrazado, echó a andar en pos de los dos hombres que, pocos minutos antes, le habían acusado ante la multitud y que, llevando uniformes de Gendarmes, se alejaban en aquellos precisos instantes.

Los falsos agentes de policía se dirigían hacia una de las puertas de entrada al túnel del Metro. Ambos se consideraban completamente a salvo y, para dar por terminado su cometido, solamente les faltaba quitarse el uniforme que vestían.

No advirtieron, tampoco, que un anciano les seguía. Pero si ellos no se dieron cuenta, en cambio, no faltó quien reparara en la presencia del viejo. En efecto. Carloff Traniv lo reconoció inmediatamente y sonrió con malicia. Monk tomó del brazo a Ham y le separó violentamente de un grupo de revoltosos, al que el abogado se había acercado en busca de su jefe. Por primera vez, el mono Chemistry parecía estar decidido a interrumpir la lucha.

Monk no habló, sino que se limitó a efectuar un gesto. Por su parte. Ham le contestó con un profundo suspiro de alivio:

—Pensé que lograría escapar, pero confieso que me siento mas tranquilo ahora que veo que lo ha podido hacer —admitió el letrado.

Llevando entre ellos a Chemistry, los dos compañeros de Doc Savage se alejaron del desorden, siguiendo las huellas de su jefe.

El Hombre de Bronce descendió también por la escalera que conducía a la estación del Metro. Los dos hombres a quienes estaba siguiendo empleaban un conocido recurso de los habitantes de Nueva York, utilizando la estación del Metro para cruzar la calle, saliendo por la otra escalera.

Doc Savage no demostró interés en alcanzarlos sino que se conformó con seguirlos. Monk y Ham perdiéronse de vista momentáneamente.

Pero si los compañeros de Doc Savage pudieron seguirle durante un instante con la mirada, no ocurrió lo mismo con otras personas.

Cuando el Hombre de Bronce salió por la escalera del Metro en la acera opuesta, dos personas se lanzaron sobre él, aplicándole sendas pistolas en las costillas.

—Usted vendrá con nosotros —ordenó la voz de una joven enérgicamente.

Era la muchacha que había presenciado anteriormente el desorden desde corta distancia, dispuesta, lo mismo que su compañero, a evitar, por todos los medios a su alcance, que Doc Savage pudiese escabullirse.

Y la eficacia de su vigilancia quedó ampliamente demostrada, al comprobar que aquella pareja no se había dejado engañar por el disfraz del Hombre de Bronce, a quien sorprendieron en el momento que menos podía esperarlo Doc Savage.

—Creemos que usted nos podrá ser muy útil —agregó el compañero de la joven, dando mayor vigor a sus palabras mediante una presión de su pistola, contra las costillas de Doc.— Pero si trata usted de escapar, haremos fuego sin contemplaciones...

Ambos hablaban en perfecto inglés. El rostro de Doc Savage permaneció inalterable, disponiéndose a acompañar a sus captores sin la menor protesta.

—¿Cómo logró usted librarse de esa multitud? —preguntó la muchacha, con una nota de admiración en sus palabras.

—Fue muy fácil —explicó el Hombre de Bronce, conversando con la mayor naturalidad.— Sencillamente utilicé un polvo que privó momentáneamente de la vista a los que se encontraban más cerca de mi, dificultando al mismo tiempo sus movimientos. Y antes de que pudiesen reponerse, alteré ligeramente mi aspecto y me alejé.

—Muy inteligente —comentó la muchacha lacónicamente.

Doc Savage no contestó nada, permitiendo que le condujesen hasta un automóvil de alquiler, que esperaba en una calle lateral. El hombre habló rápidamente en francés con el conductor.

Monk y Ham aparecieron a la salida del subterráneo en el preciso momento en que el automóvil de alquiler se alejaba rápidamente.

—Han atrapado a Doc —exclamó Ham con tono de incredulidad.

—No te preocupes —respondió Monk.— Bien sabes que si Doc ha ido con ellos, ha sido por su voluntad. Seguramente piensa que le conducirán a presencia del individuo que está detrás de todo esto.

El químico suspiró profundamente:

—Quisiera que la muchacha no estuviese complicada en todo esto. Es demasiado hermosa —comentó.

Y, en verdad, aquella joven era hermosa. Pero la pistola que empuñaba con mano firme no contribuía, precisamente, a realzar su belleza femenina a los ojos de Doc Savage. En cuanto a sus compañeros, la expresión de sus ojos mostraba claramente que se trataba de un individuo que no vacilaría en utilizar su pistola en caso de juzgarlo necesario.

Ninguno de los dos sabía que Doc Savage llevaba ropa interior a prueba de balas y que, por lo tanto, no le impresionaban las armas dirigidas contra su cuerpo.

La muchacha y su compañero no demostraron deseos de hablar. Doc Savage los estudió en silencio.

El automóvil de alquiler se detuvo delante de una casa semidestruída del Barrio Latino, sobre la margen izquierda del Sena.

Tanto la muchacha como su compañero observaron durante algunos instantes la calle por la ventanilla posterior del coche. Después, ambos se miraron ansiosamente y el hombre asintió con un movimiento de cabeza.

Doc fué invitado a descender del coche y penetrar en la casa. Una vez en el interior de ésta, se le hizo pasar a una pequeña habitación, existente en los sótanos de la misma.

La muchacha soltó entonces un suspiro de alivio.

—Por fin, está hecho —dijo.

Pero como al aquel suspiro hubiese sido una señal. Doc Savage entró repentinamente en acción. Una de sus manos avanzó con inesperada rapidez y antes de que el hombre que estaba delante de él supiese siquiera lo que estaba ocurriendo, la pistola que hasta entonces empuñara en su mano había pasado a poder de Doc Savage y estaba dirigida contra él.

Una exclamación partió de los labios de la joven, la que levantó su pistola, con el propósito de apretar el gatillo, pero sin el menor esfuerzo, Doc Savage le quitó el arma.

—Y ahora me harán ustedes el favor de darse a conocer y de decirme a qué se debe todo esto —ordenó el Hombre de Bronce con toda naturalidad.

La cara de la muchacha estaba intensamente pálida. En el rostro de su compañero se pintaba el disgusto que le embargaba.

—¿Cómo se llaman ustedes? —preguntó Doc Savage nuevamente con voz suave.

El joven realizó un intento desesperado, lanzándose sobre el Hombre de Bronce.

Las dos pistolas automáticas desaparecieron en el bolsillo de Doc Savage con un rápido movimiento, mientras que el Hombre de Bronce daba un paso atrás y cuando su atacante se lanzó sobre él, le redujo sin aparente esfuerzo en forma tal que sus dedos parecieron sólo acariciar la nuca del individuo.

El Joven se detuvo, se irguió y quedó completamente paralizado. En sus ojos observábase una expresión extraña. La muchacha le miró con asombro.

—¿Cómo se llaman ustedes? —volvió a preguntar Doc Savage.

—John Marsh y Mary Standish —confesó el hombre, pero había en su voz una frialdad extraña y una absoluta falta de emoción.

La Joven lanzó un grito.

—No hables, John, no hables —exclamó.

Doc Savage se volvió hacia ella. Sus ojos se encontraron. La muchacha sintió que un ligero escalofrío recorría su espina dorsal y, enseguida, quedó quieta.

El hombre que se llamaba John Marsh no se había movido. Los dedos de Doc Savage habían tocado ciertos nervios en la nuca del individuo. Estaba seminconsciente, sin apenas darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. En ese estado indudablemente contestaría con sinceridad todas las preguntas que se le formulasen.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace? —siguió preguntando Doc Savage con toda calma.

—Somos bailarines y trabajamos en el café Trempe —contestó John Marsh.

—¿Y cuál es su otro trabajo? Me refiero al que les ha inducido a secuestrarme...

—Le hubiésemos matado en caso necesario. Somos...

Pesados pasos se escucharon en el hall exterior. El ruido producido por esos pasos pareció alejar las nieblas que oscurecían la mente de John Marsh. Se interrumpió de pronto. En el rostro de la muchacha apareció una expresión de pánico. Corrió hacia un pequeño aparato radiotelefónico y movió una llave.

Desde el exterior, alguien golpeaba la puerta con los puños.

El aparato de radio emitió algunos sonidos extraños y, enseguida, se escuchó la voz del anunciador, que se expresaba en francés:

«...de modo que, evidentemente, Doc Savage escapó. Los agentes de la sureté ya han encontrado la pista del prófugo, pudiendo asegurarse que el criminal no podrá huir. Una de los rumores, que no han podido ser confirmados todavía, asegura que el hombre, a quien creíamos nuestro amigo ha sido auxiliado en su fuga por una pareja, compuesta por una muchacha y un hombre. Se cree que la mujer podrá ser identificada...»

La muchacha lanzó una exclamación de sorpresa. Desde el exterior volvieron a golpear con el puño en la puerta, esta vez con mayor violencia que antes.

Doc Savage no se movió y guardó absoluto silencio.

—Abre la puerta, Mary —ordenaron desde el exterior.

La muchacha corrió hacia un gabinete existente al lado de la habitación. Con increíble prisa abrió la puerta. Enseguida movió un baúl y levantó una trampa, dejando al descubierto una corta escalera.

Doc Savage permaneció inmóvil.

La Joven descendió rápidamente por la escalera. Los ojos de John Marsh recobraron de pronto una expresión de vida y rápidamente corrió detrás de la muchacha.

En el exterior, las voces se hicieron cada vez más fuertes.

John Marsh cerró la puerta de la trampa. El Hombre de Bronce avanzó hacia el gabinete, colocó nuevamente el baúl encima de la trampa y cerró la puerta. Enseguida, se acercó con paso lento a la puerta, que daba al exterior... y se detuvo.

Del aparato de radio partían unos ruidos extraños. Al principio. Doc Savage creyó que se trataba de ruidos estáticos de gran violencia, que ahogaban totalmente las palabras del anunciador francés. Después se escuchó un silbido, que solamente podía ser producido por una estación transmisora más potente, que entraba en acción en la misma onda, o bien un transmisor de chispa abierta, que tapaba todas las estaciones.

Las palabras salieron del altoparlante como un trueno.

«Habla Doc Savage,» decía una voz, que imitaba tan bien el timbre de voz del Hombre de Bronce, que hasta éste mismo se hubiese engañado. Seguramente, ni sus propios compañeros podían descubrir la impostura.

Monk y Ham escucharon el anuncio por el aparato radiotelefónico, instalado en su hotel.

En el rostro de Monk se pintó una, expresión de satisfacción, mientras se tendía cómodamente en la cama.

—Ya sabía yo que Doc se saldría con algunas de las suyas —dijo.— Ahora seguramente estará en condiciones de convencer a todos estos individuos de que no ha tenido absolutamente ninguna intervención en el suceso que tuvo por resultado la invalidez de todos estos soldados.

—Y sabremos quién es el verdadero responsable —declaró Ham.

Pero, enseguida, ambos se incorporaron de un salto.

Hasta Ham, que era un abogado de fácil palabra, quedó por un momento privado del habla. Porque la estación de radiotelefonía seguía propalando la voz de Doc Savage, que decía:

«Voy a repetir. Es Doc Savage quien habla. Todo el mundo ha oído hablar de mí. Nadie ignora que en distintas oportunidades he inventado cosas extrañas. La invalidez de los soldados, que se ha producido hoy, ha sido el resultado práctico de uno de esos inventos.»

Se produjo una pausa dramática, y enseguida prosiguió la voz:

«El mundo entero tuvo conocimiento del suceso ocurrido en China, pero no quiso creerlo. También descargué mi golpe en Rusia. Allí convertí en inválidos a todos los soldados de un regimiento. La noticia no fué dada a conocer. Organicé la demostración de hoy tratando de revelar al nundo mi poder y preparar a la humanidad para lo que pronto vendrá.»

Por segunda vez se produjo una pausa. Millones de personas escuchaban el mensaje radiotelefónico, como petrificadas delante de sus respectivos receptores.

—Ese no es Doc —gritó Monk, poniéndose de pie, con las facciones contraídas por la indignación. Chemistry también se levantó de un salto, poniéndose al lado de su amo.

—Tienes razón —afirmó Ham,— Esa no es la voz de Doc. Desgraciadamente, el mundo entero ignorará la impostura. Esa maquinación echará por el suelo el prestigio de nuestro jefe...

Se interrumpió, imponiendo silencio a Monk, para poder seguir escuchando las palabras del falso Doc Savage, que decía lo siguiente:

«Todos ustedes han escuchado rumores, aun cuando los diarios no han publicado con fidelidad lo ocurrido en distintas partes del mundo en los últimos días, y sobre todo en las últimas horas. No es necesario que cuente lo ocurrido. Sólo quiero manifestar que asumo toda la responsabilidad de mis acciones. He originado pequeñas revueltas y grandes revoluciones. Con todo ello persigo un solo objeto. Escuchen: Yo, Doc Savage, voy a gobernar el mundo entero.»

Monk unió sus manos por encima de su cabeza, en un gesto de impotencia. Ham le indicó, con un movimiento, que debía guardar silencio. La voz del falso Doc Savage seguía anunciando:

«Pueblo de Francia, acepta mi consejo. Es mejor estar a mi lado que en contra de mi. Es preciso desarmar al ejercito. Si ello no se hace, lo haré yo. Y mis métodos no son muy agradables, como ya lo he demostrado. Por otra parte, lamentaría grandemente tener que emplear esos métodos contra la población civil.»

La voz se detuvo. Se produjo un prolongado silencio. Indudablemente, la advertencia aún no había terminado. Todos los habitantes del mundo, silenciosos delante de sus receptores radiotelefónicos, escuchaban conteniendo la respiración.

«Es posible que alguien dude todavía de mi poder —terminó diciendo la voz—; pero estoy dispuesto a convencer aun a los mas escépticos, a cuyo efecto voy a formular uno promesa. Dentro pocas horas —y pronto os daré la hora exacta al segundo— haré que uno de los acorazados mas poderosos de una de las naciones mas grandes del mundo desaparezca de las aguas con toda su tripulación. Yo, Doc Savage, que me convertiré en el soberano del mundo, así lo prometo.»

Cesó el silbido de la estación radiotransmisora. El anunciador de la estación francesa de la Torre Eifel volvió a escucharse, tartamudeando ininteligiblemente.

—Sería conveniente que Doc viniese pronto. Sería menester poner fin a esta situación cuanto antes —declaró Monk con voz sombría.

Y en aquel preciso instante, alguien abrió violentamente la puerta de la habitación en que Doc Savage estaba escuchando la advertencia radiotelefónica. El Hombre de Bronce giró sobre sus talones.

Cinco hombres penetraron en la habitación. Dos de ellos llevaban ametralladoras y los otros tres iban igualmente armados hasta los dientes.